jueves, 9 de septiembre de 2021

Veinticinco veranos.

 

He tenido que echar un vistazo a la entrada del año pasado para recordar cómo enfocaba mis entradas de cumpleaños; quizá escribirla cuando no celebro mi llegada al mundo, sino más bien las bodas de plata con mi madre tenga algo que ver.

Tengo sentimientos encontrados con los 25. Me parece una edad horrible, una edad que, como dije en el trabajo, me sonaba peor, a más vieja, que por ejemplo 34. Me da la sensación de que tengo problemas con las edades impares, a pesar de que una de las mejores épocas de mi vida (si no la mejor) fueron mis 17 años. Los 25 eran una gran oportunidad para ponerme por fin en forma, cuadrando un IMC de 25 a los 25 como me propuse vagamente cuando cumplí 24. Tenía un año por delante; no podía ser tan difícil. Y, sin embargo, aquí estamos, con la talla de siempre, ropa de hace años y el estómago demasiado lleno para alguien que hace tan poco ejercicio.

Estos días han sido agridulces. Soy una persona muy centrada en el ahora en sus sentimientos, intensa como la que más, más parecida a un fuego artificial que a un cohete. Exploto e ilumino el cielo con el color que corresponda según mis emociones, esperando ser una imagen que a los demás les cueste borrarse de la cabeza. Doy mucho más de lo que recibo, y aunque no lo hago por recibir, sí que he adquirido la confianza y el coraje suficiente como para empezar a decirlo. Me gusta sentirme querida, me gusta sentirme valorada, me gusta sentir que importo. En ocasiones, me da la sensación de que no es así.

Pero no fue así en mi cumpleaños. Hacía muchísimo tiempo que no hacía un plan especial para mi día; mismamente, el último 8 de septiembre (quiero decir, del que nos separan más de 24 horas) recuerdo estar tumbada al sol, leyendo un libro y pensando en lo muchísimo que me encanta hacer lo que quiero cuando quiero. Y, ayer, tuve todo eso que quería: mis amigas, pasear, no estar preocupada ni tampoco triste. Ni siquiera me decepciona no tener regalos con los que contaba (regalos que no tienen por qué ser necesariamente algo físico), ni me duele que se hayan roto tradiciones. En cierto modo me lo esperaba. Cómo enfocaré este tema a mis 26, no lo sé; a lo largo de mis 24 aprendí que la vida da muchas vueltas, que todo puede cambiar en meses, y que los lazos que creías perdidos hacía años pueden convertirse en los únicos arneses que te sostengan sobre el vacío, impidiendo que te espachurres al caer contra el suelo.

He descubierto que tengo miedo, más miedo del que me gustaría admitir, a irme de este mundo sin haber hecho tantas cosas que tengo pendientes que la lista quizá no cabría ni en toda la biblioteca de Alejandría. Que prefiero quedarme atrás y segura a arriesgarme y acabar postrada en una cama de hospital, o algo peor.

Pero, gracias a Dios (bueno, ya me entiendes) también he aprendido que mi tiempo merece la pena, que mi compañía merece la pena, que merezco que me busquen con la intensidad con la que buscaba yo antes. Por fin recibí invitaciones que esperaba con impaciencia, tengo planes de futuro a más o menos corto plazo que me ilusionan, y sé de lo que habla Carrie en Sexo en Nueva York, de ese sentimiento de hermandad que sólo tienes cuando puedes hablar de lo que sea sin pudor a que la imagen que los demás tienen de ti cambie. También he aprendido que soy más valiosa y hábil de lo que me creía, que una homogeneidad en edad puede no ser tan rica como un grupo de edades muy variadas, que las batallitas son más entretenidas de lo que parece y que soy una persona de mañanas, incluso ahora que se me pegan las sábanas y tengo que hacer un esfuerzo por levantarme. He aprendido que hay que arriesgar y darle oportunidades a la gente, oportunidades que yo también me merezco, y que no por mucho insistir vas a conseguir que te den más trabajo, incluso cuando están con el agua al cuello.

Si tuviera que quedarme con algo solamente de este año, me sería muy difícil escoger entre mi trabajo y mis amigas. El trabajo me hizo ver que ese futuro que me parecía tan negro y que me hacía acostarme llorando a los 17 no era más que un nubarrón de tormenta necesaria para alimentar la flora con la que luego deleitarse los ojos y la nariz. Que hay esperanza más allá de la universidad, y que todo un mundo de posibilidades se abrirá ante ti en el momento en que entres en el mercado laboral. Que la vida da muchas vueltas, y no tener planes definidos como los demás no quiere decir que estés rota, sino que eres un planeta errante en busca de una estrella con la que encajar mejor. Y mis amigas me hicieron ver que mis problemas no son nimios, que merezco amor, que soy graciosa, que pueden echarme de menos, que lo que hago es interesante y que no soy pesada hablando de lo que me apasiona.

Supongo que por eso estoy un poco nostálgica. A pesar de haberlos empezado con ellas, el camino en el que me embarco ahora me dejará un poco sola de nuevo. No obstante, no tengo miedo. Sé que las tengo a ellas.

Y que entenderán que las comparta con Sabrae y Alec en unos horarios que parecen más propios de la agenda de una reina que de una plebeya. Tal vez lo que me toque descubrir en mis 25 es que, como ellos, también desciendo de la realeza.

Aunque sería difícil mejorar el día de ayer.

¡Brindo por un cuarto de siglo aprendiendo, sufriendo y disfrutando! «El tiempo que pasamos riendo es tiempo que pasamos con los dioses» según mi nuevo proverbio favorito, origen del país del sol naciente. Me he dado cuenta de que he pasado muchísimo tiempo en mi Olimpo particular, pero también de que las lágrimas hacen más dulces los momentos de angustia, cuando sonrío al recibir un mensaje a las 12 de la noche en mi cumpleaños o resuelvo un malentendido. Después de todo, no dejan de ser lluvia. Mi lluvia personal, pero lluvia al fin y al cabo.



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