domingo, 8 de junio de 2014

Diosa.

 No había hecho más que sentir nervios cada vez que me acercaba a Taylor después del incidente de la subasta. Todavía tenía en la cabeza su mirada en la pequeña cápsula, su ceño ligeramente fruncido para no dar el cante, sus labios sellados mientras estudiaba en silencio lo que tenía entre las manos... y las palabras que no había llegado a pronunciar, pero que su cabeza hacía gritado en el silencio de su mente, el único rincón en el que podía esconder sus teorías conspirativas, las que me ponían en peligro, y las que eran ciertas, que casualmente eran las mismas.
Tenía mucho que agradecerle a Blueberry, y lo haría en cuanto se me presentara la ocasión. Ella había posado sus ojos un segundo en lo que le tendía, aquel regalo momentáneo que tendría que darle a otro lo antes posible, y no había hecho ni una sola pregunta. Ni siquiera pareció dar muestras de que hubiera sentido curiosidad por lo que había en el interior de aquella cápsula metálica: simplemente entendió que le había pedido que se la diera a Puck, y a Puck se la había dado, sin más demora que la que le llevó el alcanzarlo entre toda la masa que saltó de las gradas para alcanzarnos y alzarnos sobre sus cabezas, proclamándonos sus héroes antes incluso de salir victoriosos de la cruzada que nos salvaría. Y todo por ganarles en pruebas en las que la suerte y el descanso primaba sobre todo lo demás.
Habíamos estado cerca de batir el récord de la Sección del Año, y cuando abrimos las puertas había decenas de runners de esa base, que habían interrumpido sus misiones, sentados alrededor de la nuestra, esperando para recibirnos con aplausos por estar a punto de quitarles el nombre, pero rajarnos en el último minuto. Nadie había reparado en lo que sostenía, al igual que tampoco se reparó en el pseudo-runner que se había alejado de allí con las alas escondidas tras la capucha de su chaqueta, los ojos azules como el cielo, la mirada confiada y los brazos más amables y cariñosos que había visto en la vida.
Y, aun así, yo no podía dejar de pensar que se me escapaba algo muy importante, la clave de mi muestra a la sociedad elitista a la que pertenecía de que no era perfecta y no merecía subir al Cristal, privilegio reservado para los mejores y más fiables runners de todo nuestro mundo. No sabía qué era lo que me transmitía esa sensación: podía estar en el aire con la misma facilidad con que estaría en el agua que bebía, o infiltrada en la comida que había comido la comida que yo me estaba comiendo en el comedor. Simplemente estaba ahí, asomando sus dedos negros por el filo de la puerta, esperando pacientemente a que apagara la luz para poder abalanzarme sobre mí.
La lámpara de la habitación en la que me encontraba estaba empezando a parpadear, amenazando con apagarse y dejarme sola, cuando nuestra espera terminó.
La misión más complicada a la que me había enfrentado hasta la fecha se había ido aplazando por cortos intervalos de tiempo debido precisamente a la meteorología: se acercaban tormentas durante las cuales nuestros dispositivos podrían fallar; luego, el viento jugó un papel fundamental amenazando con nuestros paseos por los exteriores del Cristal, donde las ráfagas llegaban a triplicar su velocidad superficial debido a la altura. Y, por último, un día de lluvia que no habíamos previsto nos obligó a abortar la misión justo cuando nos encontrábamos en el límite de nuestro sector, a punto de pasar al siguiente y adentrarnos en territorio rival. Esta vez no habría peleas por los maletines: todos los runners estaban al tanto de por qué invadíamos su territorio y tenían órdenes de interrumpir sus misiones en el caso de que la nuestra corriera peligro. Por eso, cuando dimos la vuelta, una pareja que nos había estado esperando para escoltarnos hasta el puente que yo no había llegado a cruzar en aquella misión fallida que cambió tanto en mí se acuclilló para estudiar la calle, preguntándose a qué se debía que un grupo de ritmo constante y furioso se detuviese justo en el borde de una azotea y no hiciese ademán de querer avanzar ni un paso más. Casi parecía que nos habíamos encontrado con un muro invisible y psicológico que hacía que olvidáramos nuestro propósito y que de repente nos acuciaran las ganas de dar la vuelta.
Yo no podía creerme lo que Puck me decía por el transmisor, y quise seguir, porque había un claro en el cielo que prometía una breve tregua, suficiente para llevar a cabo la parte de la misión en la que salíamos del Cristal y cambiábamos de zona a base de rodearlo por una azotea exterior, la cima de los últimos edificios que se atrevían a competir con él por hacerle sombra a las calles.
Los del Gobierno eran imbéciles. Eso ya se sabía, pero se confirmó en la reunión que tuvimos de estudio sobre el Cristal, en la que descubrí, no sin sorpresa por mi parte y por el resto de neófitos en estas misiones estelares, que había puertas que daban al exterior en diversas partes del edificio, casi como si el alcalde y sus concejales quisieran que nos colásemos.
La excusa que se habían esgrimido a sí mismos y que habían terminado creyéndose a pies juntillas era sencilla: si había problemas en el Cristal, los ángeles podrían entrar por aquellas puertas. Pero, ¿de verdad era necesario una pequeña zona de aterrizaje para alguien que podía mantenerse en vuelo durante horas, y flotar con sus alas en una habitación de no más de tres metros de alto? Cierto que tendrían sus dificultades, pero por lo que mis compañeros habían podido experimentar, los ángeles no tenían problema ninguno en proteger sus débiles cuerpos con sus poderosas alas y entrar como torpedos en un edificio rompiendo las ventanas. De hecho, hasta les gustaba, o eso me había dicho Louis. Según le había entendido (y no estaba del todo segura de si realmente esas palabras habían salido de su boca o si, por contra, yo me las había inventado), se entrenaban para ser capaces de romper cristales en pleno vuelo sin hacerse daño, o incluso atravesar barreras sin interrumpir su velocidad. Qué cosas. Nuestros soldados no eran los únicos que tenían todo previsto.
Por eso no me cuadraba que pusieran las puertas por fuera, al igual que no me cuadraba que en aquel último momento nos obligasen a dar la vuelta sin más explicación que “estaba lloviendo demasiado, y las ventanas del Cristal son más resbaladizas que a las que estábamos acostumbrados”. Blondie tuvo que cogerme del brazo y tirar, literalmente, de mí, mientras en mis ojos sólo se dibujaba la silueta de aquella lanza opresora que se levantaba sobre la ciudad como una daga rasgando el cielo, haciéndolo sangrar lluvia, recordando a los ciudadanos que estaban a sus pies lo esclavizados que estaban y la poca idea que tenían de su esclavitud.
Wolf pegó un grito, uno solo, con mi nombre, y yo me obligué a dar la vuelta y cruzar la azotea, imitando a los otros, tratando de convencerme de que no me importaba esperar un poco más, cuando la realidad era que los entrenamientos eran un asco. Dado que no querían que nos cansásemos ni que resultásemos heridos (una lesión sería letal para la misión, que tendría que aplazarse aún más), nos pasábamos la vida en los centros de entrenamiento, tanto físicos como mentales, en los que me había cargado, yo sola y con la mayor sangre fría que se había visto hasta entonces, a nada más y nada menos que 20 ángeles.
La sensación que me producía el ver cómo se disgregaban en partículas de luz que desaparecían al poco rato de yo atravesarles el corazón, los pulmones o el estómago con una bala, o cortarles la garganta con el cuchillo de rigor, no tenían precio. Los besos robados de Louis me habían aturdido en su momento, pero una vez mi mente se despejó y me alejé de su área de influencia, pude ver que no había hecho más que jugar conmigo, otra vez, y que estaba rabiada con el mundo casi tanto como lo estaba con él. Necesitaba escupir mi adrenalina de alguna manera, y lo hacía siendo la mayor asesina a sueldo que había existido nunca en los runners. Los vigilantes que habían controlado a mis padres decían que se notaba que mi padre me había criado hasta antes de entrar a formar parte de ellos.
El día en que me vinieron a buscar y me dijeron que, finalmente, salíamos, estaba tumbada en la cama, contemplando el techo en actitud nostálgica, y reflexionando sobre la mirada de Taylor y lo seco que había estado conmigo, que era a lo que me dedicaba básicamente cada vez que tenía un rato libre y me dejaban salir de mis sesiones de mutilamiento de ángeles.
Blondie fue la encargada de ir a buscarme, y ni siquiera llamó a la puerta. La abrió, se asomó y se me quedó mirando, sorprendida de que no estuviera afilando mis cuchillos ni experimentando con armas nucleares, acciones mucho más acordes con mi actitud actual que el tirarme en la cama y meditar sobre el mundo, buscando la conexión de mis pensamientos y tratando de llegar al Silencio de la Verdad. Hacía mucho que no meditaba, y tendía a divagar. Mi mente no estaba muy centrada precisamente porque no estaba limpia.
-Prepárate, salimos en diez minutos.
-Sabes que me sobran nueve, ¿verdad?
Blondie se limitó a sonreír, entró en la habitación e hizo sobresalir una de sus caderas. En ella había colgadas tres pistolas, dos dagas, y varios bultos que, me imaginé, se correspondían con granadas. Con todo, no pregunté.
-¿Estás preparada para la misión de tu vida?-pregunté, sonriendo a través de mi falsa meditación, mientras me incorporaba y me ponía el cinturón similar al que le adornaba el cuerpo. Se puso rígida.
-¿Es que vamos a entrar en el Gobierno y matarlos a todos?
Nos echamos a reír; durante aquellos días de frialdad con Taylor, ella había sido un gran apoyo al que ahora no me imaginaba renunciando. En el fondo de mi alma, sabía que podía confiar en ella, que me ayudaría si llegara a estar en peligro, y que me defendería si hiciera algo mal y todos los demás me lo echasen en cara.
La acompañé a los pisos inferiores, donde estaban los vigilantes preparando los aparatos con los que nos seguirían la pista. Alcé una ceja al comprobar que Puck seguía escudriñando los papeles con el mismo ahínco con el que los había mirado cuando Blueberry se los entregó, hacía ya tanto tiempo. Sus ojos bailaban por las líneas a la velocidad del rayo; no los estaba leyendo, lo que estaba haciendo era comprobar que ya se los sabía de memoria.
-Necesito que tengas los ojos en la pantalla, no en esas hojas arrugadas, cuando salga de aquí-le avisé, sonriendo y dándole un puñetazo en el hombro. Él asintió con la cabeza, tan distraído que supe que no me había oído. Chasqueé la lengua-. ¿Puck? ¿Me estás escuchando?
-Vas a entrar en el sistema de información del Cristal-murmuró, levantando la vista y pasándose una mano por el pelo rapado-. Según esto, allí hay mucha más información. No hace más que remitir a gran cantidad de archivos de lo que sabemos que es el Centro del Conocimiento.
-Vale, ¿y? Puedes crear tu propio ángel-espeté, bufando-. Creía que íbamos para destruirlos, no para encontrar la manera de sobrepoblar aún más el cielo.
-Vais para eso y para causar una brecha en la seguridad que nos permita acceder al control de la ciudad por unas horas, y la brecha tiene que ser indetectable, sí. Pero eso no quita de que podáis tener misiones particulares que tenéis que cumplir... os guste o no.
-Podría volver a fallar-murmuré, encogiéndome de hombros y echando un vistazo a los papeles que allí había. En el que estaba mirando Puck en ese momento aparecía un dibujo de un hombre con los brazos en cruz, al que se le habían superpuesto líneas negras sobre su contorno azul que explicaban cómo se conectaban las alas creadas artificialmente al cuerpo natural. Me pregunté si el proceso sería doloroso, si mi ángel había sufrido cuando le habían dado sus alas.
-No vas a la cima para tirarte por el borde-replicó él, sonriendo con calidez. Asentí con la cabeza, notando cómo los pelos de mi nuca se erizaban. Taylor acababa de llegar.
Me giré en redondo en el momento justo en que él entraba en escena, con el mismo atuendo que llevaba yo en su versión masculina. Sus ojos se posaron en mí un momento, luego fueron a Puck. No pararon en los papeles, tal y como llevaba haciendo desde que la cápsula desapareció del a vista: seguramente no relacionaba aquellas hojas manoseadas y sucias por el paso del tiempo e incontables cafés que habían ayudado a su análisis con aquel objeto de contrabando que había metido en la Base sin darle ninguna explicación. Tragué saliva con dificultad mientras él se sumaba a Blondie y su vigilante, una mujer que siempre llevaba una cola de caballo recogiendo su pelo canoso. La mujer le saludó con una inclinación de cabeza; fue el único gesto universal que le dedicaba a todo aquel que no fuera su protegida.
-No sé lo que os traéis entre manos, pero desde la Subasta estáis los dos muy raros. Deberíais solucionarlo. Allá arriba lo que más conviene es que estéis unidos como piñas todos los que vais, y no sólo las chicas con las chicas y los chicos con los chicos. Acabaréis muertos de ser así.
-Por una vez, la culpa no es mía.
-La culpa nunca es tuya cuando se trata de Wolf y tú, Kat.
Lo miré a los ojos.
-Esta vez es la única en que es realmente en serio. La culpa no es mía. Sospecha de la cápsula.
-Créeme, le entiendo. Cuando Blueberry me la tendió, lo primero que pensé es que se trataba de una bomba que había encontrado, y que quería que la desactivara.
-Por suerte, no lo era. De lo contrario, habríamos muerto todos.
-¿Qué paso en la Subasta, Cyn?-inquirió, poniéndome una mano en el hombro en actitud tan paternalista que me apeteció arrancarle el brazo de cuajo. Miré su mano, que no se movió de allí a pesar de que la traté de mover con mi telequinesis infalible.
-Eso. Ya te lo he dicho.
-Al margen de lo de la cápsula. Os pasó algo más.
Fruncí el ceño.
-Me ayudó cuando no debía haberlo hecho, y... siento que no confiaba en que yo lograra superar la prueba.
-Fuiste tú la que descubrió su maletín.
-Aun así. No se fiaba de mí, y ahora... yo tampoco me fío de él-el admitirlo en voz alta le dio un cuerpo y un cariz que no pensé que tendría; la cosa era mucho más grave de lo que en realidad había pensado. Así que a eso se reducían las meditaciones y las reflexiones, los momentos tumbada en la cama, contemplando el techo como si se abriera ante mí una galaxia de estrellas y tuviera que memorizar su posición para no quemarme cuando las atravesara durante mis sueños con unas alas que no me pertenecían y que sin embargo estaban dentro de mí: desde el momento en que él demostró que tenía sospechas acerca de mí, yo me había defendido dejando de fiarme de él, mostrándome arisca, gruñendo monosílabas cada vez que le era imprescindible hablarme... porque en el fondo él había descubierto mi traición y la estaba verbalizando sin abrir siquiera la boca.
Oh, oh, ¿era odio lo que estaba empezando a sentir por él? Menos mal que era yo la indigna, la que merecía la desconfianza. Yo con toda la rabia de mi interior.
-Es una pena, porque tu vida y la suya están muy unidas en estos momentos. Elegid otro día para pelearos, ¿quieres? No me gusta que mi estrella se oculte en un eclipse.
-Soy una profesional.
-Lo sé, Kat, pero ahora no necesito que seas una profesional: necesito que seas una diosa.
-Con ser la mejor runner que haya existido nunca, de momento basta. Ya han subido muchos peores al Cristal y han vuelto. Llevamos gente que lo prueba-indiqué con un gesto de la cabeza a mi espalda, donde Taylor esclarecía detalles que aún no le parecían lo bastante impolutos de la misión mientras Blondie escuchaba en un silencio sepulcral; casi la podía ver con un tercer ojo escudriñarlo con el ceño fruncido y la boca cerrada mientras procesaba cada una de sus palabras.
Tiene que volver al mercado antes de volver a la cima, murmuró una voz en mi cabeza con la que no podría haberme mostrado más de acuerdo incluso habiéndolo querido. Asentí al silencio del ambiente y al diálogo de mi mente. Nadie nos garantiza que vayamos a bajar por nuestro propio pie de allí, ni que el descenso sea agradable.
-Os quiero a todos aquí de vuelta-advirtió Puck, ensartando un dedo amenazante en mi esternón-. Pase lo que pase. Si no, te las verás conmigo. Serás mi conejillo de Indias y te pasearás por ahí con unas alas rotas... o no te pasearás en absoluto, ¿estamos?
Asentí con los ojos en blanco, sintiendo cómo la bolita que había encontrado en el policía hacía tanto rodaba por la piel de mi pecho. Algo me había dicho que debía llevarla... al igual que llevaba la pluma con la que llamaría a Louis.

La venganza se servía fría, pero, ¿quién decía que no convenía atraerla?

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