jueves, 26 de junio de 2014

La emperatriz de la República.

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Sabía que iba a haber movida en cuanto abriera la puerta de casa y dejara caer las llaves a la par que mi abrigo. Que lo recogiera quien quisiera: yo estaba demasiado cansada. La fiesta había sido agotadora, la bebida habría corrido lo justo y habríamos bailado y tocado instrumentos toda la noche.
Habría tocado instrumentos sobre todo si me hubieran enseñado a hacerlo. Sí, si supiera cómo tocar una guitarra, sería probable que la utilizara en mi beneficio, pero, ¿para qué la quería? Mi mejor instrumento era mi cuerpo, que ya me había dado todo lo que quería a una edad escandalosamente corta.
Así que, para hacer tiempo, le busqué a mi instrumento favorito una funda. En lugar de coger un taxi y darle las indicaciones para ir a casa, decidí ir caminando y deteniéndome en cada escaparate de las boutiques que proliferaban alejadas de la zona rica. Se notaba sus esperanzas de moverse hacia el lugar donde la pasta se utilizaba para sonarte los mocos, pero, por las razones que fueran, aún no habían conseguido una mudanza ni una metamorfosis de seta del bosque a enredadera de mansiones. C'est la vie.
Mientras estudiaba un amoroso pañuelo en tonos grises y rosáceos, alguien me tocó el hombro. Me giré y estiré las comisuras de la boca en una sonrisa sarcástica. Las damas de honor de la abeja reina de su instituto estaban allí, frente a mí, deseosas de cumplir mis órdenes al pie de la letra con la esperanza de que yo tuviera a bien poner mi mano mágica sobre ellas y convertirlas en ídolos para todo el instituto. Cosa que, claro, no iba a pasar. Es decir, ¿cómo iba a permitir que semejantes seres, que llevaban una talla 38 y cuyos culos no habían catado ninguna mano porque necesitabas un GPS para no perderte en ellos, llegaran a algo en mi instituto? No mientras yo viviera, y no mientras quedase aún algo de mí, alguna pizca del bonito cadáver que dejaría si me sucediera algo. Algo trágico que me convirtiese en inmortal. Todo el mundo sabe que la gente que muere joven es recordada por siempre. Porque, ¿quién se acuerda del viejo de 84 años que vivía en su bloque que estiró la pata durmiendo?
Pero, ¿quién se acordaba de la niña de 7 a la que una enfermedad rarísima había hecho caer fulminada al otro lado del mundo?
Exacto.
-Priscilla. Caroline. Qué alegría veros-espeté con un veneno en la voz que hubiera atropellado a un autobús de poder conducir. Me lo imaginé con forma de tanque, enfocando su cañón hacia ellas y haciéndolas estallar en una explosión como no se había visto en aquella ciudad. A pesar de lo que había pasado cierto día de septiembre de hacía bastante tiempo. Oh, sí. Aquello sería un juego de niños comparado con lo que yo les tenía preparado a aquellas dos.
-¡Diana! ¿Qué haces tú por aquí?-dijeron al unísono, o más bien se turnaron para decir las palabras. Parecía que las tenían ensayadas. Qué asco daban.
-He estado en una fiesta esta noche.
Sus rostros mudaron de la ilusión a la confusión y luego a la tristeza mal disimulada. Si había algo que me daba más asco que la gente asquerosa, era la gente que no sabía disimular. ¿O sería que el no saber disimular contribuía aún más al ser asqueroso? Nadie lo sabría jamás, porque a mí no me quedaban fuerzas psicológicas y de voluntad para averiguarlo, y sólo aquella clase de pordioseros se manifestaban en mi presencia.
-No sabíamos nada.
-Es una pena. Me lo he pasado muy bien. ¿Qué habéis hecho vosotras?
-Pues la verdad es que...
-Genial, chicas, me ha encantado veros-dije, tocándoles a cada una el hombro contrario. Se juntaron un poco entre ellas, como esperando que las abrazara. Pues que esperaran sentadas y, a poder ser, con comida a mano, porque yo no iba a hacer nada por el estilo-. Ya hablaremos mañana en el instituto, ¿eh?
Y, sin darles tiempo a responder, pasé entre ellas (se las apañaron con su estupefacción y consiguieron hacerse en el momento justo a un lado), y me alejé de aquel par de personas tristes, y del pañuelo que tanto me había encantado. Una razón más para odiarlas.
Sentí sus ojos clavados en mí durante todo el trayecto a casa, a pesar de que sólo me habían mirado con aire desesperado y triste hasta que un edificio creyó que ya se habían autocompadecido bastante de sí mismas, y se puso entre nosotras, ocultándome de la corriente de pena que me azotaba la espalda y trataba de instaurarse en mi corazón. Lástima. La vida no era justa para nadie, y si querías ganar, necesitarías luchar por la victoria.
Ojalá pudiera decir que no llegué a casa con el mal humor aumentado por ese encuentro, que me habían sido indiferentes, pero la verdad es que estaría mintiendo. Echaba humo cuando entré en el ascensor, y seguramente hubiera conseguido que mi cabreo subiera la temperatura de aquella caja metálica tan necesaria y vital en mi ciudad varios grados. Tenía los puños apretados, y sentía las uñas postizas clavárseme en la palma de las manos, como si quisieran distraerme de mi estado mental.
Llevaba varios días más insoportablemente irascible que de costumbre, y lo peor de todo era que me gustaba, porque mamá no mostraba su rabia casi nunca (en el caso de que la tuviera), y papá era demasiado bueno para estar enfadado con alguien más de medio minuto seguido.
Habría barajado la posibilidad de ser adoptada de no ser por mis ojos verdes, los que todo el mundo decía que eran la “marca registrada Styles”. Sí, bueno, la verdad es que no estaban mal, y eran bastante exclusivos. Mi pelo rubio... simplemente se debía a un buen tinte. En Nueva York otra cosa no, pero estilistas teníamos un rato.
No podías triunfar en el mundo de la moda teniendo el pelo marrón y los ojos verdes. O al menos yo no quería triunfar así. El pelo marrón era el de las perdedoras. El rubio era el de las tops. Y yo ya había ganado naciendo donde había nacido, era demasiado de la realeza como para dejar que una rubia gilipollas y esquelética me pisoteara sólo porque el color de su pelo tendría comparaciones fáciles con el sol... mientras que el mío podría ser equiparado al chocolate, y eso si los poetas que se refirieran a él tenían el día inspirado
Saqué las llaves del bolso y las ensarté en la cerradura como haría un gladiador romano con otro en la final de los juegos. ¿Cómo se llamaban aquellos puñeteros juegos? No, Olimpiadas no. Ahí había tocado papá, y no había gladiadores.
Joder, ¿por qué no me habían puesto a un profesor guapo de historia? La vida era demasiado injusta.
Me contuve lo suficiente (con muchísima sorpresa por mi parte) no abriendo la puerta de una patada y bramando que ya estaba en casa con el tono del dragón que descubre intrusos en el castillo que está custodiando. Oh, cómo me gustaría escupir fuego. Sería muy útil contra los pordioseros.
Por suerte o por desgracia, la primera persona a la que vi fue a mi tía Gemma. ¿Qué coño estaba haciendo allí? Se suponía que estaba en Londres, trabajando en no sé qué estudio fotográfico. Se había mudado con mi padre los primeros años que papá había pasado en Nueva York, pero había terminado decidiendo que aquella ciudad era demasiado algo para ella, y había terminado volviendo a su Londres natal.
Yo ni en broma cambiaría Londres por Nueva York, y quienquiera que lo hiciera no se esforzaba demasiado por ocultar su severa enfermedad mental. Es decir, ¿estamos tontos? Si en Londres ni siquiera saben conducir por el lado correcto. Me extraña muchísimo que cada día no atropellen a varios cientos de personas.
Un pensamiento que en mi casa se castigaba duramente pasó por mi cabeza, y sonreí con malicia al plantarlo en mi mente justo cuando tenía a mi tía delante: Ingleses.
-¿De dónde vienes?
Oh, guay, ni “hola” ni todas esas cosas. No, cuando vas a casa de su hermano y pillas a tu sobrina entrando por la puerta, en lugar de decirle “Ey, Diana, guapa, ¿cómo estás? He venido de visita. Te veo muy bien” prefieres pedirle explicaciones sobre qué ha hecho la noche anterior, cuántas drogas ha tomado y cuántas pollas han entrado en su cuerpo. Me gusta la idea. Debería ponerla en práctica más a menudo; seguro que realza el cutis.
-De por ahí-contesté, encogiéndome de hombros. No le daba explicaciones a nadie de mi continente, ¿iba a dárselas a mi tía? Ja.
Más tarde me arrepentiría de no haberle dado una respuesta más desarrollada, como “de los genitales de mi madre”. Sonaría un poco cursi, pero a mamá no le gustaba que ni papá ni yo dijésemos tacos en su presencia, y si ya estaría caliente por mi resaca y posterior añadido de sustancias estupefacientes (vamos ahí con mi vocabulario hermoso), no sería una buena estrategia el ir por la vida chuleándome (más de lo que ya lo hacía normalmente).
En lugar de mi frase filosófica, espeté:
-¿Qué haces aquí?
-Tus padres están preocupados.
-¿Haces que mis padres estén preocupados?
En el fondo, tía Gemma me caía bien. Era una buena tía. Era legal. Sabía mantener el pico cerrado cuando merecías que lo tuviera. Tal vez en ese momento yo no lo mereciese, pero... nos llevábamos bien. Nos picábamos hasta el punto en que fuera necesario para conseguir lo que quisiéramos la una de la otra.
-No; eso lo has hecho tú.
-Las vistas del Empire State a estas horas son geniales. La luz se refleja en los cristales de los pisos superiores y puedes ver el arcoíris atravesar la ciudad si tienes una buena lente-informé, quitándome el abrigo y dejándolo en el pequeño mueble de la entrada. Que lo recogiese quien quisiese, porque yo me iba a dormir un poco más. El paseo desde los suburbios a casa me había dejado agotada-. Date prisa.
Gemma puso los ojos en blanco, dio un sorbo de la bebida que tenía en la mano, se dio la vuelta con maestría y se alejó. Pude constatar que había cambiado de tinte. Aquellas mechas californianas rubias no eran a las que nos tenía acostumbrados.
Contemplando que todo estuviera en su sitio, atravesé el gran salón en dirección a las escaleras que conducían a mi habitación, en el último piso de aquel edificio, con las mejores vistas de todo Manhattan y, por ende, del mundo. Pero cuando estaba a punto de alcanzar la escalera metálica de caracol, una voz me interrumpió en mi escalada.
-¿Diana?
Mierda, joder, mierda, musité al borde de las escaleras, agarrándome a la barandilla y dándole patadas al aire. Si me hubieran grabado, podrían usar esa coreografía improvisada para el videoclip de despegue de algún artista callejero. No me importaría. Sería publicidad; tal vez mala, pero publicidad al fin y al cabo.
-Diana-repitió aquella voz de mujer, en tono suave pero firme. Como se me ocurriera poner un pie en el primer escalón, mamá llamaría a las fuerzas de Satán y haría que me colgaran boca abajo de la azotea mientras me gritaba la bronca del día, igual que en El lobo de Wall Street.
¿Por qué no había nacido antes, señor? ¿Por qué no había podido conocer a Leonardo DiCaprio más joven y poder follármelo? Qué injustísima era la vida.
Me mordí el labio inferior, callando al camionero texano que llevaba dentro, y me desvié en mi travesía para meterme en la cocina.
Mamá y papá estaban los dos juntos, sentados uno frente al otro, en la pequeña mesa donde se trituraban las cosas antes de echarlas a freír, cocer, o sucedáneos. Los ojos marrones y verdes se giraron a la vez hacia mí, y luché por no estremecerme, diciéndome que dos miradas no podían hacer nada en mi fortaleza si había desfilado en las mejores pasarelas del mundo.
Fracasé en mi intento.
-¿De dónde vienes?-inquirió mamá con una mirada gélida, que poco dejaba entrever la existencia de una mujer cariñosa que lo habría dado todo por ti. Ahora era una leona a la que no le gustaba lo que tenía delante.
Constaté que papá no se movía de su sitio y seguía con los ojos clavados en los míos. También había dureza en aquellos ojos verdes, pero no era nada comparado con lo que me tocaba sufrir con mi madre.
-De casa de Nate. Os lo dije.
-Llamamos a sus padres y nos dijeron que no estabais en su casa.
-Ellos están de vacaciones en la costa Este.
-Hablaron con el servicio.
Oh, claro, el servicio. Se me había pasado por completo las casi esclavas que tenía Nate paseándose por casa, una de las cuales tenía pinta de modelo de los catálogos de ropa que se vendía exclusivamente por Internet. La tía tenía esperanzas de que Nate la sacara del mundo del servicio y le otorgara sirvientas; Nate sólo quería de ella polvos rápidos sin compromiso ninguno, con el plus de que no tenía que salir de casa para disfrutar de sexo fácil.
-Estábamos en los suburbios. También os lo dije-repliqué, tozuda, sabiendo que ni lo había mencionado ni había pensado en ello. Conocía a mis padres. No les molaba demasiado que me dedicara a dar brincos por toda Nueva York sola, y mucho menos cuando iba a una fiesta, porque era cuando más guapa iba y más violadores en potencia poblaban las calles.
-No habrás venido en metro-intervino mi padre por fin, con la preocupación tildándole la voz con tonos más agudos de lo normal. Su voz adormilada casi había sonado como la de una persona normal.
Puse los ojos en blanco y me limité a mirarlo.
-Claro, papá, y luego me he puesto a repartir mis accesorios de Chanel por ahí. Por favor.
Papá no se merecía aquel trato, pero me estaban calentando más de lo debido, y nadie quería calentarme más de lo debido, especialmente cuando venía medio drogada a casa.
-¿Qué has bebido?
-Cosmos-susurré, frotándome la cara y bostezando-. ¿Podemos dejar esta conversación para más tarde? Estoy agotada. La verdad es que ni siquiera sé qué hago todavía despierta cuando tenemos un acuerdo no establecido de que me preguntáis sobre lo que hago con mi vida después de que pueda pensar con tranquilidad las respuestas que daros.
-Lo sabemos, Diana.
-¿El qué?
-Lo del instituto.
Como no especificaran más, me vería obligada a llamar al CSI para que me dijeran de qué diablos estaban hablando. Una no puede estar al tanto de todo lo que pasa en su instituto, por mucho que sean tus dominios y tus palabras sean la ley que se talla en la piedra para que soporte al paso de los siglos, no puedes estar atenta a todo, ni preocupándote por todo. Ya ni siquiera sabía de qué promoción iban a ser las crías que me paseaban los libros mientras iba del brazo de Zoe, riéndome de los accesorios que las demás estudiantes añadían a sus uniformes, en un empeño por parecerse a mí.
-¿Qué del instituto?
Me tendieron un sobre marrón, con la apertura rota. Antes había tenido pegamento para encerrar bien los secretos que contenía, algo así como una caja de Pandora, pero, al igual que en el mito romano (tenía que ser romano, si no, ¿por qué algunas palabras estaban en latín en las pulseras de cuentas que poblaban mi casa y para las que mi madre había diseñado una línea veraniega?), el contenido se había vertido sobre el mundo y había traído la desgracia consigo.
Dejé mi bolso sobre la mesa para tener las manos libres, y recogí el pequeño paquete plano con manos curiosas, en las que se adivinaba un Párkinson momentáneo. Mi estómago se revolvió: ya sabía lo que iba a ver antes incluso de que mis ojos los tocaran con sus poderes sobrenaturales.
Abrí la boca en un gesto de horror, estudiando lo que había allí dentro. Todos mis secretos al descubierto, los más oscuros, recopilados con mano dura y apresados dentro de dos paredes de papel, una cárcel de marrón débil preparada para que se escaparan.
Alcé los ojos cuando mi madre se levantó, y me fulminó con la mirada, haciéndome sentir muy pequeña a pesar de que era más alta que ella. Había heredado la estatura de mi padre, los ojos de mi padre, y el pelo de mi madre. Gracias a Dios, también me había dado su elegancia. No todo lo que me había regalado era malo, al fin y al cabo.
-¿Quién te crees que eres, Diana? ¿Cómo te atreves a destruir así todo por lo que tu padre y yo hemos trabajado tanto para darte?
-Estamos muy decepcionados contigo, Diana-intervino mi padre, asintiendo con la cabeza. Su expresión me dolió más incluso que los gestos de mamá, que empezó a gritarme cosas incoherentes debido a un acento horrible que no le había escuchado nunca. No tenía nada que ver con el acento inglés de mi padre, aquel que no había perdido a pesar de años viviendo en la Gran Manzana, ni con el acento neoyorquino que había terminado adquiriendo y que tan acorde era con su manera de ganarse la vida. Parecía extranjera. Me sorprendió que lograra concordar con coherencia los verbos con sus sujetos.
-...¡todo lo que hemos sacrificado por ella, Harry! ¡Todo a lo que renunciamos para que nos salga con esto!-dio una manotazo al sobre, que cayó sobre la mesa y desnudó mi alma y sus entresijos más oscuros. Yo observé lo que me habían hecho sin poder dar crédito aún.
Estás borracha y vas a despertar en casa de Nate, y todo habrá pasado, en realidad estás soñando.
Despiértate, Diana.
Despierta.
Por mucho que me hiciera a mí misma reaccionar, no lo conseguía. Me eché a temblar cuando mi madre se acercó a mí.
-Noemí-llamó papá con una voz pacificadora que no había tenido que usar nunca con mi madre. Cada vez que había bronca en casa, se limitaba a levantar la voz en cuanto yo empezaba a dar gritos, harta de que se me tratase como a una niña pequeña cuando ya tenía más carrera que mi madre a mi edad.
-Llevamos sospechándolo más tiempo del que te puedes imaginar, Diana. Más tiempo del que nos gustaría. Ojalá nunca hubiera entrado este sobre en esta casa, pero, ¿de quién es la culpa? Desde luego, no del mensajero.
-¿Quién lo ha traído?
-Cállate, Diana. Cállate-instó papá, negando con la cabeza y tapándose la cara con las manos. Mamá se apoyó en la mesa, lo miró y empezó a hablar de nuevo, sin apartar los ojos de él, de manera que creí que estaba excluyéndome de la conversación y que lo peor había pasado.
Pero no. Aquello solo fue el ojo del huracán.
-Lo hemos hecho lo mejor que hemos podido, bien lo saben los de arriba que lo hemos intentado con todas nuestras fuerzas-se frotó la cara, posó su mano en la cadera y me observó con una mirada reprobatoria, durísima-. No me arrepiento de nada de lo que he hecho para educarte, Diana, excepto de una cosa: el no haber sido capaz de hacerlo mejor.
-Pero eso no es culpa mía...-señalé con un dedo tembloroso las fotos, la carta, todo aquello que se contaban sobre mí. Qué defensa más patética el no poder recurrir a un grito glorioso de “¡Eso es mentira!”.
-Oh, no. Puede que haya pequeñas cosas que no hayas hecho a propósito, Diana, pero... la mayoría es culpa tuya. Tienes demasiada libertad.
-Como todos mis amigos-murmuré, empequeñeciéndome y sintiéndome como si me estuviera creciendo lana, mis manos y pies se apretaran hasta ser pezuñas, y observando con espanto cómo mis padres veían sus dientes crecer y hacerse puntiagudos como dagas. Su piel se volvió negra y peluda, sus ojos amarillos y sedientos de sangre.
-Sí, como todos tus amigos. Como todo Nueva York. Por eso, tu padre y yo hemos estado hablando...-mamá loba miró a papá lobo, que asintió con la cabeza. Al menos él no tenía el hocico arrugado en una mueca sobrehumana que no dejaba nada a la tranquilidad.
-Te vas a Inglaterra a pasar unos meses. Tienes que cambiar.
El susto me esquiló. Abrí los ojos como platos.
-¿¡QUÉ!?
-Ya lo has oído. Te vas unos meses a vivir con los Tomlinson.
Ni siquiera me alegré de que no hubieran elegido a los Malik o a los Payne. Horan era un caso perdido. Louis me caía bien porque era auténtico, en el fondo sabía que era como yo, borde e hijo de puta cuando era necesario, sin escrúpulos, un cabrón integral que se había hecho fuerte gracias a eso.
-No-susurré, negando con la cabeza. Me escocían los ojos y se me nubló la visión. Mamá me contempló impasible; estaba más que acostumbrada a mis trucos de mujer para conseguir lo que quería.
Lo más doloroso fue que papá no movió un músculo ni se levantó para calmar a su niña, como siempre hacía cada vez que me echaba a llorar. Así conseguía todo lo que quería.
Pero las lágrimas dejaron de ser balas de agua y sal que pudiesen traspasar la coraza de mi padre.
-Diana, déjalo, ya no eres una cría.
-Por favor, mamá, papá, por favor, no quiero ir, no puedo ir, mi sitio está aquí, tengo los desfiles, a mis amigos, el instituto, el viaje de fin de curso, la graduación, ¡oh dios mío el bailenovoyapoderiralbailenoserélareinaseréunafracasadaohdiosmíoNO!-chillé, sintiendo cómo mis piernas me fallaban y me caía al suelo, clavando las rodillas como si creyera en algo que estuviera por encima del as nubes y que rigiera los destinos de los demás.
No podían arrancarme de cuajo de mi vida. ¿Qué coño era para que me extirparan así? ¿Un maldito tumor? Si me hubieran dado a elegir entre tirarme por la ventana o ir a Inglaterra, yo misma habría abierto el puto cristal.
Claro que también prefería tirarme por la ventana de un quinto piso a hacer servicios comunitarios, pero es que los servicios comunitarios eran peores que ir a Inglaterra. En Inglaterra al menos conservabas una pequeña reputación. Limpiando las mierdas que otros dejaban por las calles, la tarea se volvía muy difícil.
-Levántate del suelo, Diana. Esta tarde vas a tu instituto a recoger las cosas de tu taquilla-ordenó mamá, apartándose de mí y saliendo de la habitación. Ojalá tuviera la dignidad de llorar un poco por mandar a su hija al otro extremo del mundo. Ojalá tuviera un pequeño trozo de corazón.
-He ido esta mañana, pero, como has cambiado la combinación que tenían apuntada, no he podido hacer nada-murmuró papá, poniéndome una mano en el hombro. Me la sacudí, todavía con mis manos en el rostro, sin ver el suelo que tenía a escasos centímetros.
¿Qué había sido del bueno de mi padre? El que no podía vivir sin mí. El que cuando preguntaban por mí apenas acababa de nacer, decía con una sonrisa bobalicona en los labios “me tiene loco”.
Él no me dejaría marchar así. No. Tenía corazón y se dejaba guiar por él. En el fondo era bueno y no le gustaban las injusticias.
La leona de mamá no podía habérselo comido.
-No puedo creer que hayas accedido a esto-acusé, incorporándome con un dolor en el pecho increíble que apenas me dejaba moverme. Papá volvió a ponerme una mano en el hombro-. ¡¡NO ME TOQUES!!-bramé, girándome y azotando el aire con mi pelo. Me imaginé que tenía vida, como el de Medusa, y que me vengaría por las afrentas a las que me habían sometido.
Corrí a mi habitación y di un portazo que hubiera hecho desmoronarse a media ciudad.
¿Ir a Inglaterra? ¿En serio?

Eso era demasiado cruel. Incluso para mí.

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