miércoles, 11 de junio de 2014

Diana.

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No había cifras, en ningún concierto matemático, que alcanzaran el nivel de aturdimiento con el que me levanté de la cama. Mis piernas eran demasiado largas, mis muslos demasiado débiles, mis huesos demasiado frágiles, y yo simplemente estaba en equilibrio entre la vida y la muerte. Estaba lo suficientemente mal como para sentir las sábanas enrollándose en mis pies como arenas movedizas, tratando de echarme abajo y de hundirme en ellas hasta lograr entrar en mis pulmones y asfixiarme.
Y, desde luego, el tío con el que me había acostado no ayudaba demasiado. Aparté su brazo de mi pecho y lo dejé caer en su espalda, sin importarme de la forma extraña en que rebotó ni que parecía estar desencajado. No era normal que se fuera tan lejos.
Tenía cosas más importantes de las que ocuparme.
Por ejemplo, la resaca, que había llegado como llegaban los bombardeos de las películas: de repente, ¡PUM!, y todo el mundo se sobrecogía y varios cadáveres saltaban por los aires, de una pieza si se suponía que la película era adecuada para niños, y desmembrados en el caso de que hubiera libertad.
Supuse que yo era una cadáver.
Y la verdad es que estaba saliendo bien del apuro que suponía mi bombardeo, porque ni siquiera recordaba estar borracha. Recordaba todo lo del día anterior, incluso el dormirme, pero nada de estar borracha ni tener los sentidos embotados. No, siempre había sido dueña de mí misma, responsable de mis acciones y sabedora de sus consecuencias... otra cosa era que éstas me importasen algo.
-¿A dónde vas, muñeca?-preguntó otro chico acurrucado contra una esquina de la cama. Ah, había sido el primero de la fiesta. Me lo había pasado bien con él.
-A quitarme esta resaca.
-No queda coca.
Me paré en seco y lo miré. Él contempló mi desnudez... y yo casi me regocijé en ello. Estaba más que acostumbrada a que me inspeccionaran el cuerpo en busca de aprobar lo que veían. Casi vivía de ello. Casi me daría de comer... de no ser porque no necesitaba tener un trabajo. Era un hobby. Un hobby útil.
-No me jodas-incliné la cabeza hacia atrás, miré al techo. Él contuvo el aliento cuando mis pechos se alzaron un poco más. Sonreí para mis adentros, pero fingí no darme cuenta-. Dios, no sabes cómo me duele la cabeza. Tiene que quedar alguna reserva.
-Nada-replicó él, encendiéndose otro cigarro y contribuyendo a llenar aún más la habitación de humo. En el techo flotaba una nube blanquecina, que te hacía pensar que, si saltabas lo suficientemente alto, apoyándote en los muelles de la cama, llegarías a atravesar esa dimensión y encontrarte en el mundo de los muertos, con Dios o con algo parecido, donde cientos de ángeles, a cada cual más guapo que el anterior, saldrían a recibirte y hacer lo que tú les ordenaras.
Una orgía celestial sonaba bien.
Pero primero la puta resaca.
-¿Y Zoe?
-Con Max-respondió. Sólo iba vestido con calzoncillos, y pude descubrir que no le había resultado indiferente mi movimiento migratorio de la cama. Ahora sí que le sonreí. Él me devolvió la sonrisa, con el alma en vilo, esperando por un beso que a mí no me dio la gana regalar.
Sin decir nada más, me incliné, recogí la poca ropa que había conservado cuando crucé el umbral de aquella puerta la noche anterior, y salí al salón, en la que una manada de cuerpos, a medio vestir, completamente desnudos o completamente vestidos, estaban tendidos en el sofá. Alcé las cejas.
No puedo creer que sea la primera en levantarme pensé, con un deje irónico en mi cabeza que raras veces se manifestaba. Yo era la reina. El sol se alzaba cuando yo lo decía, y para mis súbditos mi palabra era el Novísimo Evangelio, equiparable a los demás... salvo porque yo no escribiría en libros cutres de cubierta de cuero. Sabía cómo hacer las cosas mejor que los viejos que se dedicaban a traducir la Biblia porque no tenían nada mejor que hacer.
Me puse las bragas y el sujetador a juego de Victorias Secret y busqué la minifalda que había llevado el día anterior, en la fiesta. Mi camiseta era un caso perdido, así que... tendría que arreglármelas con alguna otra, y que la dueña se fuera a casa con las tetas al aire. Se siente. Haber venido preparada para cuando la diosa requiere tus servicios.
Mientras le robaba la camiseta a una chica que se abrazaba a ella en sueños como si le fuera la vida en ello (la dignidad, que no era lo mismo), escuché ruido de latas en la cocina. Chasqueé la lengua mientras me metía en el saco que aquella tía utilizaba a modo de vestimenta y me encaminé hacia el foco del ruido.
Max estaba allí, disfrutando del paisaje neoyorquino compuesto por taxis histéricos que no sabían a quién robarle qué hueco a sus competidores, mientras bebía una cerveza.
-¿Cómo puedes tomar esa mierda después de lo de anoche?
-¿Resaca, Lady Di?
-¿Es coña? Dejaría que me arrancaran el cerebro si eso aplacase el dolor.
Max me dedicó una de las sonrisas torcidas que volvían loca a Zoe, y me sentí mal, como si le estuviera engañando conmigo. Esas muecas eran propiedad de Zoe, no mías.
Zoe era la única persona en el mundo que no merecía que yo le hiciera daño, y no pretendía hacérselo. Si quería a Max, lo respetaría. Cuidaría de él si eso la hiciera feliz. Le reiría las gracias si eso fuera preciso.
O no le mandaría a la mierda cuando usara su tono de sorna característico que tanto asco me daba cuando los demás lo utilizaban.
-No queda medicina.
-Se la acabó Will ayer.
-Will me puede comer el coño salvajemente-gruñí, colocándome bien la camiseta que había robado y resoplando cual dama medieval. ¿Me estaban tocando los huevos a propósito o era sin darse cuenta? Desde luego, cuando Will volviera me iba a oír. Nadie podía dejar a un hada sin sus polvos de hada. Y yo necesitaba de mi magia polvorienta para poder sacudir las alas y volver a volar de nuevo.
-Me duele la puta cabeza, y no pienso ir a casa con resaca-informé, frotándome la frente.
-Última hora-respondió Max, esbozando una sonrisa bobalicona a la que deseé destruir a base de bofetadas en cuanto la vi. Pero me contuve, por Zoe.
-¿Es por la bronca, o porque no me da la gana ir a casa con resaca?-ladré.
-Por ambas. Pero sobre todo por la primera.
-Ya. Pues... te sorprendería saber hasta qué punto la segunda sí que es una buena nueva. La bronca que me espera en casa es monumental. ¿No la notas en el ambiente?-froté unas cuerdas de violín entre los dedos, cerciorándome de que estaban bien afinadas. Sonaban perfectamente, jamás en el mundo había escuchado nadie un sonido tan bello como el que produjeron aquellas cuerdas invisibles, inexistentes-. Si no la notas, es que eres imbécil.
-No la noto-respondió.
-Luego eres imbécil-susurré cual felina letal. Noté de inmediato los efectos que mi tono de voz tenían en todos los hombres que me rodeaban, sin ninguna excepción. Todos se postraban ante mí a la mínima oportunidad de hacerlo.
Todos menos alguien a quien conocía, pero no demasiado bien. Alguien a quien llegaría a acercarme muchísimo dentro de poco tiempo, a pesar de que yo no lo pretendía y no me había mostrado demasiado entusiasmada al principio.
Me acerqué a la ventana y observé los coches; cientos de cucarachas amarillas serpenteando entre otras, luchando por un hueco en un lugar abarrotado, escapando por los pelos de choques en los que la muerte estaba más presente que nunca... Me crucé de brazos y suspiré.
-De verdad, Max, necesito un poco de coca-susurré, llevándome las manos a la cabeza, sintiendo una jaula apretando con sus barrotes mi cerebro. Era incómodo, y sabía que dolería, especialmente cuando entrase por la puerta de mi casa y comenzaran los gritos que, de seguro, establecerían un nuevo récord mundial.
-Coge del suelo.
-¿Me estás jodiendo? ¿Le estás diciendo de verdad a la reina de esta maldita ciudad, la capital del mayor imperio del mundo, que coja droga del suelo? ¿Qué soy? ¿Una puta aspiradora?
-Dependiendo de qué cosas, eres buena aspirando.
-Por favor, vete a la mierda-respondí, cansada de su mierda y volviendo a girarme. Casi atropellan a una mujer que correteaba (ya a esas horas) cargada de bolsas de cartón, tan blancas que casi brillaban con luz propia.
A mi espalda se abrió una puerta, y escuché pasos de felina yendo hasta mí. Una mano me pellizcó el trasero, pero no me molesté en girarme a soltarle una bofetada al dueño de aquella mano descarada: sólo era Zoe.
-¿Cuándo te has levantado?
-No hay cocaína, joder-fue mi manera de saludar. Ella alzó los ojos; aún conservaba perfectas las líneas azabache que se había hecho el día anterior, antes de la fiesta, con la que se reforzaba su look de zorra guapa. Su pelo caoba reforzaba todavía más ese aspecto.
-Cógela del suelo-sugirió, encogiéndose de hombros y echando un vistazo al triste panorama que había a mis pies.
-Creo que te voy a tirar por la ventana, Zoe.
Pero mi ofensa ni siquiera llegó a ser ofensa: después de ver que yo no estaba de humor para jugar, se giró, me apretó el codo con los dedos pulgar, índice y corazón, y me dejó allí sola, estudiando lo que tenía debajo de mí cual ave de presa, mientras ella se iba a intercambiar flujos salivales con su novio.
Podría disfrutar del espectáculo que suponía verlos liarse (había películas porno más tímidas que aquellos gemidos y esa manera de retorcerse los cuerpos), pero tenías cosas más importantes que hacer, como estresarme porque la hora de volver a casa se acercaba a pasos agigantados y yo no tenía manera de hacerme con un escudo y una armadura decente.
De nuevo, el sonido de una puerta rompió el silencio sólo interrumpido por los gemidos constantes de mi mejor amiga tratando desesperadamente de fusionarse con el gilipollas de su novio. Esta vez un chico de ojos azules y pelo rubio cayéndole sobre éstos atravesó la habitación.
-William-murmuré, amenazante. Él sonrió, alzando una pequeña bolsa de plástico con polvillos blancos dentro. Mi sonrisa no pudo haber sido más amplia.
-Tus polvos mágicos, princesa.
-Dame con qué cortarla, y deprisita-dije, apartando cuerpos de encima del sofá y sentándome donde antes había estado la boca babeante de un tío cuyo nombre ni recordaba ni me interesaba. Eché abajo las cosas que había sobre la mesa frente al sofá y lo estudié con una mirada dura.
-Deberías controlar un poco más, Diana-murmuró Zoe, abandonando la boca/agujero negro de su chico por un momento y mirándome con la preocupación impresa en sus ojos. Oh, por favor. Sólo consumía para quitarme la resaca. Y cuando las fiestas eran demasiado aburridas.
-No estoy enganchada a esta mierda. Podría dejar de tomarla cuando quisiera. Sólo que ahora no me da la gana, y la necesito.
-Ya, bueno, nos veremos en rehabilitación-susurró ella, echándose a reír, agarrándose a los hombros de su chico para no caerse. Su pelo colgó como las cataratas del Niágara de su cabeza, pero estas cataratas de Nueva York eran de sangre.
-Sabes que me van a hacer descuento por mi profesión, ¿verdad?-inquirí, cogiendo un billete y enrollándolo a modo de pajita. Observé cómo Will cortaba la droga con precisión milimétrica, fardando de su experiencia, y me senté a su lado. Asintió con la cabeza, me incliné y aspiré como siempre.
La cocaína era magia. Me refiero a magia pura. Sientes sus efectos casi al segundo; apenas ha traspasado la frontera de tu nariz, ya comienza a trabajar. Y por eso me encantaba, por eso sólo confiaba en ella y en ninguna otra mierda... al margen del tabaco y el alcohol, pero esas eran drogas aburridas. El ser legales las hacía aburridas.
Me eché el pelo hacia atrás y me pasé el dorso de la mano por la nariz. Besé a Will en los labios y me levanté, esbozando una sonrisa de satisfacción genuina, aquellas que me salían sólo frente a las cámaras de las sesiones fotográficas cuyos resultados llegarían a las portadas.
Todo el mundo me había dicho que mi mejor sonrisa y donde más hermosa había estado era en la portada de la Vogue del Septiembre pasado. No era para menos, joder: de tirada internacional, el número de Septiembre era, de lejos, el más importante del año. Aquella portada fue legendaria, me puse a las órdenes de los mejores profesionales del tema... y el resultado fue increíble. Como me había dicho mi madre, la poca gente que no estaba enamorada de mí aún, cayó en mis redes con ese número.
En cuanto cumpliera la mayoría de edad, compraría un edificio entero y haría que pintaran la foto de la portada a escala natural en su fachada. 30 metros con mi perfección. Ni siquiera Kate Moss había tenido eso... lo cual daría aún más sentido a su muerte por sobredosis hacía dos años, cuando yo estaba dando los primeros pasos en pequeñas revistas, de tirada estatal.
Corrí a la habitación en la que tan bien me lo había pasado y tan plácidamente había dormido, le arranqué mi ropa interior al tío con el que había compartido sueño, me hice con el resto de mi ropa y me vestí allí. Tiré la camiseta robada encima de la chica desnuda y contemplé mi reflejo en un espejo. Mi bolso estaba por allí, en alguna parte, y me lo harían llegar cuando fuera. No me preocupaba no tenerlo, lo que me preocupaba era retocarme el maquillaje, que no era como el que me ponían en las pasarelas y no cumplía las promesas de los anuncios.
Como queriendo reforzar esa teoría, el chico con el que lo había hecho primero se asomó a la puerta de la habitación y me miró. Observé su reflejo en el espejo y alcé una comisura de la boca, a modo de trofeo porque me lo había pasado bien con él.
-Diana, aún tengo manchas de tu pintalabios alrededor de la polla.
-No te la voy a chupar de nuevo, por mucho que me insistas en ello, amor-me burlé, divertida. Hizo una mueca, satirizando la tristeza y decepción que en realidad sentía. Era buena en todo lo que proponía, ¿qué podíamos hacerle? No era culpa mía ser una diosa. Simplemente era así y punto.
Descolgué mi abrigo largo hasta media pantorrilla del perchero de la puerta y le tiré un beso a Zoe.
-Te llamo luego, ¿vale?
-No tengas prisa, Di. Y suerte.
Puse los ojos en blanco, me colgué de la puerta, que ya estaba abierta, y acaricié la parte de fuera con la pierna. Uno de los vecinos del dueño de aquella casa tropezó con un escalón ante mi exhibición cárnica gratuita y casi se partió la crisma, pero no me importó. Estaba más que acostumbrada a causar eso en los hombres.
-Voy a necesitarla, créeme. Adiós, amor. Hasta luego, chicos. La fiesta ha estado bastante bien.
En cuanto cerrase la puerta, sabía que habría aplausos porque habían obtenido mi aprobación. Un “bastante bien” de mi boca equivaldría, aproximadamente, a un “perfecta y apoteósicamente épico” de cualquier presidente de Estados Unidos... eso si tuviéramos presidentes que dijeran semejantes gilipolleces.
Pero, en serio, no era fácil de impresionar. No lo estaba realmente, pero sí que me había divertido bastante, especialmente teniendo en cuenta que estaba acostumbrada a fiestas mucho más grandes y en distintas zonas de la ciudad. Más elitistas. Más acordes a mi estilo y clase. Pero, claro, los padres del anfitrión le habían cerrado el grifo y nos habíamos tenido que trasladar a su piso de las afueras, que no resultó tan decepcionante como en un principio pensé que sería.
Tras bajar las escaleras con movimientos sensuales de cadera, amanecí en una calle que despertaba en una ciudad que nunca dormía. Podía oler los bollos que se estaban horneando en las panaderías, los pastelitos que tenían para desayunar las cafeterías de las esquinas, la gasolina reposada revolviéndose en el depósito de los coches y preparándose para cumplir con su función. Oía el sonido de las ruedas abrazando y rechazando al asfalto a medida que hacían avanzar a los coches, el de las cucharillas golpeando la taza mientras un oficinista inquieto se apresuraba en mezclar el azúcar con el café, el susurro de los papeles de los periódicos mientras los trasladaban de un lugar a otro, los tacones de las secretarias recorriendo la calle en dirección al metro, los coches arrancando, parando, las bicicletas de mensajería sorteando el tráfico, el móvil de aquel hombre que iba a todo correr de un lado para otro...
Si me acostaba con todos los tíos que me apetecieran, era porque no podía hacerle el amor a lo único a lo que realmente amaba: mi ciudad, Nueva York. La ciudad que nunca dormía y que nunca dejaba de soñar. Y, sin embargo, ¿qué culpa tenía yo? ¿Acaso había algo más idílico que sus rascacielos rasgando el aire, el Empire State señalando acusador el cielo, las torres del monumento a los muertos en el atentado del 11 de septiembre del 2001, que se alzaban escalonados hasta presentarse en una imponente torre, los colores de Times Square cada vez que el sol caía y resucitaba en sus pantallas, los sonidos de Broadway, el metro...?
Estaba claro, y quien creyera lo contrario, se equivocaba: Nueva York era el cielo en la tierra. No era cosa de hombres, había sido creada por los dioses, puesta en la Costa Este de mi país por una mano divina que sabía lo que se hacía. De otra forma, no tendría ese brillo especial y sucio que tenía, aquel que te enganchaba mejor que ninguna otra droga, el que nunca te sentaba mal... y el de peor síndrome de abstinencia.

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