lunes, 30 de abril de 2012

Saltos hacia atrás (II)

Durante el trayecto hasta la parte septentrional de la cúpula, Omega trató de averiguar qué misión le habrían encomendado. 1885... Esa fecha le sonaba de algo, pero no sabía de qué. Cuando llegó a la zona de estudio de la Comisión, Épsilon ya la esperaba. Llevaba una mochila como la de ella, y mono azul de viajes temporales, el reglamentario. Omega se alegró de haberlo metido en la mochila antes de haber salido de casa: estaban hechos a medida para que la ilusión óptica que consistía en que parecía que llevaban el vestuario adecuado a la época fuera todo lo creíble posible, y ponerse a buscar uno nuevo les retrasaría muchísimo. Épsilon la saludó con un movimiento de cabeza, y juntos enfilaron el largo pasillo a la cámara de los viajes. Allí, primero, los tele transportarían al lugar en el que aparecerían, y luego, al tiempo. Colocaron a Omega en un sillón con un alfiler que le atravesaría la nuca e implantaría la información útil en el cerebro, y encendieron la máquina. Mientras los conocimientos de Omega iban aumentando, así lo hacía la energía de la máquina. Cuando esta estuvo lista, Épsilon y ella entraron en el aparato, que, con un destello de luz, los trasladó a otra exactamente igual… pero en la zona central de Europa.
 -¿Dónde…?-empezó Omega, pero Épsilon se le adelantó.
-Alemania.
Ella frunció el ceño, él intercambió unas palabras con los guardias, les enseñó unas órdenes y les dijo la fecha en la que debían aparecer. Omega asomó la cabeza fuera de la máquina, parecida a un tubo gigante, justo para ver a Épsilon reírse ante la ocurrencia de una alemana de ojos azules (cómo no). Él se giró y se metió en la cápsula con ella. Cerró la puerta, ambos se pusieron las gafas y se dieron la mano, pues saltar en el tiempo era muy incómodo en cuanto al aterrizaje se refería. Rara vez dos compañeros no caían uno encima del otro si no estaban tocándose. Para sorpresa de Omega, aterrizaron en una calle muy concurrida. Épsilon se dirigió a un bar, arrastrándola a ella detrás. Ya dentro, se sentaron en una mesa cercana a la puerta y pidieron dos cafés. Omega no apartaba la vista de su compañero.
-¿No me vas a decir nada? Me han traído al siglo XIX después de hacerme un estúpido interrogatorio, creo que merezco información, dado que soy “una de las mejores agentes de la Comisión”-dijo, en tono de burla, imitando a su jefe.
 -Los de la Mejora Histórica aparecerán por aquí y trataran de cambiar el curso.
 -Oh, ¿de veras? No se me había ocurrido-la CPTH fue creada después de la Organización de Mejora Histórica, que pretendía eliminar todos los momentos de la historia de la raza humana que tuvieran alguna relación con la violencia. En opinión de la CPTH, esa idea era una de las peores de la humanidad, pues, según un proverbio que no paraban de repetir en la Comisión, “el pueblo que olvida una historia está condenado a repetirla”. Omega iba a protestar cuando dos mujeres altas entraron en el bar, se sentaron en la barra y se ajustaron sus abrigos. Épsilon tenía su atención centrada en ellas.
-Tenemos que protegerlas.
 -¿Quiénes son?
-Gente importante.
 -No lo parece-nadie en el bar miraba a las mujeres.
-Eso es porque aún no lo son.
 Omega no rechistó. Dio un sorbo a su café e inspeccionó la sala: fue analizando mentalmente las caras hasta que se encontró con una familiar. Una que había matado en varias ocasiones. Ómicron. La mujer pelirroja que había intentado desencarcelar a la realeza francesa en un siglo antes de donde ahora se encontraban, la mujer que había intentado que los aviones con la bomba atómica que explotaría en Hiroshima no despegasen. Omega no podía creérselo. Parecía que la Comisión sabía que ella iría, y consideraron que, por tanto, Omega debería hacerla fracasar. Otra vez. Ómicron también la vio, y, con aire retador, alzó su copa y brindó hacia ella. Omega clavó las uñas en la mesa, pero Épsilon no se inmutó.
-No tienes que hacer nada.
-Tendré que matarla. Si está aquí, es por algo. Tendré que matarla. Épsilon se puso tieso cuando la puerta del bar se abrió y entraron cuatro hombres. Estos fueron a la barra y se colocaron en el otro extremo de donde estaban las mujeres. El bar no estaba especialmente abarrotado, por lo que Omega pudo ver también cómo Ómicron se ponía tensa. Miró a su compañero.
 -¿Qué narices pasa?-casi chilló ella al ver el comportamiento de los dos.
 -Ese hombre-dijo señalando a uno de los caballeros que acababan de entrar- y esa mujer-señaló discretamente a la dama que charlaba con su amiga fumando un cigarro, ajena a todo-deben conocerse. Ómicron está aquí para impedirlo.
-¿Cómo?
 -Supongo que hablando con el hombre, sería lo más lógico. Ahora ve a distraerla-la apuró, al ver que su rival se levantaba de la silla. Rápidamente Omega se levantó y fingió alegría.
 -¡Olly, querida! ¡Hacía tantísimo tiempo que no te veía! ¡Dios, estás preciosa!-le dijo a una de sus mayores enemigas, y, tras darle un abrazo, le clavó en la espalda una pequeña navaja con un temporizador. La navaja, programada para un minuto y medio, haría que Ómicron se largara del bar para después, en un callejón, mandarla a su época. Había tenido suerte esta vez: la OMH no le había dado una armadura. Sonrió.
 -Maldita seas, Omega-le susurró la otra, agarrándole el pelo y tratando de clavarle un objeto similar a ella. No lo consiguió. La navaja comenzó a trabajar y Ómicron se vio arrastrada por sus propias piernas al exterior.
 -Detesto tener que dejarte, querida. Mi esposo me espera-dijo esta abriendo la puerta. Le lanzó un beso y desapareció. Vio que Épsilon se levantaba, apuraba los cafés y la instaba a marcharse. Ya en la calle, Omega explotó:
-¿¡DE VERDAD ME HAS TRAÍDO A UN PASADO DE HACE MIL AÑOS PARA QUE DOS PERSONAS SE CONOZCAN?! ¡Por favor, pensé que la Comisión tenía cosas más importantes que hacer que cuidar del suicidio de Romeo y Julieta!-comenzó a gritar ella, pero Épsilon atravesó sus ojos marrón chocolate con los suyos largo rato.
-¿Quieres saber sus nombre?
 -No.
 -Klara Pölzl y Alois Hitler.
 Omega se quedó de piedra. ¿Hitler? ¿Acababa de ayudar a que los padres del mayor asesino de todos los tiempos se conocieran? Se sintió utilizada. Sabía que ese hombre había exterminado a casi toda su familia, hacía años, sí, pero eran su familia. Y acababa de ayudar a crearlo. Una gran culpabilidad la embargó, y estuvo cerca de comprender a los de la OMH. Pero no dijo nada, estaba acostumbrada a aquel sentimiento de revoltura en el estómago cada vez que cumplía su misión y pensaba en qué habría pasado si ella no lo hubiera hecho. Tal vez se hubieran salvado vidas. En aquel momento estaba segura de que sí. Entonces, la frase insignia de la Comisión atravesó su cabeza. El pueblo que olvida su historia, está condenado a repetirla. “Bueno” dijo para sí, tratando de consolarse “tal vez hayan hecho lo correcto. Al fin y al cabo, mi abuela ya lo decía: más vale lo malo conocido, que lo bueno por conocer”. Pero la sensación de culpabilidad y asco no la abandonó hasta un par de semanas después.

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