Y ya lo echo de menos.
miércoles, 30 de abril de 2014
sábado, 26 de abril de 2014
Caballería.
Si lo prefieres, puedes leer este capítulo en Wattpad haciendo clic aquí.
Hacía un rato que Louis se había ido, y ella estaba sola, frente al espejo, aún con el pijama y las marcas de haber hecho el amor en el cuerpo. Cuando su esposo cruzó la puerta y le dio un apresurado beso en los labios, ese beso dejó un rastro en su boca que todavía ahora no se había llegado a borrar.
Hacía un rato que Louis se había ido, y ella estaba sola, frente al espejo, aún con el pijama y las marcas de haber hecho el amor en el cuerpo. Cuando su esposo cruzó la puerta y le dio un apresurado beso en los labios, ese beso dejó un rastro en su boca que todavía ahora no se había llegado a borrar.
Se pasó el pulgar
por la boca, notando cómo su labio seguía el trayecto del dedo,
sorprendida de que no le hubiera dejado marcas.
Había notado toda
la rabia con que Louis se la había tirado en esa ocasión, y no
había hecho otra cosa que sorprenderla y complacerla. El hecho de
despertar cosas tan fuertes en él, que ya era pasional de por sí
(se cabreaba casi con tanta facilidad como lo hacía ella y le
superaba con creces en la mala hostia cuando se trataba de un enfado
de los gordos, de esos que conseguían encenderte y no te apagaban
hasta muy tarde), la congratulaba como mujer. Le recordaba a las
ocasiones en las que había dicho, antes de conocerle, antes incluso
de saber que él existía, que si un hombre se mostraba celoso era
porque no te quería. Se acordaba de eso y le entraban ganas de reír,
porque pensaba en cada una de las ocasiones en las que Louis se
volvía posesivo; siempre marcaba el territorio, por así decirlo,
cuando ella miraba a los demás durante bastante rato. En ocasiones
incluso era para picarlo, para provocar que él le rodeara la cintura
y le besara la cabeza; cualquier respuesta cariñosa y posesiva era
buena para su ego femenino, que le decía que si él hacía aquello
era porque la quería, la deseaba, y no soportaba estar sin ella.
Pero las ocasiones
en las que Louis volcaba toda su rabia en ella, todo su descontrol,
que parecía bramar “eres mía, acuérdate, ni se te ocurra
olvidarlo” despertaban en ella la bestia que llevaba dentro. Una
bestia poderosa. Oscura. Tan oscura que incluso llegaba a arder en
las tinieblas, arrasándolo todo y haciendo que perdiera el control.
Sí, aquellos
polvos eran lo mejor, y se hacían añorar, pero había que seguir
con todo.
Y una buena de
seguir con la rutina de siempre y apartar, por lo menos de momento,
lo que había pasado en aquel sofá (y esperaba de corazón y no tan
de corazón que volviera a suceder más pronto que tarde), era
arreglarse el pelo. Siempre hecho un desastre y siempre recogido en
una coleta, trenzas o moños, para que no le molestara, a pesar de
que prefería mil veces llevar el pelo suelto. Se veía más guapa,
le daba confianza en sí misma... e iba a necesitar esa confianza
para conseguir lo que ella y Louis se habían propuesto.
Después de darle
muchas vueltas al asunto, de mostrarse indecisa hasta en las
cuestiones más nimias, finalmente se decantó por un vestido que
dejaba más bien poco a la imaginación, tanto por arriba como por
abajo, se maquilló a conciencia y salió de casa sin comprobar cómo
había dejado las cosas.
Aún tenía que
pensar en quién iría a buscar a los niños al colegio, pues Tommy y
Eleanor salían más tarde que los pequeños, cosa que le fastidiaba
los planes demasiado. Podría llamar a Eleanor y que recogiera a su
hermana, pero eso sería darle una coartada para que se fuera las
últimas clases e hiciera quién sabía qué... y la misma situación,
o peor, se daba con su hermano mayor.
Eri no verbalizaba
la preocupación que sentía por su hijo, pues sabía lo mucho que
esto le preocupaba a Louis, y no quería echar más leña al fuego.
Le fastidiaba en secreto cómo Tommy podía llegar a fastidiarse el
futuro a aquella velocidad, sin pensar en las consecuencias. ¿Por
qué, de todos esos años de aplicación y de ser los mejores en
todo, había terminado eligiendo precisamente el último año para
hacerse el duro y fingir que no sabía nada cuando en realidad era el
más inteligente, con diferencia, de su clase? ¿Realmente el crío
había terminado dejando que el gen Tomlinson le hiciera mella y se
había dejado arrastrar por la genética sin oponer más resistencia
que la que había hecho que no suspendiera una asignatura de la
evaluación pasada?
Cada vez que
pensaba en su hijo sentía cómo sus entrañas se retorcían de
espanto, especialmente por las ideas que acudían a su cabeza. No,
Tommy no era malo. No, Tommy no era gilipollas. Y no, la genética de
Louis no había hecho mella en él, para nada. De ser así, Tommy ni
siquiera habría suspendido nada, porque Louis había repetido curso
por dejadez y negarse a hacer las tareas. Había sacado cincos
pelados que no le dieron para más en las evaluaciones, lo que
terminó haciendo que malgastara un año de su vida regresando a las
mismas clases y escuchando las mismas lecciones, de tal forma que, de
haber hecho caso la primera vez, se las habría aprendido de memoria.
No, tenía que ser
todo aquel asunto con Megan. Y eso la frustraba aún más, porque
hacía que hiciera algo que la aterrorizaba de una forma en que pocas
cosas la habían aterrorizado: le hacía recordar. Recordar el pasado
oscuro que se esforzaba por reprimir y que manaba de sus cicatrices.
Revivir aquel pasado que cobraba fuerza, y latía y ardía y arañaba
desde dentro de su piel cada vez que unos ojos curiosos se posaban en
sus muñecas y la expresión cambiaba de curiosidad a espanto.
Y eso que no me
vieron en aquel hotel de México pensó ella con ironía, dejando
que la imagen del baño lleno de sangre la inundara por un momento.
Podría haber
muerto allí. Se había hecho cortes suficientes como para morir
desangrada pues, no contenta con abrirse las muñecas, también se
había cortado parte de las piernas, tratando de hacer que las voces
en su cabeza diciendo que perdería lo que más quería se callaran
de una maldita vez. Las sumió en sangre, y las voces se callaron,
tal vez muertas, o tal vez con su sed saciada.
Pero no murió, y
estaba agradecida por todo lo que tenía y no había perdido en
aquella pequeña habitación donde las cosas llegaron a una
encrucijada vital. Por suerte, había elegido el camino correcto, y
ahora estaba allí, apretando la espalda contra el asiento y
esperando con impaciencia a que el semáforo se pusiera en verde.
Clavó las uñas en el volante del coche, tamborileó con los dedos
y, cuando un nombre cruzó su mente como un bólido, se aferró a
aquella imagen como si le fuera la vida en ello. Rebuscó en el bolso
hasta sacar el móvil. El coche que tenía detrás pitó; el semáforo
se había puesto en verde y ella seguía clavada al suelo. Pisó el
acelerador y el coche salió disparado hacia delante, igual que una
pantera se tiraba de los árboles para hacerse con su presa.
Con un ojo en la
carretera y el otro puesto en la agenda de contactos de teléfono,
esperó a que los timbrazos de turno empezaran a sonar.
-Vamos,
vamos-instó a su interlocutora, cabreándose con cada sonido.
Sin embargo, el enfado se disipó en cuanto la voz dulce respondió a
sus plegarias.
-Hola, Eri.
-Hola, Layla.
¿Estás ocupada?
-No, ¿qué
querías?
-Pues... verás...
me preguntaba si podrías venir a recoger a mis hijos del colegio. Ya
sabes, como sé que sales pronto los viernes y...-comenzó a
balbucear. Sus mejillas ardían. Y eso que estaba hablando con una
adolescente en los últimos años de esa etapa.
-No te preocupes;
Louis ya me ha llamado. Sé a qué hora tengo que estar y dónde.
-¿Lo ha hecho?
-Sí.
-Joder, es...
sorprendente.
Layla se echó a
reír.
-Bueno, tiene el
instinto paternal desarrollado, ¿no? Es lo que hacéis.
-Vale. Eh... ¿te
ha dicho dónde tenemos la comida?
-Nevera; cajón de
la izquierda. En un tupper- asintió la chica. Eri sonrió
para sus adentros, pensando que, efectivamente, Layla era hija de
quien era-. 3 minutos en el microondas; 4 como mucho. Está todo
controlado.
-Muchísimas
gracias, Layla. Te lo compensaré.
-Me basta con que
convenzas a mi padre para que me deje ir de tour por el continente.
El interraíl es precioso, según me han dicho, y mis amigas y yo nos
merecemos ese descanso.
-Sí, lo
hacéis-consintió la mujer, deseando fervientemente poder tener una
semana de chicas y perderse por los rincones más alejados de Europa,
sin tener que rendir cuentas ante nadie-. ¿No necesitarás
financiación?
-El dinero es lo
que menos me preocupa, de verdad. ¿Lo harás?
-Yo de ti iría
reservando los billetes.
-¡Gracias!-replicó
la chica. Eri se echó a reír y colgó sin despedirse. Layla no se
ofendería. Nunca se ofendía.
Por lo menos los
Payne de nacimiento no.
Todas sus
preocupaciones se disiparon al pensar en que ya tenía un plan B, que
en realidad había pasado a ser el A, para esa mañana. Y así, con
la compostura reestablecida y los nervios de acero, detuvo el coche
frente al instituto, apagó el motor y salió de él como poca gente
había salido de un coche jamás. Con estilo, con elegancia, como
ella sabía a base de imitar a sus modelos a seguir. Alzó la cabeza,
cerró la puerta sin mirar a atrás y echó a andar hacia la puerta,
con una seguridad en sí misma que haría detenerse a un tren en
marcha, temiendo este que algo fuera a sucederle si intentaba acabar
con ella.
Todo el mundo se
giró para contemplar a aquella que iba contracorriente y, en lugar
de salir, entraba. Se cruzó con un par de chicas que parecían
demasiado ocupadas poniéndose histéricas ante la posibilidad que
había de que las pillaran como para percatarse de que Eri hubiera
detenido su huida de haber querido, o de que estaban escapando justo
cuando más ojos había clavados en la puerta.
Eri ni siquiera se
hizo a un lado, pues las chicas se separaron y pasaron a su lado,
cada una por un extremo, rodeándola como dos gotas de agua harían
al encontrarse con un obstáculo. La única diferencia fue que las
chicas se pusieron coloradas, y no aminoraron la velocidad.
Un profesor
atravesó el gran vestíbulo y caminó en dirección a los despachos
principales, pero se detuvo cuando notó la presencia de un extraño
parada en la puerta, sin saber muy bien qué debía hacer ahora.
Erika había calculado mal el tiempo y se había presentado temprano.
El hombre levantó
la cabeza y frunció el ceño un segundo. Recorrió con la mirada
aquel cuerpo trabajado, las piernas que acabarían por desquiciar a
los alumnos, que eran intratables un viernes por la mañana,
especialmente en las últimas horas, la cintura, el pecho (se detuvo
un poco ahí, esperando que la mujer no se ofendiera, seguro de que
ya no era una alumna sino una verdadera bomba de relojería en pleno
apogeo) y, por fin, alcanzó su rostro.
Eri esbozó una
sonrisa tímida mientras uno de los profesores de geografía del
instituto se acercaba a ella, cerrando con un golpe el libro que
tenía entre las manos. Un mapa se asomó entre las hojas, luchando
por encontrar aire en el aplastamiento que se había producido con
sus compañeros.
-Señora
Tomlinson-saludó cortésmente, y le besó la mano en un gesto
educado que hacía siglos que no se utilizaba. Eri controló sus
impulsos de dar un par de pasos hacia atrás y arrastrar la mano; le
preocupaba demasiado que aquel hombre hablara con las jefas de
estudios, o incluso el director, y su pequeña misión se fuera al
traste antes de empezar.
-¿Ha visto a mi
marido?
-Oh, sí. Louis
está dando clase. Ha llamado a Marge para que le cubra al final de
la hora. Estará al caer. ¿Puedo hacer algo por usted, mientras
tanto?
Eri se limitó a
negar con la cabeza, sus rizos bailaron por sus hombros. El hombre
sonrió, y ella luchó por no cruzarle la cara.
-¿Un café? ¿Un
té?
-No, gracias, estoy
bien.
-Acompáñeme a la
sala de espera, si quiere. Sería una pena que una mujer como usted
fuera por ahí sin compañía.
Machista de
mierda, cerdo gilipollas trinó ella por dentro, pero se calló y
aceptó con una sonrisa falsa el brazo que el hombre le ofrecía. Se
dejó casi arrastrar hasta la sala de espera, donde había varias
revistas, un periódico arrugado de días pasados, y una pequeña
máquina de café en un extremo, tan alejado que hacía pensar que
era un adorno más, y no algo que realmente fueras a utilizar.
-Ahora debo
reunirme con la jefa de estudios, pero, si quiere, puedo quedarme un
rato con usted...
-Estaré bien sola.
Louis me tiene acostumbrada a eso de vez en cuando. Sobreviviré.
El hombre se la
quedó mirando.
-Es decir-replicó
ella, apartándose el pelo de la cara y sonriendo de manera lobuna-,
si puedo estar sin mi marido-aludió, enseñándole rápidamente su
alianza-durante unos meses, no me será difícil no tener compañía
unos minutos.
El sonido de la
fotocopiadora interrumpió la respuesta seguramente suplicante que el
hombre iba a ofrecer. Una secretaria rechoncha, de mediana edad, pasó
entre ellos sin mirar atrás. Se ajustó las gafas de gato, un estilo
de mediados del siglo pasado, y comprobó el número de copias.
-Rodge, ¿vas a
pasar cerca del departamento de Literatura? Zayn quiere que le
entregue esto, pero... Estoy muy liada. Me acaban de dar las
autorizaciones para la salida del martes. ¿Te lo puedes creer?
Quieren que imprima ciento y pico antes de última hora. Y esta
mierda no funciona-espetó, dándole un puntapié con un zapato
enguantado en un tímido tacón-. Como no lo haga a mano...
-Yo se lo enviaré,
Kate, no te preocupes-respondió el hombre. Eri sonrió, agradecida
de poder librarse de tal pesado, y asintió con la cabeza en señal
de despedida. Rodge cogió las hojas que le tendía la secretaria y
se marchó, azorado, enseñando su calva incipiente al mundo al
agachar la cabeza.
Kate siguió a lo
suyo, colocando y descolocando papeles. Se le cayeron unos cuantos y
ella gimió, exasperada. Eri, sintiendo lástima de la pobre mujer,
se fue a ayudarla. La secretaria sonrió con timidez y murmuró un
dulce “gracias”, evidentemente no acostumbrada a que la gente le
hiciera caso sin que ella tirara cohetes o algo por el estilo para
conseguirlo.
Pero los papeles
que había recogido volvieron al suelo en cuanto alzó la vista y se
encontró con la sonrisa de indulgencia que había en su ayudante
improvisada.
-¡Señora
Tomlinson! ¿Ha... ha pasado algo? Ya sabe... su hijo... es buena
gente. Yo lo sé. Thomas es muy, muy buen chaval. Sea lo que sea lo
que hayan dicho, habrá una explicación. Esa arpía de Ciencias no
puede ni verlo, y hace lo posible por ponérselo todo cuesta
arriba...
-No estoy aquí por
mi hijo, señora Brandon, pero gracias por su apoyo-sonrió la madre
del mencionado-. ¿Mucho trabajo?
La secretaria se
alzó y contempló embobada los papeles. Había perdido
momentáneamente la noción de dónde estaba.
-Oh, bueno, lo
típico de estas fechas... ya sabe. Excursiones, títulos... todo
eso-musitó, alzándose de hombros-. Si no es indiscrección,
¿puedo...?
-¿Preguntar por
qué estoy aquí?-la animó Eri-. En absoluto. Tengo que hablar con
el director. Louis y yo. Tenemos.
Kate sonrió ante
la sola mención del hombre. Echó una ojeada al cuartillo donde
estaba la fotocopiadora y, sin poder callárselo, explotó.
-No he tenido la
ocasión de darle las gracias como es debido, pero le prometo que
estoy agradecida. Es decir... las flores... son preciosas.
-¿Qué flores?
-Las flores. El
martes fue mi cumpleaños, ¿lo sabía?
Eri negó con la
cabeza.
-No. Felicidades.
-Gracias. Bueno, es
decir... creía que... se lo había recordado a su marido. Había
oído decir que tenía buena memoria para las fechas.
-Y suelo tenerla,
pero... no lo sabía, de verdad.
-¿Y las flores?
Eri inclinó la
cabeza a un lado.
-¿Qué flores?
-Las que me dio su
marido.
-Se las habrá dado
Louis. Suele tener estos detalles. Es una de sus pocas
virtudes-bromeó Eri. Kate se echó a reír.
-Tiene muchas más.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé.
-¿Cree que se debe
a...?
-Le aseguro que las
revistas exageran mucho estos temas. Yo vivo con él, y la mitad de
las cosas que se dicen no son verdad. Para lo bueno y para lo malo.
-Me refiero a las
flores.
-¡Ah! Pues...
suelen acordarse de estas cosas. Usted era fan suya, ¿no es así?
-De las primeras.
Eri se acercó a
ella; Kate aguantó la respiración. Tener a la esposa de uno de tus
ídolos cerca no era moco de pavo. Quería alargar ese momento en la
medida de lo posible pero, a la vez, no quería que Erika pensara que
era una fan obsesiva o algo así, que se iba a volver loca con
cualquier minucia.
-Ellos se acuerdan,
¿sabe? Que ya no estén tanto como antes no significa que no
estén... ni que ya no les importemos. Les seguimos importando.
Mucho.
Kate se quedó
callada, reflexionando sobre sus palabras. En ese momento sonó el
timbre; ella ni se inmutó, pero Eri alzó la cabeza y miró al
techo, buscando la fuente del sonido que lo inundaba todo.
-Tengo que irme.
Felicidades atrasadas-susurró, inclinándose hacia ella y dándole
un beso. La mujer se tocó la mejilla, sorprendida por ese repentino
ataque de complicidad. La sangre latina que le corría por las venas
hacía que hiciera cosas sin pensar, ni preocuparse demasiado por ser
excesiva. Por suerte, no tuvo que preocuparse de ello.
-Hasta luego,
señora Tomlinson.
-La última vez que
hablamos le dije que me llamara Eri, señora Brandon.
-Es demasiado para
mí.
Eri se echó a
reír, dobló la esquina y la secretaria desapareció.
Llegar a la clase
en la que Louis estaba fue algo más complicado de lo que pensaba.
Los alumnos más jóvenes correteaban de acá para allá, a toda
velocidad, sin preocuparse de lo que estaba sucediendo a su
alrededor: tenían que ir a clase y tenían que hacerlo ahora. Si
había que pasar entre unas piernas, se pasaba. Todo fuera por no
llegar tarde y recibir una buena regañina.
Sin embargo, llegar
a los pisos superiores, donde estaban los mayores supuso un cambio
radical. Caminaban despacio, intentando echar el mayor tiempo posible
en el pasillo. Se abrían a cada lado tuyo, sin preocuparse de que
eso pudiera ralentizarlos.
Pero también
sabían mejor quién era, qué podría hacer allí, y cómo
reaccionar ante ella. No sólo era la madre de Eleanor y Tommy,
también era la mujer de un profesor... y era, por encima de todo,
ella.
La fama que Eri
había cosechado hacía muchísimo tiempo aún latía en los
corazones de aquellos, que se volvían casi reverencialmente cuando
pasaba, contemplando su cuerpo bien ganado a la anorexia y al odio a
sí misma, unas con envidia, otros con lujuria.
-Qué puta suerte
tiene el de música, hermano-susurro uno cuando ella pasó. Eri
fingió no oírlo.
-Podría hacerle
ver qué es realmente un hombre, y no ese gilipollas.
Vale, ahora sí que
se había cabreado.
Se giró en redondo
y lo miró como si fuera a arrancarle la cabeza. Por sus labios
amaneció una sonrisa gélida.
-De momento ese
gilipollas me basta y me sobra, pero gracias por tu oferta.
El muchacho en
cuestión se puso rojo al tiempo que sus compañeros comenzaban a
tomarle el pelo.
Había un aula con
la puerta abierta y a la que nadie entraba. Esperó que coincidiera
con la que le habían dicho. Efectivamente, esa era.
Cuando llegó al
umbral, echó un vistazo al interior. Dos docenas de estudiantes se
concentraban en escribir a toda velocidad sobre un papel en blanco,
sin darse cuenta de nada más que de lo que tenían que plasmar en
aquel papel.
Louis los observaba
con los pies encima de la mesa, bufando y jugueteando con un
bolígrafo. Lo hacía girar en piruetas imposibles que Eri llevaba
mucho tiempo sin ver.
Antes de que
pudiera decir nada, Louis levantó la mirada y clavó los ojos en su
mujer.
-Hola, nena.
Todo el mundo alzó
la cabeza, primero hacia él, luego hacia ella. Algunas de las chicas
cuchichearon entre ellas, emocionadas por la palabra cariñosa que le
habían arrancado a su profesor de música. Muchas seguramente
fantasearan con que las llamara así.
Los chicos, por el
contrario, no se cortaron un pelo en contemplar a la recién llegada
con curiosidad y cierto morbo. Tanto que Eri cruzó las piernas y
agachó la cabeza un momento, inspeccionando su aspecto,
preguntándose si tendría algo en el vestido.
-Richards, cierra
la boca, es mía-espetó Louis, sonriendo. El tal Richards alzó las
manos y volvió la vista a su examen. Louis echó una ojeada a su
clase; algunos chicos se mostraban reticentes a volver al examen que
tenían sobre la mesa y abandonar semejante vista, obviamente mucho
mejor que unas preguntas cuya respuesta aún estaba por determinar.
-¿Que es que
tenéis examen?-inquirió Eri. Uno de los chicos se giró para hablar
con su amigo.
-¡Me cago en mi
vida! ¡Ese ángel puede hablar y todo!
Louis puso los ojos
en blanco.
-No me las busco
mudas, Charles, me gusta poder oírlas gritar-espetó Louis. Charles
rió.
-¿Puedo hablar con
ella?-inquirió Charles. Louis se encogió de hombros.
-Tienes boca, y
ella oídos. No veo por qué no.
-También tengo yo
algo que encaja muy bien con ella, si me dejas probarlo,
profesor-replicó otro pícaro de las últimas filas de clase. Louis
torció una sonrisa.
-Te ibas a acordar
de mí, y no sólo en junio.
-¿De qué es?
Todos volvieron a
mirarla.
-El examen.
-¿De qué va a
ser, nena?-varios murmullos de nuevo entre las mujeres del lugar-.
¡De música!
-Y parece largo.
-Lo es-aseguró una
chica que revisaba una pregunta. Tenía 4 folios escritos.
-Como lo que tengo
yo entre las piernas.
-Will, te juro por
mi vida que te voy a llevar al despacho del director como sigas en
este plan.
-¿Es difícil,
Will?-le retó Eri, apoyándose en la puerta y colocando una de sus
manos en la cadera. Will se la comió con la mirada.
-He hecho cosas más
complicadas, créame, señora Tomlinson.
-Sí, y no va a ser
con ella. Se siente, pero ya está cogida.
-¡¿PUEDE ALGUIEN
CALLARSE, POR DIOS BENDITO?! ESTOY HACIENDO UN MALDITO EXAMEN-ladró
una muchacha con el pelo alborotado.
-Mia, tranquila.
Tenéis toda la hora para terminarlo. Relajaos.
-¿De verdad les
haces hacer exámenes de dos horas, Louis?
-Las carencias de
sexo que tengo en casa me ponen de mala uva y sacan lo peor de mí-se
burló él, entrelazando las manos. Un murmullo amenazante y
expectante se levantó en la sala. Ya nadie parecía interesado en el
examen.
-Es una lástima,
porque yo no tengo carencias de nada-Eri se encogió de hombros-.
Entre tú y mi amante no puedo quejarme.
-¡Zas!-bramó
alguien, y todo el mundo se echó a reír, incluido Louis.
-Sorprendente,
¿verdad?-alegó por fin él. Muchos de sus alumnos asintieron.
-Es una crueldad.
-El examen es de
filosofía, Eri. ¿Puedes calmarte?-respondió Louis, esbozando una
sonrisa divertida, sin poder creerse que ella hubiera caído en
aquella trama. Eri simplemente se encogió de hombros, se apoyó en
el marco de la puerta y cruzó las piernas.
En ese momento, una
mujer ya entrada en años, muy delgada, de mejillas sonrosadas,
apareció por el pasillo. Tenía el pelo de color oscuro moteado con
canas recogido en un moño que se revelaba contra su dueña con una
ferocidad jamás vista.
Apenas había
llegado a la puerta, Marge se apoyó en el marco y le dedicó una
mirada a modo de saludo a Erika, que inclinó la cabeza y miró a
Louis. Éste estaba jugando con el bolígrafo, había colocado de
nuevo los pies encima de la mesa, y escudriñaba la clase con gesto
aburrido. Tenía órdenes, y muy estrictas, de no moverse de allí y
no dejar a la clase sin vigilancia hasta que alguien fuera en su
ayuda.
La caballería
había llegado.
domingo, 20 de abril de 2014
Libélula.
Le
dediqué una cálida sonrisa a Blueberry, la primera sincera en lo
que me parecía muchísimo tiempo. Las comisuras de mi boca se
alzaron solas; no obedecían ninguna orden de un cerebro que luchaba
por ocultar la verdad, ahogándola bajo la superficie revuelta del
mar compuesto por las mentiras. Parecían tener conciencia y deseos
propios, y la verdad era que agradecía enormemente que pudieran
hacer eso por mí.
-Tengo
novio-me burlé, sabiendo de sobra que no me estaba tirando los
trastos, pero también dándome cuenta de que era lo más bonito que
me habían dicho en muchísimo tiempo. O lo más bonito que me dirían
jamas. Al menos un runner no podía ofrecerte nada mejor y más
importante para él que su propia libertad, lo cual era muy especial,
ya que todos sabíamos que nosotros era lo más importante que
teníamos; nuestra persona era lo único por lo que luchar, el libre
albedrío era la mejor arma, aquella para la que el Gobierno aún no
había creado ningún escudo efectivo.
-No
soy celosa-replicó ella, armándose con una cálida sonrisa en los
labios. Sus dientes eran blanquísimos, casi parecían brillar con
luz propia.
Iba
a replicar cuando sonó una alarma. Alguien había activado el timbre
que rompía el silencio a la velocidad del rayo, informándonos a
todos de la nueva condición. Pasábamos de ser libélulas bailando
sobre las aguas del río a colibrís en una jaula demasiado pequeña
para poder vivir bien.
Las
paredes parecieron acercarse entre sí. Ya no estábamos en un hogar.
Estábamos en una cárcel.
Blueberry
alzó los ojos, contempló los fluorescentes que se mantenían
encendidos, reticentes a dejarse vencer por el sol, y estudió
después las caras de los demás, que se miraban entre sí de una
manera increíblemente agresiva. Las subastas nos ponían a todos
tensos, sacaban la vena más competitiva que teníamos en el cuerpo,
la que no se manifestaba ni siquiera cuando unas asesinas diminutas
se lanzaban a la carrera a por nosotras, atravesando el aire como un
hacha.
Noté
varios ojos clavándose en mí, elaborando un perfil psicológico de
alguien a quien realmente no conocían ni se habían enfrentado
nunca. A partir de ahora mis movimientos serían examinados al
milímetro, buscando un punto débil, una cojera, una predilección
por la visión de mi lado derecho o izquierdo... algo que delatase
que era más fácil derrotarme de una manera o de otra.
Blueberry
se cubrió el pelo con la capucha de su chaqueta negra, y nuestros
ojos se encontraron.
-Necesitarán
a alguien que cierre las puertas y abra los pasadizos-murmuré,
mirando en derredor, sabiendo que nadie se levantaría para ayudar en
ese momento. Ahora tocaba descansar, ahorrar energías y prepararse
para la batalla más épica que viviríamos en los próximos años.
Las
cocineras se acercaron a la ventana, pegaron sus manos a los grandes
cristales, y saludaron al sol con un semblante frío e inescrutable.
Fruncí el ceño; ellas no tenían que realizar ningún trabajo extra
para compensar que no saliésemos: de hecho, el nivel de alimentación
bajaba radicalmente durante las subastas, ya que los que no
participaban en alguna prueba apenas comían. No podíamos
permitirnos meternos en el cuerpo calorías que más tarde no íbamos
a consumir.
Obviamente,
yo nunca había sido de este tipo: siempre me había apuntado a todas
las pruebas, incluso en las que sabía que no tenía ninguna
posibilidad. Las subastas siempre eran buenos momentos de
entrenamiento, lugares en los que fardar de habilidades y técnica,
y, también, en los que aprender nuevos trucos con los que ser mejor
runner. Trabajando con la élite llegabas a mezclarte con ella y
formar parte de ella.
Di
un brinco cuando una vibración y un ruido agudo y molesto me impactó
desde el otro lado de la sala. Me volví en aquella dirección en el
momento en que Blueberry terminaba de levantarse de la silla. Hubo
sonrisas satisfechas a lo largo de todo el comedor. La debilidad de
Blueberry era que no era sigilosa en absoluto. Ya no estaba
cualificada para las mejores misiones, aquellas por las que la lucha
se extendía durante varios días.
Alardeando
de aquello de lo que otros carecían, me levanté en el más absoluto
de los silencios y la seguí fuera del recinto, con todos los ojos
pendientes de nosotras aún. La alcancé al trote, y le pasé un
brazo por los hombros. Ella se limitó a seguir caminando, con los
ojos ensartados en aquellas líneas negras que cubrían su mirada y
le daban un aire de misterio y peligro que pocas veces se conseguía.
Aunque era pequeña, era poderosa, y podía meterte en problemas si
la forzabas demasiado.
-Todo
el mundo te estaba mirando.
-Es
que soy muy guapa-respondió, alzando los hombros con indiferencia y
tatuándose el sarcasmo en la boca.
-Eres
ruidosa-la corregí yo. Realmente deseaba subir al Cristal, y se lo
merecería... de no ser porque si fuera la misión correría un serio
peligro, cosa a la que nadie estaba dispuesto. De momento.
-Tal
vez puedas mejorar; he conocido a runners que han acrecentado, y
mucho, sus habilidades para la carrera y las misiones.
-Nunca
me mandan a misiones en las que el silencio sea la táctica clave. Yo
soy más de entrar, llevármelo todo en el menor tiempo posible,
herir lo más grave y rápidamente posible y largarme de allí antes
de que lleguen las fuerzas contra las que no puedo luchar.
Me
detuve en seco un segundo, observando cómo caminaba y escuchando el
sonido de sus pasos repiquetear contra el suelo y las paredes, que
hacían las veces de amplificador para avisarnos de cuando había un
peligro y conseguir que reaccionásemos lo más rápidamente posible.
Al
detenerme, recordé cómo nos conocimos. No tenía un sector aún,
estaba “sin catalogar”, lo cual me había parecido extraño y en
contra de ella... pero en realidad era bueno. No era experta en nada,
no era buena en nada, lo cual significaba que tampoco era mala en
nada. No tenía puntos débiles que mostrar fácilmente, por ello aún
no sabían en qué sector colocarla.
Nos
había tendido una trampa a todos los que estábamos allí, de la
misma manera en que se había colocado en el más absoluto de los
silencios detrás de Blondie y de mí cuando íbamos en aquella
persecución frenética de nuestros vigilantes, antes de saber que
estaban en la parte superior del edificio en el que vivíamos y en el
que nos entrenábamos.
Ella
se giró y se me quedó mirando, preguntándose en aquellos ojos casi
blancos por qué no seguía paseando a su lado. Se pasó una mano por
la parte rapada de la cabeza, y frunció el ceño de tal manera que
sus cejas casi se juntaron sobre su nariz.
-Estás
fingiendo-dije. Sus cejas se unieron aún más, fusionándose en una
finísima oruga negra.
-¿Qué?
-No
eres ruidosa. Más bien al contrario, eres... sigilosa. Y astuta.
Desde el momento en que te conocí me di cuenta de ello. Sabías que
los demás te miraban y no te preocupó que creyeran conocer tus
secretos.
Se
echó a reír y asintió con la cabeza. Estiró la mano y me agarró
del codo para tirar de mí y seguir arrastrándome por la Base hasta
los pasadizos inferiores, por los que podrían entrar los ciudadanos
de nuestros suburbios en caso de ataque.
Observé
con más atención su pelo acabado en puntas moradas, su mirada
fiera, aquellos ojos que saltaban de rincón en rincón de la misma
manera en que yo saltaba de un edificio al siguiente, huyendo de todo
aquello que fuera lo bastante rápido como para perseguirme.
-Tienes
posibilidades si muestras lo que eres capaz de hacer.
-Te
sorprendería saber hasta qué lugares es capaz de llegar la
enfermedad de la traición.
Esta
vez sí que me detuve en seco, y ella dio un brinco y se volvió a
toda velocidad, con una mano tocándose la cintura, en el punto
exacto en el que le había crecido una pistola de la nada. Sus ojos
me atravesaron y escrutaron el pasillo, por el que varios runners
avanzaban sin preocuparse de los demás. Un par de ellos se saludó
entre sí, y pasaron de largo sin más reconocimiento que la
inclinación de cabeza con la que se reconocieron mutuamente. Con eso
bastaba y sobraba cuando se trataba de tu reputación y de la prueba
a la que la someterían más tarde.
Pero
yo no podía hacer más que preguntarme, aterrorizada, si Blueberry
sabría algo.
-¿A
qué ha venido eso?-inquirió, deslizando su mano por el vientre
plano que se descubrió unos segundos. Tiró de su camiseta negra y
volvió a centrarse en la caminata-. Creía que habías visto algo o
algo te había cogido.
Negué
con la cabeza.
-He
recordado una cosa, y se me ha ido la cabeza.
-Sabía
que estabas loca; de eso se hablaba últimamente cuando accediste sin
rechistar a ser entrenadora de los puñeteros principiantes, pero,
¿sabes? Nunca pensé que llegaras a estos extremos.
-No
tenía elección-protesté entre dientes, echando a andar de nuevo y
superándola. Esta vez fue ella la que trotó para alcanzarme.
-Eres
Kat, siempre tienes elección. Tu misión debía de ser muy
importante si el fallar hizo que la gente se olvidara de quién eras
para...
-Lo
era-la corté, y ella se quedó callada. Llegamos a la puerta
subterránea que daba a los pasadizos, cogimos unas linternas y
escribimos un mensaje en una pizarra cercana, diciendo que ya nos
estábamos encargando de abrir las puertas, y que sería mejor que
los que se fueran a preocupar de abrirlas hicieran cosas más
productivas, como preparar nuestro pequeño estadio particular.
Recorrimos
la oscuridad en el más absoluto silencio. Al fin y al cabo, la lucha
entre la luz y aquélla no era ruidosa, sino que se celebraba en un
mundo sordo, donde el sonido era una quimera que nadie había
experimentado jamás.
Blueberry
apretó los dientes y se acercó un poco más a mí, temiendo de
aquellos monstruos que vivían en las tinieblas y que se comerían tu
alma si les dabas la oportunidad.
-Tiene
que ser horrible para las familias atravesar estos lugares sin luz.
-Tienen
antorchas-repliqué yo fríamente, sintiendo la trenza azotándome en
la espalda, instándome a correr y huir de allí a todo lo que mis
jodidas piernas dieran.
-Nunca
había estado aquí.
-¿De
veras? Creía que os seguían entrenando por estas zonas.
Con
la intención de que nos acostumbrásemos a la oscuridad, los
entrenadores nos traían a los pasadizos subterráneos cuando
estábamos terminando nuestra fase preparatoria. Así, pretendían
que nos orientásemos en la oscuridad y no le tuviéramos miedo a la
noche ni a los temores que en ella esperaban en cada esquina.
Después
de detenernos varias veces a escuchar el ruido de goteras o a gritar
por sentir ratas acercándose a nuestros pies, por fin llegamos a la
puerta. Descorrimos el cerrojo y, a petición de Blueberry, nos
asomamos al exterior.
El
pasadizo terminaba (o empezaba, dependiendo de dónde vinieras) en la
única casa abandonada que había en todos los suburbios. Pura
cuestión estratégica: ningún policía se atrevería a pensar que
había gente viviendo en una casa cuyas paredes se caían y cuyo
tejado apenas existía. Pasarían de largo y no la inspeccionarían
por dentro, con lo que no encontrarían el punto débil a través del
cual podían atacarnos y destruirnos si se organizaban bien.
-Blueberry,
vámonos. Este lugar me da escalofríos-susurré, observando las
paredes, grises por el tiempo y el descuido, y los trozos de madera
que sobresalían como dientes de la pared. Había algo en lo antiguo
que me daba ganas de salir corriendo y no parar nunca.
Ella
se acercó a la puerta y se asomó a la calle, aprovechando un hueco
en la pared por el que ésta no existía. Yo sentía cómo el frío
me reptaba por la piel, avisándome de que algo andaba mal...
...una
sombra atravesó la estancia a gran velocidad, cubriendo todo de
penumbra en un momento. Yo alcé la mirada convencida de que había
ángeles que venían a por nosotras allí fuera. Mientras tanto,
Blueberry seguía mirando a la calle.
-Está
todo en silencio...
-Las
alarmas no les avisan de que estamos fuera de combate. Sólo saben
que tienen que esconderse-informé yo, inclinándome hacia delante
para observar mejor el cielo. No iba a esperar a que la sombra
volviera. Nos largábamos ya.
Por
fin, Blueberry se separó de la puerta, y me siguió hasta la que nos
conduciría de nuevo a la base.
En
el momento en que sólo quedaba una ranura a través de la que ver el
exterior, aquella palpitación oscura se repitió.
Corrí
como pocas veces había corrido en mi vida, sabiendo que la pistola
que traía Blueberry no sería suficiente para defendernos de una
criatura que podía volar.
lunes, 14 de abril de 2014
Los Eternos.
No logré cumplir mi
objetivo de llegar a la Base antes de que la Luna se pusiera para así
poder echar una cabezadita o algo, pero no fue porque de repente me
hubiera vuelto de lo más incompetente que había en toda nuestra
Sección y parte de las extranjeras. Se trató más bien del caso
contrario: me había dado cuenta de que muchos trabajos quedarían
sin hacerse mientras nosotros estábamos ocupados con las subastas,
de modo que la actividad runner se vería mermada y nuestras maneras
de vivir sufrirían mucho. La interdependencia total en la que nos
movíamos tenía esas desventajas: en cuanto un eslabón de la cadena
fallaba, ésta dejaba de ser efectiva, y la carga que llevaba se
precipitaba al vacío hasta perderse en la oscuridad.
Mientras fuera libre y
pudiera pasearme por donde me diera la gana, dando buena cuenta de
mis piernas para cumplir con mi deber, lo haría. Se lo debía a los
demás.
Cuando terminé con mis
misiones pendientes, las estrellas eran las únicas guardianas de la
noche. Tan sólo las más poderosas lograban colarse a través del
haz de luz que manaba de la tierra. El Gobierno era tan egocéntrico
que deseaba hacer de su ciudad un sol en miniatura, particular, que
pudieran controlar a conciencia. Dado que el rey de los cielos era
aún una bestia libre e indómita, buscaban hacerle competencia de
todas las maneras posibles. Dado que no podías hacerle sombra a algo
que era luz pura, y que jamás perdía esa luminosidad, lo único que
podías hacer era tratar de que se viera menos brillante a base de
ser tú una fuente de luminiscencia con la que pocos podían
manejarse.
El trayecto a la Base
fue de los más cortos que había hecho en mi vida. Una de nuestras
fronteras de Sección se encontraba a escasos dos kilómetros de
donde nos congregábamos (un error de cálculo y división de los
primeros runners del que todo el mundo se quejaba pero que nadie
buscaba solucionar), de modo que llegué allí en escasos minutos,
cuando el sol comenzaba a despuntar tímidamente, con las pilas
recargadas tras una noche en la que había iluminado otra parte del
mundo más libre que la que ahora aparecía a sus pies.
Las puertas estaban
abiertas. Se notaba, desde luego, que iba a haber reunión de runners
y que no podíamos permitirnos dormir en los laureles. Cuando la
puerta estaba cerrada, era que había paso libre. Cuando estaba
abierta era cuando no podías traspasarla. Una manera curiosa de
encerrar a alguien: queriendo que el canario de canto bellísimo no
se escapara, le abrías la puerta de la jaula. Así, el animal
desconfiaría y se negaría a salir al sucio y malvado mundo
exterior, y tú quedarías como el bueno de la película, aquel
cuidador que no era para nada un carcelero.
Varios aprendices que
estaban cargando unas cajas en el vestíbulo se giraron en el momento
en que atravesaba la puerta, con el sol a la espalda, y proyectando
una sombra ardiente en el otro extremo del habitáculo; un triste
retrato mío apareció frente a mí, contemplándome con sorna.
Uno de los aprendices
abrió la boca mientras los demás me estudiaban con ojos igualmente
abiertos. Entre todos formaron un coro de O silenciosas que tenían
mucho que decir, pero pocas agallas para hacerlo.
Pasé a su lado
dirigiéndoles una mirada reprobatoria. No era de las que abusaban de
su poder de runner (me enorgullecía ser la mejor de mi sector, pero
sabía que si lo era era porque trabajaba, y no porque me tocara los
huevos alegando que mi gran talento me lo permitía), y sabía cómo
sentaba que alguien que no tenía cargo alguno pero aun así ea
superior a ti te dijera lo que tenías que hacer mientras lo hacías.
Nadie estaba ciego; todo el mundo podía hablar de lo que veía con
libertad y facilidad.
Una de las chicas,
terriblemente parecida al chico de la boca abierta, le estampó un
codazo al susodicho y negó con la cabeza, el ceño fruncido, en la
boca una mueca de desaprobación.
-Seguid con eso, chicos.
Lo estáis haciendo muy bien-dijo otra runner, pasando frente a mí y
contemplando la labor en la que tenía sumidos a los muchachos. Sí,
parecía que lo estaban haciendo bastante bien y que no la
necesitaban para nada. ¿Por qué no se dedicaba a otra cosa? Casi
estaban listos para que les iniciásemos en le arte de huir de la
policía y bailar entre sus balas.
Incliné la cabeza a
modo de saludo a la entrenadora (tenía mi edad, tal vez fuera un
poco más mayor, y recordaba que en un par de ocasiones me había
tocado colaborar con ella en las misiones, llevándole un maletín o
esperando que ella me lo trajera a mí) y me alejé de allí, después
de recibir una inclinación similar a modo de saludo idéntico. Frío
e impersonal. No la conocía lo suficiente como para preocuparme por
si le abrían la cabeza de un disparo con la intención de constatar
si el cerebro de los runners era, o no, diferente del del resto de la
población.
-¿Habéis visto cuando
ha entrado?-inquirió una voz masculina a mi espalda, una voz que
encajaba perfectamente con la cara con tendencia a desencajarse la
mandíbula en expresiones de sorpresa-. ¿Cómo la iluminaba el sol?
Parecía una diosa.
-Diosa o no, hoy hay
competición, chicos. Tenéis que terminar con esto; se necesita todo
para la subasta-replicó la entrenadora. Le habría dado una colleja
de haber sido una de las que me habían preparado a mí y me habían
encumbrado, pero no era su estilo, y yo lo comprendía. Seguramente
le hubiera entrenado el mismo gilipollas que me había entrenado a
mí, muy aficionado al castigo físico como recompensa por no llegar
lo bastante alto ni ser lo bastante rápido.
Sí, Puck era un hijo de
puta como entrenador como había habido pocos en toda la historia,
pero resultaba ser bueno y eficaz.
Lo cual no excusaba las
bofetadas porque sí que te daba en ocasiones, por el simple placer
de que parecían constatar quién mandaba allí y quién no. Y eso
que yo había sido las que menos habían sufrido a sus manos,
furiosas por no ser de los mejores y verse relegado a la calidad de
entrenador de aprendices cuando era joven y tenía el entrenamiento
aún reciente.
Recordé mientras subía
las escaleras la primera conversación que tuvimos de igual a igual.
Yo estaba tensa, temblando como un flan al estar apartada de los
demás con aquella bestia de mano suelta. Cuando te llevaban a un
lado para hablar contigo, las hostias se rifaban en una tómbola de
la cual poseías cada papeleta, sin excepción.
-Tu ascenso llegará
pronto-dijo en tono críptico. Yo alcé una ceja, temiendo moverme
demasiado y que lo interpretara como una ofensa o chulería por mi
parte. Era mucho más baja que ahora, y mi pelo era mucho más corto,
y mis ojos mucho menos crueles y mi cuerpo mucho menos fuerte.
Confiaba en que el entrenamiento me convirtiera en la máquina de
matar en la que finalmente me convertiría, y jamás se me pasó por
la cabeza que la mejor preparación era la acción auténtica.
-Tienes
potencial-musitó, estudiándome, y se encogió de hombros-.
Seguramente sepas que los mejores runners tienen vigilantes para
ellos solos, algo así como vigilantes personales, que son
intransferibles, y sin los cuales no corren. Jamás. Es una ventaja,
teniendo en cuenta que el vigilante y el runner necesitan mucha
confianza, ya que se llegan a conocer de una manera lo
suficientemente íntima como para hacer de una jungla infernal un
parque celestial.
-Los vigilantes no son
importantes, lo importante es el runner que corre por la pared. Él
es quien escapa-respondí mecánicamente, pues nos preparaban para
ser runners, para correr, no para contemplar la carrera de otros.
-Los vigilantes son tan
importantes como los runners. Son sus ojos por la espalda, sus oídos
en el silencio, su tacto en la inconsciencia. Son los que les
mantiene vivos-respondió-. Tú serás la mejor runner que haya dado
esta Sección, Cyntia. Y yo quiero ser el vigilante que cuide de tu
espalda.
Recordé la mirada
asustada que le dirigí. Recordé la satisfacción de su rostro
cuando fui la primera de mi promoción de principiantes y subí a
aquel escenario en el que todos corearon mi nuevo nombre al unísono,
como si estuviera ensayado: “¡Kat, Kat, Kat, Kat!”.
Jamás entendería por
qué estaba tan orgulloso de mí, si yo me había negado a ser de su
jurisdicción, a pertenecerle por completo. Tal vez fuese sólo una
prueba, pero Puck no era de los que ponían pruebas porque sí.
Puck era de los que no
movían un dedo hasta no haber calculado que dicho movimiento no
tendría consecuencias catastróficas.
No me había molestado
en absoluto cuando le escuché al otro lado del audífono en mi
primera misión. De hecho hasta me alegró tener una voz conocida,
mientras la suya propia, alejada en el tiempo, resonaba en mi cabeza.
“Los vigilantes son importantes, y la confianza entre el vigilante
y el runner resulta crucial”. Me alegró saber que tenía alguien
cuidando de mí a quien yo conocía, alguien por quien volver a casa,
alguien con quien hablar en las paradas de los ascensores, alguien
que supiera informarme de los detalles que me interesaban en lugar de
repetir la idea general que yo tenía.
Alguien cuya cara podría
recordar perfectamente si moría en la calle, bien estampada contra
el frío cemento, bien con la espalda rota por tropezar con alguna
barra y caer de espaldas en el borde de un contenedor metálico, o
bien con un tiro en el cuerpo, que entrase por delante o por detrás.
Era mi más secreto
consuelo, el de saber que, pasara lo que pasase, mi muerte tendría
un rostro al que odiar tanto tiempo como mi vida posterrenal me
permitiera.
En el fondo de mi
corazón, consideraba a Puck el rostro del único dios auténtico,
aquel dios con forma femenina y nombre femenino, a quien todo el
mundo relegaba a un segundo plano para venerar a otros dioses que ni
estaban, ni se les esperaban.
Todo el mundo necesitaba
una cara para la muerte, la única cosa segura si estabas vivo.
Sacudí la cabeza,
alejando aquellos pensamientos teológicos de mí, y me encaminé al
comedor, en el que seguramente estuvieran recogiendo la cena del día
anterior y colocando el desayuno. Podías cenar si te daba la gana a
las 5 de la madrugada, siempre y cuando, eso sí, lo pidieras por
favor y tuvieras una excusa. Si eras un vago que no se había
levantado de la cama de una siesta que se había alargado hasta la
noche, era tu problema, no el
de las cocineras.
Me
acerqué a la barra y me serví yo misma un filete mientras dos
cocineras me miraban y cuchicheaban entre sí. Sus hombros estaban
desnudos: nunca habían sido runners, y eran demasiado viejas para
serlo. Eran civiles de los que cuidábamos, los que habíamos acogido
en nuestra base y ayudado durante el corte de luz.
Y,
con todo, la mayoría eran unos gilipollas pretenciosos que nos veían
más como bestias roba niños para convertirlos en minas humanas que
como sus salvadores y conversores de criaturas inofensivas en seres
capaces de cuidar de sí mismos y de sus familias.
Tanta
mirada me cabreó.
-Sabía
que mi belleza era deslumbrante, pero jamás pensé que lo fuera lo
suficiente como para volver lesbianas a dos mujeres hechas y
derechas.
Enrojecieron
de pura rabia, deseando seguramente clavarme tenedores en los ojos,
los pechos y, ¿por qué no?, también en lo que me hacía una mujer.
De
la que me alejaba de las cotorras con delirios de asesinato, pude
distinguir entre la multitud casi inexistente una cabeza de pelo azul
y morado. Me acerqué a ella. Raspberry alzó los ojos azules,
contemplándome con exasperación.
-¿No
podías dormir, gatita?-se burló, señalando mi rostro, que
seguramente dos ojeras habían colonizado y declarado territorio
propio y único.
-He
estado trabajando. Adelantando lo atrasado. ¿Y tú?-inquirí,
sentándome frente a ella y cerrando las manos en puños, deseosa de
partirle la cara por ser tan irrespetuosa. En el fondo me caía bien,
pero, claro, para llegar a esa parte primero había que cavar mucho.
-Llevo
con insomnio desde que sé lo de la subasta. ¿No te da vértigo?
Negué
con la cabeza, dando un par de sorbos de la pequeña botella de
plástico que había cogido. Alcé los hombros.
-¿Es
tu primera subasta?
-Si
consigo una misión, será la primera en la que no hago un ridículo
espantoso.
-¿Te
suele tocar con la misma gente?
-En
ocasiones.
-¿Quién
está en tu grupo?
-Muchos
machitos llenos de esteroides. Uno de ellos te resultará
familiar-gruñó, metiéndose con fiereza varias patatas fritas en la
boca, esperando que la invitara a hablar. Lo hice.
-Knight.
-En
realidad, es Wolf. Pero te has acercado bastante, joder. Sí-musitó,
y soltó una risita-. Jamás podré competir contra ellos.
-Yo
no soy la más fuerte de mi sector, y dudo que sea la más rápida.
Lo que pasa es que...
-Los
hay con talento y los hay que nos teñimos el pelo para que nos
distingan-ironizó, alzando una ceja.
-...
sé cuál es mi punto fuerte, y lo aprovecho al máximo. Tú deberías
hacer lo mismo.
Tragó
sus patatas y me encañonó con un tenedor extremadamente peligroso.
-Deberías
ser consejera de los demás. En serio. Toda la Base está histérica
por la subasta, y tú te vas de paseos nocturnos cuando se supone que
debes descansar, aprovechando que puede que no vuelvas a hacerlo en
una gran temporada.
-Siempre
he sido un culo inquieto; no veo por qué debería dejar de serlo
ahora.
Sus
cejas volvieron a alzarse, yendo en dirección contraria al resto de
su cabeza. No abrió más la boca, a excepción de contestaciones
monosilábicas que me dio mientras yo trataba de no sentirme tan
sola.
-¿Sabes
por qué son?
Sus
ojos se iluminaron, mostrando una ilusión que se reduciría a añicos
en cuanto comenzara la subasta, el momento más duro para muchos
runners. Pocas cosas se comparaban a enfrentarte a gente con tus
mismas habilidades, que trabajaba contigo y conocía tu modus
operandi. La policía era una
gilipollez comparada con tus compañeros.
-Casi
todo son cosas contra los ángeles, ya sabes, lo de siempre... la
gran novedad es el premio especial, ese con el que se irán a casa
los machos de turno-se inclinó hacia mí. Me tenía en ascuas,
odiaba admitirlo. Me incliné hacia ella-. Una escalada al
Cristal-reveló, abriendo mucho los ojos.
El
Cristal. El símbolo del poder del Gobierno. El ojo vigilante
superior a todo lo demás, desde el que todo se veía. En el Cristal
se albergaban los centros neurálgicos de la seguridad de toda la
ciudad. Decían que allí había servidores del tamaño de tráilers
que controlaban hasta la más recóndita cámara de seguridad.
Estaba
bien custodiado; en su mejor época, hasta diez ángeles habían sido
capaces de saltar desde aquel mastodonte, que se alzaba cual cuchillo
tratando de despedazar el cielo. En los días de más calor, los
saltos de aquellos seres majestuosos se veían a varios kilómetros
de distancia, pues sus plumas reflejaban el brillo del sol, reflejado
a su vez en las paredes del Cristal. Parecían meteoritos que tenían
control sobre sus movimientos.
Entrar
en el Cristal sería un privilegio que pocos tendrían, un sueño con
el que todos soñábamos. En el fondo, todo runner que se preciara
deseaba desesperadamente escalar lo inescalable, acceder a la azotea
de las azoteas, el techo del mundo, y contemplar la ciudad desde una
perspectiva de la que nadie cuya única opción de movimiento fuera
la de caminar había disfrutado jamás.
Así que a eso se
reducía todo: a ganar la subasta, y acceder al techo del mundo.
Herir al Gobierno. Destrozar la casa de los ángeles. Escapar de las
garras de las cámaras por un momento, pues la altura del Cristal era
tal que nadie había pensado en la posibilidad de una llegada
inesperada a la azotea. Seguramente fuese así, pero me moría de
curiosidad por conocer un lugar no gobernado por runners en el que no
estuvieras siendo vigilado y cada movimiento tuyo se registrara en un
ordenador gigante.
-¿Para hacer
qué?-murmuré sin aliento. Sus facciones se entristecieron, y me dio
mucha pena. Las vistas desde allá arriba debían de ser gloriosas.
Taylor había subido una vez, y hubiera hecho fotos de haber tenido
tiempo. No lo logró, un helicóptero se acercaba y tuvo que salir
huyendo. No podía defenderse él solo contra una máquina asesina.
Sin embargo, a pesar de que nadie tenía fotografías y el acceso a
las mentes era restringido sólo a los que cuidaban de nosotros en
los simuladores, los pocos que habían estado en la cima y habían
tocado el cielo con los dedos aseguraban que aquello merecía la
pena... especialmente de noche, cuando la ciudad se engalanaba y
ofrecía una belleza inimaginable e inigualable.
Taylor no podía
describírmela: él había subido de día. Pero me había prometido
que yo vería lo que había visto él.
Lo doloroso del asunto
era que nadie podía prometerle eso a Blueberry. Ni siquiera yo. Para
empezar, debía ganar la competición, cosa que se me antojaba harto
difícil. Debía machacar uno por uno a todos los componentes de la
élite de mi Sección en todas las pruebas, y yo no era la más
fuerte ni la más rápida. Perdería algunas, ganaría otras... todo
dependiendo de la importancia que se le dieran a algunas.
-Nadie lo sabe, pero,
¿qué más da? Es el Cristal. Subir allá arriba merece todo.
Incluso la muerte.
Me quedé pensativa,
viendo mil y una imágenes del edificio que controlaba la ciudad. Era
el centro de referencia para todo ciudadano, libre o esclavo: “si
te pierdes, mira hacia el Cristal”. Los niños nacían
prácticamente sabiendo llegar al Cristal desde su casa, los ciegos
tenían contados los pasos, las madres buscaban a sus hijos en aquel
lugar, los hombres lo estudiaban cuando tenían un descanso en sus
duros trabajos de construcción de una ciudad en la que el límite de
altura lo marcaba aquel Dios encarnado en acero.
Incluso nosotros nos
fijábamos en él para calcular las distancias. El Cristal era
siempre la referencia, gracias a él sabías en qué dirección
habrías de ir.
Era la Meca, y nosotros
éramos creyentes. Una vez en la vida había que ascenderlo.
Fueras como fueras.
Otra cosa sería
bajarlo. Ahí era donde se decidía si eras o no un buen runner y si
merecías la pena.
-Espero que el que suba
consiga las fotografías del Edén-murmuré, contemplando la comida
restante de mi plato. Eran los supervivientes de una guerra sin
cuartel, desequilibrada, en la que se había enfrentado un bando con
cabezas nucleares a otro que luchaba con palos y piedras. No era
justo. Nada en la vida lo era, en realidad.
-Tengo que ganar, Kat.
Necesito subir. Necesito verlo con mis propios ojos.
-Y yo necesito unas
vacaciones-me cachondeé, y nos echamos a reír. Ella negó con la
cabeza; no me había fijado en lo bonita que era su sonrisa. Solía
pasar: las cosas que más se ocultan suelen ser las más bonitas. De
ahí que las vistas desde la cima del mundo tuvieran que ser
espectaculares.
-No, Kat, esto es
diferente. Daría todo por estar allá arriba cinco minutos-sus ojos
se alzaron, escalaron lo que ella no había escalado nunca, como los
ojos de todos los ciudadanos en cualquier momento de su vida.
Soñaban. Tenían alas. Eran veloces. Volaban... como ángeles.
Me dolía el pecho.
-Daría mi vida... hasta
mi libertad.
La contemplé pasmada.
Blueberry ya no estaba allí. Se había convertido en la muchacha que
había sido antes de entrar en nuestra sociedad y dejarlo todo atrás.
Los sueños se mantenían, tuvieras el nombre que tuvieras.
-Algún día te llevaré
ahí arriba. Y serás mi esclava. Para siempre. Lo prometo.
Sus ojos cayeron en
picado, convertidos en los meteoritos que se controlaban a sí
mismos, y se clavaron en mí.
-No me gustaría ser la
esclava de una gilipollas... pero creo que podría hacer una
excepción.
It's just a metaphor.
It's a metaphor, you see? You put the thing that does the killing between your teeth, but you don't give it the power to kill you. A metaphor.
viernes, 11 de abril de 2014
Hamburguesa.
Si lo prefieres, puedes leer este capítulo en Wattpad haciendo clic aquí.
Eri, como siempre hacía, se durmió a mitad de la película. Y Louis, como siempre hacía, acababa de verla por ella, temiendo moverse y despertarla, pues cuando se acurrucaba contra su pecho y suspiraba llena de placer y amor, él se sentía realmente útil.
Eri, como siempre hacía, se durmió a mitad de la película. Y Louis, como siempre hacía, acababa de verla por ella, temiendo moverse y despertarla, pues cuando se acurrucaba contra su pecho y suspiraba llena de placer y amor, él se sentía realmente útil.
Consideraba
que había nacido para abrazarla cuando se durmiera, más de lo que
había pensado jamás en su talento, en haber nacido para cantar, ser
famoso, cambiar vidas, enamorar a gente sin que él se involucrara...
realmente todo aquello carecía de importancia cuando Eri se acercaba
a él, sonreía con timidez y apoyaba la cabeza en su pecho. Él le
acariciaba el pelo hasta que se quedaba dormida, en parte acunada por
el movimiento vertical que hacía al respirar, en parte por las
caricias, en parte por el cansancio del día, que pasaba factura a
final de mes, cuando más doloroso era todo y más cuesta arriba se
hacían las cosas.
Louis y Eri se
alegraban de tener suerte y no tener que preocuparse por el dinero,
pero la verdad era que en el fondo de sus corazones, y de las noches
en vela en la que uno no podía dormir y el otro luchaba por
compartir el insomnio, habían hablado cientos, casi miles de veces,
sobre aquello. Les encantaría luchar por las cosas que querían a
medida que les iban apeteciendo, no sólo haber luchado como fieras
en el pasado, dando más de lo que cualquier mortal había hecho
hasta el momento, sino disfrutando de cada sensación como si fuese
única e irrepetible.
Hubieran querido
luchar para pagar la hipoteca.
Hubieran querido
ahorrar para permitirse algún capricho.
Hubieran querido
planear con antelación los viajes con tal de ahorrar aunque fueran
unos céntimos.
Hubieran querido
decirles a sus hijos que debían administrarse mejor sus pagas,
porque ellos no les iban a dar dinero ya que “no eran millonarios”
y el dinero no les sobraba.
Hubieran querido
ser normales, sólo para sentir algo que llevaba olvidado casi
décadas, escondido en lo más profundo de un cajón, enterrado bajo
varias toneladas de tierra.
Y aquel momento de
pequeña intimidad en la que se volvían como los demás, y las
distinciones de trabajo, dinero, y clase desaparecían era uno de los
preferidos por Louis Tomlinson, aquél que se había hecho un hueco a
codazo limpio entre la sociedad inglesa, que había calado hondo en
los corazones por méritos propios y compartía momentos inolvidables
que la gente no se podía imaginar con cuatro personas con quien se
sentía más conectado que a la propia tierra, su sostén.
Y luego estaba la
compañía de ese momento, que lo hacía todo más especial. Hacía
que todo mereciera la pena, que despertarse por la mañana fuera una
pequeña aventura, preguntándose si Eri realmente estaría allí, a
su lado, o si por el contrario ya habría bajado silenciosamente a
preparar el desayuno de los niños. Tocaba ir a trabajar, y las cosas
se repetían: misma demora en la puerta, mismas carantoñas, mismo
sentimiento vestido de diferentes palabras, mismos besos, mismos “te
echaré de menos” y “te llamaré al recreo” como contestación.
Mucha gente se reía
de lo mucho que se necesitaban el uno al otro, pero a ellos poco les
importaba que lo que sintieran llegase a rozar y bailar con la
obsesión, con tanta pasión que amor y obsesión llegaban a
confundirse y uno no sabía muy bien cuál de los dos dominaba; pero
era como se sentían, lo que les hacía felices. Eran bien y mal,
oscuridad y luz, día y noche, estrellas y luna, música y silencio;
en cuanto uno faltaba, el otro desaparecía la perder su sentido.
Eran tan preciados
aquellos momentos en los que sentía cómo a través de ella se
conectaba al universo, que no renunciaba fácilmente a pequeños
placeres como dejar que se durmiera sobre él arroparla cuando veía
que se acurrucaba sobre sí misma, levantarse despacio para no
despertarla, o...
… no despertarla
después de una noche dura.
Cuando sonó el
despertador, todo estaba en calma. Las persianas con dos rendijas por
encima para que la luz pasara (tal y como le gustaba a ella), la
televisión con la pequeña lucecita roja que indicaba que estaba a
la espera, los móviles en las mesillas de noche, las lámparas
descansando a la espera de cumplir sus funciones vitales...
Eri se revolvió en
la almohada,con la cara pegada a ella como si de las mitades de una
hoja unidas al nervio principal, que las separaba pero a la vez no
permitía que se perdieran la una a la otra.
Abrió los ojos
concentrando la poca fuerza que quedaba en su ser aquella mañana y
miró a Louis, que se había incorporado y la contemplaba con una
sonrisa en los labios. Ella sonrió automáticamente, sin saber muy
bien qué hacía, simplemente sintiendo que debía recompensar como
podía al universo por aquel regalo desmerecido que no recordaba
haberle dado.
-Hola-susurró él,
acariciándole la espalda. Sintió como el cuerpo de ella se erguía
para seguir la trayectoria de su mano. Eri retorció las manos en el
aire, bostezó, bufó y se giró para contemplarlo mejor.
-Hola.
Un pequeño
silencio en el que Louis la miraba desperezarse a su manera. Sabía
qué iba a hacer, lo había sabido desde que se despertó diez
minutos antes de que sonara el despertador, pero no había sabido
cómo proceder. Simplemente estaba esperando una inspiración que
tardaba en llegar.
-Ahora me levanto.
-No, hoy me encargo
yo de los críos.
Eri pegó la cara a
la almohada y bramó algo incomprensible. Volvió a girarse para
contemplarlo, desmelenándose aún más.
-No, hoy es un día
en el que puedes descansar...-empezó a protestar, haciendo amago de
levantarse y enredándose aún más con las sábanas. Parecía una
oruga luchando por fabricar el capullo que la convertiría en una
hermosa mariposa.
-Aplícate el
cuento, nena-dijo él, bajando su mano más allá de la espalda y
besándola en la nuca. Eri trató de agarrarlo, pero no lo logró, y
su mano, cuyo único punto de apoyo se encontraba en el codo, se vio
vencida por la gravedad y cayó sobre el colchón con un ruido sordo.
-Es
injusto-susurró, aunque no se lo parecía. Él se rió entre dientes
y se puso una camiseta decente.
Bajó rápidamente
a preparar el desayuno de todos los de la casa, molesto porque sabía
de antemano que le llevaría mucho más tiempo que a su mujer, a
pesar de que ella ese día no estaría para muchos trotes.
Cuando hubo
preparado todo, sólo diez minutos antes de que sus hijos salieran
corriendo en dirección al colegio, se armó de valor para ir a
despertar a los más pequeños de la casa.
En su carrera
infernal se encontró con Eleanor, que bajaba con el pelo alborotado
y los pantalones cortos con los que dormía. Al calor que manaba de
su cuerpo le importaba bien poco la temperatura exterior, la época
del año, el momento del día, y el lugar en el que vivían.
Simplemente no podía dormir con pantalones que le llegaran a la
rodilla, al menos no desde que se convirtió en una de las muchachas
más populares de su instituto.
Ella le dirigió
una mirada confusa, no acostumbrada que su padre estuviera allí, en
pijama, en lugar de estar metido en la ducha con varios litros de
café corriéndole por el cuerpo. Movió la mano con la que sostenía
su móvil y frunció el ceño, mirando al vacío.
-¿Papá? ¿Qué
haces así?
-No tengo clase
hasta tercera hora.
Ella alzó las
cejas, sorprendida, haciendo que su padre se sorprendiera también
por el increíble parecido físico que tenía con su madre cada vez
que hacía eso (sus ojos eran idénticos, parecía que le habían
arrancado la franja entre las mejillas y las cejas a Eri y la habían
colocado directamente en el rostro de la hija de ambos).
-¿Y mamá?
-Tu madre está
durmiendo.
Ella se limitó a
asentir con la cabeza, se metió en la cocina y suspiró al ver qué
le deparaba el día. Su desayuno era el de siempre, y ella lo
afrontaba con la actitud de siempre. Atrapada en una sociedad a la
que le importaba más su peso y su talla de pantalones que el de su
corazón, no podía por más que tener respeto venerable por la
comida, respeto rayano casi en el temor.
Tommy se estaba
arrastrando fuera de la cama cuando Louis alcanzó el piso de arriba.
Dio varios golpes en la puerta, la abrió, y le gritó varios
improperios a su hijo, que hacía lo posible por levantar su cuerpo,
casi gelatinoso, de la alfombra que lo atraía con un celo excesivo
para un objeto inanimado. Tommy abrió los ojos y la boca, confuso,
sin poder enfocar bien la mirada.
-Aún es temprano.
-Vístete o te juro
por dios que te mando a clase en calzoncillos-ladró Louis,
largándose de la puerta y corriendo a la habitación de los más
pequeños.
Astrid todavía
disfrutaba de un apacible sueño, dueña única y absoluta de
este,con excepción de su propia madre, que dormía tapada hasta las
cejas, temiendo tener frío cuando no lo hacía en absoluto. Daniel,
sin embargo, se había despertado con la alarma casi silenciosa de su
hermana mayor, y esperaba con impaciencia que alguien viniera a darle
un beso de buenos días y le ayudara a salir de la cama; no porque no
pudiera, sino porque le parecía un acto de amor paterno al que no
había que renunciar bajo ningún concepto.
Tamborileó con los
dedos en la manta al ver cómo el pomo de la puerta se giraba,
mostrando impaciencia. Sonrió extrañado al ver a su padre cruzar la
puerta, pero no le dio demasiada importancia. De hecho, le gustó la
variación. Los cambios en la rutina le parecían interesantes.
-Hola, campeón-le
sonrió Louis, besándole la frente. Daniel sonrió, se frotó los
ojos y contempló a su padre-. ¿Has dormido bien?
Daniel asintió,
todavía sin voz, y se destapó como pudo. Louis le revolvió el pelo
y luego pasó a ver a su hija más pequeña, el ojito derecho de
todos precisamente por eso de ser la más joven, la más inocente, y
la de alma más pura, todavía incorrupta.
Astrid abrió
lentamente los ojos en cuanto Louis tocó la cama, y se apoyó a
ambos lados de la pequeña. Le besó la punta de la nariz y luego la
frente. Astrid se estiró involuntariamente, frunció el ceño sin
reconocer primero a su progenitor, y luego esbozó una amplia
sonrisa.
-Papi.
-Hola, mi vida.
¿Cómo estás?
-Bien-baló. Louis
le quitó la manta, la cogió en brazos y la sentó en la cama. Como
aún no llegaba al suelo, se encargó de ponerle las zapatillas,
mimando a la niña en exceso, pues le recordaba a sus propias
hermanas (sobre todo a las gemelas, por las que profesaba un especial
cariño al ser tan jóvenes cuando el saltó a la fama que nunca
habían comprendido realmente la importancia de la figura de su
hermano), y la tomó de la mano. Con la mano libre cogió a Dan, que
no protestó, y los condujo a la cocina. Les hizo desayunar
rápidamente, luego les apuró para que se vistieran, y los llevó al
colegio.
Cuando volvió,
estaba haciéndose tarde. Las horas se arrastraban lentamente por el
mundo, tirando de las agujas de los relojes. Decidió subir a ver
cómo estaba Eri; con un poco de suerte, podría tener la recompensa
que ella le había prometido por la mañana.
Le apetecía
muchísimo echar un buen polvo.
Y estaba de humor
para ello.
Aunque, claro, lo
mejor para mejorar el mal humor era un buen polvo. Un buen polvo era
la solución a cualquier problema.
No pudo evitar, por
tanto, desilusionarse cuando vio que su mujer seguía durmiendo como
un tronco, respirando profundamente. Dormía boca abajo, como solía
hacerlo cuando estaba muy cansada, a pesar de que eso solía
provocarle dolor de espalda. Louis se sentó en la cama y le acarició
la cabeza, tan suavemente que ella ni siquiera lo notó. No se movió,
siguió alzando y bajando la espalda con movimientos acompasados,
rítmicos como pocos había en el mundo, y...
… Louis no pudo
evitarlo, necesitó romper el silencio, porque creía que si en ese
momento no compartía lo que sentía, la magia de aquel instante, que
lo hacía brillar por encima de los demás, se esfumaría,
rompiéndose en una cadena tan frágil que destrozaría toda la
mañana, que había empezado mejor de lo que solían hacerlo las
mañanas de entre semana.
-Me has hechizado
bien, nena-dijo, sobresaltándose a sí mismo con el sonido de su voz
partiendo el silencio cual cuchillo, perfectamente afilado- No sé lo
que me has hecho, pero... espero que no dejes de hacerlo jamás.
Pensaba en todo lo
que habían vivido juntos, en sus hijos, en las noches de revolcones,
en los malos momentos, en los buenos... en todo lo que hacía que la
vida mereciera la pena.
Le apetecía tanto
vivir la vida que estaba viviendo con ella que era capaz de echar de
menos cosas que no habían sucedido nunca, cosas que no necesitaba,
cosas que podrían existir si las pidiera... si las necesitara. Eri
se las daría, pero sentía que ella le había dado tanto a cambio de
algo que era evidente (esto es, quererla), que se creía un
estafador.
Después de
sincerarse y de escuchar cómo las palabras flotaban en el silencio,
mezclándose con él hasta mimetizarse por completo, tuvo que esperar
un ratito más para que sus ojos se dieran por satisfechos. Eri con
el pelo alborotado, tendida en la cama, toda retorcida y con la boca
entreabierta no estaba en su mejor momento, y mataría a quien osara
hacerle una fotografía... sin embargo, para Louis, aquella visión
era más preciosa que el oro. Hacía las cosas más reales, y hacía
que las luchas merecieran la pena.
Una vez se dio por
satisfecho, después de que el reloj implosionara cada segundo,
tratando de recordarle que había que volver a la Tierra, se alejó
de la cama en el más absoluto de los silencios, llevándose la ropa
consigo. Bajó a la cocina, se tomó una taza de café con un par de
galletas (aunque rara vez tomaba dulce por la mañana, había acabado
acostumbrándose y extrañando la sequedad en la boca producida por
el azúcar de lo que ingería) y se cambió de ropa allí mismo. No
había querido hacerlo en la habitación por temor a despertar a su
mujer.
Pero cuando fue al
salón y encendió la tele, armado esta vez con un bol de cereales
bañados en leche, no se percató de los ligeros pasos que iban
escaleras abajo.
Eri le pasó los
brazos por el pecho y le besó los hombros; fue subiendo por el
cuello hasta la oreja, y luego avanzó hasta las mejillas de Louis,
para acabar finalmente en sus labios, colmados con una sonrisa.
-Buenos días,
princesa.
-He soñado toda la
noche contigo-dijo ella. Él iba a contestarle, pero luego, con
valentía, ella cambió a su propio idioma, confiando en que él
consiguiera seguirla-. Íbamos al cine y tú llevabas ese vestido
rosa que me gusta tanto. Sólo pienso en ti, princesa, pienso siempre
en ti, y ahora... ¡Momento gángster!-bramó, con una energía
irreconocible en ella. Dio un brinco hacia atrás y empezó a hacer
movimientos de rapero profesional, estirando el brazo, poniendo gesto
enfadado y meneando todo el cuerpo al ritmo de una música que sólo
él podía oír.
-¡Estás mal de la
cabeza!-gritó Louis, tapándose las carcajadas con la mano,
enfadando a Eri.
Ella se encogió de
hombros, pasó las piernas por encima del sofá y cayó en el regazo
de su marido, que todavía no podía contener la risa. Le apartó la
mano, diciendo en español que quería ver cómo se reía y le
observó totalmente embobada.
-Estas cosas no le
pasan a gente de Avilés.
-¿Dejarás de
decir eso de Niall?
-Algún día.
-¿Cuándo será
ese día?
La sonrisa de Louis
no se había ido aún. Eri frunció el ceño y se golpeó
rítmicamente la barbilla con la punta del dedo índice, pensativa,
con la mirada ausente, leyendo en el aire letras invisibles.
-Anteayer.
-No vale-obtuvo
como respuesta y, cuando iba a protestar, se vio sorprendida por los
besos devueltos. Se tumbó en el sofá y dejó que él la besara,
disfrutando de aquel oasis de intimidad.
-Louis.
-Mm.
-No me
malinterpretes. Quiero mucho a los niños, pero...
Louis levantó la
mirada, los labios pegados al vientre de Eri.
-... pero echas de
menos follar en el sofá-espetó en un segundo, sin pudor alguno.
Ella se echó a reír, y lo hizo con más ferocidad cuando él le
mordisqueó el vientre, haciéndole cosquillas.
-Exactamente-susurró
ella.
Louis formó un
pequeño individuo con sus dedos, tan minúsculo que sólo poseía
piernas, y este pequeño invitado comenzó a pasearse por el cuerpo
de su chica, disfrutando del paisaje.
-Podríamos...-se
ofreció.
-¿Te sacrificas?
-¿Qué remedio me
queda?
Eri volvió a
reírse; pero esta vez sus carcajadas se cortaron enseguida. Louis la
dejó tranquila.
-¿Qué me dices,
nena?
-Llegarías tarde.
Él se llevó una
mano al pecho.
-¡Es la segunda
vez que me rechazas en menos de 24 horas! ¡Todo esto le duele a mi
orgullo masculino!
-Dentro de poco
tendrías que irte, y sabes cómo me pongo de posesiva cuando...
-... follamos.
-Nadie dijo nada de
terminar las frases del otro en la iglesia-replicó Eri.
-Nadie dijo nada de
que te terminarías volviendo tímida.
-No me he vuelto
tímida.
-Sí.
-No. Sería
hipócrita si lo fuera.
-¡Oh! ¡Doña “oye
yo no creo en Dios pero acepto casarme por la iglesia porque es todo
mucho más bonito, así que viva Jesús nuestro señor, amén” no
es hipócrita!
Eri le golpeó el
brazo con la palma de la mano.
-Eso era diferente.
-¿Vamos a echar un
polvo o no?-inquirió Louis, apoyando su cabeza en el hombro de Eri y
haciendo pucheros.
Ella entrecerró
los ojos.
-Llegarías
tarde-repitió.
-Te sorprendería
lo rápido que puedo llegar a ser-la retó él, acercándose a ella,
con la competitividad manando de sus poros. Eri le puso una mano en
el pecho, guardando las distancias. No sólo la estaba retando y
estaba compitiendo con ella; también la estaba seduciendo,
consciente o inconscientemente. Puede que ni siquiera supiera de
aquel poder de convicción que Louis tenía sobre la española, pero
ésta lo dudaba; sospechaba, más bien, que el inglés sabía
perfectamente el efecto causado en la extranjera, y se aprovechaba de
ello con la misma naturalidad con que respiraba.
-No-murmuró ella,
zalamera.
Louis frunció el
ceño.
-¿No qué? ¿Ya lo
hemos hecho rápido más veces?
-Que no vamos a
follar a estas horas de la mañana, Louis.
-Con casi las 9 y
media-espetó él-, y normalmente te levantas a las 7. Como muy
tarde.
Ella se frotó los
ojos.
-Tengo un retraso.
-Eso ya lo sabía.
-Gilipollas, no. Un
retraso de los otros.
Louis sintió como
el color huía de su rostro.
-No me jodas, Eri.
¿Va en serio?
-No-espetó ella, y
se echó a reír como una condenada. Se dobló sobre sí misma,
vomitando las risas, se retorció en el sofá mientras Louis
simplemente la miraba.
-Te daría una
hostia si no fueras mujer.
-Te la suda que sea
una mujer.
-Vale; te daría
una hostia si no fueras mi mujer... y estuvieras desatendiendo
tus labores conyugales.
-Te lo compensaré.
-¿Cómo?
-Se me ocurrirá
algo. Otra cosa no, pero... imaginación... no me falta.
Sólo una de las
comisuras de la boca de Louis se alzó en una sonrisa media. Asintió
con la cabeza y se alejó de ella, que suspiró, entristecida.
-¿Cómo te lo voy
a compensar?
-Quiero un trío.
-Sin tríos.
-Pues permiso para
ponerte los cuernos.
-No me vas a poner
los cuernos con cualquier putilla con la que te encuentres.
-Ya la tengo
elegida.
Eri agarró un
cojín y se lo estampó en la cara a Louis. Él dio un respingo.
-¡Estoy de broma,
joder! ¡De BROMA!
-¿Qué quieres,
Louis?-gruñó ella, cortante.
-Quiero sexo,
porque en esta casa me tienen muy desatendido. Si no me lo dan aquí,
me lo darán afuera.
-¿Estás seguro de
que prefieres una hamburguesa de restaurante de comida rápida sobre
un delicioso bistec que te está esperando en casa?
-¿Quién cojones
no prefiere una hamburguesa sobre cualquier cosa?
-Tú hoy tienes
ganas de camorra, ¿eh?-bufó ella, incorporándose, negando con la
cabeza y haciéndose una cola de caballo. Su camiseta se subió,
exhibiendo al mundo y a todo aquel dispuesto a contemplar sus caderas
la pequeña inicial del dueño de aquel cuerpo bien cuidado.
-No. Tengo ganas
de...
-¡No! ¡Lo!
¡Digas!
Louis se levantó,
sonriéndose a sí mismo, se acercó a ella, la agarró por las
caderas y tiró de su pijama.
-Sexo.
-Me cago en
Dios-replicó la mujer.
Louis sonrió y
tiró de ella. Le pasó una mano por el pelo, deshaciéndole el
apresurado moño que Eri se había esmerado en hacerse mientras
bajaba las escaleras, y del que poco quedaba ya. Su mujer le pasó
las manos por detrás de la cabeza, posándolas en el cuello y
acariciándole la nuca, tan despacio como sabía, como solía hacer
siempre que quería, simplemente, volverlo loco. Louis la empujó
suavemente sobre el sofá sin apartar la boca de la suya; sentía sus
pechos contra su torso, y sentía como todo su ser se concentraba en
ese pequeño punto de contacto.
Las caderas de ella
se pegaron sensualmente a las de él. Se alzaron varias cejas; hubo
preguntas en silencio, como siempre había a pesar de la confianza.
Había que asegurarse, y él se aseguraba, siempre lo hacía. No
recordaba ni una sola vez en que no hubiera hecho aquello sin que
ella hubiera querido. Ella, sí; pero guardaba un recuerdo tan
placentero como peligroso; no podía esperar a que aquello se
repitiera, pero tampoco podía pedírselo a él, porque perdería la
magia y la importancia.
Por primera vez,
Louis se percató de la longitud de piel al descubierto que iba
luciendo Erika. Se mordió el labio inferior en una sonrisa que luchó
por no nacer, pero fracasó en el intento.
-Tu
piel...-murmuró, adorando aquella palabra tan pequeña, que sin
embargo abarcaba tanto. Ella enredó el dedo índice y lo desenredó
a conciencia, invitándole a acercarse, a alejarse del paraíso y
pecar, y, sobre todo, a disfrutar del proceso.
-Tengo frío-dijo
en su oído, soplando y mordiéndole el lóbulo de la oreja.
Louis no pudo
soportarlo más. La desnudó y la poseyó sin tan siquiera darle
tiempo a dejarla terminar de desvestirle. Se revolvieron en el sofá,
gimieron, arañaron, besaron, mordieron; hicieron todo lo que hacía
falta y mucho más, rememorando los buenos tiempos, los tiempos
viejos, los que nunca volvían por mucho que los echaras de menos,
porque la vida seguía caminando como un tren inexorable que se aleja
de la estación, y esta cada vez es más pequeña, y cada vez es más
difícil distinguir a los que estaban en ella, despidiéndose con la
mano, deseándote buena suerte...
Ahora tú eras el
maquinista y era cosa tuya ocuparte de tus asuntos. Tenías hijos, y
había que cuidarlos. Echarías de menos cosas, ¿quién no lo hacía?
Pero seguías siendo tú, seguías evolucionando, nunca madurando.
Él la obligó a
decir su nombre, ella se lo regaló al aire encantada, feliz de poder
compartir ese pequeño oasis de seducción. Cerró los ojos y se dejó
llevar, notando cómo él lo hacía también.
Se quedaron en el
sofá, él sobre ella, con los ojos cerrados; ella sirviéndole de
almohada y jugando con su pelo. Louis terminó abriendo los ojos y
clavó en Eri aquellos mares, en ocasiones helados, en ocasiones con
glaciares ardientes, que no dejaban de fascinarla ni un sólo
segundo.
Y pensar que ella
era la única dueña de todo aquello, que sólo le pertenecía a
ella, que ella era la afortunada de llamar a aquellos ojos hogar...
Louis le cogió la
palma de la mano y se la besó.
-¿Estás bien?
Ella asintió con
la cabeza, mirando al techo. Louis apenas veía más que su
mandíbula. En ocasiones, la nariz hacía una incursión suicida por
el horizonte, debido al vaivén de su pecho, que le recordaba al de
las olas cuando había tempestad mientras alzaban y bajaban el barco,
regalando varias visiones distintas de un mismo horizonte.
-Es curioso-comentó
ella, y él escuchó la sonrisa, más que la vio-, cómo te he dicho
que tengo frío y tú has terminado de desnudarme.
-Pero apuesto a que
te lo he quitado.
Eri asintió con la
cabeza.
-Ya lo creo, Tommo.
Como sólo tú sabes-respondió, incorporándose y besándolo. Le
abrazó, temblando por el contacto del aire frío inglés con su piel
española, no acostumbrada a temperaturas demasiado altas, pero que,
por nacimiento, no gustaba del frío. Louis le acarició la espalda
superficialmente pero bastante rápido, dándole parte del calor,
como si el que manaba de él no fuera suficiente.
-Estufa 24
horas-dijo, y ella se echó a reír. Le pasó las piernas por la
cintura y decidió que no quería moverse de allí ni en un millón
de años.
-No quiero que te
vayas a trabajar.
-¿Te crees que yo
quiero moverme de este sofá después de esto?-replicó él, riendo.
Eri buscó el hueco entre su cuello y su hombro, le besó allí y
apoyó la cabeza. Alzó los ojos para mirarlo.
-Lo echabas de
menos, ¿verdad?
Él se tumbó sobre
su espalda y alcanzó la chaqueta. La cubrió como pudo.
-Tal vez.
-Lo he notado-dijo
Eri. Ante la mirada inquisitiva de Louis, se limitó a encogerse de
hombros, haciendo que la chaqueta se deslizara seductoramente por su
brazo-. Soy mujer. Y soy la tuya. Y sigo siendo yo-murmuró a
modo de explicación. Louis asintió con la cabeza, distraído. Eran
tantas las veces en que se habían mirado y se habían imaginado
conversaciones que no distaban demasiado de las que habrían tenido
en ese momento, que había llegado a creer a pies juntillas en la
telepatía.
Por eso se
sorprendía cuando conseguía sorprenderla o engañarla. Las cosas
tienen mérito cuando convences a un desconocido de que eres algo
totalmente opuesto a lo que eres en realidad, pero cuando se trata de
la persona que más te conoce, incluso mejor que tú mismo, las cosas
cambian y toman un cariz casi trascendental.
-Echaba de menos
hacerlo en el sofá-admitió, medio a regañadientes, medio contento
porque le obligaran a hacer esta confesión.
-Yo también. Pero,
¿sabes dónde más?
-¿Dónde?
-En la mesa de
billar.
Louis la miró con
ojos como platos. Ella se echó a reír, se dejó caer sobre el sofá,
y se tapó como pudo.
Los dos echarían
de menos esa mañana cuando la rutina volviera a tirarles un jarro de
agua fría por encima.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)