viernes, 11 de abril de 2014

Hamburguesa.

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Eri, como siempre hacía, se durmió a mitad de la película. Y Louis, como siempre hacía, acababa de verla por ella, temiendo moverse y despertarla, pues cuando se acurrucaba contra su pecho y suspiraba llena de placer y amor, él se sentía realmente útil.
Consideraba que había nacido para abrazarla cuando se durmiera, más de lo que había pensado jamás en su talento, en haber nacido para cantar, ser famoso, cambiar vidas, enamorar a gente sin que él se involucrara... realmente todo aquello carecía de importancia cuando Eri se acercaba a él, sonreía con timidez y apoyaba la cabeza en su pecho. Él le acariciaba el pelo hasta que se quedaba dormida, en parte acunada por el movimiento vertical que hacía al respirar, en parte por las caricias, en parte por el cansancio del día, que pasaba factura a final de mes, cuando más doloroso era todo y más cuesta arriba se hacían las cosas.
Louis y Eri se alegraban de tener suerte y no tener que preocuparse por el dinero, pero la verdad era que en el fondo de sus corazones, y de las noches en vela en la que uno no podía dormir y el otro luchaba por compartir el insomnio, habían hablado cientos, casi miles de veces, sobre aquello. Les encantaría luchar por las cosas que querían a medida que les iban apeteciendo, no sólo haber luchado como fieras en el pasado, dando más de lo que cualquier mortal había hecho hasta el momento, sino disfrutando de cada sensación como si fuese única e irrepetible.
Hubieran querido luchar para pagar la hipoteca.
Hubieran querido ahorrar para permitirse algún capricho.
Hubieran querido planear con antelación los viajes con tal de ahorrar aunque fueran unos céntimos.
Hubieran querido decirles a sus hijos que debían administrarse mejor sus pagas, porque ellos no les iban a dar dinero ya que “no eran millonarios” y el dinero no les sobraba.
Hubieran querido ser normales, sólo para sentir algo que llevaba olvidado casi décadas, escondido en lo más profundo de un cajón, enterrado bajo varias toneladas de tierra.
Y aquel momento de pequeña intimidad en la que se volvían como los demás, y las distinciones de trabajo, dinero, y clase desaparecían era uno de los preferidos por Louis Tomlinson, aquél que se había hecho un hueco a codazo limpio entre la sociedad inglesa, que había calado hondo en los corazones por méritos propios y compartía momentos inolvidables que la gente no se podía imaginar con cuatro personas con quien se sentía más conectado que a la propia tierra, su sostén.
Y luego estaba la compañía de ese momento, que lo hacía todo más especial. Hacía que todo mereciera la pena, que despertarse por la mañana fuera una pequeña aventura, preguntándose si Eri realmente estaría allí, a su lado, o si por el contrario ya habría bajado silenciosamente a preparar el desayuno de los niños. Tocaba ir a trabajar, y las cosas se repetían: misma demora en la puerta, mismas carantoñas, mismo sentimiento vestido de diferentes palabras, mismos besos, mismos “te echaré de menos” y “te llamaré al recreo” como contestación.
Mucha gente se reía de lo mucho que se necesitaban el uno al otro, pero a ellos poco les importaba que lo que sintieran llegase a rozar y bailar con la obsesión, con tanta pasión que amor y obsesión llegaban a confundirse y uno no sabía muy bien cuál de los dos dominaba; pero era como se sentían, lo que les hacía felices. Eran bien y mal, oscuridad y luz, día y noche, estrellas y luna, música y silencio; en cuanto uno faltaba, el otro desaparecía la perder su sentido.
Eran tan preciados aquellos momentos en los que sentía cómo a través de ella se conectaba al universo, que no renunciaba fácilmente a pequeños placeres como dejar que se durmiera sobre él arroparla cuando veía que se acurrucaba sobre sí misma, levantarse despacio para no despertarla, o...
… no despertarla después de una noche dura.
Cuando sonó el despertador, todo estaba en calma. Las persianas con dos rendijas por encima para que la luz pasara (tal y como le gustaba a ella), la televisión con la pequeña lucecita roja que indicaba que estaba a la espera, los móviles en las mesillas de noche, las lámparas descansando a la espera de cumplir sus funciones vitales...
Eri se revolvió en la almohada,con la cara pegada a ella como si de las mitades de una hoja unidas al nervio principal, que las separaba pero a la vez no permitía que se perdieran la una a la otra.
Abrió los ojos concentrando la poca fuerza que quedaba en su ser aquella mañana y miró a Louis, que se había incorporado y la contemplaba con una sonrisa en los labios. Ella sonrió automáticamente, sin saber muy bien qué hacía, simplemente sintiendo que debía recompensar como podía al universo por aquel regalo desmerecido que no recordaba haberle dado.
-Hola-susurró él, acariciándole la espalda. Sintió como el cuerpo de ella se erguía para seguir la trayectoria de su mano. Eri retorció las manos en el aire, bostezó, bufó y se giró para contemplarlo mejor.
-Hola.
Un pequeño silencio en el que Louis la miraba desperezarse a su manera. Sabía qué iba a hacer, lo había sabido desde que se despertó diez minutos antes de que sonara el despertador, pero no había sabido cómo proceder. Simplemente estaba esperando una inspiración que tardaba en llegar.
-Ahora me levanto.
-No, hoy me encargo yo de los críos.
Eri pegó la cara a la almohada y bramó algo incomprensible. Volvió a girarse para contemplarlo, desmelenándose aún más.
-No, hoy es un día en el que puedes descansar...-empezó a protestar, haciendo amago de levantarse y enredándose aún más con las sábanas. Parecía una oruga luchando por fabricar el capullo que la convertiría en una hermosa mariposa.
-Aplícate el cuento, nena-dijo él, bajando su mano más allá de la espalda y besándola en la nuca. Eri trató de agarrarlo, pero no lo logró, y su mano, cuyo único punto de apoyo se encontraba en el codo, se vio vencida por la gravedad y cayó sobre el colchón con un ruido sordo.
-Es injusto-susurró, aunque no se lo parecía. Él se rió entre dientes y se puso una camiseta decente.
Bajó rápidamente a preparar el desayuno de todos los de la casa, molesto porque sabía de antemano que le llevaría mucho más tiempo que a su mujer, a pesar de que ella ese día no estaría para muchos trotes.
Cuando hubo preparado todo, sólo diez minutos antes de que sus hijos salieran corriendo en dirección al colegio, se armó de valor para ir a despertar a los más pequeños de la casa.
En su carrera infernal se encontró con Eleanor, que bajaba con el pelo alborotado y los pantalones cortos con los que dormía. Al calor que manaba de su cuerpo le importaba bien poco la temperatura exterior, la época del año, el momento del día, y el lugar en el que vivían. Simplemente no podía dormir con pantalones que le llegaran a la rodilla, al menos no desde que se convirtió en una de las muchachas más populares de su instituto.
Ella le dirigió una mirada confusa, no acostumbrada que su padre estuviera allí, en pijama, en lugar de estar metido en la ducha con varios litros de café corriéndole por el cuerpo. Movió la mano con la que sostenía su móvil y frunció el ceño, mirando al vacío.
-¿Papá? ¿Qué haces así?
-No tengo clase hasta tercera hora.
Ella alzó las cejas, sorprendida, haciendo que su padre se sorprendiera también por el increíble parecido físico que tenía con su madre cada vez que hacía eso (sus ojos eran idénticos, parecía que le habían arrancado la franja entre las mejillas y las cejas a Eri y la habían colocado directamente en el rostro de la hija de ambos).
-¿Y mamá?
-Tu madre está durmiendo.
Ella se limitó a asentir con la cabeza, se metió en la cocina y suspiró al ver qué le deparaba el día. Su desayuno era el de siempre, y ella lo afrontaba con la actitud de siempre. Atrapada en una sociedad a la que le importaba más su peso y su talla de pantalones que el de su corazón, no podía por más que tener respeto venerable por la comida, respeto rayano casi en el temor.
Tommy se estaba arrastrando fuera de la cama cuando Louis alcanzó el piso de arriba. Dio varios golpes en la puerta, la abrió, y le gritó varios improperios a su hijo, que hacía lo posible por levantar su cuerpo, casi gelatinoso, de la alfombra que lo atraía con un celo excesivo para un objeto inanimado. Tommy abrió los ojos y la boca, confuso, sin poder enfocar bien la mirada.
-Aún es temprano.
-Vístete o te juro por dios que te mando a clase en calzoncillos-ladró Louis, largándose de la puerta y corriendo a la habitación de los más pequeños.
Astrid todavía disfrutaba de un apacible sueño, dueña única y absoluta de este,con excepción de su propia madre, que dormía tapada hasta las cejas, temiendo tener frío cuando no lo hacía en absoluto. Daniel, sin embargo, se había despertado con la alarma casi silenciosa de su hermana mayor, y esperaba con impaciencia que alguien viniera a darle un beso de buenos días y le ayudara a salir de la cama; no porque no pudiera, sino porque le parecía un acto de amor paterno al que no había que renunciar bajo ningún concepto.
Tamborileó con los dedos en la manta al ver cómo el pomo de la puerta se giraba, mostrando impaciencia. Sonrió extrañado al ver a su padre cruzar la puerta, pero no le dio demasiada importancia. De hecho, le gustó la variación. Los cambios en la rutina le parecían interesantes.
-Hola, campeón-le sonrió Louis, besándole la frente. Daniel sonrió, se frotó los ojos y contempló a su padre-. ¿Has dormido bien?
Daniel asintió, todavía sin voz, y se destapó como pudo. Louis le revolvió el pelo y luego pasó a ver a su hija más pequeña, el ojito derecho de todos precisamente por eso de ser la más joven, la más inocente, y la de alma más pura, todavía incorrupta.
Astrid abrió lentamente los ojos en cuanto Louis tocó la cama, y se apoyó a ambos lados de la pequeña. Le besó la punta de la nariz y luego la frente. Astrid se estiró involuntariamente, frunció el ceño sin reconocer primero a su progenitor, y luego esbozó una amplia sonrisa.
-Papi.
-Hola, mi vida. ¿Cómo estás?
-Bien-baló. Louis le quitó la manta, la cogió en brazos y la sentó en la cama. Como aún no llegaba al suelo, se encargó de ponerle las zapatillas, mimando a la niña en exceso, pues le recordaba a sus propias hermanas (sobre todo a las gemelas, por las que profesaba un especial cariño al ser tan jóvenes cuando el saltó a la fama que nunca habían comprendido realmente la importancia de la figura de su hermano), y la tomó de la mano. Con la mano libre cogió a Dan, que no protestó, y los condujo a la cocina. Les hizo desayunar rápidamente, luego les apuró para que se vistieran, y los llevó al colegio.
Cuando volvió, estaba haciéndose tarde. Las horas se arrastraban lentamente por el mundo, tirando de las agujas de los relojes. Decidió subir a ver cómo estaba Eri; con un poco de suerte, podría tener la recompensa que ella le había prometido por la mañana.
Le apetecía muchísimo echar un buen polvo.
Y estaba de humor para ello.
Aunque, claro, lo mejor para mejorar el mal humor era un buen polvo. Un buen polvo era la solución a cualquier problema.
No pudo evitar, por tanto, desilusionarse cuando vio que su mujer seguía durmiendo como un tronco, respirando profundamente. Dormía boca abajo, como solía hacerlo cuando estaba muy cansada, a pesar de que eso solía provocarle dolor de espalda. Louis se sentó en la cama y le acarició la cabeza, tan suavemente que ella ni siquiera lo notó. No se movió, siguió alzando y bajando la espalda con movimientos acompasados, rítmicos como pocos había en el mundo, y...
… Louis no pudo evitarlo, necesitó romper el silencio, porque creía que si en ese momento no compartía lo que sentía, la magia de aquel instante, que lo hacía brillar por encima de los demás, se esfumaría, rompiéndose en una cadena tan frágil que destrozaría toda la mañana, que había empezado mejor de lo que solían hacerlo las mañanas de entre semana.
-Me has hechizado bien, nena-dijo, sobresaltándose a sí mismo con el sonido de su voz partiendo el silencio cual cuchillo, perfectamente afilado- No sé lo que me has hecho, pero... espero que no dejes de hacerlo jamás.
Pensaba en todo lo que habían vivido juntos, en sus hijos, en las noches de revolcones, en los malos momentos, en los buenos... en todo lo que hacía que la vida mereciera la pena.
Le apetecía tanto vivir la vida que estaba viviendo con ella que era capaz de echar de menos cosas que no habían sucedido nunca, cosas que no necesitaba, cosas que podrían existir si las pidiera... si las necesitara. Eri se las daría, pero sentía que ella le había dado tanto a cambio de algo que era evidente (esto es, quererla), que se creía un estafador.
Después de sincerarse y de escuchar cómo las palabras flotaban en el silencio, mezclándose con él hasta mimetizarse por completo, tuvo que esperar un ratito más para que sus ojos se dieran por satisfechos. Eri con el pelo alborotado, tendida en la cama, toda retorcida y con la boca entreabierta no estaba en su mejor momento, y mataría a quien osara hacerle una fotografía... sin embargo, para Louis, aquella visión era más preciosa que el oro. Hacía las cosas más reales, y hacía que las luchas merecieran la pena.
Una vez se dio por satisfecho, después de que el reloj implosionara cada segundo, tratando de recordarle que había que volver a la Tierra, se alejó de la cama en el más absoluto de los silencios, llevándose la ropa consigo. Bajó a la cocina, se tomó una taza de café con un par de galletas (aunque rara vez tomaba dulce por la mañana, había acabado acostumbrándose y extrañando la sequedad en la boca producida por el azúcar de lo que ingería) y se cambió de ropa allí mismo. No había querido hacerlo en la habitación por temor a despertar a su mujer.
Pero cuando fue al salón y encendió la tele, armado esta vez con un bol de cereales bañados en leche, no se percató de los ligeros pasos que iban escaleras abajo.
Eri le pasó los brazos por el pecho y le besó los hombros; fue subiendo por el cuello hasta la oreja, y luego avanzó hasta las mejillas de Louis, para acabar finalmente en sus labios, colmados con una sonrisa.
-Buenos días, princesa.
-He soñado toda la noche contigo-dijo ella. Él iba a contestarle, pero luego, con valentía, ella cambió a su propio idioma, confiando en que él consiguiera seguirla-. Íbamos al cine y tú llevabas ese vestido rosa que me gusta tanto. Sólo pienso en ti, princesa, pienso siempre en ti, y ahora... ¡Momento gángster!-bramó, con una energía irreconocible en ella. Dio un brinco hacia atrás y empezó a hacer movimientos de rapero profesional, estirando el brazo, poniendo gesto enfadado y meneando todo el cuerpo al ritmo de una música que sólo él podía oír.
-¡Estás mal de la cabeza!-gritó Louis, tapándose las carcajadas con la mano, enfadando a Eri.
Ella se encogió de hombros, pasó las piernas por encima del sofá y cayó en el regazo de su marido, que todavía no podía contener la risa. Le apartó la mano, diciendo en español que quería ver cómo se reía y le observó totalmente embobada.
-Estas cosas no le pasan a gente de Avilés.
-¿Dejarás de decir eso de Niall?
-Algún día.
-¿Cuándo será ese día?
La sonrisa de Louis no se había ido aún. Eri frunció el ceño y se golpeó rítmicamente la barbilla con la punta del dedo índice, pensativa, con la mirada ausente, leyendo en el aire letras invisibles.
-Anteayer.
-No vale-obtuvo como respuesta y, cuando iba a protestar, se vio sorprendida por los besos devueltos. Se tumbó en el sofá y dejó que él la besara, disfrutando de aquel oasis de intimidad.
-Louis.
-Mm.
-No me malinterpretes. Quiero mucho a los niños, pero...
Louis levantó la mirada, los labios pegados al vientre de Eri.
-... pero echas de menos follar en el sofá-espetó en un segundo, sin pudor alguno. Ella se echó a reír, y lo hizo con más ferocidad cuando él le mordisqueó el vientre, haciéndole cosquillas.
-Exactamente-susurró ella.
Louis formó un pequeño individuo con sus dedos, tan minúsculo que sólo poseía piernas, y este pequeño invitado comenzó a pasearse por el cuerpo de su chica, disfrutando del paisaje.
-Podríamos...-se ofreció.
-¿Te sacrificas?
-¿Qué remedio me queda?
Eri volvió a reírse; pero esta vez sus carcajadas se cortaron enseguida. Louis la dejó tranquila.
-¿Qué me dices, nena?
-Llegarías tarde.
Él se llevó una mano al pecho.
-¡Es la segunda vez que me rechazas en menos de 24 horas! ¡Todo esto le duele a mi orgullo masculino!
-Dentro de poco tendrías que irte, y sabes cómo me pongo de posesiva cuando...
-... follamos.
-Nadie dijo nada de terminar las frases del otro en la iglesia-replicó Eri.
-Nadie dijo nada de que te terminarías volviendo tímida.
-No me he vuelto tímida.
-Sí.
-No. Sería hipócrita si lo fuera.
-¡Oh! ¡Doña “oye yo no creo en Dios pero acepto casarme por la iglesia porque es todo mucho más bonito, así que viva Jesús nuestro señor, amén” no es hipócrita!
Eri le golpeó el brazo con la palma de la mano.
-Eso era diferente.
-¿Vamos a echar un polvo o no?-inquirió Louis, apoyando su cabeza en el hombro de Eri y haciendo pucheros.
Ella entrecerró los ojos.
-Llegarías tarde-repitió.
-Te sorprendería lo rápido que puedo llegar a ser-la retó él, acercándose a ella, con la competitividad manando de sus poros. Eri le puso una mano en el pecho, guardando las distancias. No sólo la estaba retando y estaba compitiendo con ella; también la estaba seduciendo, consciente o inconscientemente. Puede que ni siquiera supiera de aquel poder de convicción que Louis tenía sobre la española, pero ésta lo dudaba; sospechaba, más bien, que el inglés sabía perfectamente el efecto causado en la extranjera, y se aprovechaba de ello con la misma naturalidad con que respiraba.
-No-murmuró ella, zalamera.
Louis frunció el ceño.
-¿No qué? ¿Ya lo hemos hecho rápido más veces?
-Que no vamos a follar a estas horas de la mañana, Louis.
-Con casi las 9 y media-espetó él-, y normalmente te levantas a las 7. Como muy tarde.
Ella se frotó los ojos.
-Tengo un retraso.
-Eso ya lo sabía.
-Gilipollas, no. Un retraso de los otros.
Louis sintió como el color huía de su rostro.
-No me jodas, Eri. ¿Va en serio?
-No-espetó ella, y se echó a reír como una condenada. Se dobló sobre sí misma, vomitando las risas, se retorció en el sofá mientras Louis simplemente la miraba.
-Te daría una hostia si no fueras mujer.
-Te la suda que sea una mujer.
-Vale; te daría una hostia si no fueras mi mujer... y estuvieras desatendiendo tus labores conyugales.
-Te lo compensaré.
-¿Cómo?
-Se me ocurrirá algo. Otra cosa no, pero... imaginación... no me falta.
Sólo una de las comisuras de la boca de Louis se alzó en una sonrisa media. Asintió con la cabeza y se alejó de ella, que suspiró, entristecida.
-¿Cómo te lo voy a compensar?
-Quiero un trío.
-Sin tríos.
-Pues permiso para ponerte los cuernos.
-No me vas a poner los cuernos con cualquier putilla con la que te encuentres.
-Ya la tengo elegida.
Eri agarró un cojín y se lo estampó en la cara a Louis. Él dio un respingo.
-¡Estoy de broma, joder! ¡De BROMA!
-¿Qué quieres, Louis?-gruñó ella, cortante.
-Quiero sexo, porque en esta casa me tienen muy desatendido. Si no me lo dan aquí, me lo darán afuera.
-¿Estás seguro de que prefieres una hamburguesa de restaurante de comida rápida sobre un delicioso bistec que te está esperando en casa?
-¿Quién cojones no prefiere una hamburguesa sobre cualquier cosa?
-Tú hoy tienes ganas de camorra, ¿eh?-bufó ella, incorporándose, negando con la cabeza y haciéndose una cola de caballo. Su camiseta se subió, exhibiendo al mundo y a todo aquel dispuesto a contemplar sus caderas la pequeña inicial del dueño de aquel cuerpo bien cuidado.
-No. Tengo ganas de...
-¡No! ¡Lo! ¡Digas!
Louis se levantó, sonriéndose a sí mismo, se acercó a ella, la agarró por las caderas y tiró de su pijama.
-Sexo.
-Me cago en Dios-replicó la mujer.
Louis sonrió y tiró de ella. Le pasó una mano por el pelo, deshaciéndole el apresurado moño que Eri se había esmerado en hacerse mientras bajaba las escaleras, y del que poco quedaba ya. Su mujer le pasó las manos por detrás de la cabeza, posándolas en el cuello y acariciándole la nuca, tan despacio como sabía, como solía hacer siempre que quería, simplemente, volverlo loco. Louis la empujó suavemente sobre el sofá sin apartar la boca de la suya; sentía sus pechos contra su torso, y sentía como todo su ser se concentraba en ese pequeño punto de contacto.
Las caderas de ella se pegaron sensualmente a las de él. Se alzaron varias cejas; hubo preguntas en silencio, como siempre había a pesar de la confianza. Había que asegurarse, y él se aseguraba, siempre lo hacía. No recordaba ni una sola vez en que no hubiera hecho aquello sin que ella hubiera querido. Ella, sí; pero guardaba un recuerdo tan placentero como peligroso; no podía esperar a que aquello se repitiera, pero tampoco podía pedírselo a él, porque perdería la magia y la importancia.
Por primera vez, Louis se percató de la longitud de piel al descubierto que iba luciendo Erika. Se mordió el labio inferior en una sonrisa que luchó por no nacer, pero fracasó en el intento.
-Tu piel...-murmuró, adorando aquella palabra tan pequeña, que sin embargo abarcaba tanto. Ella enredó el dedo índice y lo desenredó a conciencia, invitándole a acercarse, a alejarse del paraíso y pecar, y, sobre todo, a disfrutar del proceso.
-Tengo frío-dijo en su oído, soplando y mordiéndole el lóbulo de la oreja.
Louis no pudo soportarlo más. La desnudó y la poseyó sin tan siquiera darle tiempo a dejarla terminar de desvestirle. Se revolvieron en el sofá, gimieron, arañaron, besaron, mordieron; hicieron todo lo que hacía falta y mucho más, rememorando los buenos tiempos, los tiempos viejos, los que nunca volvían por mucho que los echaras de menos, porque la vida seguía caminando como un tren inexorable que se aleja de la estación, y esta cada vez es más pequeña, y cada vez es más difícil distinguir a los que estaban en ella, despidiéndose con la mano, deseándote buena suerte...
Ahora tú eras el maquinista y era cosa tuya ocuparte de tus asuntos. Tenías hijos, y había que cuidarlos. Echarías de menos cosas, ¿quién no lo hacía? Pero seguías siendo tú, seguías evolucionando, nunca madurando.
Él la obligó a decir su nombre, ella se lo regaló al aire encantada, feliz de poder compartir ese pequeño oasis de seducción. Cerró los ojos y se dejó llevar, notando cómo él lo hacía también.
Se quedaron en el sofá, él sobre ella, con los ojos cerrados; ella sirviéndole de almohada y jugando con su pelo. Louis terminó abriendo los ojos y clavó en Eri aquellos mares, en ocasiones helados, en ocasiones con glaciares ardientes, que no dejaban de fascinarla ni un sólo segundo.
Y pensar que ella era la única dueña de todo aquello, que sólo le pertenecía a ella, que ella era la afortunada de llamar a aquellos ojos hogar...
Louis le cogió la palma de la mano y se la besó.
-¿Estás bien?
Ella asintió con la cabeza, mirando al techo. Louis apenas veía más que su mandíbula. En ocasiones, la nariz hacía una incursión suicida por el horizonte, debido al vaivén de su pecho, que le recordaba al de las olas cuando había tempestad mientras alzaban y bajaban el barco, regalando varias visiones distintas de un mismo horizonte.
-Es curioso-comentó ella, y él escuchó la sonrisa, más que la vio-, cómo te he dicho que tengo frío y tú has terminado de desnudarme.
-Pero apuesto a que te lo he quitado.
Eri asintió con la cabeza.
-Ya lo creo, Tommo. Como sólo tú sabes-respondió, incorporándose y besándolo. Le abrazó, temblando por el contacto del aire frío inglés con su piel española, no acostumbrada a temperaturas demasiado altas, pero que, por nacimiento, no gustaba del frío. Louis le acarició la espalda superficialmente pero bastante rápido, dándole parte del calor, como si el que manaba de él no fuera suficiente.
-Estufa 24 horas-dijo, y ella se echó a reír. Le pasó las piernas por la cintura y decidió que no quería moverse de allí ni en un millón de años.
-No quiero que te vayas a trabajar.
-¿Te crees que yo quiero moverme de este sofá después de esto?-replicó él, riendo. Eri buscó el hueco entre su cuello y su hombro, le besó allí y apoyó la cabeza. Alzó los ojos para mirarlo.
-Lo echabas de menos, ¿verdad?
Él se tumbó sobre su espalda y alcanzó la chaqueta. La cubrió como pudo.
-Tal vez.
-Lo he notado-dijo Eri. Ante la mirada inquisitiva de Louis, se limitó a encogerse de hombros, haciendo que la chaqueta se deslizara seductoramente por su brazo-. Soy mujer. Y soy la tuya. Y sigo siendo yo-murmuró a modo de explicación. Louis asintió con la cabeza, distraído. Eran tantas las veces en que se habían mirado y se habían imaginado conversaciones que no distaban demasiado de las que habrían tenido en ese momento, que había llegado a creer a pies juntillas en la telepatía.
Por eso se sorprendía cuando conseguía sorprenderla o engañarla. Las cosas tienen mérito cuando convences a un desconocido de que eres algo totalmente opuesto a lo que eres en realidad, pero cuando se trata de la persona que más te conoce, incluso mejor que tú mismo, las cosas cambian y toman un cariz casi trascendental.
-Echaba de menos hacerlo en el sofá-admitió, medio a regañadientes, medio contento porque le obligaran a hacer esta confesión.
-Yo también. Pero, ¿sabes dónde más?
-¿Dónde?
-En la mesa de billar.
Louis la miró con ojos como platos. Ella se echó a reír, se dejó caer sobre el sofá, y se tapó como pudo.

Los dos echarían de menos esa mañana cuando la rutina volviera a tirarles un jarro de agua fría por encima.

4 comentarios:

  1. Oh dios creo que se me han nublado los ojos con tanto amor jajaja:) dios me encanta este capitulo es como el estereotipo de pareja feliz que todos quisieran tener pero con las características personalizadas es que me encanta!! Hay escritores que son basura comparado contigo y que tienen un libro publicado, podrías probar a mandar alguna de tus historias a una editorial seguro que te la publicaban!! @LauraTrashorras

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    1. Y los hay que tienen el Cervantes chico y "no saben escribir" pero bueno JAJAJAJAJAJAJA muchas gracias Laura ♥

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  2. Tiene razón, seguro que te los cogen. Yo nunca había leído una fanfic parecida. Ni conseguiría escribir tan bien como tú. (aunque lo intento eh) En serio, deberías hacerte escritora. He aquí una lectora asegurada de tus futuros libros. Sigue así, Eri, y nunca dejes de intentarlo.

    Aitana Cires, siguiendo los sueños como tú lo haces.

    Un abrazo bitch :D

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    1. Aw Aitana, muchas gracias, aunque sinceramente no me veo de escritora, sería sólo un puente para lo que de verdad quiero hacer. Pero me alegra saber que tendría alguien que me comprase algún libro :)
      Un abrazo ♥

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