sábado, 26 de abril de 2014

Caballería.

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Hacía un rato que Louis se había ido, y ella estaba sola, frente al espejo, aún con el pijama y las marcas de haber hecho el amor en el cuerpo. Cuando su esposo cruzó la puerta y le dio un apresurado beso en los labios, ese beso dejó un rastro en su boca que todavía ahora no se había llegado a borrar.
Se pasó el pulgar por la boca, notando cómo su labio seguía el trayecto del dedo, sorprendida de que no le hubiera dejado marcas.
Había notado toda la rabia con que Louis se la había tirado en esa ocasión, y no había hecho otra cosa que sorprenderla y complacerla. El hecho de despertar cosas tan fuertes en él, que ya era pasional de por sí (se cabreaba casi con tanta facilidad como lo hacía ella y le superaba con creces en la mala hostia cuando se trataba de un enfado de los gordos, de esos que conseguían encenderte y no te apagaban hasta muy tarde), la congratulaba como mujer. Le recordaba a las ocasiones en las que había dicho, antes de conocerle, antes incluso de saber que él existía, que si un hombre se mostraba celoso era porque no te quería. Se acordaba de eso y le entraban ganas de reír, porque pensaba en cada una de las ocasiones en las que Louis se volvía posesivo; siempre marcaba el territorio, por así decirlo, cuando ella miraba a los demás durante bastante rato. En ocasiones incluso era para picarlo, para provocar que él le rodeara la cintura y le besara la cabeza; cualquier respuesta cariñosa y posesiva era buena para su ego femenino, que le decía que si él hacía aquello era porque la quería, la deseaba, y no soportaba estar sin ella.
Pero las ocasiones en las que Louis volcaba toda su rabia en ella, todo su descontrol, que parecía bramar “eres mía, acuérdate, ni se te ocurra olvidarlo” despertaban en ella la bestia que llevaba dentro. Una bestia poderosa. Oscura. Tan oscura que incluso llegaba a arder en las tinieblas, arrasándolo todo y haciendo que perdiera el control.
Sí, aquellos polvos eran lo mejor, y se hacían añorar, pero había que seguir con todo.
Y una buena de seguir con la rutina de siempre y apartar, por lo menos de momento, lo que había pasado en aquel sofá (y esperaba de corazón y no tan de corazón que volviera a suceder más pronto que tarde), era arreglarse el pelo. Siempre hecho un desastre y siempre recogido en una coleta, trenzas o moños, para que no le molestara, a pesar de que prefería mil veces llevar el pelo suelto. Se veía más guapa, le daba confianza en sí misma... e iba a necesitar esa confianza para conseguir lo que ella y Louis se habían propuesto.
Después de darle muchas vueltas al asunto, de mostrarse indecisa hasta en las cuestiones más nimias, finalmente se decantó por un vestido que dejaba más bien poco a la imaginación, tanto por arriba como por abajo, se maquilló a conciencia y salió de casa sin comprobar cómo había dejado las cosas.
Aún tenía que pensar en quién iría a buscar a los niños al colegio, pues Tommy y Eleanor salían más tarde que los pequeños, cosa que le fastidiaba los planes demasiado. Podría llamar a Eleanor y que recogiera a su hermana, pero eso sería darle una coartada para que se fuera las últimas clases e hiciera quién sabía qué... y la misma situación, o peor, se daba con su hermano mayor.
Eri no verbalizaba la preocupación que sentía por su hijo, pues sabía lo mucho que esto le preocupaba a Louis, y no quería echar más leña al fuego. Le fastidiaba en secreto cómo Tommy podía llegar a fastidiarse el futuro a aquella velocidad, sin pensar en las consecuencias. ¿Por qué, de todos esos años de aplicación y de ser los mejores en todo, había terminado eligiendo precisamente el último año para hacerse el duro y fingir que no sabía nada cuando en realidad era el más inteligente, con diferencia, de su clase? ¿Realmente el crío había terminado dejando que el gen Tomlinson le hiciera mella y se había dejado arrastrar por la genética sin oponer más resistencia que la que había hecho que no suspendiera una asignatura de la evaluación pasada?
Cada vez que pensaba en su hijo sentía cómo sus entrañas se retorcían de espanto, especialmente por las ideas que acudían a su cabeza. No, Tommy no era malo. No, Tommy no era gilipollas. Y no, la genética de Louis no había hecho mella en él, para nada. De ser así, Tommy ni siquiera habría suspendido nada, porque Louis había repetido curso por dejadez y negarse a hacer las tareas. Había sacado cincos pelados que no le dieron para más en las evaluaciones, lo que terminó haciendo que malgastara un año de su vida regresando a las mismas clases y escuchando las mismas lecciones, de tal forma que, de haber hecho caso la primera vez, se las habría aprendido de memoria.
No, tenía que ser todo aquel asunto con Megan. Y eso la frustraba aún más, porque hacía que hiciera algo que la aterrorizaba de una forma en que pocas cosas la habían aterrorizado: le hacía recordar. Recordar el pasado oscuro que se esforzaba por reprimir y que manaba de sus cicatrices. Revivir aquel pasado que cobraba fuerza, y latía y ardía y arañaba desde dentro de su piel cada vez que unos ojos curiosos se posaban en sus muñecas y la expresión cambiaba de curiosidad a espanto.
Y eso que no me vieron en aquel hotel de México pensó ella con ironía, dejando que la imagen del baño lleno de sangre la inundara por un momento.
Podría haber muerto allí. Se había hecho cortes suficientes como para morir desangrada pues, no contenta con abrirse las muñecas, también se había cortado parte de las piernas, tratando de hacer que las voces en su cabeza diciendo que perdería lo que más quería se callaran de una maldita vez. Las sumió en sangre, y las voces se callaron, tal vez muertas, o tal vez con su sed saciada.
Pero no murió, y estaba agradecida por todo lo que tenía y no había perdido en aquella pequeña habitación donde las cosas llegaron a una encrucijada vital. Por suerte, había elegido el camino correcto, y ahora estaba allí, apretando la espalda contra el asiento y esperando con impaciencia a que el semáforo se pusiera en verde. Clavó las uñas en el volante del coche, tamborileó con los dedos y, cuando un nombre cruzó su mente como un bólido, se aferró a aquella imagen como si le fuera la vida en ello. Rebuscó en el bolso hasta sacar el móvil. El coche que tenía detrás pitó; el semáforo se había puesto en verde y ella seguía clavada al suelo. Pisó el acelerador y el coche salió disparado hacia delante, igual que una pantera se tiraba de los árboles para hacerse con su presa.
Con un ojo en la carretera y el otro puesto en la agenda de contactos de teléfono, esperó a que los timbrazos de turno empezaran a sonar.
-Vamos, vamos-instó a su interlocutora, cabreándose con cada sonido. Sin embargo, el enfado se disipó en cuanto la voz dulce respondió a sus plegarias.
-Hola, Eri.
-Hola, Layla. ¿Estás ocupada?
-No, ¿qué querías?
-Pues... verás... me preguntaba si podrías venir a recoger a mis hijos del colegio. Ya sabes, como sé que sales pronto los viernes y...-comenzó a balbucear. Sus mejillas ardían. Y eso que estaba hablando con una adolescente en los últimos años de esa etapa.
-No te preocupes; Louis ya me ha llamado. Sé a qué hora tengo que estar y dónde.
-¿Lo ha hecho?
-Sí.
-Joder, es... sorprendente.
Layla se echó a reír.
-Bueno, tiene el instinto paternal desarrollado, ¿no? Es lo que hacéis.
-Vale. Eh... ¿te ha dicho dónde tenemos la comida?
-Nevera; cajón de la izquierda. En un tupper- asintió la chica. Eri sonrió para sus adentros, pensando que, efectivamente, Layla era hija de quien era-. 3 minutos en el microondas; 4 como mucho. Está todo controlado.
-Muchísimas gracias, Layla. Te lo compensaré.
-Me basta con que convenzas a mi padre para que me deje ir de tour por el continente. El interraíl es precioso, según me han dicho, y mis amigas y yo nos merecemos ese descanso.
-Sí, lo hacéis-consintió la mujer, deseando fervientemente poder tener una semana de chicas y perderse por los rincones más alejados de Europa, sin tener que rendir cuentas ante nadie-. ¿No necesitarás financiación?
-El dinero es lo que menos me preocupa, de verdad. ¿Lo harás?
-Yo de ti iría reservando los billetes.
-¡Gracias!-replicó la chica. Eri se echó a reír y colgó sin despedirse. Layla no se ofendería. Nunca se ofendía.
Por lo menos los Payne de nacimiento no.
Todas sus preocupaciones se disiparon al pensar en que ya tenía un plan B, que en realidad había pasado a ser el A, para esa mañana. Y así, con la compostura reestablecida y los nervios de acero, detuvo el coche frente al instituto, apagó el motor y salió de él como poca gente había salido de un coche jamás. Con estilo, con elegancia, como ella sabía a base de imitar a sus modelos a seguir. Alzó la cabeza, cerró la puerta sin mirar a atrás y echó a andar hacia la puerta, con una seguridad en sí misma que haría detenerse a un tren en marcha, temiendo este que algo fuera a sucederle si intentaba acabar con ella.
Todo el mundo se giró para contemplar a aquella que iba contracorriente y, en lugar de salir, entraba. Se cruzó con un par de chicas que parecían demasiado ocupadas poniéndose histéricas ante la posibilidad que había de que las pillaran como para percatarse de que Eri hubiera detenido su huida de haber querido, o de que estaban escapando justo cuando más ojos había clavados en la puerta.
Eri ni siquiera se hizo a un lado, pues las chicas se separaron y pasaron a su lado, cada una por un extremo, rodeándola como dos gotas de agua harían al encontrarse con un obstáculo. La única diferencia fue que las chicas se pusieron coloradas, y no aminoraron la velocidad.
Un profesor atravesó el gran vestíbulo y caminó en dirección a los despachos principales, pero se detuvo cuando notó la presencia de un extraño parada en la puerta, sin saber muy bien qué debía hacer ahora. Erika había calculado mal el tiempo y se había presentado temprano.
El hombre levantó la cabeza y frunció el ceño un segundo. Recorrió con la mirada aquel cuerpo trabajado, las piernas que acabarían por desquiciar a los alumnos, que eran intratables un viernes por la mañana, especialmente en las últimas horas, la cintura, el pecho (se detuvo un poco ahí, esperando que la mujer no se ofendiera, seguro de que ya no era una alumna sino una verdadera bomba de relojería en pleno apogeo) y, por fin, alcanzó su rostro.
Eri esbozó una sonrisa tímida mientras uno de los profesores de geografía del instituto se acercaba a ella, cerrando con un golpe el libro que tenía entre las manos. Un mapa se asomó entre las hojas, luchando por encontrar aire en el aplastamiento que se había producido con sus compañeros.
-Señora Tomlinson-saludó cortésmente, y le besó la mano en un gesto educado que hacía siglos que no se utilizaba. Eri controló sus impulsos de dar un par de pasos hacia atrás y arrastrar la mano; le preocupaba demasiado que aquel hombre hablara con las jefas de estudios, o incluso el director, y su pequeña misión se fuera al traste antes de empezar.
-¿Ha visto a mi marido?
-Oh, sí. Louis está dando clase. Ha llamado a Marge para que le cubra al final de la hora. Estará al caer. ¿Puedo hacer algo por usted, mientras tanto?
Eri se limitó a negar con la cabeza, sus rizos bailaron por sus hombros. El hombre sonrió, y ella luchó por no cruzarle la cara.
-¿Un café? ¿Un té?
-No, gracias, estoy bien.
-Acompáñeme a la sala de espera, si quiere. Sería una pena que una mujer como usted fuera por ahí sin compañía.
Machista de mierda, cerdo gilipollas trinó ella por dentro, pero se calló y aceptó con una sonrisa falsa el brazo que el hombre le ofrecía. Se dejó casi arrastrar hasta la sala de espera, donde había varias revistas, un periódico arrugado de días pasados, y una pequeña máquina de café en un extremo, tan alejado que hacía pensar que era un adorno más, y no algo que realmente fueras a utilizar.
-Ahora debo reunirme con la jefa de estudios, pero, si quiere, puedo quedarme un rato con usted...
-Estaré bien sola. Louis me tiene acostumbrada a eso de vez en cuando. Sobreviviré.
El hombre se la quedó mirando.
-Es decir-replicó ella, apartándose el pelo de la cara y sonriendo de manera lobuna-, si puedo estar sin mi marido-aludió, enseñándole rápidamente su alianza-durante unos meses, no me será difícil no tener compañía unos minutos.
El sonido de la fotocopiadora interrumpió la respuesta seguramente suplicante que el hombre iba a ofrecer. Una secretaria rechoncha, de mediana edad, pasó entre ellos sin mirar atrás. Se ajustó las gafas de gato, un estilo de mediados del siglo pasado, y comprobó el número de copias.
-Rodge, ¿vas a pasar cerca del departamento de Literatura? Zayn quiere que le entregue esto, pero... Estoy muy liada. Me acaban de dar las autorizaciones para la salida del martes. ¿Te lo puedes creer? Quieren que imprima ciento y pico antes de última hora. Y esta mierda no funciona-espetó, dándole un puntapié con un zapato enguantado en un tímido tacón-. Como no lo haga a mano...
-Yo se lo enviaré, Kate, no te preocupes-respondió el hombre. Eri sonrió, agradecida de poder librarse de tal pesado, y asintió con la cabeza en señal de despedida. Rodge cogió las hojas que le tendía la secretaria y se marchó, azorado, enseñando su calva incipiente al mundo al agachar la cabeza.
Kate siguió a lo suyo, colocando y descolocando papeles. Se le cayeron unos cuantos y ella gimió, exasperada. Eri, sintiendo lástima de la pobre mujer, se fue a ayudarla. La secretaria sonrió con timidez y murmuró un dulce “gracias”, evidentemente no acostumbrada a que la gente le hiciera caso sin que ella tirara cohetes o algo por el estilo para conseguirlo.
Pero los papeles que había recogido volvieron al suelo en cuanto alzó la vista y se encontró con la sonrisa de indulgencia que había en su ayudante improvisada.
-¡Señora Tomlinson! ¿Ha... ha pasado algo? Ya sabe... su hijo... es buena gente. Yo lo sé. Thomas es muy, muy buen chaval. Sea lo que sea lo que hayan dicho, habrá una explicación. Esa arpía de Ciencias no puede ni verlo, y hace lo posible por ponérselo todo cuesta arriba...
-No estoy aquí por mi hijo, señora Brandon, pero gracias por su apoyo-sonrió la madre del mencionado-. ¿Mucho trabajo?
La secretaria se alzó y contempló embobada los papeles. Había perdido momentáneamente la noción de dónde estaba.
-Oh, bueno, lo típico de estas fechas... ya sabe. Excursiones, títulos... todo eso-musitó, alzándose de hombros-. Si no es indiscrección, ¿puedo...?
-¿Preguntar por qué estoy aquí?-la animó Eri-. En absoluto. Tengo que hablar con el director. Louis y yo. Tenemos.
Kate sonrió ante la sola mención del hombre. Echó una ojeada al cuartillo donde estaba la fotocopiadora y, sin poder callárselo, explotó.
-No he tenido la ocasión de darle las gracias como es debido, pero le prometo que estoy agradecida. Es decir... las flores... son preciosas.
-¿Qué flores?
-Las flores. El martes fue mi cumpleaños, ¿lo sabía?
Eri negó con la cabeza.
-No. Felicidades.
-Gracias. Bueno, es decir... creía que... se lo había recordado a su marido. Había oído decir que tenía buena memoria para las fechas.
-Y suelo tenerla, pero... no lo sabía, de verdad.
-¿Y las flores?
Eri inclinó la cabeza a un lado.
-¿Qué flores?
-Las que me dio su marido.
-Se las habrá dado Louis. Suele tener estos detalles. Es una de sus pocas virtudes-bromeó Eri. Kate se echó a reír.
-Tiene muchas más.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé.
-¿Cree que se debe a...?
-Le aseguro que las revistas exageran mucho estos temas. Yo vivo con él, y la mitad de las cosas que se dicen no son verdad. Para lo bueno y para lo malo.
-Me refiero a las flores.
-¡Ah! Pues... suelen acordarse de estas cosas. Usted era fan suya, ¿no es así?
-De las primeras.
Eri se acercó a ella; Kate aguantó la respiración. Tener a la esposa de uno de tus ídolos cerca no era moco de pavo. Quería alargar ese momento en la medida de lo posible pero, a la vez, no quería que Erika pensara que era una fan obsesiva o algo así, que se iba a volver loca con cualquier minucia.
-Ellos se acuerdan, ¿sabe? Que ya no estén tanto como antes no significa que no estén... ni que ya no les importemos. Les seguimos importando. Mucho.
Kate se quedó callada, reflexionando sobre sus palabras. En ese momento sonó el timbre; ella ni se inmutó, pero Eri alzó la cabeza y miró al techo, buscando la fuente del sonido que lo inundaba todo.
-Tengo que irme. Felicidades atrasadas-susurró, inclinándose hacia ella y dándole un beso. La mujer se tocó la mejilla, sorprendida por ese repentino ataque de complicidad. La sangre latina que le corría por las venas hacía que hiciera cosas sin pensar, ni preocuparse demasiado por ser excesiva. Por suerte, no tuvo que preocuparse de ello.
-Hasta luego, señora Tomlinson.
-La última vez que hablamos le dije que me llamara Eri, señora Brandon.
-Es demasiado para mí.
Eri se echó a reír, dobló la esquina y la secretaria desapareció.
Llegar a la clase en la que Louis estaba fue algo más complicado de lo que pensaba. Los alumnos más jóvenes correteaban de acá para allá, a toda velocidad, sin preocuparse de lo que estaba sucediendo a su alrededor: tenían que ir a clase y tenían que hacerlo ahora. Si había que pasar entre unas piernas, se pasaba. Todo fuera por no llegar tarde y recibir una buena regañina.
Sin embargo, llegar a los pisos superiores, donde estaban los mayores supuso un cambio radical. Caminaban despacio, intentando echar el mayor tiempo posible en el pasillo. Se abrían a cada lado tuyo, sin preocuparse de que eso pudiera ralentizarlos.
Pero también sabían mejor quién era, qué podría hacer allí, y cómo reaccionar ante ella. No sólo era la madre de Eleanor y Tommy, también era la mujer de un profesor... y era, por encima de todo, ella.
La fama que Eri había cosechado hacía muchísimo tiempo aún latía en los corazones de aquellos, que se volvían casi reverencialmente cuando pasaba, contemplando su cuerpo bien ganado a la anorexia y al odio a sí misma, unas con envidia, otros con lujuria.
-Qué puta suerte tiene el de música, hermano-susurro uno cuando ella pasó. Eri fingió no oírlo.
-Podría hacerle ver qué es realmente un hombre, y no ese gilipollas.
Vale, ahora sí que se había cabreado.
Se giró en redondo y lo miró como si fuera a arrancarle la cabeza. Por sus labios amaneció una sonrisa gélida.
-De momento ese gilipollas me basta y me sobra, pero gracias por tu oferta.
El muchacho en cuestión se puso rojo al tiempo que sus compañeros comenzaban a tomarle el pelo.
Había un aula con la puerta abierta y a la que nadie entraba. Esperó que coincidiera con la que le habían dicho. Efectivamente, esa era.
Cuando llegó al umbral, echó un vistazo al interior. Dos docenas de estudiantes se concentraban en escribir a toda velocidad sobre un papel en blanco, sin darse cuenta de nada más que de lo que tenían que plasmar en aquel papel.
Louis los observaba con los pies encima de la mesa, bufando y jugueteando con un bolígrafo. Lo hacía girar en piruetas imposibles que Eri llevaba mucho tiempo sin ver.
Antes de que pudiera decir nada, Louis levantó la mirada y clavó los ojos en su mujer.
-Hola, nena.
Todo el mundo alzó la cabeza, primero hacia él, luego hacia ella. Algunas de las chicas cuchichearon entre ellas, emocionadas por la palabra cariñosa que le habían arrancado a su profesor de música. Muchas seguramente fantasearan con que las llamara así.
Los chicos, por el contrario, no se cortaron un pelo en contemplar a la recién llegada con curiosidad y cierto morbo. Tanto que Eri cruzó las piernas y agachó la cabeza un momento, inspeccionando su aspecto, preguntándose si tendría algo en el vestido.
-Richards, cierra la boca, es mía-espetó Louis, sonriendo. El tal Richards alzó las manos y volvió la vista a su examen. Louis echó una ojeada a su clase; algunos chicos se mostraban reticentes a volver al examen que tenían sobre la mesa y abandonar semejante vista, obviamente mucho mejor que unas preguntas cuya respuesta aún estaba por determinar.
-¿Que es que tenéis examen?-inquirió Eri. Uno de los chicos se giró para hablar con su amigo.
-¡Me cago en mi vida! ¡Ese ángel puede hablar y todo!
Louis puso los ojos en blanco.
-No me las busco mudas, Charles, me gusta poder oírlas gritar-espetó Louis. Charles rió.
-¿Puedo hablar con ella?-inquirió Charles. Louis se encogió de hombros.
-Tienes boca, y ella oídos. No veo por qué no.
-También tengo yo algo que encaja muy bien con ella, si me dejas probarlo, profesor-replicó otro pícaro de las últimas filas de clase. Louis torció una sonrisa.
-Te ibas a acordar de mí, y no sólo en junio.
-¿De qué es?
Todos volvieron a mirarla.
-El examen.
-¿De qué va a ser, nena?-varios murmullos de nuevo entre las mujeres del lugar-. ¡De música!
-Y parece largo.
-Lo es-aseguró una chica que revisaba una pregunta. Tenía 4 folios escritos.
-Como lo que tengo yo entre las piernas.
-Will, te juro por mi vida que te voy a llevar al despacho del director como sigas en este plan.
-¿Es difícil, Will?-le retó Eri, apoyándose en la puerta y colocando una de sus manos en la cadera. Will se la comió con la mirada.
-He hecho cosas más complicadas, créame, señora Tomlinson.
-Sí, y no va a ser con ella. Se siente, pero ya está cogida.
-¡¿PUEDE ALGUIEN CALLARSE, POR DIOS BENDITO?! ESTOY HACIENDO UN MALDITO EXAMEN-ladró una muchacha con el pelo alborotado.
-Mia, tranquila. Tenéis toda la hora para terminarlo. Relajaos.
-¿De verdad les haces hacer exámenes de dos horas, Louis?
-Las carencias de sexo que tengo en casa me ponen de mala uva y sacan lo peor de mí-se burló él, entrelazando las manos. Un murmullo amenazante y expectante se levantó en la sala. Ya nadie parecía interesado en el examen.
-Es una lástima, porque yo no tengo carencias de nada-Eri se encogió de hombros-. Entre tú y mi amante no puedo quejarme.
-¡Zas!-bramó alguien, y todo el mundo se echó a reír, incluido Louis.
-Sorprendente, ¿verdad?-alegó por fin él. Muchos de sus alumnos asintieron.
-Es una crueldad.
-El examen es de filosofía, Eri. ¿Puedes calmarte?-respondió Louis, esbozando una sonrisa divertida, sin poder creerse que ella hubiera caído en aquella trama. Eri simplemente se encogió de hombros, se apoyó en el marco de la puerta y cruzó las piernas.
En ese momento, una mujer ya entrada en años, muy delgada, de mejillas sonrosadas, apareció por el pasillo. Tenía el pelo de color oscuro moteado con canas recogido en un moño que se revelaba contra su dueña con una ferocidad jamás vista.
Apenas había llegado a la puerta, Marge se apoyó en el marco y le dedicó una mirada a modo de saludo a Erika, que inclinó la cabeza y miró a Louis. Éste estaba jugando con el bolígrafo, había colocado de nuevo los pies encima de la mesa, y escudriñaba la clase con gesto aburrido. Tenía órdenes, y muy estrictas, de no moverse de allí y no dejar a la clase sin vigilancia hasta que alguien fuera en su ayuda.

La caballería había llegado.

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