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Hacía un rato que Louis se había ido, y ella estaba sola, frente al espejo, aún con el pijama y las marcas de haber hecho el amor en el cuerpo. Cuando su esposo cruzó la puerta y le dio un apresurado beso en los labios, ese beso dejó un rastro en su boca que todavía ahora no se había llegado a borrar.
Hacía un rato que Louis se había ido, y ella estaba sola, frente al espejo, aún con el pijama y las marcas de haber hecho el amor en el cuerpo. Cuando su esposo cruzó la puerta y le dio un apresurado beso en los labios, ese beso dejó un rastro en su boca que todavía ahora no se había llegado a borrar.
Se pasó el pulgar
por la boca, notando cómo su labio seguía el trayecto del dedo,
sorprendida de que no le hubiera dejado marcas.
Había notado toda
la rabia con que Louis se la había tirado en esa ocasión, y no
había hecho otra cosa que sorprenderla y complacerla. El hecho de
despertar cosas tan fuertes en él, que ya era pasional de por sí
(se cabreaba casi con tanta facilidad como lo hacía ella y le
superaba con creces en la mala hostia cuando se trataba de un enfado
de los gordos, de esos que conseguían encenderte y no te apagaban
hasta muy tarde), la congratulaba como mujer. Le recordaba a las
ocasiones en las que había dicho, antes de conocerle, antes incluso
de saber que él existía, que si un hombre se mostraba celoso era
porque no te quería. Se acordaba de eso y le entraban ganas de reír,
porque pensaba en cada una de las ocasiones en las que Louis se
volvía posesivo; siempre marcaba el territorio, por así decirlo,
cuando ella miraba a los demás durante bastante rato. En ocasiones
incluso era para picarlo, para provocar que él le rodeara la cintura
y le besara la cabeza; cualquier respuesta cariñosa y posesiva era
buena para su ego femenino, que le decía que si él hacía aquello
era porque la quería, la deseaba, y no soportaba estar sin ella.
Pero las ocasiones
en las que Louis volcaba toda su rabia en ella, todo su descontrol,
que parecía bramar “eres mía, acuérdate, ni se te ocurra
olvidarlo” despertaban en ella la bestia que llevaba dentro. Una
bestia poderosa. Oscura. Tan oscura que incluso llegaba a arder en
las tinieblas, arrasándolo todo y haciendo que perdiera el control.
Sí, aquellos
polvos eran lo mejor, y se hacían añorar, pero había que seguir
con todo.
Y una buena de
seguir con la rutina de siempre y apartar, por lo menos de momento,
lo que había pasado en aquel sofá (y esperaba de corazón y no tan
de corazón que volviera a suceder más pronto que tarde), era
arreglarse el pelo. Siempre hecho un desastre y siempre recogido en
una coleta, trenzas o moños, para que no le molestara, a pesar de
que prefería mil veces llevar el pelo suelto. Se veía más guapa,
le daba confianza en sí misma... e iba a necesitar esa confianza
para conseguir lo que ella y Louis se habían propuesto.
Después de darle
muchas vueltas al asunto, de mostrarse indecisa hasta en las
cuestiones más nimias, finalmente se decantó por un vestido que
dejaba más bien poco a la imaginación, tanto por arriba como por
abajo, se maquilló a conciencia y salió de casa sin comprobar cómo
había dejado las cosas.
Aún tenía que
pensar en quién iría a buscar a los niños al colegio, pues Tommy y
Eleanor salían más tarde que los pequeños, cosa que le fastidiaba
los planes demasiado. Podría llamar a Eleanor y que recogiera a su
hermana, pero eso sería darle una coartada para que se fuera las
últimas clases e hiciera quién sabía qué... y la misma situación,
o peor, se daba con su hermano mayor.
Eri no verbalizaba
la preocupación que sentía por su hijo, pues sabía lo mucho que
esto le preocupaba a Louis, y no quería echar más leña al fuego.
Le fastidiaba en secreto cómo Tommy podía llegar a fastidiarse el
futuro a aquella velocidad, sin pensar en las consecuencias. ¿Por
qué, de todos esos años de aplicación y de ser los mejores en
todo, había terminado eligiendo precisamente el último año para
hacerse el duro y fingir que no sabía nada cuando en realidad era el
más inteligente, con diferencia, de su clase? ¿Realmente el crío
había terminado dejando que el gen Tomlinson le hiciera mella y se
había dejado arrastrar por la genética sin oponer más resistencia
que la que había hecho que no suspendiera una asignatura de la
evaluación pasada?
Cada vez que
pensaba en su hijo sentía cómo sus entrañas se retorcían de
espanto, especialmente por las ideas que acudían a su cabeza. No,
Tommy no era malo. No, Tommy no era gilipollas. Y no, la genética de
Louis no había hecho mella en él, para nada. De ser así, Tommy ni
siquiera habría suspendido nada, porque Louis había repetido curso
por dejadez y negarse a hacer las tareas. Había sacado cincos
pelados que no le dieron para más en las evaluaciones, lo que
terminó haciendo que malgastara un año de su vida regresando a las
mismas clases y escuchando las mismas lecciones, de tal forma que, de
haber hecho caso la primera vez, se las habría aprendido de memoria.
No, tenía que ser
todo aquel asunto con Megan. Y eso la frustraba aún más, porque
hacía que hiciera algo que la aterrorizaba de una forma en que pocas
cosas la habían aterrorizado: le hacía recordar. Recordar el pasado
oscuro que se esforzaba por reprimir y que manaba de sus cicatrices.
Revivir aquel pasado que cobraba fuerza, y latía y ardía y arañaba
desde dentro de su piel cada vez que unos ojos curiosos se posaban en
sus muñecas y la expresión cambiaba de curiosidad a espanto.
Y eso que no me
vieron en aquel hotel de México pensó ella con ironía, dejando
que la imagen del baño lleno de sangre la inundara por un momento.
Podría haber
muerto allí. Se había hecho cortes suficientes como para morir
desangrada pues, no contenta con abrirse las muñecas, también se
había cortado parte de las piernas, tratando de hacer que las voces
en su cabeza diciendo que perdería lo que más quería se callaran
de una maldita vez. Las sumió en sangre, y las voces se callaron,
tal vez muertas, o tal vez con su sed saciada.
Pero no murió, y
estaba agradecida por todo lo que tenía y no había perdido en
aquella pequeña habitación donde las cosas llegaron a una
encrucijada vital. Por suerte, había elegido el camino correcto, y
ahora estaba allí, apretando la espalda contra el asiento y
esperando con impaciencia a que el semáforo se pusiera en verde.
Clavó las uñas en el volante del coche, tamborileó con los dedos
y, cuando un nombre cruzó su mente como un bólido, se aferró a
aquella imagen como si le fuera la vida en ello. Rebuscó en el bolso
hasta sacar el móvil. El coche que tenía detrás pitó; el semáforo
se había puesto en verde y ella seguía clavada al suelo. Pisó el
acelerador y el coche salió disparado hacia delante, igual que una
pantera se tiraba de los árboles para hacerse con su presa.
Con un ojo en la
carretera y el otro puesto en la agenda de contactos de teléfono,
esperó a que los timbrazos de turno empezaran a sonar.
-Vamos,
vamos-instó a su interlocutora, cabreándose con cada sonido.
Sin embargo, el enfado se disipó en cuanto la voz dulce respondió a
sus plegarias.
-Hola, Eri.
-Hola, Layla.
¿Estás ocupada?
-No, ¿qué
querías?
-Pues... verás...
me preguntaba si podrías venir a recoger a mis hijos del colegio. Ya
sabes, como sé que sales pronto los viernes y...-comenzó a
balbucear. Sus mejillas ardían. Y eso que estaba hablando con una
adolescente en los últimos años de esa etapa.
-No te preocupes;
Louis ya me ha llamado. Sé a qué hora tengo que estar y dónde.
-¿Lo ha hecho?
-Sí.
-Joder, es...
sorprendente.
Layla se echó a
reír.
-Bueno, tiene el
instinto paternal desarrollado, ¿no? Es lo que hacéis.
-Vale. Eh... ¿te
ha dicho dónde tenemos la comida?
-Nevera; cajón de
la izquierda. En un tupper- asintió la chica. Eri sonrió
para sus adentros, pensando que, efectivamente, Layla era hija de
quien era-. 3 minutos en el microondas; 4 como mucho. Está todo
controlado.
-Muchísimas
gracias, Layla. Te lo compensaré.
-Me basta con que
convenzas a mi padre para que me deje ir de tour por el continente.
El interraíl es precioso, según me han dicho, y mis amigas y yo nos
merecemos ese descanso.
-Sí, lo
hacéis-consintió la mujer, deseando fervientemente poder tener una
semana de chicas y perderse por los rincones más alejados de Europa,
sin tener que rendir cuentas ante nadie-. ¿No necesitarás
financiación?
-El dinero es lo
que menos me preocupa, de verdad. ¿Lo harás?
-Yo de ti iría
reservando los billetes.
-¡Gracias!-replicó
la chica. Eri se echó a reír y colgó sin despedirse. Layla no se
ofendería. Nunca se ofendía.
Por lo menos los
Payne de nacimiento no.
Todas sus
preocupaciones se disiparon al pensar en que ya tenía un plan B, que
en realidad había pasado a ser el A, para esa mañana. Y así, con
la compostura reestablecida y los nervios de acero, detuvo el coche
frente al instituto, apagó el motor y salió de él como poca gente
había salido de un coche jamás. Con estilo, con elegancia, como
ella sabía a base de imitar a sus modelos a seguir. Alzó la cabeza,
cerró la puerta sin mirar a atrás y echó a andar hacia la puerta,
con una seguridad en sí misma que haría detenerse a un tren en
marcha, temiendo este que algo fuera a sucederle si intentaba acabar
con ella.
Todo el mundo se
giró para contemplar a aquella que iba contracorriente y, en lugar
de salir, entraba. Se cruzó con un par de chicas que parecían
demasiado ocupadas poniéndose histéricas ante la posibilidad que
había de que las pillaran como para percatarse de que Eri hubiera
detenido su huida de haber querido, o de que estaban escapando justo
cuando más ojos había clavados en la puerta.
Eri ni siquiera se
hizo a un lado, pues las chicas se separaron y pasaron a su lado,
cada una por un extremo, rodeándola como dos gotas de agua harían
al encontrarse con un obstáculo. La única diferencia fue que las
chicas se pusieron coloradas, y no aminoraron la velocidad.
Un profesor
atravesó el gran vestíbulo y caminó en dirección a los despachos
principales, pero se detuvo cuando notó la presencia de un extraño
parada en la puerta, sin saber muy bien qué debía hacer ahora.
Erika había calculado mal el tiempo y se había presentado temprano.
El hombre levantó
la cabeza y frunció el ceño un segundo. Recorrió con la mirada
aquel cuerpo trabajado, las piernas que acabarían por desquiciar a
los alumnos, que eran intratables un viernes por la mañana,
especialmente en las últimas horas, la cintura, el pecho (se detuvo
un poco ahí, esperando que la mujer no se ofendiera, seguro de que
ya no era una alumna sino una verdadera bomba de relojería en pleno
apogeo) y, por fin, alcanzó su rostro.
Eri esbozó una
sonrisa tímida mientras uno de los profesores de geografía del
instituto se acercaba a ella, cerrando con un golpe el libro que
tenía entre las manos. Un mapa se asomó entre las hojas, luchando
por encontrar aire en el aplastamiento que se había producido con
sus compañeros.
-Señora
Tomlinson-saludó cortésmente, y le besó la mano en un gesto
educado que hacía siglos que no se utilizaba. Eri controló sus
impulsos de dar un par de pasos hacia atrás y arrastrar la mano; le
preocupaba demasiado que aquel hombre hablara con las jefas de
estudios, o incluso el director, y su pequeña misión se fuera al
traste antes de empezar.
-¿Ha visto a mi
marido?
-Oh, sí. Louis
está dando clase. Ha llamado a Marge para que le cubra al final de
la hora. Estará al caer. ¿Puedo hacer algo por usted, mientras
tanto?
Eri se limitó a
negar con la cabeza, sus rizos bailaron por sus hombros. El hombre
sonrió, y ella luchó por no cruzarle la cara.
-¿Un café? ¿Un
té?
-No, gracias, estoy
bien.
-Acompáñeme a la
sala de espera, si quiere. Sería una pena que una mujer como usted
fuera por ahí sin compañía.
Machista de
mierda, cerdo gilipollas trinó ella por dentro, pero se calló y
aceptó con una sonrisa falsa el brazo que el hombre le ofrecía. Se
dejó casi arrastrar hasta la sala de espera, donde había varias
revistas, un periódico arrugado de días pasados, y una pequeña
máquina de café en un extremo, tan alejado que hacía pensar que
era un adorno más, y no algo que realmente fueras a utilizar.
-Ahora debo
reunirme con la jefa de estudios, pero, si quiere, puedo quedarme un
rato con usted...
-Estaré bien sola.
Louis me tiene acostumbrada a eso de vez en cuando. Sobreviviré.
El hombre se la
quedó mirando.
-Es decir-replicó
ella, apartándose el pelo de la cara y sonriendo de manera lobuna-,
si puedo estar sin mi marido-aludió, enseñándole rápidamente su
alianza-durante unos meses, no me será difícil no tener compañía
unos minutos.
El sonido de la
fotocopiadora interrumpió la respuesta seguramente suplicante que el
hombre iba a ofrecer. Una secretaria rechoncha, de mediana edad, pasó
entre ellos sin mirar atrás. Se ajustó las gafas de gato, un estilo
de mediados del siglo pasado, y comprobó el número de copias.
-Rodge, ¿vas a
pasar cerca del departamento de Literatura? Zayn quiere que le
entregue esto, pero... Estoy muy liada. Me acaban de dar las
autorizaciones para la salida del martes. ¿Te lo puedes creer?
Quieren que imprima ciento y pico antes de última hora. Y esta
mierda no funciona-espetó, dándole un puntapié con un zapato
enguantado en un tímido tacón-. Como no lo haga a mano...
-Yo se lo enviaré,
Kate, no te preocupes-respondió el hombre. Eri sonrió, agradecida
de poder librarse de tal pesado, y asintió con la cabeza en señal
de despedida. Rodge cogió las hojas que le tendía la secretaria y
se marchó, azorado, enseñando su calva incipiente al mundo al
agachar la cabeza.
Kate siguió a lo
suyo, colocando y descolocando papeles. Se le cayeron unos cuantos y
ella gimió, exasperada. Eri, sintiendo lástima de la pobre mujer,
se fue a ayudarla. La secretaria sonrió con timidez y murmuró un
dulce “gracias”, evidentemente no acostumbrada a que la gente le
hiciera caso sin que ella tirara cohetes o algo por el estilo para
conseguirlo.
Pero los papeles
que había recogido volvieron al suelo en cuanto alzó la vista y se
encontró con la sonrisa de indulgencia que había en su ayudante
improvisada.
-¡Señora
Tomlinson! ¿Ha... ha pasado algo? Ya sabe... su hijo... es buena
gente. Yo lo sé. Thomas es muy, muy buen chaval. Sea lo que sea lo
que hayan dicho, habrá una explicación. Esa arpía de Ciencias no
puede ni verlo, y hace lo posible por ponérselo todo cuesta
arriba...
-No estoy aquí por
mi hijo, señora Brandon, pero gracias por su apoyo-sonrió la madre
del mencionado-. ¿Mucho trabajo?
La secretaria se
alzó y contempló embobada los papeles. Había perdido
momentáneamente la noción de dónde estaba.
-Oh, bueno, lo
típico de estas fechas... ya sabe. Excursiones, títulos... todo
eso-musitó, alzándose de hombros-. Si no es indiscrección,
¿puedo...?
-¿Preguntar por
qué estoy aquí?-la animó Eri-. En absoluto. Tengo que hablar con
el director. Louis y yo. Tenemos.
Kate sonrió ante
la sola mención del hombre. Echó una ojeada al cuartillo donde
estaba la fotocopiadora y, sin poder callárselo, explotó.
-No he tenido la
ocasión de darle las gracias como es debido, pero le prometo que
estoy agradecida. Es decir... las flores... son preciosas.
-¿Qué flores?
-Las flores. El
martes fue mi cumpleaños, ¿lo sabía?
Eri negó con la
cabeza.
-No. Felicidades.
-Gracias. Bueno, es
decir... creía que... se lo había recordado a su marido. Había
oído decir que tenía buena memoria para las fechas.
-Y suelo tenerla,
pero... no lo sabía, de verdad.
-¿Y las flores?
Eri inclinó la
cabeza a un lado.
-¿Qué flores?
-Las que me dio su
marido.
-Se las habrá dado
Louis. Suele tener estos detalles. Es una de sus pocas
virtudes-bromeó Eri. Kate se echó a reír.
-Tiene muchas más.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé.
-¿Cree que se debe
a...?
-Le aseguro que las
revistas exageran mucho estos temas. Yo vivo con él, y la mitad de
las cosas que se dicen no son verdad. Para lo bueno y para lo malo.
-Me refiero a las
flores.
-¡Ah! Pues...
suelen acordarse de estas cosas. Usted era fan suya, ¿no es así?
-De las primeras.
Eri se acercó a
ella; Kate aguantó la respiración. Tener a la esposa de uno de tus
ídolos cerca no era moco de pavo. Quería alargar ese momento en la
medida de lo posible pero, a la vez, no quería que Erika pensara que
era una fan obsesiva o algo así, que se iba a volver loca con
cualquier minucia.
-Ellos se acuerdan,
¿sabe? Que ya no estén tanto como antes no significa que no
estén... ni que ya no les importemos. Les seguimos importando.
Mucho.
Kate se quedó
callada, reflexionando sobre sus palabras. En ese momento sonó el
timbre; ella ni se inmutó, pero Eri alzó la cabeza y miró al
techo, buscando la fuente del sonido que lo inundaba todo.
-Tengo que irme.
Felicidades atrasadas-susurró, inclinándose hacia ella y dándole
un beso. La mujer se tocó la mejilla, sorprendida por ese repentino
ataque de complicidad. La sangre latina que le corría por las venas
hacía que hiciera cosas sin pensar, ni preocuparse demasiado por ser
excesiva. Por suerte, no tuvo que preocuparse de ello.
-Hasta luego,
señora Tomlinson.
-La última vez que
hablamos le dije que me llamara Eri, señora Brandon.
-Es demasiado para
mí.
Eri se echó a
reír, dobló la esquina y la secretaria desapareció.
Llegar a la clase
en la que Louis estaba fue algo más complicado de lo que pensaba.
Los alumnos más jóvenes correteaban de acá para allá, a toda
velocidad, sin preocuparse de lo que estaba sucediendo a su
alrededor: tenían que ir a clase y tenían que hacerlo ahora. Si
había que pasar entre unas piernas, se pasaba. Todo fuera por no
llegar tarde y recibir una buena regañina.
Sin embargo, llegar
a los pisos superiores, donde estaban los mayores supuso un cambio
radical. Caminaban despacio, intentando echar el mayor tiempo posible
en el pasillo. Se abrían a cada lado tuyo, sin preocuparse de que
eso pudiera ralentizarlos.
Pero también
sabían mejor quién era, qué podría hacer allí, y cómo
reaccionar ante ella. No sólo era la madre de Eleanor y Tommy,
también era la mujer de un profesor... y era, por encima de todo,
ella.
La fama que Eri
había cosechado hacía muchísimo tiempo aún latía en los
corazones de aquellos, que se volvían casi reverencialmente cuando
pasaba, contemplando su cuerpo bien ganado a la anorexia y al odio a
sí misma, unas con envidia, otros con lujuria.
-Qué puta suerte
tiene el de música, hermano-susurro uno cuando ella pasó. Eri
fingió no oírlo.
-Podría hacerle
ver qué es realmente un hombre, y no ese gilipollas.
Vale, ahora sí que
se había cabreado.
Se giró en redondo
y lo miró como si fuera a arrancarle la cabeza. Por sus labios
amaneció una sonrisa gélida.
-De momento ese
gilipollas me basta y me sobra, pero gracias por tu oferta.
El muchacho en
cuestión se puso rojo al tiempo que sus compañeros comenzaban a
tomarle el pelo.
Había un aula con
la puerta abierta y a la que nadie entraba. Esperó que coincidiera
con la que le habían dicho. Efectivamente, esa era.
Cuando llegó al
umbral, echó un vistazo al interior. Dos docenas de estudiantes se
concentraban en escribir a toda velocidad sobre un papel en blanco,
sin darse cuenta de nada más que de lo que tenían que plasmar en
aquel papel.
Louis los observaba
con los pies encima de la mesa, bufando y jugueteando con un
bolígrafo. Lo hacía girar en piruetas imposibles que Eri llevaba
mucho tiempo sin ver.
Antes de que
pudiera decir nada, Louis levantó la mirada y clavó los ojos en su
mujer.
-Hola, nena.
Todo el mundo alzó
la cabeza, primero hacia él, luego hacia ella. Algunas de las chicas
cuchichearon entre ellas, emocionadas por la palabra cariñosa que le
habían arrancado a su profesor de música. Muchas seguramente
fantasearan con que las llamara así.
Los chicos, por el
contrario, no se cortaron un pelo en contemplar a la recién llegada
con curiosidad y cierto morbo. Tanto que Eri cruzó las piernas y
agachó la cabeza un momento, inspeccionando su aspecto,
preguntándose si tendría algo en el vestido.
-Richards, cierra
la boca, es mía-espetó Louis, sonriendo. El tal Richards alzó las
manos y volvió la vista a su examen. Louis echó una ojeada a su
clase; algunos chicos se mostraban reticentes a volver al examen que
tenían sobre la mesa y abandonar semejante vista, obviamente mucho
mejor que unas preguntas cuya respuesta aún estaba por determinar.
-¿Que es que
tenéis examen?-inquirió Eri. Uno de los chicos se giró para hablar
con su amigo.
-¡Me cago en mi
vida! ¡Ese ángel puede hablar y todo!
Louis puso los ojos
en blanco.
-No me las busco
mudas, Charles, me gusta poder oírlas gritar-espetó Louis. Charles
rió.
-¿Puedo hablar con
ella?-inquirió Charles. Louis se encogió de hombros.
-Tienes boca, y
ella oídos. No veo por qué no.
-También tengo yo
algo que encaja muy bien con ella, si me dejas probarlo,
profesor-replicó otro pícaro de las últimas filas de clase. Louis
torció una sonrisa.
-Te ibas a acordar
de mí, y no sólo en junio.
-¿De qué es?
Todos volvieron a
mirarla.
-El examen.
-¿De qué va a
ser, nena?-varios murmullos de nuevo entre las mujeres del lugar-.
¡De música!
-Y parece largo.
-Lo es-aseguró una
chica que revisaba una pregunta. Tenía 4 folios escritos.
-Como lo que tengo
yo entre las piernas.
-Will, te juro por
mi vida que te voy a llevar al despacho del director como sigas en
este plan.
-¿Es difícil,
Will?-le retó Eri, apoyándose en la puerta y colocando una de sus
manos en la cadera. Will se la comió con la mirada.
-He hecho cosas más
complicadas, créame, señora Tomlinson.
-Sí, y no va a ser
con ella. Se siente, pero ya está cogida.
-¡¿PUEDE ALGUIEN
CALLARSE, POR DIOS BENDITO?! ESTOY HACIENDO UN MALDITO EXAMEN-ladró
una muchacha con el pelo alborotado.
-Mia, tranquila.
Tenéis toda la hora para terminarlo. Relajaos.
-¿De verdad les
haces hacer exámenes de dos horas, Louis?
-Las carencias de
sexo que tengo en casa me ponen de mala uva y sacan lo peor de mí-se
burló él, entrelazando las manos. Un murmullo amenazante y
expectante se levantó en la sala. Ya nadie parecía interesado en el
examen.
-Es una lástima,
porque yo no tengo carencias de nada-Eri se encogió de hombros-.
Entre tú y mi amante no puedo quejarme.
-¡Zas!-bramó
alguien, y todo el mundo se echó a reír, incluido Louis.
-Sorprendente,
¿verdad?-alegó por fin él. Muchos de sus alumnos asintieron.
-Es una crueldad.
-El examen es de
filosofía, Eri. ¿Puedes calmarte?-respondió Louis, esbozando una
sonrisa divertida, sin poder creerse que ella hubiera caído en
aquella trama. Eri simplemente se encogió de hombros, se apoyó en
el marco de la puerta y cruzó las piernas.
En ese momento, una
mujer ya entrada en años, muy delgada, de mejillas sonrosadas,
apareció por el pasillo. Tenía el pelo de color oscuro moteado con
canas recogido en un moño que se revelaba contra su dueña con una
ferocidad jamás vista.
Apenas había
llegado a la puerta, Marge se apoyó en el marco y le dedicó una
mirada a modo de saludo a Erika, que inclinó la cabeza y miró a
Louis. Éste estaba jugando con el bolígrafo, había colocado de
nuevo los pies encima de la mesa, y escudriñaba la clase con gesto
aburrido. Tenía órdenes, y muy estrictas, de no moverse de allí y
no dejar a la clase sin vigilancia hasta que alguien fuera en su
ayuda.
La caballería
había llegado.
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