lunes, 14 de abril de 2014

Los Eternos.

No logré cumplir mi objetivo de llegar a la Base antes de que la Luna se pusiera para así poder echar una cabezadita o algo, pero no fue porque de repente me hubiera vuelto de lo más incompetente que había en toda nuestra Sección y parte de las extranjeras. Se trató más bien del caso contrario: me había dado cuenta de que muchos trabajos quedarían sin hacerse mientras nosotros estábamos ocupados con las subastas, de modo que la actividad runner se vería mermada y nuestras maneras de vivir sufrirían mucho. La interdependencia total en la que nos movíamos tenía esas desventajas: en cuanto un eslabón de la cadena fallaba, ésta dejaba de ser efectiva, y la carga que llevaba se precipitaba al vacío hasta perderse en la oscuridad.
Mientras fuera libre y pudiera pasearme por donde me diera la gana, dando buena cuenta de mis piernas para cumplir con mi deber, lo haría. Se lo debía a los demás.
Cuando terminé con mis misiones pendientes, las estrellas eran las únicas guardianas de la noche. Tan sólo las más poderosas lograban colarse a través del haz de luz que manaba de la tierra. El Gobierno era tan egocéntrico que deseaba hacer de su ciudad un sol en miniatura, particular, que pudieran controlar a conciencia. Dado que el rey de los cielos era aún una bestia libre e indómita, buscaban hacerle competencia de todas las maneras posibles. Dado que no podías hacerle sombra a algo que era luz pura, y que jamás perdía esa luminosidad, lo único que podías hacer era tratar de que se viera menos brillante a base de ser tú una fuente de luminiscencia con la que pocos podían manejarse.
El trayecto a la Base fue de los más cortos que había hecho en mi vida. Una de nuestras fronteras de Sección se encontraba a escasos dos kilómetros de donde nos congregábamos (un error de cálculo y división de los primeros runners del que todo el mundo se quejaba pero que nadie buscaba solucionar), de modo que llegué allí en escasos minutos, cuando el sol comenzaba a despuntar tímidamente, con las pilas recargadas tras una noche en la que había iluminado otra parte del mundo más libre que la que ahora aparecía a sus pies.
Las puertas estaban abiertas. Se notaba, desde luego, que iba a haber reunión de runners y que no podíamos permitirnos dormir en los laureles. Cuando la puerta estaba cerrada, era que había paso libre. Cuando estaba abierta era cuando no podías traspasarla. Una manera curiosa de encerrar a alguien: queriendo que el canario de canto bellísimo no se escapara, le abrías la puerta de la jaula. Así, el animal desconfiaría y se negaría a salir al sucio y malvado mundo exterior, y tú quedarías como el bueno de la película, aquel cuidador que no era para nada un carcelero.
Varios aprendices que estaban cargando unas cajas en el vestíbulo se giraron en el momento en que atravesaba la puerta, con el sol a la espalda, y proyectando una sombra ardiente en el otro extremo del habitáculo; un triste retrato mío apareció frente a mí, contemplándome con sorna.
Uno de los aprendices abrió la boca mientras los demás me estudiaban con ojos igualmente abiertos. Entre todos formaron un coro de O silenciosas que tenían mucho que decir, pero pocas agallas para hacerlo.
Pasé a su lado dirigiéndoles una mirada reprobatoria. No era de las que abusaban de su poder de runner (me enorgullecía ser la mejor de mi sector, pero sabía que si lo era era porque trabajaba, y no porque me tocara los huevos alegando que mi gran talento me lo permitía), y sabía cómo sentaba que alguien que no tenía cargo alguno pero aun así ea superior a ti te dijera lo que tenías que hacer mientras lo hacías. Nadie estaba ciego; todo el mundo podía hablar de lo que veía con libertad y facilidad.
Una de las chicas, terriblemente parecida al chico de la boca abierta, le estampó un codazo al susodicho y negó con la cabeza, el ceño fruncido, en la boca una mueca de desaprobación.
-Seguid con eso, chicos. Lo estáis haciendo muy bien-dijo otra runner, pasando frente a mí y contemplando la labor en la que tenía sumidos a los muchachos. Sí, parecía que lo estaban haciendo bastante bien y que no la necesitaban para nada. ¿Por qué no se dedicaba a otra cosa? Casi estaban listos para que les iniciásemos en le arte de huir de la policía y bailar entre sus balas.
Incliné la cabeza a modo de saludo a la entrenadora (tenía mi edad, tal vez fuera un poco más mayor, y recordaba que en un par de ocasiones me había tocado colaborar con ella en las misiones, llevándole un maletín o esperando que ella me lo trajera a mí) y me alejé de allí, después de recibir una inclinación similar a modo de saludo idéntico. Frío e impersonal. No la conocía lo suficiente como para preocuparme por si le abrían la cabeza de un disparo con la intención de constatar si el cerebro de los runners era, o no, diferente del del resto de la población.
-¿Habéis visto cuando ha entrado?-inquirió una voz masculina a mi espalda, una voz que encajaba perfectamente con la cara con tendencia a desencajarse la mandíbula en expresiones de sorpresa-. ¿Cómo la iluminaba el sol? Parecía una diosa.
-Diosa o no, hoy hay competición, chicos. Tenéis que terminar con esto; se necesita todo para la subasta-replicó la entrenadora. Le habría dado una colleja de haber sido una de las que me habían preparado a mí y me habían encumbrado, pero no era su estilo, y yo lo comprendía. Seguramente le hubiera entrenado el mismo gilipollas que me había entrenado a mí, muy aficionado al castigo físico como recompensa por no llegar lo bastante alto ni ser lo bastante rápido.
Sí, Puck era un hijo de puta como entrenador como había habido pocos en toda la historia, pero resultaba ser bueno y eficaz.
Lo cual no excusaba las bofetadas porque sí que te daba en ocasiones, por el simple placer de que parecían constatar quién mandaba allí y quién no. Y eso que yo había sido las que menos habían sufrido a sus manos, furiosas por no ser de los mejores y verse relegado a la calidad de entrenador de aprendices cuando era joven y tenía el entrenamiento aún reciente.
Recordé mientras subía las escaleras la primera conversación que tuvimos de igual a igual. Yo estaba tensa, temblando como un flan al estar apartada de los demás con aquella bestia de mano suelta. Cuando te llevaban a un lado para hablar contigo, las hostias se rifaban en una tómbola de la cual poseías cada papeleta, sin excepción.
-Tu ascenso llegará pronto-dijo en tono críptico. Yo alcé una ceja, temiendo moverme demasiado y que lo interpretara como una ofensa o chulería por mi parte. Era mucho más baja que ahora, y mi pelo era mucho más corto, y mis ojos mucho menos crueles y mi cuerpo mucho menos fuerte. Confiaba en que el entrenamiento me convirtiera en la máquina de matar en la que finalmente me convertiría, y jamás se me pasó por la cabeza que la mejor preparación era la acción auténtica.
-Tienes potencial-musitó, estudiándome, y se encogió de hombros-. Seguramente sepas que los mejores runners tienen vigilantes para ellos solos, algo así como vigilantes personales, que son intransferibles, y sin los cuales no corren. Jamás. Es una ventaja, teniendo en cuenta que el vigilante y el runner necesitan mucha confianza, ya que se llegan a conocer de una manera lo suficientemente íntima como para hacer de una jungla infernal un parque celestial.
-Los vigilantes no son importantes, lo importante es el runner que corre por la pared. Él es quien escapa-respondí mecánicamente, pues nos preparaban para ser runners, para correr, no para contemplar la carrera de otros.
-Los vigilantes son tan importantes como los runners. Son sus ojos por la espalda, sus oídos en el silencio, su tacto en la inconsciencia. Son los que les mantiene vivos-respondió-. Tú serás la mejor runner que haya dado esta Sección, Cyntia. Y yo quiero ser el vigilante que cuide de tu espalda.
Recordé la mirada asustada que le dirigí. Recordé la satisfacción de su rostro cuando fui la primera de mi promoción de principiantes y subí a aquel escenario en el que todos corearon mi nuevo nombre al unísono, como si estuviera ensayado: “¡Kat, Kat, Kat, Kat!”.
Jamás entendería por qué estaba tan orgulloso de mí, si yo me había negado a ser de su jurisdicción, a pertenecerle por completo. Tal vez fuese sólo una prueba, pero Puck no era de los que ponían pruebas porque sí.
Puck era de los que no movían un dedo hasta no haber calculado que dicho movimiento no tendría consecuencias catastróficas.
No me había molestado en absoluto cuando le escuché al otro lado del audífono en mi primera misión. De hecho hasta me alegró tener una voz conocida, mientras la suya propia, alejada en el tiempo, resonaba en mi cabeza. “Los vigilantes son importantes, y la confianza entre el vigilante y el runner resulta crucial”. Me alegró saber que tenía alguien cuidando de mí a quien yo conocía, alguien por quien volver a casa, alguien con quien hablar en las paradas de los ascensores, alguien que supiera informarme de los detalles que me interesaban en lugar de repetir la idea general que yo tenía.
Alguien cuya cara podría recordar perfectamente si moría en la calle, bien estampada contra el frío cemento, bien con la espalda rota por tropezar con alguna barra y caer de espaldas en el borde de un contenedor metálico, o bien con un tiro en el cuerpo, que entrase por delante o por detrás.
Era mi más secreto consuelo, el de saber que, pasara lo que pasase, mi muerte tendría un rostro al que odiar tanto tiempo como mi vida posterrenal me permitiera.
En el fondo de mi corazón, consideraba a Puck el rostro del único dios auténtico, aquel dios con forma femenina y nombre femenino, a quien todo el mundo relegaba a un segundo plano para venerar a otros dioses que ni estaban, ni se les esperaban.
Todo el mundo necesitaba una cara para la muerte, la única cosa segura si estabas vivo.
Sacudí la cabeza, alejando aquellos pensamientos teológicos de mí, y me encaminé al comedor, en el que seguramente estuvieran recogiendo la cena del día anterior y colocando el desayuno. Podías cenar si te daba la gana a las 5 de la madrugada, siempre y cuando, eso sí, lo pidieras por favor y tuvieras una excusa. Si eras un vago que no se había levantado de la cama de una siesta que se había alargado hasta la noche, era tu problema, no el de las cocineras.
Me acerqué a la barra y me serví yo misma un filete mientras dos cocineras me miraban y cuchicheaban entre sí. Sus hombros estaban desnudos: nunca habían sido runners, y eran demasiado viejas para serlo. Eran civiles de los que cuidábamos, los que habíamos acogido en nuestra base y ayudado durante el corte de luz.
Y, con todo, la mayoría eran unos gilipollas pretenciosos que nos veían más como bestias roba niños para convertirlos en minas humanas que como sus salvadores y conversores de criaturas inofensivas en seres capaces de cuidar de sí mismos y de sus familias.
Tanta mirada me cabreó.
-Sabía que mi belleza era deslumbrante, pero jamás pensé que lo fuera lo suficiente como para volver lesbianas a dos mujeres hechas y derechas.
Enrojecieron de pura rabia, deseando seguramente clavarme tenedores en los ojos, los pechos y, ¿por qué no?, también en lo que me hacía una mujer.
De la que me alejaba de las cotorras con delirios de asesinato, pude distinguir entre la multitud casi inexistente una cabeza de pelo azul y morado. Me acerqué a ella. Raspberry alzó los ojos azules, contemplándome con exasperación.
-¿No podías dormir, gatita?-se burló, señalando mi rostro, que seguramente dos ojeras habían colonizado y declarado territorio propio y único.
-He estado trabajando. Adelantando lo atrasado. ¿Y tú?-inquirí, sentándome frente a ella y cerrando las manos en puños, deseosa de partirle la cara por ser tan irrespetuosa. En el fondo me caía bien, pero, claro, para llegar a esa parte primero había que cavar mucho.
-Llevo con insomnio desde que sé lo de la subasta. ¿No te da vértigo?
Negué con la cabeza, dando un par de sorbos de la pequeña botella de plástico que había cogido. Alcé los hombros.
-¿Es tu primera subasta?
-Si consigo una misión, será la primera en la que no hago un ridículo espantoso.
-¿Te suele tocar con la misma gente?
-En ocasiones.
-¿Quién está en tu grupo?
-Muchos machitos llenos de esteroides. Uno de ellos te resultará familiar-gruñó, metiéndose con fiereza varias patatas fritas en la boca, esperando que la invitara a hablar. Lo hice.
-Knight.
-En realidad, es Wolf. Pero te has acercado bastante, joder. Sí-musitó, y soltó una risita-. Jamás podré competir contra ellos.
-Yo no soy la más fuerte de mi sector, y dudo que sea la más rápida. Lo que pasa es que...
-Los hay con talento y los hay que nos teñimos el pelo para que nos distingan-ironizó, alzando una ceja.
-... sé cuál es mi punto fuerte, y lo aprovecho al máximo. Tú deberías hacer lo mismo.
Tragó sus patatas y me encañonó con un tenedor extremadamente peligroso.
-Deberías ser consejera de los demás. En serio. Toda la Base está histérica por la subasta, y tú te vas de paseos nocturnos cuando se supone que debes descansar, aprovechando que puede que no vuelvas a hacerlo en una gran temporada.
-Siempre he sido un culo inquieto; no veo por qué debería dejar de serlo ahora.
Sus cejas volvieron a alzarse, yendo en dirección contraria al resto de su cabeza. No abrió más la boca, a excepción de contestaciones monosilábicas que me dio mientras yo trataba de no sentirme tan sola.
-¿Sabes por qué son?
Sus ojos se iluminaron, mostrando una ilusión que se reduciría a añicos en cuanto comenzara la subasta, el momento más duro para muchos runners. Pocas cosas se comparaban a enfrentarte a gente con tus mismas habilidades, que trabajaba contigo y conocía tu modus operandi. La policía era una gilipollez comparada con tus compañeros.
-Casi todo son cosas contra los ángeles, ya sabes, lo de siempre... la gran novedad es el premio especial, ese con el que se irán a casa los machos de turno-se inclinó hacia mí. Me tenía en ascuas, odiaba admitirlo. Me incliné hacia ella-. Una escalada al Cristal-reveló, abriendo mucho los ojos.
El Cristal. El símbolo del poder del Gobierno. El ojo vigilante superior a todo lo demás, desde el que todo se veía. En el Cristal se albergaban los centros neurálgicos de la seguridad de toda la ciudad. Decían que allí había servidores del tamaño de tráilers que controlaban hasta la más recóndita cámara de seguridad.
Estaba bien custodiado; en su mejor época, hasta diez ángeles habían sido capaces de saltar desde aquel mastodonte, que se alzaba cual cuchillo tratando de despedazar el cielo. En los días de más calor, los saltos de aquellos seres majestuosos se veían a varios kilómetros de distancia, pues sus plumas reflejaban el brillo del sol, reflejado a su vez en las paredes del Cristal. Parecían meteoritos que tenían control sobre sus movimientos.
Entrar en el Cristal sería un privilegio que pocos tendrían, un sueño con el que todos soñábamos. En el fondo, todo runner que se preciara deseaba desesperadamente escalar lo inescalable, acceder a la azotea de las azoteas, el techo del mundo, y contemplar la ciudad desde una perspectiva de la que nadie cuya única opción de movimiento fuera la de caminar había disfrutado jamás.
Así que a eso se reducía todo: a ganar la subasta, y acceder al techo del mundo. Herir al Gobierno. Destrozar la casa de los ángeles. Escapar de las garras de las cámaras por un momento, pues la altura del Cristal era tal que nadie había pensado en la posibilidad de una llegada inesperada a la azotea. Seguramente fuese así, pero me moría de curiosidad por conocer un lugar no gobernado por runners en el que no estuvieras siendo vigilado y cada movimiento tuyo se registrara en un ordenador gigante.
-¿Para hacer qué?-murmuré sin aliento. Sus facciones se entristecieron, y me dio mucha pena. Las vistas desde allá arriba debían de ser gloriosas. Taylor había subido una vez, y hubiera hecho fotos de haber tenido tiempo. No lo logró, un helicóptero se acercaba y tuvo que salir huyendo. No podía defenderse él solo contra una máquina asesina. Sin embargo, a pesar de que nadie tenía fotografías y el acceso a las mentes era restringido sólo a los que cuidaban de nosotros en los simuladores, los pocos que habían estado en la cima y habían tocado el cielo con los dedos aseguraban que aquello merecía la pena... especialmente de noche, cuando la ciudad se engalanaba y ofrecía una belleza inimaginable e inigualable.
Taylor no podía describírmela: él había subido de día. Pero me había prometido que yo vería lo que había visto él.
Lo doloroso del asunto era que nadie podía prometerle eso a Blueberry. Ni siquiera yo. Para empezar, debía ganar la competición, cosa que se me antojaba harto difícil. Debía machacar uno por uno a todos los componentes de la élite de mi Sección en todas las pruebas, y yo no era la más fuerte ni la más rápida. Perdería algunas, ganaría otras... todo dependiendo de la importancia que se le dieran a algunas.
-Nadie lo sabe, pero, ¿qué más da? Es el Cristal. Subir allá arriba merece todo. Incluso la muerte.
Me quedé pensativa, viendo mil y una imágenes del edificio que controlaba la ciudad. Era el centro de referencia para todo ciudadano, libre o esclavo: “si te pierdes, mira hacia el Cristal”. Los niños nacían prácticamente sabiendo llegar al Cristal desde su casa, los ciegos tenían contados los pasos, las madres buscaban a sus hijos en aquel lugar, los hombres lo estudiaban cuando tenían un descanso en sus duros trabajos de construcción de una ciudad en la que el límite de altura lo marcaba aquel Dios encarnado en acero.
Incluso nosotros nos fijábamos en él para calcular las distancias. El Cristal era siempre la referencia, gracias a él sabías en qué dirección habrías de ir.
Era la Meca, y nosotros éramos creyentes. Una vez en la vida había que ascenderlo.
Fueras como fueras.
Otra cosa sería bajarlo. Ahí era donde se decidía si eras o no un buen runner y si merecías la pena.
-Espero que el que suba consiga las fotografías del Edén-murmuré, contemplando la comida restante de mi plato. Eran los supervivientes de una guerra sin cuartel, desequilibrada, en la que se había enfrentado un bando con cabezas nucleares a otro que luchaba con palos y piedras. No era justo. Nada en la vida lo era, en realidad.
-Tengo que ganar, Kat. Necesito subir. Necesito verlo con mis propios ojos.
-Y yo necesito unas vacaciones-me cachondeé, y nos echamos a reír. Ella negó con la cabeza; no me había fijado en lo bonita que era su sonrisa. Solía pasar: las cosas que más se ocultan suelen ser las más bonitas. De ahí que las vistas desde la cima del mundo tuvieran que ser espectaculares.
-No, Kat, esto es diferente. Daría todo por estar allá arriba cinco minutos-sus ojos se alzaron, escalaron lo que ella no había escalado nunca, como los ojos de todos los ciudadanos en cualquier momento de su vida. Soñaban. Tenían alas. Eran veloces. Volaban... como ángeles.
Me dolía el pecho.
-Daría mi vida... hasta mi libertad.
La contemplé pasmada. Blueberry ya no estaba allí. Se había convertido en la muchacha que había sido antes de entrar en nuestra sociedad y dejarlo todo atrás. Los sueños se mantenían, tuvieras el nombre que tuvieras.
-Algún día te llevaré ahí arriba. Y serás mi esclava. Para siempre. Lo prometo.
Sus ojos cayeron en picado, convertidos en los meteoritos que se controlaban a sí mismos, y se clavaron en mí.

-No me gustaría ser la esclava de una gilipollas... pero creo que podría hacer una excepción.

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