No logré cumplir mi
objetivo de llegar a la Base antes de que la Luna se pusiera para así
poder echar una cabezadita o algo, pero no fue porque de repente me
hubiera vuelto de lo más incompetente que había en toda nuestra
Sección y parte de las extranjeras. Se trató más bien del caso
contrario: me había dado cuenta de que muchos trabajos quedarían
sin hacerse mientras nosotros estábamos ocupados con las subastas,
de modo que la actividad runner se vería mermada y nuestras maneras
de vivir sufrirían mucho. La interdependencia total en la que nos
movíamos tenía esas desventajas: en cuanto un eslabón de la cadena
fallaba, ésta dejaba de ser efectiva, y la carga que llevaba se
precipitaba al vacío hasta perderse en la oscuridad.
Mientras fuera libre y
pudiera pasearme por donde me diera la gana, dando buena cuenta de
mis piernas para cumplir con mi deber, lo haría. Se lo debía a los
demás.
Cuando terminé con mis
misiones pendientes, las estrellas eran las únicas guardianas de la
noche. Tan sólo las más poderosas lograban colarse a través del
haz de luz que manaba de la tierra. El Gobierno era tan egocéntrico
que deseaba hacer de su ciudad un sol en miniatura, particular, que
pudieran controlar a conciencia. Dado que el rey de los cielos era
aún una bestia libre e indómita, buscaban hacerle competencia de
todas las maneras posibles. Dado que no podías hacerle sombra a algo
que era luz pura, y que jamás perdía esa luminosidad, lo único que
podías hacer era tratar de que se viera menos brillante a base de
ser tú una fuente de luminiscencia con la que pocos podían
manejarse.
El trayecto a la Base
fue de los más cortos que había hecho en mi vida. Una de nuestras
fronteras de Sección se encontraba a escasos dos kilómetros de
donde nos congregábamos (un error de cálculo y división de los
primeros runners del que todo el mundo se quejaba pero que nadie
buscaba solucionar), de modo que llegué allí en escasos minutos,
cuando el sol comenzaba a despuntar tímidamente, con las pilas
recargadas tras una noche en la que había iluminado otra parte del
mundo más libre que la que ahora aparecía a sus pies.
Las puertas estaban
abiertas. Se notaba, desde luego, que iba a haber reunión de runners
y que no podíamos permitirnos dormir en los laureles. Cuando la
puerta estaba cerrada, era que había paso libre. Cuando estaba
abierta era cuando no podías traspasarla. Una manera curiosa de
encerrar a alguien: queriendo que el canario de canto bellísimo no
se escapara, le abrías la puerta de la jaula. Así, el animal
desconfiaría y se negaría a salir al sucio y malvado mundo
exterior, y tú quedarías como el bueno de la película, aquel
cuidador que no era para nada un carcelero.
Varios aprendices que
estaban cargando unas cajas en el vestíbulo se giraron en el momento
en que atravesaba la puerta, con el sol a la espalda, y proyectando
una sombra ardiente en el otro extremo del habitáculo; un triste
retrato mío apareció frente a mí, contemplándome con sorna.
Uno de los aprendices
abrió la boca mientras los demás me estudiaban con ojos igualmente
abiertos. Entre todos formaron un coro de O silenciosas que tenían
mucho que decir, pero pocas agallas para hacerlo.
Pasé a su lado
dirigiéndoles una mirada reprobatoria. No era de las que abusaban de
su poder de runner (me enorgullecía ser la mejor de mi sector, pero
sabía que si lo era era porque trabajaba, y no porque me tocara los
huevos alegando que mi gran talento me lo permitía), y sabía cómo
sentaba que alguien que no tenía cargo alguno pero aun así ea
superior a ti te dijera lo que tenías que hacer mientras lo hacías.
Nadie estaba ciego; todo el mundo podía hablar de lo que veía con
libertad y facilidad.
Una de las chicas,
terriblemente parecida al chico de la boca abierta, le estampó un
codazo al susodicho y negó con la cabeza, el ceño fruncido, en la
boca una mueca de desaprobación.
-Seguid con eso, chicos.
Lo estáis haciendo muy bien-dijo otra runner, pasando frente a mí y
contemplando la labor en la que tenía sumidos a los muchachos. Sí,
parecía que lo estaban haciendo bastante bien y que no la
necesitaban para nada. ¿Por qué no se dedicaba a otra cosa? Casi
estaban listos para que les iniciásemos en le arte de huir de la
policía y bailar entre sus balas.
Incliné la cabeza a
modo de saludo a la entrenadora (tenía mi edad, tal vez fuera un
poco más mayor, y recordaba que en un par de ocasiones me había
tocado colaborar con ella en las misiones, llevándole un maletín o
esperando que ella me lo trajera a mí) y me alejé de allí, después
de recibir una inclinación similar a modo de saludo idéntico. Frío
e impersonal. No la conocía lo suficiente como para preocuparme por
si le abrían la cabeza de un disparo con la intención de constatar
si el cerebro de los runners era, o no, diferente del del resto de la
población.
-¿Habéis visto cuando
ha entrado?-inquirió una voz masculina a mi espalda, una voz que
encajaba perfectamente con la cara con tendencia a desencajarse la
mandíbula en expresiones de sorpresa-. ¿Cómo la iluminaba el sol?
Parecía una diosa.
-Diosa o no, hoy hay
competición, chicos. Tenéis que terminar con esto; se necesita todo
para la subasta-replicó la entrenadora. Le habría dado una colleja
de haber sido una de las que me habían preparado a mí y me habían
encumbrado, pero no era su estilo, y yo lo comprendía. Seguramente
le hubiera entrenado el mismo gilipollas que me había entrenado a
mí, muy aficionado al castigo físico como recompensa por no llegar
lo bastante alto ni ser lo bastante rápido.
Sí, Puck era un hijo de
puta como entrenador como había habido pocos en toda la historia,
pero resultaba ser bueno y eficaz.
Lo cual no excusaba las
bofetadas porque sí que te daba en ocasiones, por el simple placer
de que parecían constatar quién mandaba allí y quién no. Y eso
que yo había sido las que menos habían sufrido a sus manos,
furiosas por no ser de los mejores y verse relegado a la calidad de
entrenador de aprendices cuando era joven y tenía el entrenamiento
aún reciente.
Recordé mientras subía
las escaleras la primera conversación que tuvimos de igual a igual.
Yo estaba tensa, temblando como un flan al estar apartada de los
demás con aquella bestia de mano suelta. Cuando te llevaban a un
lado para hablar contigo, las hostias se rifaban en una tómbola de
la cual poseías cada papeleta, sin excepción.
-Tu ascenso llegará
pronto-dijo en tono críptico. Yo alcé una ceja, temiendo moverme
demasiado y que lo interpretara como una ofensa o chulería por mi
parte. Era mucho más baja que ahora, y mi pelo era mucho más corto,
y mis ojos mucho menos crueles y mi cuerpo mucho menos fuerte.
Confiaba en que el entrenamiento me convirtiera en la máquina de
matar en la que finalmente me convertiría, y jamás se me pasó por
la cabeza que la mejor preparación era la acción auténtica.
-Tienes
potencial-musitó, estudiándome, y se encogió de hombros-.
Seguramente sepas que los mejores runners tienen vigilantes para
ellos solos, algo así como vigilantes personales, que son
intransferibles, y sin los cuales no corren. Jamás. Es una ventaja,
teniendo en cuenta que el vigilante y el runner necesitan mucha
confianza, ya que se llegan a conocer de una manera lo
suficientemente íntima como para hacer de una jungla infernal un
parque celestial.
-Los vigilantes no son
importantes, lo importante es el runner que corre por la pared. Él
es quien escapa-respondí mecánicamente, pues nos preparaban para
ser runners, para correr, no para contemplar la carrera de otros.
-Los vigilantes son tan
importantes como los runners. Son sus ojos por la espalda, sus oídos
en el silencio, su tacto en la inconsciencia. Son los que les
mantiene vivos-respondió-. Tú serás la mejor runner que haya dado
esta Sección, Cyntia. Y yo quiero ser el vigilante que cuide de tu
espalda.
Recordé la mirada
asustada que le dirigí. Recordé la satisfacción de su rostro
cuando fui la primera de mi promoción de principiantes y subí a
aquel escenario en el que todos corearon mi nuevo nombre al unísono,
como si estuviera ensayado: “¡Kat, Kat, Kat, Kat!”.
Jamás entendería por
qué estaba tan orgulloso de mí, si yo me había negado a ser de su
jurisdicción, a pertenecerle por completo. Tal vez fuese sólo una
prueba, pero Puck no era de los que ponían pruebas porque sí.
Puck era de los que no
movían un dedo hasta no haber calculado que dicho movimiento no
tendría consecuencias catastróficas.
No me había molestado
en absoluto cuando le escuché al otro lado del audífono en mi
primera misión. De hecho hasta me alegró tener una voz conocida,
mientras la suya propia, alejada en el tiempo, resonaba en mi cabeza.
“Los vigilantes son importantes, y la confianza entre el vigilante
y el runner resulta crucial”. Me alegró saber que tenía alguien
cuidando de mí a quien yo conocía, alguien por quien volver a casa,
alguien con quien hablar en las paradas de los ascensores, alguien
que supiera informarme de los detalles que me interesaban en lugar de
repetir la idea general que yo tenía.
Alguien cuya cara podría
recordar perfectamente si moría en la calle, bien estampada contra
el frío cemento, bien con la espalda rota por tropezar con alguna
barra y caer de espaldas en el borde de un contenedor metálico, o
bien con un tiro en el cuerpo, que entrase por delante o por detrás.
Era mi más secreto
consuelo, el de saber que, pasara lo que pasase, mi muerte tendría
un rostro al que odiar tanto tiempo como mi vida posterrenal me
permitiera.
En el fondo de mi
corazón, consideraba a Puck el rostro del único dios auténtico,
aquel dios con forma femenina y nombre femenino, a quien todo el
mundo relegaba a un segundo plano para venerar a otros dioses que ni
estaban, ni se les esperaban.
Todo el mundo necesitaba
una cara para la muerte, la única cosa segura si estabas vivo.
Sacudí la cabeza,
alejando aquellos pensamientos teológicos de mí, y me encaminé al
comedor, en el que seguramente estuvieran recogiendo la cena del día
anterior y colocando el desayuno. Podías cenar si te daba la gana a
las 5 de la madrugada, siempre y cuando, eso sí, lo pidieras por
favor y tuvieras una excusa. Si eras un vago que no se había
levantado de la cama de una siesta que se había alargado hasta la
noche, era tu problema, no el
de las cocineras.
Me
acerqué a la barra y me serví yo misma un filete mientras dos
cocineras me miraban y cuchicheaban entre sí. Sus hombros estaban
desnudos: nunca habían sido runners, y eran demasiado viejas para
serlo. Eran civiles de los que cuidábamos, los que habíamos acogido
en nuestra base y ayudado durante el corte de luz.
Y,
con todo, la mayoría eran unos gilipollas pretenciosos que nos veían
más como bestias roba niños para convertirlos en minas humanas que
como sus salvadores y conversores de criaturas inofensivas en seres
capaces de cuidar de sí mismos y de sus familias.
Tanta
mirada me cabreó.
-Sabía
que mi belleza era deslumbrante, pero jamás pensé que lo fuera lo
suficiente como para volver lesbianas a dos mujeres hechas y
derechas.
Enrojecieron
de pura rabia, deseando seguramente clavarme tenedores en los ojos,
los pechos y, ¿por qué no?, también en lo que me hacía una mujer.
De
la que me alejaba de las cotorras con delirios de asesinato, pude
distinguir entre la multitud casi inexistente una cabeza de pelo azul
y morado. Me acerqué a ella. Raspberry alzó los ojos azules,
contemplándome con exasperación.
-¿No
podías dormir, gatita?-se burló, señalando mi rostro, que
seguramente dos ojeras habían colonizado y declarado territorio
propio y único.
-He
estado trabajando. Adelantando lo atrasado. ¿Y tú?-inquirí,
sentándome frente a ella y cerrando las manos en puños, deseosa de
partirle la cara por ser tan irrespetuosa. En el fondo me caía bien,
pero, claro, para llegar a esa parte primero había que cavar mucho.
-Llevo
con insomnio desde que sé lo de la subasta. ¿No te da vértigo?
Negué
con la cabeza, dando un par de sorbos de la pequeña botella de
plástico que había cogido. Alcé los hombros.
-¿Es
tu primera subasta?
-Si
consigo una misión, será la primera en la que no hago un ridículo
espantoso.
-¿Te
suele tocar con la misma gente?
-En
ocasiones.
-¿Quién
está en tu grupo?
-Muchos
machitos llenos de esteroides. Uno de ellos te resultará
familiar-gruñó, metiéndose con fiereza varias patatas fritas en la
boca, esperando que la invitara a hablar. Lo hice.
-Knight.
-En
realidad, es Wolf. Pero te has acercado bastante, joder. Sí-musitó,
y soltó una risita-. Jamás podré competir contra ellos.
-Yo
no soy la más fuerte de mi sector, y dudo que sea la más rápida.
Lo que pasa es que...
-Los
hay con talento y los hay que nos teñimos el pelo para que nos
distingan-ironizó, alzando una ceja.
-...
sé cuál es mi punto fuerte, y lo aprovecho al máximo. Tú deberías
hacer lo mismo.
Tragó
sus patatas y me encañonó con un tenedor extremadamente peligroso.
-Deberías
ser consejera de los demás. En serio. Toda la Base está histérica
por la subasta, y tú te vas de paseos nocturnos cuando se supone que
debes descansar, aprovechando que puede que no vuelvas a hacerlo en
una gran temporada.
-Siempre
he sido un culo inquieto; no veo por qué debería dejar de serlo
ahora.
Sus
cejas volvieron a alzarse, yendo en dirección contraria al resto de
su cabeza. No abrió más la boca, a excepción de contestaciones
monosilábicas que me dio mientras yo trataba de no sentirme tan
sola.
-¿Sabes
por qué son?
Sus
ojos se iluminaron, mostrando una ilusión que se reduciría a añicos
en cuanto comenzara la subasta, el momento más duro para muchos
runners. Pocas cosas se comparaban a enfrentarte a gente con tus
mismas habilidades, que trabajaba contigo y conocía tu modus
operandi. La policía era una
gilipollez comparada con tus compañeros.
-Casi
todo son cosas contra los ángeles, ya sabes, lo de siempre... la
gran novedad es el premio especial, ese con el que se irán a casa
los machos de turno-se inclinó hacia mí. Me tenía en ascuas,
odiaba admitirlo. Me incliné hacia ella-. Una escalada al
Cristal-reveló, abriendo mucho los ojos.
El
Cristal. El símbolo del poder del Gobierno. El ojo vigilante
superior a todo lo demás, desde el que todo se veía. En el Cristal
se albergaban los centros neurálgicos de la seguridad de toda la
ciudad. Decían que allí había servidores del tamaño de tráilers
que controlaban hasta la más recóndita cámara de seguridad.
Estaba
bien custodiado; en su mejor época, hasta diez ángeles habían sido
capaces de saltar desde aquel mastodonte, que se alzaba cual cuchillo
tratando de despedazar el cielo. En los días de más calor, los
saltos de aquellos seres majestuosos se veían a varios kilómetros
de distancia, pues sus plumas reflejaban el brillo del sol, reflejado
a su vez en las paredes del Cristal. Parecían meteoritos que tenían
control sobre sus movimientos.
Entrar
en el Cristal sería un privilegio que pocos tendrían, un sueño con
el que todos soñábamos. En el fondo, todo runner que se preciara
deseaba desesperadamente escalar lo inescalable, acceder a la azotea
de las azoteas, el techo del mundo, y contemplar la ciudad desde una
perspectiva de la que nadie cuya única opción de movimiento fuera
la de caminar había disfrutado jamás.
Así que a eso se
reducía todo: a ganar la subasta, y acceder al techo del mundo.
Herir al Gobierno. Destrozar la casa de los ángeles. Escapar de las
garras de las cámaras por un momento, pues la altura del Cristal era
tal que nadie había pensado en la posibilidad de una llegada
inesperada a la azotea. Seguramente fuese así, pero me moría de
curiosidad por conocer un lugar no gobernado por runners en el que no
estuvieras siendo vigilado y cada movimiento tuyo se registrara en un
ordenador gigante.
-¿Para hacer
qué?-murmuré sin aliento. Sus facciones se entristecieron, y me dio
mucha pena. Las vistas desde allá arriba debían de ser gloriosas.
Taylor había subido una vez, y hubiera hecho fotos de haber tenido
tiempo. No lo logró, un helicóptero se acercaba y tuvo que salir
huyendo. No podía defenderse él solo contra una máquina asesina.
Sin embargo, a pesar de que nadie tenía fotografías y el acceso a
las mentes era restringido sólo a los que cuidaban de nosotros en
los simuladores, los pocos que habían estado en la cima y habían
tocado el cielo con los dedos aseguraban que aquello merecía la
pena... especialmente de noche, cuando la ciudad se engalanaba y
ofrecía una belleza inimaginable e inigualable.
Taylor no podía
describírmela: él había subido de día. Pero me había prometido
que yo vería lo que había visto él.
Lo doloroso del asunto
era que nadie podía prometerle eso a Blueberry. Ni siquiera yo. Para
empezar, debía ganar la competición, cosa que se me antojaba harto
difícil. Debía machacar uno por uno a todos los componentes de la
élite de mi Sección en todas las pruebas, y yo no era la más
fuerte ni la más rápida. Perdería algunas, ganaría otras... todo
dependiendo de la importancia que se le dieran a algunas.
-Nadie lo sabe, pero,
¿qué más da? Es el Cristal. Subir allá arriba merece todo.
Incluso la muerte.
Me quedé pensativa,
viendo mil y una imágenes del edificio que controlaba la ciudad. Era
el centro de referencia para todo ciudadano, libre o esclavo: “si
te pierdes, mira hacia el Cristal”. Los niños nacían
prácticamente sabiendo llegar al Cristal desde su casa, los ciegos
tenían contados los pasos, las madres buscaban a sus hijos en aquel
lugar, los hombres lo estudiaban cuando tenían un descanso en sus
duros trabajos de construcción de una ciudad en la que el límite de
altura lo marcaba aquel Dios encarnado en acero.
Incluso nosotros nos
fijábamos en él para calcular las distancias. El Cristal era
siempre la referencia, gracias a él sabías en qué dirección
habrías de ir.
Era la Meca, y nosotros
éramos creyentes. Una vez en la vida había que ascenderlo.
Fueras como fueras.
Otra cosa sería
bajarlo. Ahí era donde se decidía si eras o no un buen runner y si
merecías la pena.
-Espero que el que suba
consiga las fotografías del Edén-murmuré, contemplando la comida
restante de mi plato. Eran los supervivientes de una guerra sin
cuartel, desequilibrada, en la que se había enfrentado un bando con
cabezas nucleares a otro que luchaba con palos y piedras. No era
justo. Nada en la vida lo era, en realidad.
-Tengo que ganar, Kat.
Necesito subir. Necesito verlo con mis propios ojos.
-Y yo necesito unas
vacaciones-me cachondeé, y nos echamos a reír. Ella negó con la
cabeza; no me había fijado en lo bonita que era su sonrisa. Solía
pasar: las cosas que más se ocultan suelen ser las más bonitas. De
ahí que las vistas desde la cima del mundo tuvieran que ser
espectaculares.
-No, Kat, esto es
diferente. Daría todo por estar allá arriba cinco minutos-sus ojos
se alzaron, escalaron lo que ella no había escalado nunca, como los
ojos de todos los ciudadanos en cualquier momento de su vida.
Soñaban. Tenían alas. Eran veloces. Volaban... como ángeles.
Me dolía el pecho.
-Daría mi vida... hasta
mi libertad.
La contemplé pasmada.
Blueberry ya no estaba allí. Se había convertido en la muchacha que
había sido antes de entrar en nuestra sociedad y dejarlo todo atrás.
Los sueños se mantenían, tuvieras el nombre que tuvieras.
-Algún día te llevaré
ahí arriba. Y serás mi esclava. Para siempre. Lo prometo.
Sus ojos cayeron en
picado, convertidos en los meteoritos que se controlaban a sí
mismos, y se clavaron en mí.
-No me gustaría ser la
esclava de una gilipollas... pero creo que podría hacer una
excepción.
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