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Sabía que con el
portazo conseguiría cabrear aún más a mis padres, pero lo mejor de
todo era que no me importaba. En ese instante, la resaca era cosa del
pasado, y un dolor lacerante se había instalado en mi corazón. Me
sentía como la primera vez que me había probado un vestido para
desfilar, y había descubierto que no me servía: los ayudantes
gilipollas de Marc Jacobs me habían tomado mal las medidas, y ahora
no podía llevar esa belleza negra y blanca que tanto me había
gustado y por la que tanto me había peleado. Repartí gritos e
improperios entre bambalinas mientras las demás modelos me
observaban, sin comprender qué pasaba, o cómo había podido nadie
cometer un error tan garrafal, especialmente teniendo en cuenta que
mis medidas estaban en Internet.
No podía dejar de
llorar mientras correteaba por los alrededores en busca de una
modista de emergencia que pudiera arreglar ese estropicio, y la
verdad es que no la encontré. El mismísimo Marc, entrado en años y
con sus eternas gafas de sol y el cigarrillo en una mano fue el
encargado de detenerme y abofetearme para que mi ataque de ansiedad
no terminara con todo Manhattan.
-Niña, te puedo
garantizar que no vas a llevar ese vestido hoy, pero como no te
tranquilices, será la última vez que trabajes para mí.
Conseguí calmarme,
o, por lo menos, secar mis ojos, lo que en el mundo de la moda venía
a ser lo mismo. No importaba cuán jodido estuvieras por dentro: si
sonreías y estabas haciendo bien tu trabajo, bien podías estar
hasta el culo de la droga más potente que hubieras logrado
encontrar, o llevar en tu interior una depresión de caballo, de esas
que hacen que los patéticos salten de las azoteas de los edificios
de sus padres.
Algo así,
multiplicado por mil, sentía en el momento en que me tiré en la
cama. Ni siquiera me sobresaltó el sonido de un golpe seco y
cristales rompiéndose. No sería hasta más tarde cuando me daría
cuenta de que me había cargado uno de los cuadros del pasillo,
aquellas obras de arte que mis padres rescataban en las subastas por
cantidades ingentes de dinero. ¿Quién coño daba un millón de
dólares por un lienzo con una puñetera línea pintada? Podría
forrarme en Nueva York a base de vender mis dibujos de cuando tenía
seis años.
Y ahora me iban a
llevar lejos de mi ciudad, lejos de todo, para castigarme por las
cosas que había hecho. Cosas que las chicas de mi edad hacían
constantemente y cuyas culpables campaban a sus anchas con zapatos de
Louboutin y bolsos de Miu Miu, embutidas en diseños de mi madre
mientras esperaban a que las becarias de turno de la tienda de tal
esquina les encontraran el vestido perfecto para la fiesta del sábado
siguiente. Ojalá mi castigo fuera llevar unos Louboutin de diseño
horrible durante una semana a todas partes. De verdad que lo acataría
con resignación y no me quejaría.
Bueno, casi.
Escuché pasos
detrás de mí, más allá de la puerta, en lo que decidí considerar
el “mundo exterior y en calma” dentro de mi burbuja de infierno
sin llamas. A través de mis sollozos logré entrever una respiración
entrecortada, y mi yo más cínico sólo pudo sonreír en mi interior
ante la expectativa de una nueva pelea.
El pomo de la
puerta comenzó a girarse, y yo me retorcí para observarlo con
furia. Si tuviera superpoderes, lo habría derretido, y luego habría
hecho estallar media Nueva York con sólo el poder de mi mente. Pero,
por suerte para la mejor ciudad del mundo, aquello no hizo falta.
Unos susurros al otro lado de la barrera del mundo exterior y en
calma hicieron que el movimiento fantasma del pomo de la puerta se
detuviera. Un suspiro después, volvió a su posición original, y no
se movió más del sitio.
Seguramente lo que
más me fastidiaba de todo el asunto no era que no pudiera ver a mis
amigos en un gran período de tiempo (había estado en Francia e
Italia muchas veces, sólo acompañada por mi madre, lo que equivalía
a que cada una fuera por su lado porque sabíamos demasiado bien que
juntas no podíamos aspirar a nada bueno), sino la facilidad con la
que mis padres se deshacían de mí. No sé, me habían hecho pensar
que verdaderamente me querían. A casi nadie le concedías tantos
caprichos ni le dabas tanta libertad y “confianza” si no le
querías, ¿no es así? No todas mis amigas desfilaban en las mayores
y más importantes pasarelas; al menos, no las de mi instituto, y no
por eso mis padres me querían menos.
Pero, claro, a
ninguna la habían enviado de una patada en el culo al país del que
procedía la lengua en la que pensabas y hablabas, aquel que había
tenido sometido al feto de tu nación cientos de años atrás, cuando
Estados Unidos no estaba compuesto de 50 estados, y sino de 13
colonias que, para colmo, no tenían identidad propia y obedecían a
lo que un retaco de isla al otro lado del mundo les obligaba a hacer.
De verdad, qué asco de vida. Preferiría que me enviaran a la India
a meditar. Cualquier sitio salvo Inglaterra, con cualquiera salvo con
los Tomlinson.
Pensar que iba a
estar varios meses con aquella familia me daba arcadas. No me
malinterpretes, Louis era un tío guay. De hecho, me gustaba bastante
cómo era, y me identificaba más con él que con mi padre (muchas
veces había llegado a considerar que mi madre se hubiera liado con
él y que me hubiera hecho pasar a Harry por su hija, pero mis ojos
verdes me delataban a leguas de distancia), y tampoco tenía ningún
problema con su mujer, una vieja amiga de la infancia de mi madre que
parecía bastante simpática en las pocas ocasiones en las que pude
hablar un rato con ella. No me trataba como lo hacían los demás,
como a una modelo de alta costura, y tampoco como a una cría de 16
años que no sabía nada de la vida, sino como lo que era: una igual.
Las pocas conversaciones que teníamos habían sido intensísimas,
todo sobre moda, películas, Hollywood y mi país. Le encantaba mi
país como a las plantas les encantaba hacer la fotosíntesis.
No, el problema no
venía por los padres. Venía por los hijos. Más bien por el
hijo. Thomas Louis Tomlinson. Era insufrible: todas y cada una de
las veces en que había coincidido con él, me había dado la misma
impresión; la de un gilipollas pretencioso que se creía Dios por
haber salido de los huevos de su padre hacía muchos años, y que se
creía el más guapo del mundo cuando claramente era un cani de aquí
te espero. Por favor, si seguramente escribiera “guapa” con W
en lugar de con gu. No podían obligarme en serio a cambiar a
Zoe por semejante espécimen, al que vería todos los días durante
dios sabía cuánto tiempo. ¿Si me metía a monja, me libraría de
todo aquello?
Me tumbé boca
arriba. Pasaron los segundos, los minutos, las horas, mientras yo
caía en una espiral de autocompasión de la que me iba a costar
salir. Escuché el tintineo de los cubiertos cuando pusieron la mesa.
Alguien llamó a mi puerta.
-Diana, ven a
comer-dijo mi padre, con esa voz rasgada que no admitía a discusión.
Puse los ojos en blanco.
-No puedo. Estoy en
Inglaterra.
-Que bajes a comer,
niña.
-No tengo hambre.
Papá abrió la
puerta y se me quedó mirando.
-¿Ni siquiera te
has cambiado de ropa?
-Estoy cambiándome
de casa; eso ya es mucho cambiar algo. Puede que en una temporada no
me cambie ni las bragas.
-Diana.
-No voy a comer,
¿vale?-ladré, incorporándome y fulminándolo con la mirada, que me
ardía a causa de las lágrimas-. No tengo hambre, ni un puto poco.
¿Quieres dejarme tranquila? No voy a comer-y volví a dejarme caer
sobre el colchón, rebotando un poco, haciendo que mi pelo rubio
bailara de arriba a abajo un segundo, como si tuviera vida propia.
Papá suspiró.
-Didi...
-Cierra la puerta
cuando salgas.
-Didi...
-¡Ni Didi ni
hostias! ¡CIERRA LA PUERTA CUANDO SALGAS!
Se quedó allí un
rato, mirándome, el tiempo suficiente para que yo considerara el
echar un vistazo para asegurarme de que no le había dado un yuyu y
que por eso no se movía. Emitió un largo suspiro, preguntándole al
señor por qué tenía un hija tan mala él, que era tan bueno, y
sacudió la cabeza. Cerró la puerta despacio, temiendo hacer ruido y
despertar la bestia que había en mí, que, a pesar de todo, se
manifestó igualmente.
-¡¿POR QUÉ NO ME
DARÁ UN PUTO CÁNCER Y ME MORIRÉ AHORA MISMO, JODER, HOSTIA
PUTA?!-chillé, contemplando la pared y esperando a que vinieran a
romperme la cara. No pasó nada, al margen de que mi madre me gritó
desde la cocina:
-¡¡CIERRA LA
BOCA, DIANA!!
Me gritó algo más
que yo no logré entender. Gilipolleces varias, como siempre. Me
abracé a mi almohada más grande y no me dormí hasta que no la
empapé del todo.
Me despertó el
sonido de mi teléfono, con la melodía característica de Zoe.
Vibraba en mis vaqueros; ni siquiera lo había sacado del bolsillo.
Era increíble. Sí que estaba mal. Observé la pantalla con la foto
de las dos haciendo el tonto con un peluche de una jirafa mal hecha,
y descolgué al tercer timbrazo.
-¿Qué te
pasa?-inquirió ella con voz melosa. Puse los ojos en blanco. El
rumor no podía estar corriendo ya.
-Nada.
-Vale, si es así,
entonces, ¿por qué tu padre me ha llamado y me ha llevado al
instituto para que vacíe tu taquilla?
Guau, las cosas
realmente van en serio.
-Oh, tengo un viaje
previsto. No me apetece hablar de ello.
-Pues vamos a
hablar de ello. Te llamo en diez minutos. Más vale que te
desmaquilles y te metas en el baño. Ponte sales. Las de la caja
rosa. Las que compramos en aquella tienda.
Fruncí el ceño.
-Nosotras nunca
hemos comprado sales, Zoe...
Ella suspiró al
otro lado de la línea, en un piso cercano en mi mismo barrio.
-De acuerdo.
Comprar, robar, pedir prestado, llevárnoslo regalado para que a
cambio tu cara en Times Square pueda llevar un bocadillo con la
marca... ¿acaso importa, en realidad? Cuatro minutos y cincuenta
segundos. Métete en el baño o te meteré yo. Y sólo la cabeza.
Durante cinco minutos. En el estanque de Central Park.
-Estoy perdiendo
tiempo de baño con tus amenazas de subnormal profunda-ladré,
levantándome de un brinco y estudiando mi habitación. Bah, volvería
desnuda. Así se sentirían peor por hacerme no comer cuando estaba
“demasiado delgada”.
-Como cuando te
vuelva a llamar no estés en la bañera, te juro por Buda que tú sí
que vas a ser una subnormal profunda.
Caminé en
silencio. Abrí la puerta de mi habitación y me asomé. Vía libre.
-Ya sabes, porque
voy a tirar tu cadáver al mar.
-Ya lo había
pillado, ¿vale, Zoe? Adiós.
Me llevó tres
minutos exactos conseguir que las sales hicieran una nube de espuma
lo suficientemente grande como para cubrirme entera. Después de
echar el pestillo a la puerta, me metí en la bañera despacio, con
el agua caliente arañándome la piel y enrojeciéndomela como nunca
antes lo había hecho. Seguramente mi subconsciente quisiera cocerme
a fuego lento para que así, al menos, no notara el frío que iba a
hacer en aquella mierda de país al que me estaban deportando.
Mi móvil volvió a
vibrar encima de los azulejos del baño. Lo cogí cuando el tono
estaba empezando a sonar.
-A ver, ¿qué?
-No, qué no. ¿Qué
tú? ¿Qué coño pasa, Lady Di?
Suspiré, me encogí
de hombros y me dije “bah, ¿acaso importa?”. Procedí a
contárselo todo, la conversación con mis padres, mis reflexiones de
media mañana y media tarde tendida en la cama, contemplando el
universo que no se quería extender ante mis ojos, tapado por aquel
techo tan triste. Mientras tanto, ella asentía con monosílabos, sus
palabras favoritas en el mundo. Ajá, aham, sí, ya, oh, mm.
Se quedó callada
cuando llegué a la parte del Tomlinson júnior, reprobando en su
fuero interno mi comportamiento prejuicioso. Ella siempre había
mostrado un tierno interés por los canis, y cuanto más cani fuera
un chico, más curiosidad sentía por él. Estuve considerando la
posibilidad de que me pidiera ir conmigo sólo para estudiar al
Tomlinson en su hábitat natural. Presentaríamos más tarde un
informe a la NASA y nos daríamos una alegría con dos astronautas
bien guapos en el espacio. Me pregunté cuánta gente habría follado
allá arriba.
-Sigue, Diana-me
instó ella, molesta. Pude escuchar cómo abría y cerraba cajones.
Oh, oh. La libreta de los dramas no.
-Toda esta mierda
te la estoy contando off the record.
-Y yo preocupada.
Esto se merece dos hojas, por lo menos, en mi Libreta de
Acontecimientos Importantes.
La Libreta de
Acontecimientos Importantes, la LIA, o la libreta de los dramas en
lengua común no-Zoe, era la libreta en la que llevaba la cuenta de
los cotilleos más jugosos de la ciudad. Zoe los redactaba como si
fuera una periodista, dando detalles sobre todo, y también apuntaba
en los márgenes reflexiones y posibles justificaciones. O al menos,
ese había sido su cometido único en sus orígenes, porque la verdad
es que terminó cogiéndole tanto gusto a aquello de escribir que
había terminado apuntando hasta la más mínima cosa. Cada vez que a
alguien de nuestro círculo le pasaba algo, Zoe abría una app de su
móvil que le hacía las veces de grabadora, y se dedicaba a
entrevistar al susodicho en busca de detalles suculentos que más
tarde pudiera psicoanalizar en su libretita infernal. Cabía destacar
que estos análisis terminaban enmarañándose unos con otros de tal
manera que el hecho de que a tal chica no le cupiera un vestido por
una razón muy simple (que había engordado porque era una zorra
adicta a las hamburguesas del Burger King), bajo el punto de vista de
Zoe todo eso tenía una clara relación con el chico al que le había
cagado una paloma hacía varios días.
Yo era la única
persona a la que no trataba de relacionar con nada, básicamente
porque si lo hubiera hecho, habría sido probable que le arrancara la
cabeza y se la metiera en el coño.
-Vale, así que, te
vas a Inglaterra-susurró. Se había tumbado en la cama, había
cruzado los pies en el aire y se había puesto a balancearlos
mientras hacía un esquema a sucio en un folio con ejercicios de
química en la otra cara. Cerré los ojos con fuerza y me hundí un
poco en el agua espumosa-. ¿Por cuánto tiempo?
-No lo sé.
Dio un golpe con su
bolígrafo/lápiz en la libreta y chasqueó la lengua.
-¿Te importaría
poner un poco de tu parte, por favor, Diana? Ser periodista no es
fácil estos días-murmuró con voz herida, y yo sonreí.
-No sabe, no
contesta.
-Te voy a colgar y
me voy a hacer con tu maldita corona. Ya lo verás.
-Lo siento si no
estoy muy receptiva hoy, pero es que, ¿hola? No quiero ir a
Inglaterra. Me da muchísimo asco ese país.
-La reina Kate es
bastante guapa. Y viste muy bien.
-Que me da igual,
Zoe. Es horrible. Es demasiado... viejo.
-No es viejo. Es
vintage. No es lo mismo-escuché cómo el bolígrafo rasgaba el papel
mientras ella apuntaba algo así como “animadversión a lo antiguo:
psicoanalizar más adelante con películas de Marilyn Monroe”. La
puta que la parió. Puse los ojos en blanco, asqueada por esa actitud
suya de intento de psicóloga en lugar de mejor amiga. ¿Ni siquiera
me había ido del país y ya me estaba reemplazando? Mi orgullo
herido me decía que debía ser más mortífera y traicionera, pues
mi ego toda la vida había creído que mi pérdida sería un golpe
muy duro para los de mi entorno, especialmente para Zoe.
Claro que eran los
de mi entorno los que la estaban propiciando.
-Que. Da. Asco.
Zoe, nada se compara con Nueva York. Ambas lo sabemos muy bien.
Además, lo he estado mirando en un mapa, y la tal “Gran Bretaña”
es en realidad muy pequeña. Encima de ancianos, pretenciosos. Estos
ingleses lo tienen todo. Mi coño es bastante más grande que ese
montón de tierra aislado del continente y creyéndose Dios, ¿sabes?
-Para empezar, los
ingleses viven en una parte nada más. Como llames ingleses a los del
norte o los del oeste, es probable que te maten.
-Me librarán de
tanto sufrimiento.
-Además, ¿tú qué
sabes si el nombre es metafórico o no? Puede que no se refiera al
país en sí, como me encargaré de mirar más adelante... sino a las
pollas de los tíos.
-Ojalá sea
así-suspiré, sonriendo a pesar de que no quería hacerlo. Zoe sabía
cuándo sonreía sin necesidad de estar presente, frente a mí. Lo
escuchaba en mi voz, igual que yo lo escuchaba en la suya. Y pude
escuchar su sonrisa a pesar de que no dijo nada, pero cuando sonreía
expulsaba el aire por la nariz, dilatando las aletas de ésta y
achinando los ojos.
Chasqueé la
lengua.
-Oye, todo esto no
será en realidad una artimaña tuya para quitarme de en medio y
convertirte en la abeja reina del instituto, ¿verdad?
Bufó.
-Tu padre me
prometió que serían mucho más convincentes de lo que han sido.
Cabrones-me la imaginé poniendo los ojos en jarras, inclinándose
ante el espejo y frunciendo el ceño... a pesar de que escuchaba su
sonrisa a través de sus palabras, en el tinte melódico de su voz-.
¿Qué estás insinuando, por cierto? ¿No lo soy ya? Además, ¿a
quién pondría de primera dama? ¿A Valerie, tal vez? Agh, no. Y
menos con los zapatos que traía hoy. ¿Te has fijado?
-Procuro pasar de
ella en la medida de lo posible, pero sí; ¿cómo no hacerlo? Eran
tan de la temporada pasada como mínimo.
-Otoño-invierno de
hace dos años. Lo he comprobado-Zoe y sus comprobaciones, que la
hacían más lista y más letal, especialmente en el terreno de la
moda, porque era el terreno en el que sus investigaciones se
iniciaban con más ganas. A veces, incluso, aceptaba encargos míos,
y no era la primera vez que nos pasábamos toda la noche buscando un
bolso o un pañuelo descatalogado que había dejado de fabricarse
hacía mucho. Cuando yo me daba por vencida, ella seguía buscando. Y
lo terminaba encontrando. Era como una hiena.
-Qué asco.
-¿Le habrán hecho
algo sus padres, o qué?
-Deberían invertir
en arreglarle la cara, sí-espeté, y ella se echó a reír a
carcajada limpia-. ¿Zoe? Estamos en un maldito colegio de pago. O le
han bajado la paga (la que no entiendo por qué le dan, porque con
esa cara podría ir al metro a pedir y hacerse millonaria), o se ha
ido de casa. O fue drogada a clase.
-Tal vez fuera un
poco de todo, Lady Di.
Casi pude verla
sentada en su habitación, con las piernas cruzadas, alzando la
mirada al cielo de Manhattan y con la lengua entre los dientes
mientras luchaba por contener las carcajadas en un segundo plano,
donde nunca pudieran molestar a las palabras que salían en tropel de
su garganta.
-Somos un par de
malas pécoras, Diana.
-La clave de ser la
reina es coger aquello en lo que destacas y convertirlo en tu modo de
vida.
La vi frente a mí,
en otro edificio varias manzanas más allá, frunciendo el ceño y
cerrando la boca, sin hacer por ello que su sonrisa se fuera de sus
labios.
-Entonces, ¿por
qué vives de las pasarelas?
-Vete a la mierda,
Zoella-repliqué yo, poniendo los ojos en blanco de nuevo y
pellizcándome la nariz. Volvió a reírse, esta vez con más fuerza.
La línea se quedó
en silencio un momento, pero ninguna de las dos temió que se hubiera
cortado o que la otra hubiera dado la conversación por finalizada.
En ocasiones nos pasábamos así varios minutos, intentando aclarar
nuestras ideas y encontrar el tema que abordar en la conversación.
Era lo bueno de nuestra amistad, lo que nos distinguía como buenas
amigas por encima del resto: nuestros silencios no eran incómodos,
no nos callábamos para esperar lo que la otra dijera, y tampoco
intentábamos rellenar el vacío con sonido. Simplemente no era
nuestro estilo, y sabíamos esperar.
-¿Di?
-¿Zoe?
-Te voy a echar
mucho de menos-me la imaginé asintiendo con la cabeza, con el pelo
azabache cayéndole en cascada, liso como nunca, hasta acariciarle
los muslos ligeramente bronceados. Frunciría la boca en un gesto
triste con el que no pretendía llorar, y empezaría a tirar de los
hilos sueltos del cobertor deshilachado que sufría el mismo destino
que los demás. Su madre siempre la había reñido por esa manía
suya, pero no podía evitarla. Le hacía sentir bien.
Rememoré con los
ojos ahogándose en lágrimas cómo tardé en enterarme de que lo
había dejado con su novio. Tres horas cruciales en las que estuve
alejada de ella cuando más me necesitaba, y cómo me la había
encontrado encerrada en su habitación, con música triste que no
dejaba de hablar sobre rupturas (vamos, Taylor Swift total), y
deshaciendo a conciencia el cobertor. Había soltado cada una de las
piezas que lo conformaban, y sólo le quedaba separar el último par
para terminar con su tarea de desintegración. Cuando alzó la vista,
la encontré rota, y desde entonces me había prometido a mí misma
que no dejaría que destruyera otro más de aquella manera.
Y ahora yo era la
causa de que otro cobertor sufriera el destino de los anteriores. Y
ni siquiera era mi culpa, sino de los que me habían criado.
-Y yo también a
ti, cariño.
-Tienes que venir a
verme antes de que te vayas.
-No sé cuándo me
voy-suspiré, cerré los ojos y me hundí hasta casi la barbilla en
el agua. Sostuve el teléfono lejos del agua para no cortar nuestra
conversación-. Pero creo que deberíamos ir de compras. No tengo
abrigos de invierno magistral.
-Puede que las
compras te animen.
-¿Puedo comprar
nuevos padres?
-Eso creo que los
hacen por encargo, y una vez los tienes no aceptan devoluciones, y
tampoco sustituciones. Tienes los que tienes, y punto. A no ser que
seas uno de esos afortunados que cuenta con cuatro.
-¿Te imaginas que
fuera adoptada?
Y seguimos en una
espiral de conversaciones que carecía de sentido, con el único
propósito de pasar el tiempo, como solíamos hacer cada vez que
descolgábamos el teléfono. Primero se abordaban los problemas,
luego los destruíamos, y finalmente encontrábamos maneras de
celebrar que éramos libres de nuevo y que nada podía realmente con
nosotras.
Nueva York no era
una ciudad para estar ahogada en penas. Si ella nunca dormía, tú no
podías ser menos. Y el que no durmiera no significaba que no soñara
y que sus calles no palpitaran con la emoción de la victoria. No
todo el mundo vivía en la ciudad más importante del mundo, pero los
que lo hacíamos sabíamos cómo celebrarlo.