sábado, 26 de julio de 2014

La ciudad que nunca duerme y que jamás deja de soñar.

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Sabía que con el portazo conseguiría cabrear aún más a mis padres, pero lo mejor de todo era que no me importaba. En ese instante, la resaca era cosa del pasado, y un dolor lacerante se había instalado en mi corazón. Me sentía como la primera vez que me había probado un vestido para desfilar, y había descubierto que no me servía: los ayudantes gilipollas de Marc Jacobs me habían tomado mal las medidas, y ahora no podía llevar esa belleza negra y blanca que tanto me había gustado y por la que tanto me había peleado. Repartí gritos e improperios entre bambalinas mientras las demás modelos me observaban, sin comprender qué pasaba, o cómo había podido nadie cometer un error tan garrafal, especialmente teniendo en cuenta que mis medidas estaban en Internet.
No podía dejar de llorar mientras correteaba por los alrededores en busca de una modista de emergencia que pudiera arreglar ese estropicio, y la verdad es que no la encontré. El mismísimo Marc, entrado en años y con sus eternas gafas de sol y el cigarrillo en una mano fue el encargado de detenerme y abofetearme para que mi ataque de ansiedad no terminara con todo Manhattan.
-Niña, te puedo garantizar que no vas a llevar ese vestido hoy, pero como no te tranquilices, será la última vez que trabajes para mí.
Conseguí calmarme, o, por lo menos, secar mis ojos, lo que en el mundo de la moda venía a ser lo mismo. No importaba cuán jodido estuvieras por dentro: si sonreías y estabas haciendo bien tu trabajo, bien podías estar hasta el culo de la droga más potente que hubieras logrado encontrar, o llevar en tu interior una depresión de caballo, de esas que hacen que los patéticos salten de las azoteas de los edificios de sus padres.
Algo así, multiplicado por mil, sentía en el momento en que me tiré en la cama. Ni siquiera me sobresaltó el sonido de un golpe seco y cristales rompiéndose. No sería hasta más tarde cuando me daría cuenta de que me había cargado uno de los cuadros del pasillo, aquellas obras de arte que mis padres rescataban en las subastas por cantidades ingentes de dinero. ¿Quién coño daba un millón de dólares por un lienzo con una puñetera línea pintada? Podría forrarme en Nueva York a base de vender mis dibujos de cuando tenía seis años.
Y ahora me iban a llevar lejos de mi ciudad, lejos de todo, para castigarme por las cosas que había hecho. Cosas que las chicas de mi edad hacían constantemente y cuyas culpables campaban a sus anchas con zapatos de Louboutin y bolsos de Miu Miu, embutidas en diseños de mi madre mientras esperaban a que las becarias de turno de la tienda de tal esquina les encontraran el vestido perfecto para la fiesta del sábado siguiente. Ojalá mi castigo fuera llevar unos Louboutin de diseño horrible durante una semana a todas partes. De verdad que lo acataría con resignación y no me quejaría.
Bueno, casi.
Escuché pasos detrás de mí, más allá de la puerta, en lo que decidí considerar el “mundo exterior y en calma” dentro de mi burbuja de infierno sin llamas. A través de mis sollozos logré entrever una respiración entrecortada, y mi yo más cínico sólo pudo sonreír en mi interior ante la expectativa de una nueva pelea.
El pomo de la puerta comenzó a girarse, y yo me retorcí para observarlo con furia. Si tuviera superpoderes, lo habría derretido, y luego habría hecho estallar media Nueva York con sólo el poder de mi mente. Pero, por suerte para la mejor ciudad del mundo, aquello no hizo falta. Unos susurros al otro lado de la barrera del mundo exterior y en calma hicieron que el movimiento fantasma del pomo de la puerta se detuviera. Un suspiro después, volvió a su posición original, y no se movió más del sitio.
Seguramente lo que más me fastidiaba de todo el asunto no era que no pudiera ver a mis amigos en un gran período de tiempo (había estado en Francia e Italia muchas veces, sólo acompañada por mi madre, lo que equivalía a que cada una fuera por su lado porque sabíamos demasiado bien que juntas no podíamos aspirar a nada bueno), sino la facilidad con la que mis padres se deshacían de mí. No sé, me habían hecho pensar que verdaderamente me querían. A casi nadie le concedías tantos caprichos ni le dabas tanta libertad y “confianza” si no le querías, ¿no es así? No todas mis amigas desfilaban en las mayores y más importantes pasarelas; al menos, no las de mi instituto, y no por eso mis padres me querían menos.
Pero, claro, a ninguna la habían enviado de una patada en el culo al país del que procedía la lengua en la que pensabas y hablabas, aquel que había tenido sometido al feto de tu nación cientos de años atrás, cuando Estados Unidos no estaba compuesto de 50 estados, y sino de 13 colonias que, para colmo, no tenían identidad propia y obedecían a lo que un retaco de isla al otro lado del mundo les obligaba a hacer. De verdad, qué asco de vida. Preferiría que me enviaran a la India a meditar. Cualquier sitio salvo Inglaterra, con cualquiera salvo con los Tomlinson.
Pensar que iba a estar varios meses con aquella familia me daba arcadas. No me malinterpretes, Louis era un tío guay. De hecho, me gustaba bastante cómo era, y me identificaba más con él que con mi padre (muchas veces había llegado a considerar que mi madre se hubiera liado con él y que me hubiera hecho pasar a Harry por su hija, pero mis ojos verdes me delataban a leguas de distancia), y tampoco tenía ningún problema con su mujer, una vieja amiga de la infancia de mi madre que parecía bastante simpática en las pocas ocasiones en las que pude hablar un rato con ella. No me trataba como lo hacían los demás, como a una modelo de alta costura, y tampoco como a una cría de 16 años que no sabía nada de la vida, sino como lo que era: una igual. Las pocas conversaciones que teníamos habían sido intensísimas, todo sobre moda, películas, Hollywood y mi país. Le encantaba mi país como a las plantas les encantaba hacer la fotosíntesis.
No, el problema no venía por los padres. Venía por los hijos. Más bien por el hijo. Thomas Louis Tomlinson. Era insufrible: todas y cada una de las veces en que había coincidido con él, me había dado la misma impresión; la de un gilipollas pretencioso que se creía Dios por haber salido de los huevos de su padre hacía muchos años, y que se creía el más guapo del mundo cuando claramente era un cani de aquí te espero. Por favor, si seguramente escribiera “guapa” con W en lugar de con gu. No podían obligarme en serio a cambiar a Zoe por semejante espécimen, al que vería todos los días durante dios sabía cuánto tiempo. ¿Si me metía a monja, me libraría de todo aquello?
Me tumbé boca arriba. Pasaron los segundos, los minutos, las horas, mientras yo caía en una espiral de autocompasión de la que me iba a costar salir. Escuché el tintineo de los cubiertos cuando pusieron la mesa. Alguien llamó a mi puerta.
-Diana, ven a comer-dijo mi padre, con esa voz rasgada que no admitía a discusión. Puse los ojos en blanco.
-No puedo. Estoy en Inglaterra.
-Que bajes a comer, niña.
-No tengo hambre.
Papá abrió la puerta y se me quedó mirando.
-¿Ni siquiera te has cambiado de ropa?
-Estoy cambiándome de casa; eso ya es mucho cambiar algo. Puede que en una temporada no me cambie ni las bragas.
-Diana.
-No voy a comer, ¿vale?-ladré, incorporándome y fulminándolo con la mirada, que me ardía a causa de las lágrimas-. No tengo hambre, ni un puto poco. ¿Quieres dejarme tranquila? No voy a comer-y volví a dejarme caer sobre el colchón, rebotando un poco, haciendo que mi pelo rubio bailara de arriba a abajo un segundo, como si tuviera vida propia.
Papá suspiró.
-Didi...
-Cierra la puerta cuando salgas.
-Didi...
-¡Ni Didi ni hostias! ¡CIERRA LA PUERTA CUANDO SALGAS!
Se quedó allí un rato, mirándome, el tiempo suficiente para que yo considerara el echar un vistazo para asegurarme de que no le había dado un yuyu y que por eso no se movía. Emitió un largo suspiro, preguntándole al señor por qué tenía un hija tan mala él, que era tan bueno, y sacudió la cabeza. Cerró la puerta despacio, temiendo hacer ruido y despertar la bestia que había en mí, que, a pesar de todo, se manifestó igualmente.
-¡¿POR QUÉ NO ME DARÁ UN PUTO CÁNCER Y ME MORIRÉ AHORA MISMO, JODER, HOSTIA PUTA?!-chillé, contemplando la pared y esperando a que vinieran a romperme la cara. No pasó nada, al margen de que mi madre me gritó desde la cocina:
-¡¡CIERRA LA BOCA, DIANA!!
Me gritó algo más que yo no logré entender. Gilipolleces varias, como siempre. Me abracé a mi almohada más grande y no me dormí hasta que no la empapé del todo.
Me despertó el sonido de mi teléfono, con la melodía característica de Zoe. Vibraba en mis vaqueros; ni siquiera lo había sacado del bolsillo. Era increíble. Sí que estaba mal. Observé la pantalla con la foto de las dos haciendo el tonto con un peluche de una jirafa mal hecha, y descolgué al tercer timbrazo.
-¿Qué te pasa?-inquirió ella con voz melosa. Puse los ojos en blanco. El rumor no podía estar corriendo ya.
-Nada.
-Vale, si es así, entonces, ¿por qué tu padre me ha llamado y me ha llevado al instituto para que vacíe tu taquilla?
Guau, las cosas realmente van en serio.
-Oh, tengo un viaje previsto. No me apetece hablar de ello.
-Pues vamos a hablar de ello. Te llamo en diez minutos. Más vale que te desmaquilles y te metas en el baño. Ponte sales. Las de la caja rosa. Las que compramos en aquella tienda.
Fruncí el ceño.
-Nosotras nunca hemos comprado sales, Zoe...
Ella suspiró al otro lado de la línea, en un piso cercano en mi mismo barrio.
-De acuerdo. Comprar, robar, pedir prestado, llevárnoslo regalado para que a cambio tu cara en Times Square pueda llevar un bocadillo con la marca... ¿acaso importa, en realidad? Cuatro minutos y cincuenta segundos. Métete en el baño o te meteré yo. Y sólo la cabeza. Durante cinco minutos. En el estanque de Central Park.
-Estoy perdiendo tiempo de baño con tus amenazas de subnormal profunda-ladré, levantándome de un brinco y estudiando mi habitación. Bah, volvería desnuda. Así se sentirían peor por hacerme no comer cuando estaba “demasiado delgada”.
-Como cuando te vuelva a llamar no estés en la bañera, te juro por Buda que tú sí que vas a ser una subnormal profunda.
Caminé en silencio. Abrí la puerta de mi habitación y me asomé. Vía libre.
-Ya sabes, porque voy a tirar tu cadáver al mar.
-Ya lo había pillado, ¿vale, Zoe? Adiós.
Me llevó tres minutos exactos conseguir que las sales hicieran una nube de espuma lo suficientemente grande como para cubrirme entera. Después de echar el pestillo a la puerta, me metí en la bañera despacio, con el agua caliente arañándome la piel y enrojeciéndomela como nunca antes lo había hecho. Seguramente mi subconsciente quisiera cocerme a fuego lento para que así, al menos, no notara el frío que iba a hacer en aquella mierda de país al que me estaban deportando.
Mi móvil volvió a vibrar encima de los azulejos del baño. Lo cogí cuando el tono estaba empezando a sonar.
-A ver, ¿qué?
-No, qué no. ¿Qué tú? ¿Qué coño pasa, Lady Di?
Suspiré, me encogí de hombros y me dije “bah, ¿acaso importa?”. Procedí a contárselo todo, la conversación con mis padres, mis reflexiones de media mañana y media tarde tendida en la cama, contemplando el universo que no se quería extender ante mis ojos, tapado por aquel techo tan triste. Mientras tanto, ella asentía con monosílabos, sus palabras favoritas en el mundo. Ajá, aham, sí, ya, oh, mm.
Se quedó callada cuando llegué a la parte del Tomlinson júnior, reprobando en su fuero interno mi comportamiento prejuicioso. Ella siempre había mostrado un tierno interés por los canis, y cuanto más cani fuera un chico, más curiosidad sentía por él. Estuve considerando la posibilidad de que me pidiera ir conmigo sólo para estudiar al Tomlinson en su hábitat natural. Presentaríamos más tarde un informe a la NASA y nos daríamos una alegría con dos astronautas bien guapos en el espacio. Me pregunté cuánta gente habría follado allá arriba.
-Sigue, Diana-me instó ella, molesta. Pude escuchar cómo abría y cerraba cajones. Oh, oh. La libreta de los dramas no.
-Toda esta mierda te la estoy contando off the record.
-Y yo preocupada. Esto se merece dos hojas, por lo menos, en mi Libreta de Acontecimientos Importantes.
La Libreta de Acontecimientos Importantes, la LIA, o la libreta de los dramas en lengua común no-Zoe, era la libreta en la que llevaba la cuenta de los cotilleos más jugosos de la ciudad. Zoe los redactaba como si fuera una periodista, dando detalles sobre todo, y también apuntaba en los márgenes reflexiones y posibles justificaciones. O al menos, ese había sido su cometido único en sus orígenes, porque la verdad es que terminó cogiéndole tanto gusto a aquello de escribir que había terminado apuntando hasta la más mínima cosa. Cada vez que a alguien de nuestro círculo le pasaba algo, Zoe abría una app de su móvil que le hacía las veces de grabadora, y se dedicaba a entrevistar al susodicho en busca de detalles suculentos que más tarde pudiera psicoanalizar en su libretita infernal. Cabía destacar que estos análisis terminaban enmarañándose unos con otros de tal manera que el hecho de que a tal chica no le cupiera un vestido por una razón muy simple (que había engordado porque era una zorra adicta a las hamburguesas del Burger King), bajo el punto de vista de Zoe todo eso tenía una clara relación con el chico al que le había cagado una paloma hacía varios días.
Yo era la única persona a la que no trataba de relacionar con nada, básicamente porque si lo hubiera hecho, habría sido probable que le arrancara la cabeza y se la metiera en el coño.
-Vale, así que, te vas a Inglaterra-susurró. Se había tumbado en la cama, había cruzado los pies en el aire y se había puesto a balancearlos mientras hacía un esquema a sucio en un folio con ejercicios de química en la otra cara. Cerré los ojos con fuerza y me hundí un poco en el agua espumosa-. ¿Por cuánto tiempo?
-No lo sé.
Dio un golpe con su bolígrafo/lápiz en la libreta y chasqueó la lengua.
-¿Te importaría poner un poco de tu parte, por favor, Diana? Ser periodista no es fácil estos días-murmuró con voz herida, y yo sonreí.
-No sabe, no contesta.
-Te voy a colgar y me voy a hacer con tu maldita corona. Ya lo verás.
-Lo siento si no estoy muy receptiva hoy, pero es que, ¿hola? No quiero ir a Inglaterra. Me da muchísimo asco ese país.
-La reina Kate es bastante guapa. Y viste muy bien.
-Que me da igual, Zoe. Es horrible. Es demasiado... viejo.
-No es viejo. Es vintage. No es lo mismo-escuché cómo el bolígrafo rasgaba el papel mientras ella apuntaba algo así como “animadversión a lo antiguo: psicoanalizar más adelante con películas de Marilyn Monroe”. La puta que la parió. Puse los ojos en blanco, asqueada por esa actitud suya de intento de psicóloga en lugar de mejor amiga. ¿Ni siquiera me había ido del país y ya me estaba reemplazando? Mi orgullo herido me decía que debía ser más mortífera y traicionera, pues mi ego toda la vida había creído que mi pérdida sería un golpe muy duro para los de mi entorno, especialmente para Zoe.
Claro que eran los de mi entorno los que la estaban propiciando.
-Que. Da. Asco. Zoe, nada se compara con Nueva York. Ambas lo sabemos muy bien. Además, lo he estado mirando en un mapa, y la tal “Gran Bretaña” es en realidad muy pequeña. Encima de ancianos, pretenciosos. Estos ingleses lo tienen todo. Mi coño es bastante más grande que ese montón de tierra aislado del continente y creyéndose Dios, ¿sabes?
-Para empezar, los ingleses viven en una parte nada más. Como llames ingleses a los del norte o los del oeste, es probable que te maten.
-Me librarán de tanto sufrimiento.
-Además, ¿tú qué sabes si el nombre es metafórico o no? Puede que no se refiera al país en sí, como me encargaré de mirar más adelante... sino a las pollas de los tíos.
-Ojalá sea así-suspiré, sonriendo a pesar de que no quería hacerlo. Zoe sabía cuándo sonreía sin necesidad de estar presente, frente a mí. Lo escuchaba en mi voz, igual que yo lo escuchaba en la suya. Y pude escuchar su sonrisa a pesar de que no dijo nada, pero cuando sonreía expulsaba el aire por la nariz, dilatando las aletas de ésta y achinando los ojos.
Chasqueé la lengua.
-Oye, todo esto no será en realidad una artimaña tuya para quitarme de en medio y convertirte en la abeja reina del instituto, ¿verdad?
Bufó.
-Tu padre me prometió que serían mucho más convincentes de lo que han sido. Cabrones-me la imaginé poniendo los ojos en jarras, inclinándose ante el espejo y frunciendo el ceño... a pesar de que escuchaba su sonrisa a través de sus palabras, en el tinte melódico de su voz-. ¿Qué estás insinuando, por cierto? ¿No lo soy ya? Además, ¿a quién pondría de primera dama? ¿A Valerie, tal vez? Agh, no. Y menos con los zapatos que traía hoy. ¿Te has fijado?
-Procuro pasar de ella en la medida de lo posible, pero sí; ¿cómo no hacerlo? Eran tan de la temporada pasada como mínimo.
-Otoño-invierno de hace dos años. Lo he comprobado-Zoe y sus comprobaciones, que la hacían más lista y más letal, especialmente en el terreno de la moda, porque era el terreno en el que sus investigaciones se iniciaban con más ganas. A veces, incluso, aceptaba encargos míos, y no era la primera vez que nos pasábamos toda la noche buscando un bolso o un pañuelo descatalogado que había dejado de fabricarse hacía mucho. Cuando yo me daba por vencida, ella seguía buscando. Y lo terminaba encontrando. Era como una hiena.
-Qué asco.
-¿Le habrán hecho algo sus padres, o qué?
-Deberían invertir en arreglarle la cara, sí-espeté, y ella se echó a reír a carcajada limpia-. ¿Zoe? Estamos en un maldito colegio de pago. O le han bajado la paga (la que no entiendo por qué le dan, porque con esa cara podría ir al metro a pedir y hacerse millonaria), o se ha ido de casa. O fue drogada a clase.
-Tal vez fuera un poco de todo, Lady Di.
Casi pude verla sentada en su habitación, con las piernas cruzadas, alzando la mirada al cielo de Manhattan y con la lengua entre los dientes mientras luchaba por contener las carcajadas en un segundo plano, donde nunca pudieran molestar a las palabras que salían en tropel de su garganta.
-Somos un par de malas pécoras, Diana.
-La clave de ser la reina es coger aquello en lo que destacas y convertirlo en tu modo de vida.
La vi frente a mí, en otro edificio varias manzanas más allá, frunciendo el ceño y cerrando la boca, sin hacer por ello que su sonrisa se fuera de sus labios.
-Entonces, ¿por qué vives de las pasarelas?
-Vete a la mierda, Zoella-repliqué yo, poniendo los ojos en blanco de nuevo y pellizcándome la nariz. Volvió a reírse, esta vez con más fuerza.
La línea se quedó en silencio un momento, pero ninguna de las dos temió que se hubiera cortado o que la otra hubiera dado la conversación por finalizada. En ocasiones nos pasábamos así varios minutos, intentando aclarar nuestras ideas y encontrar el tema que abordar en la conversación. Era lo bueno de nuestra amistad, lo que nos distinguía como buenas amigas por encima del resto: nuestros silencios no eran incómodos, no nos callábamos para esperar lo que la otra dijera, y tampoco intentábamos rellenar el vacío con sonido. Simplemente no era nuestro estilo, y sabíamos esperar.
-¿Di?
-¿Zoe?
-Te voy a echar mucho de menos-me la imaginé asintiendo con la cabeza, con el pelo azabache cayéndole en cascada, liso como nunca, hasta acariciarle los muslos ligeramente bronceados. Frunciría la boca en un gesto triste con el que no pretendía llorar, y empezaría a tirar de los hilos sueltos del cobertor deshilachado que sufría el mismo destino que los demás. Su madre siempre la había reñido por esa manía suya, pero no podía evitarla. Le hacía sentir bien.
Rememoré con los ojos ahogándose en lágrimas cómo tardé en enterarme de que lo había dejado con su novio. Tres horas cruciales en las que estuve alejada de ella cuando más me necesitaba, y cómo me la había encontrado encerrada en su habitación, con música triste que no dejaba de hablar sobre rupturas (vamos, Taylor Swift total), y deshaciendo a conciencia el cobertor. Había soltado cada una de las piezas que lo conformaban, y sólo le quedaba separar el último par para terminar con su tarea de desintegración. Cuando alzó la vista, la encontré rota, y desde entonces me había prometido a mí misma que no dejaría que destruyera otro más de aquella manera.
Y ahora yo era la causa de que otro cobertor sufriera el destino de los anteriores. Y ni siquiera era mi culpa, sino de los que me habían criado.
-Y yo también a ti, cariño.
-Tienes que venir a verme antes de que te vayas.
-No sé cuándo me voy-suspiré, cerré los ojos y me hundí hasta casi la barbilla en el agua. Sostuve el teléfono lejos del agua para no cortar nuestra conversación-. Pero creo que deberíamos ir de compras. No tengo abrigos de invierno magistral.
-Puede que las compras te animen.
-¿Puedo comprar nuevos padres?
-Eso creo que los hacen por encargo, y una vez los tienes no aceptan devoluciones, y tampoco sustituciones. Tienes los que tienes, y punto. A no ser que seas uno de esos afortunados que cuenta con cuatro.
-¿Te imaginas que fuera adoptada?
Y seguimos en una espiral de conversaciones que carecía de sentido, con el único propósito de pasar el tiempo, como solíamos hacer cada vez que descolgábamos el teléfono. Primero se abordaban los problemas, luego los destruíamos, y finalmente encontrábamos maneras de celebrar que éramos libres de nuevo y que nada podía realmente con nosotras.

Nueva York no era una ciudad para estar ahogada en penas. Si ella nunca dormía, tú no podías ser menos. Y el que no durmiera no significaba que no soñara y que sus calles no palpitaran con la emoción de la victoria. No todo el mundo vivía en la ciudad más importante del mundo, pero los que lo hacíamos sabíamos cómo celebrarlo.

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