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Desde que el sobre
llegara a su casa, Noemí sentía un nudo en la garganta que le era
imposible ignorar. Se sorprendía, incluso, de que el aire pudiera
atravesarlo, posarse en sus pulmones y permitirle respirar, seguir
viviendo.
Se descubría a sí
misma contemplando el reloj con estupefacción, preguntándose cuándo
su cuerpo diría “basta” y se negaría a seguir luchando contra
sí misma, y abandonar su alma a su suerte.
Diana llevaba ya
horas encerrada en su habitación, en una huelga vital que no parecía
decaer. Harry acababa de marcharse al instituto de la chiquilla,
donde saquearía la taquilla de ésta junto a Zoe, la mejor amiga de
su hija, cual par de piratas sin navío.
Y ella había
entrado en su estudio, se había sentado en su escritorio y se había
dedicado a pasar hojas de las carpetas que contenían sus diseños,
inspeccionando cosas que sus ojos no podían ver, y a sumirse en una
meditación sin los garabatos que en países lejanos invocaban a la
paz y a los dioses más benévolos, pidiéndoles clemencia ante lo
que ellos sabían que se avecinaba, y los mortales desconocían.
Aparó la vista de
un boceo del vestido que pretendía tener listo para el decimoséptimo
cumpleaños de su pequeña, en más de medio año, pero que llevaba
ideando prácticamente desde que nació.
Todo parecía
encajar como el más sencillo de los puzzles: ella, una de las
mejores de Nueva York (y, consecuentemente, del mundo); su marido,
una de las mayores estrellas de la música de todos los tiempos; y el
producto de ese amor incondicional que sentía por Harry: Diana, la
modelo más cotizada del momento, a la que todos querían y a la que
muy pocos conseguían encandilar.
La niña ya había
ocupado portadas en VOGUE, pero lo que le habían preparado para su
17º aniversario no tenía nada que ver.
El número de
Septiembre, el más importante.
El número más
internacional y sincronizado.
Un vestido de
brillantes en cascada con la espalda descubierta, y las
correspondientes joyas.
Y su hija
alcanzando la edad en que comenzaba a pertenecerse a sí misma.
Ahora, todo se
había ido al traste, y había saltado por los aires como explotan
los fuegos artificiales el Día de la Independencia, precisamente el
único día en que Diana se permitía recuperar su edad y alzar los
brazos al cielo, embobada con las luces que, por un momento,
cambiaban su hábitat natural sobre el asfalto de la jungla por el de
las estrellas sobre el Hudson, aquella serpiente negra que llegaba
cada noche y que abrazaba Manhattan con abrazo cruel.
Abajo, la vida y
segura, y Nueva York, palpitaban como siempre, ajenas a todos los
dramas de los áticos más exclusivos y grandes de la zona de más
grande exclusividad de la ciudad.
Podrían haber ido
mal tantas cosas, y precisamente la que más le dolía a Noemí era
la que había acabado por estallar... Podrían haberse perdido los
negocios, en VOGUE podrían cambiar de opinión y decidir apostar por
una top que llevase mucho tiempo en el negocio, Diana podría
incluso decidir que se había aburrido de las pasarelas y que quería
pasarse a otra cosa, como el vestir a las demás en vez de dejar que
las demás la vistieran a ella.
Pero nunca, jamás,
pensó que podría ocurrir algo que hiciera apetecible la idea de
mandarla al otro extremo del mundo, desterrarla hasta que lo peor de
su ser se quedase anclado en la capital del Viejo Mundo.
Había debatido eso
largo y tendido con Harry, ya desde que el día anterior, por la
tarde, cuando llegaba de una comida de negocios, él recogiera un
sobre marrón con un sencillo mensaje escrito a letra apresurada a
permanente negro: “el karma acabará por alcanzarla”.
Posibilidades de
que Erika hubiera atravesado el océano para dedicarse a semejantes
gilipolleces, como predicar su querido karma por todo lo ancho y alto
de la ciudad aparte, por la cabeza de Noemí pasó efectivamente un
segundo el rostro de su amiga. La imagen de ella, décadas atrás,
estirada cuan larga era en el sofá, contemplando la televisión y
encogiéndose de hombros mientras hablaban de que tal chica de su
instituto había conseguido tal papel, ella había pronunciado
exactamente la misma frase.
-El karma acabará
por alcanzarla.
Y dicho, y hecho.
Como si tuviera algún poder sobrenatural sobre el universo, a las
pocas semanas de conseguir saltar a la fama, la chica se veía
oscurecida por la noticia de que habían encontrado drogas en su
casa, y fotografías con las que chantajeaba a los productores para
conseguir un hueco en el mundo de la actuación... el mundo que,
precisamente, había anhelado la española vidente desde que tenía
uso de razón.
La habían
absuelto, sí, por lo que Noemí no sabía si considerarlo una acción
de la “justicia universal”. Pero las puertas del limbo se
cerraron en sus narices, y la criatura se vio arrastrada hacia el mar
del anonimato, condenada a navegar a la deriva, siguiendo los
caprichos de las corrientes marinas.
Erika no pudo estar
más satisfecha en toda su vida por aquello. No habría mártires. No
habría esperanza. Simplemente justicia limpia, auténtica, no como
la que practicaban los juzgados.
Harry había subido
las escaleras (sí, siempre subía por las escaleras) contemplando el
sobre, decidiendo si sería mejor mirarlo primero él y luego dárselo
a su mujer, o hacerlo conjuntamente. Sospechaba que se trataba de su
hija; el 99% del tiempo era Diana, lo que le hacía vacilar
más aún.
El sobre permanecía
cerrado cuando Styles abrió la puerta, y siguió cerrado mientras
comían él, su hermana, y su esposa.
Una vez se fue
Gemma, Harry tomó el sobre, que había guardado dentro de su
gabardina, y se lo tendió a Noemí con gesto serio.
Noemí siempre
tenía la sensación de que Harry se negaba en redondo a aceptar las
cosas malas que hacía su hija, que ella pudiera realmente ser una
mala persona y llevar el demonio en el fondo, porque él era incapaz
de ver maldad alguna en las personas. Podía ver deslices, actos que
no se correspondían con lo moralmente correcto, pero, ¿Diana siendo
mala? ¿Haciendo daño, a propósito, a los demás? A veces, a la
madre le entraban dudas de cómo era su hija realmente.
El sobre se encargó
de arrojar luz sobre el asunto, a pesar de que no contenía una
bombilla, ni tampoco una lupa.
La Noemí actual
abrió un cajón y contempló la gran letra apresurada, como si el
que había dejado en el buzón aquello se hubiera decidido en el
último instante. No era para menos, la verdad. Había cambiado más
vidas de las que, seguramente, pudiera llegar a crear más tarde.
Siempre es duro
cuando te abren los ojos, pensó Noemí con un acento
exageradamente neoyorquino. De las tres españolas, era la que más
fácilmente cambiaba de dialecto del inglés; le habían llegado a
decir en París que hablaba como las autóctonas de la ciudad de la
luz, cosa que la halagó sobremanera.
Volvió a abrir el
sobre y a estudiar su contenido, horrorizada por lo que podían
llegar a hacer algunas personas, aunque la acción no llegara a
consumarse.
-Ha sido esta vida,
Noe-dijo Harry, alcanzándole la mano mientras ella contemplaba con
pánico lo que se había esparcido sobre la mesa. Harry no lo había
mirado mucho; con un vistazo le había bastado para constatar que,
efectivamente, no quería saber más. Pero en ella, todo el sobre
ejercía un efecto hipnótico, y no se dio cuenta de que Harry estaba
estirando la mano y la estaba mirando hasta que sintió sus dedos
enormes acariciar los suyos.
Diana no era un
demonio. Eso lo sabían ambos. Nadie en este mundo era un demonio;
siempre había una razón por la que hacer las cosas, un dolor
primero que justificaba el daño posterior, que se hacía siempre
como venganza de esta masa primigenia que queríamos ocultar.
Pero algo no
encajaba en el puzzle, y era, precisamente, que Diana llevaba una
vida perfecta, que le permitía llevar a cabo todo lo que deseaba,
sin más consecuencias que las laborales. Nadie se atrevía a
tratarla mal, nadie la trataba mal, simplemente porque era de las
mejores en lo que hacía y, para colmo, se apellidaba Styles. Su
padre era demasiado bueno para causarle daño alguno.
Así que, ¿qué
podía empujar a la chiquilla a un precipicio tal como en el que se
había terminado encontrando? ¿Por qué volverse una mala persona
cuando la vida la había tratado tan bien, sonriéndole en más
ocasiones que a su padre y a su madre, juntos?
No le entraba en la
cabeza, y por eso buscaba respuestas en la jungla de asfalto, la
ciudad que se enteraba de todo mucho antes incluso de que las cosas
pasasen. Sólo se había sorprendido a aquella ciudad en una ocasión,
y era porque el dragón aún se estaba desperezando de un apacible
sueño, estirando las garras y bostezando humo.
Noemí recordó
haber deseado con todas sus fuerzas que Harry se callara. Por una vez
en su vida, la voz de su marido, que siempre le resultaba lo más
atractivo que había sobre la tierra, se había convertido en una
tormenta eléctrica sobre el bosque en el que se encontraba; cada
sonido era un suplicio, cada palabra, una promesa del pánico que la
atenazaba un segundo después, cuando conseguía procesar su
significado.
-Tal vez lo mejor
será apartarla de todo eso. No podemos permitir que algo así vuelva
a pasar, Noe. Es nuestra hija, debemos educarla. Hay que velar por
que esté bien, pero también porque no les haga daño a los demás.
Y no creo que podamos hacerlo aquí.
-¿Qué
sugieres?-había inquirido ella, que se imaginó a sí misma subiendo
las piernas a la silla y abrazándose las rodillas, luchando por
hacerse más y más pequeña, tanto como fuera necesario para que el
universo, Dios, o quien fuera que estuviera al mando de todo se
olvidase de ella.
-Enviarla lejos.
Noemí quiso creer,
por un segundo, que hablaba de fuera de Nueva York. La ciudad podía
ser muy cruel cuando se lo proponía, y teñir vestidos de novia de
blanco nuclear en trajes de viuda de un negro impecable, porque era
lo más conveniente, de lo que más provecho se sacaba. Sí,
tenía sentido: la ciudad en sí podía ser la causa de que Diana se
encontrara en la situación actual.
Pero en el fondo de
su corazón, la respuesta se desgranó mucho antes de que Harry se
atreviera a sacarla de sus labios.
-¿Adónde?
Podría seguir
trabajando a las afueras de la ciudad. Joder, podría trabajar de la
misma manera dentro del estado, incluso en uno vecino. Pero...
¿merecía la pena echar la vida de su hija por la borda, la carrera
con la que llevaba soñando años, por un sobre marrón?
Harry la había
mirado con aquellos ojos verdes teñidos de tristeza. Y Noemí quiso
que se callara y que ignorase su pregunta, a pesar de que sabía que
no iba a suceder eso.
-Sabes adónde. A
Inglaterra.
Y ella se quedó
callada, en silencio, ahogando la lágrimas, quemándolas en sus
propios ojos, porque sabía que era lo mejor, la única alternativa,
y que la pequeña se lo acabaría agradeciendo algún día. La
mandaría al mismo infierno si me garantizasen que allí sería donde
mejor estuviera, pensó con amargura.
Nunca se perdonaría
haber comparado al país natal de su marido con el infierno, pero
todo lo que pusiera un océano de distancia entre ella y su hija bien
se merecía los remordimientos posteriores.
Y Diana había
llegado, con ojos de haber estado borracha como una cuba y andares de
haber tomado sustancias más apetecibles que las golosinas, y la
tormenta se había desatado, y ella había sacado fuerzas de donde no
las tenía para ser el poli malo una vez más. Era lo que le tocaba.
La suerte de haber tenido una hija era que podía ser el poli malo
con ella, mientras que, si hubiera sido un niño el que naciera de su
amor hacia Harry, habría sido él quien se tuviera que comportar
como un auténtico cabrón. Y dudaba que Harry pudiera comportarse
así.
Lejos, muy lejos,
en el asfalto de la calle, un autobús abarrotado de turistas giró
una esquina y entró en el campo de visión de Noemí. Imitaba a los
autobuses de Londres, con color rojo y de dos plantas, y sus ojos se
vieron hipnotizados por semejante oruga ígnea, a la que siguió
hasta que desapareció de su vista, aparcándose una y otra vez a la
orden de los semáforos tan odiados como necesarios en la ciudad.
La marea de
turistas, neoyorquinos y otros seres no identificados en general
seguía manando en cientos de direcciones, tal y como llevaba
haciéndolo desde que se fundó la ciudad. Se descubrió a sí misma
retorciéndose las manos mientras la gente se esquivaba una a otra;
de vez en cuando, alguien chocaba; de vez en cuando, alguien cruzaba
la calle con más impertinencia de la habitual, y los taxis jaleaban
tal atrevimiento con pitidos enfurecidos.
Cerca, muy cerca,
una puerta se abrió y otra se cerró con más fuerza. El sonido era
demasiado característico como para que no fuera de Diana. Noemí se
llevó los dedos a la sien y cerró los ojos un momento, masajeándose
la piel y pensando a toda velocidad. Había mucho que hacer en muy
poco tiempo.
Harry se había
encargado de llamar a Inglaterra. Tras varios momentos de discusión,
decidiendo sobre si se iba a quedar con Alba o con Erika, al final
ganó la segunda, a pesar de que a)hiciera varios años que no
hablaba con ella y b) se llevaba mejor con la mujer de Liam. Todo eso
se debía a que a)Erika estaba casada con Louis, a quien Harry
adoraba, no era ningún secreto, b) era la que más cerca vivía de
Londres de las tres españolas (a Alba no se le había ocurrido que
tal vez necesitase de sus servicios y se había terminado mudando a
Wolverhampton, en el culo del mundo, al norte de Inglaterra), y c)
seamos francos, Noe; ha parido a los hijos de Louis y su camada se
parece más a un ejército de lobos bien sincronizado, esperando la
orden de mamá loba para atacar, más que a una manada de hienas
enloquecidas por el hambre.
Sí, Erika había
resultado ser una buena madre, a pesar de que nadie daba un duro por
ella cuando era joven, pues detestaba, con todas las letras, a los
críos. Aunque no había estado sola: Louis también ejercía parte
activa en la educación de sus hijos.
Aunque, claro...
aportaba los genes más peligrosos a la familia.
Así que Noe había
tenido que aceptar esa estocada con la mayor elegancia posible y se
había retirado de la competición.
Echando un último
vistazo a sus diseños, aquellos que ya nunca verían la luz, se
incorporó en su asiento y salió del despacho. Recorrió el pasillo
hasta llegar a la habitación de Diana, cerrada a cal y canto. Dio
varios golpes con los nudillos en la puerta y, al no recibir
respuesta, entró.
Se pasó allí
dentro la siguiente media hora, rebuscando en los cajones la droga
que, de seguro, estaba escondida por la habitación. Siempre había
sabido que Diana acabaría drogándose (¿hola? Era modelo), pero
algo le decía que aquél era el momento crítico en el que las
drogas tomarían parte en la vida de su hija como nunca antes lo
habían hecho.
Tuvo que
interrumpir la búsqueda cuando la puerta de la calle se abrió y
Harry anunció que estaba en casa. Al otro lado de la pared, varias
decenas de litros de agua, seguramente espumosos, se balancearon en
la bañera. Y Noemí salió corriendo de la habitación de su hija
como ladrón de un banco.
Bajó las escaleras
con la mayor compostura que consiguió reunir y fue a reunirse con
Harry, que portaba en las manos (oh, aquellas manos) todas las cosas
que había ido acumulando su hija en la taquilla a lo largo de los
años. Incluida, cómo no, una bolsita de polvos blancos.
-¿Te parece
normal?
Noe suspiró.
-Se supone que
controlan lo que llevan a clase.
-Con las pocas
pegas que me han puesto para conseguir a alguien que le abriera la
taquilla, no me extrañaría una mierda que tuvieran un laboratorio
de anfetaminas en el sótano-respondió él. Ella se odió a sí
misma por comprobar lo guapo que se ponía cuando la rabia lo
invadía.
-¿Había algo más?
-Recortes de
revistas, un cuaderno a medio escribir y unos calzoncillos de Calvin
Klein. Ah, y libros-Harry se encogió de hombros.
-¿Qué?
-Sí, Noe. Libros.
La cría los necesita para...
-Calzoncillos. De
Calvin Klein. Me estás vacilando-meditó.
Harry sonrió.
Le apeteció
cruzarle la cara, luego besarlo y, si acaso, arriesgarse a darle más
descendencia.
Luego, tuvo que
recordarse a sí misma que ya no le correspondía el papel de
adolescente loca, y que ya estaba ocupado por alguien más legítimo
en la casa. En su lugar, paseó la mirada hacia la bolsa de deportes
que Harry sujetaba con dos dedos, sin apenas esfuerzo, ayudándose en
parte por aquellas enormes manos, y en parte por todo el trabajo
llevado a cabo cuando era más joven.
Y la visión de
aquel conjunto de objetos personales la perturbó más de lo que
hubiera esperado. Los libros, los calzoncillos famosos, los
cuadernos, los recortes de revista, y las fotos eran más de lo que
podía manejar. Los objetos personales, almacenados a lo largo de
toda una vida, seleccionados a conciencia debido a su millar de
significados diferentes, fue más de lo que pudo soportar.
Noemí se echó a
llorar, ya que la visión de aquel conjunto sólo tenía un poder,
pero uno muy fuerte: le recordaba a ella que la marcha de su hija era
real, que no se trataba sólo de una pesadilla de la que fuese a
despertar antes o después, sino de una realidad que se acercaba a
ella a toda velocidad, como un camión en dirección contraria.
Demasiado rápido para esquivarlo, pero no lo suficiente como para no
ser consciente de lo que iba a pasar.
Aquel conjunto de
objetos, una parte de su hija, hicieron de ella un volcán de
lágrimas, que explotó en una violentísima erupción salina
acuciada por los años de estoicismo, acumulando disgustos tras
disgustos, siendo fuerte por los demás, para acabar traicionándola
cuando más fuerte necesitaba ser.
-Pero... Noe... mi
amor-Harry la acogió en sus brazos, pobre consuelo para todo lo que
se avecinaba, pero ella tuvo que consolarse.
-No quiero que se
vaya, Harry, no quiero. No quiero que se vaya. No quiero que nadie la
eduque por mí. No quiero que nadie intente enmendar mis errores. Es
mi hija. Es mía. No quiero que nadie la arrope por las noches, ni le
dé un beso, ni la abrace cuando esté triste, ni le dé consejo
sobre amor cuando lo necesite si ese alguien no soy yo. No quiero que
nadie ponga un océano entre nosotras. Dios, Harry, no te la lleves,
por favor, no la separes de mí. Podemos arreglarlo...
-No la separo de
ti, mi vida. La separo de todo lo que le ha hecho mal. Sólo si la
sacamos de aquí y la llevamos a un lugar seguro, donde nada de esto
la alcance, estará a salvo. Y nosotros somos una vía de alcance
para este cáncer que se ha cebado con ella.
-Pero, ¡es mi
hija, Harry! ¡Yo la llevé en mis entrañas! ¡No puedes llevártela
así, ponerla a un infierno de distancia de nosotros, quienes más la
queremos, y decir que así es como mejor estará!
-Ya está, Noe. Lo
hecho, hecho está. Louis y Eri ya están esperando por ella. Será
lo mejor, de veras. Llevas toda la vida confiando en mí, así que
por favor, por favor, no dejes de hacerlo ahora.
Pero ella sólo
tenía fuerzas para pelear, llorar, y aferrarse a su camiseta oscura
cual náufrago se aferra a un trozo de barco, esperando que la madera
lo mantenga lejos de las profundidades oceánicas donde tantos males
acechan y reinan.
-Es... mi hija,
y...
-También es la
mía, amor-contestó él, con tono dulce pero autoritario. La obligó
a separarse un poco de sí; lo justo para acariciarle la mejilla y
bajar por la mandíbula hasta su cuello, y, después, su clavícula.
Sus dedos ejercieron un efecto poderosamente relajante en ella, que
dejó de sollozar, aunque sus ojos siguieron creyéndose fuentes.
-Sé fuerte. Por
mí. Una última vez. Jamás volveré a pedirte nada. Pero sé fuerte
por mí y por tu hija.
Ella cerró los
ojos, apartó la cara y asintió despacio. La casa en la que habían
criado a su pequeña, el lugar por el que tanto tiempo había estado
peleando, de repente se convertía en un borrón aborrecible ante sus
ojos incapaces de cumplir con su única misión.
Terminó
asintiendo, y Harry se inclinó para recogerla y abrazarla con todas
sus fuerzas. Le susurró al oído que la amaba, y ella le respondió
de la misma manera: pasándole los brazos por los hombros y diciendo
que ella le quería también.
El fin de semana
pasó rápido, y, antes de que su hija la dejara para siempre, la
ansiedad volvió a hacerse con el control de su cuerpo. La única
solución fue levantar el teléfono y marcar un número apuntado en
la nevera, y en su memoria.
Un tono.
Dos tonos.
¿Qué hora es
en Londres?
Tres tonos.
Tal vez aún no
se hayan levantado.
Cuatro tonos...
...cinco tonos...
...seis, y el
último, y ya iba a colgar, estaba separando el auricular de su
rostro cuando:
-¿Sí?
Y una voz con la
que había crecido se hizo eco por detrás.
-¿Quién cojones
es? Pásame el puto teléfono. ¿Son estas malditas horas para llamar
a una casa? ¡Que tengo críos durmiendo, joder!
-¿Louis?-inquirió
una orilla del Atlántico, y la otra enmudeció tras un susurro.
-¡Cállate, me
cago en dios ya! ¡Es Noemí!
Y los improperios
cesaron con la última palabra.
-¿Noe? ¿Eres tú?
-Sí-suspiró de
puro alivio, como si la voz de Louis fuera agua tras una travesía de
varios meses por el desierto-. Sí, sí. ¿Está... todo bien?
-¿Qué? Ah. Sí.
¡Claro! Sí, ya sabes que mi palabra es misa para Eri. El evangelio
en verso.
-Eres
gilipollas-espetó la otra española, la Tomlinson.
-Pero si es
atea-replicó la otra, la Styles.
-Bueno, la esencia
es que ya estamos preparados para que venga Diana. ¿Eso no te
sirve?-se burló él, y Noemí se lo imaginó poniendo los ojos en
blanco y sonriéndole a la nada como si hiciera cinco minutos desde
la última vez que lo vio.
-Guay. Eh... va a
coger el avión pronto. Y la verdad es que estoy acojonada.
-No tienes por qué.
A ver, todo el mundo lo dice: mis hijos no son unos putos salvajes.
Nos lo hemos apañado bien, a pesar de “mis genes”-pronunció las
dos últimas palabras con sorna-. Y tu hija... es hija de Harry, a
ver. La rama cabrona de One Direction soy yo. Estará chupado.
-¿Puede... Eri
ponerse?
Se hizo un incómodo
silencio al otro lado de la línea.
-Claro-dijo él por
fin, y el teléfono chocó contra algo un instante.
-¿Para mí?-dijo
alguien al otro lado.
-No, es para mi
madre. Como tiene muy buen oído, igual oye a Noe desde Doncaster.
-Puto gilipollas.
Mira a ver si desayunas ya-otro susurro de nuevo, y esta vez, una voz
femenina-. Dime, Noe.
-Prométeme que
cuidarás de ella como si fuera hija tuya.
-A Eleanor le cruzo
la cara de vez en cuando-fue su respuesta.
-Maltratadora...
-¡Que te vayas a
desayunar, Louis!
-Me gustaría que
no pegases a Diana, a poder ser. Si no hay otro remedio, pues...
hazlo.
-No le voy a poner
la mano encima a tu hija, Noe. No te preocupes.
-Gracias.
Otro incómodo
silencio.
-Es como un libro.
-¿Qué?
Ya empezábamos con
los símiles de Erika.
-Sí, como cuando
la gente me prestaba un libro. ¿Te acuerdas? Yo a mis libros les
daba la vuelta para poder leer mejor; en ocasiones les rompía la
cubierta y todo de las torturas a las que los sometía con tal de
leer mejor. Pero, cuando alguien me dejaba el suyo, no les hacía
nada. Era como si no los hubiera tocado nunca. No se notaba mi paso
por allí. Puedo ser delicada cuando quiero. Y Diana es como una
primera edición del Quijote: te juro por Dios... bueno, te prometo,
por Louis y por mis hijos, que no voy a devolvértela en peor estado
de lo que me la traes.
-Gracias-volvió a
decir, pero esta vez, lo sentía de verdad. Por haber sido directa,
por leer entre líneas... y por prometer, no por jurar, y por hacerlo
por Louis y sus hijos, no por Dios. Sus promesas valían más que sus
juramentos, a los que ella no daba casi autoridad. Y Louis y sus
hijos eran lo que más quería.
De repente, Eri
había pasado a ser una muy buena opción.
-Te... te voy a
escribir algo. Mereces saber por qué va.
-Uy, pero, mi niña,
¿no viene por el amoroso tiempo de Inglaterra? ¿No viene para
ponerse morena? Yo creía que me la mandabais para eso.
Noe se echó a
reír, y a Harry, que acababa de entrar en la estancia, se le iluminó
la mirada.
-En realidad, te
voy a escribir algo para que sepas qué factor de protección debe
ponerse.
-No se pondrá como
un cangrejito, ¿verdad que no?
-Es hija de Harry.
-Oh, Jesús. Va a
ponerse como un cangrejito-se imaginó a su vieja amiga tapándose
los ojos con una mano-. Que el karma se apiade de ella, a mis hijos
les encanta el cangrejo.
Se despidieron,
colgaron, y Noe tomó bolígrafo y papel. Harry la besó en la
mejilla.
-Ahora entiendes
por qué Louis es el mejor. Te puede hacer reír incluso cuando crees
que no merece la pena vivir.
-No ha sido Louis.
Ha sido Eri.
Harry alzó las
cejas, sonrió, y asintió con la cabeza, como si aquello fuese
mejor. Ella bajó la mirada, sujetó el bolígrafo con fuerza, y dejó
que las palabras fluyeran solas en un idioma casi olvidado.
Un idioma sin
genitivos.
Un idioma con ñ.