jueves, 11 de diciembre de 2014

La caza ha comenzado.

Si lo prefieres, puedes leer este capítulo en Wattpad haciendo clic aquí.

Sabía que mi madre estaba llorando antes incluso de salir del baño y escuchar sus sollozos en el piso de abajo. Seguramente en el salón; tal vez, en la cocina. Ni estaba segura, ni pensaba bajar para descubrirlo. ¿Por qué darle más atención cuando yo era el foco de ésta, y cuando yo era la única con derecho a estar llorando cual magdalena desconsolada, a la espera de un milagro que no iba a producirse?
Me metí en mi habitación sin más ceremonia que el portazo de rigor, para que mis padres supieran qué me parecía aquello a lo que me obligaban a enfrentarme. Sola. Y, de paso, para martirizar un poco más a mi madre, la mujer que me había dado las vidas (la metafórica y la real) para luego quitármelas.
Nunca había pensado que fuese mala persona, pero, después de ver lo que me estaba haciendo, ya no estaba tan segura.
Lejos de ponerme a hacer las maletas y empaquetar todo en mi habitación, me limité a sentarme en la cama y contemplar mi ambiente. Allí se estaba a gusto. Nada podía hacerme daño siempre y cuando me mantuviera dentro de aquellas cuatro murallas, custodiadas por cuadros o bien fotografías de las mujeres más poderosas de aquel siglo, y del anterior. En la cima de todas ellas, Elizabeth Taylor, contemplando a las demás con altanería, engalanada en el traje que había llevado en la Cleopatra que le había asegurado la eternidad.
Al lado de ésta, la puta Katherine Hepburn, que había renegado de todo lo que tenía (mi mundo) a pesar de ser una de las que más talento tenía para vestirse en moda.
Una frente a otra, la otra Hepburn, la reina de la elegancia, y la reina de la sensualidad. Marilyn y Audrey, que se contemplaban sonrientes a pesar de pertenecer a mundos radicalmente opuestos.
Y las más cercanas a mí, mis favoritas: la diosa de ébano y la princesa nívea; Naomi Campbell y Barbara Palvin. Una lástima que el tiempo hubiera hecho estragos en la salud de Naomi; me habría encantado conocerla a fondo, y no sólo limitarme a contemplar con horror cómo saltaba en las noticias el letrero que anunciaba su trágica muerte, sabía Dios dónde y cómo, cuando yo era pequeña y no podía hacer más que girar la cabeza y preguntarme qué ocurría, por qué mi madre se mostraba tan conmocionada, por qué mi padre la miraba en silencio con los labios apretados.
Por suerte, Barbara era un poco más joven, y había sabido combatir al mayor enemigo de toda mujer, el tiempo, de la forma más fiera posible; lucía arrugas, era irrebatible, pero mantenía la belleza serena y feliz con la que había nacido.
Memoricé cada detalle, cada frasco de las colonias a las que había obsequiado con el privilegio de posarse en mi piel, cada libro de diseño y de historia de la Moda, cada número especial de la Vogue o cada portada en la que me habían permitido aparecer, preguntándome cómo haría para trasladar aquella habitación de ensueño, mi Edén privado, a 9000 kilómetros de distancia y a 8.000 de altura. No iba a ser fácil, pero tampoco era imposible.
Si habíamos mandado hombres a la Luna, bien podían ayudarme a mover mi puta habitación de la Ciudad que Nunca Dormía a la Ciudad Vieja del Humo.
Oí pisadas acercarse hacia mí por el pasillo, y deseé con todas mis fuerzas que papá se alejara de mí, que no entrara y me concediera unos minutos más de estudio incesante. Tal vez los ingleses tuvieran la manera de imprimir muebles directamente del recuerdo de sus dueños; por si acaso, yo iría a aquel infierno lluvioso preparado.
Unos toquecitos en la puerta despertaron al dragón feroz que había dentro de mí. Apreté los labios, entrecerré los ojos, y estudié el inmóvil pomo de la puerta.
-¿Diana?
Déjame ser el que encienda un fuego en esos ojos. Has estado sola, y tú no me conoces, pero te puedo sentir llorando.
Me enfureció pensar eso.
-Diana.
Déjame ser el que alce tu corazón y te salve la vida. No creo que te des cuenta, pero, nena, tú has estado salvando la mía.
No sabía si lo estaba haciendo a propósito o si simplemente era retrasado por no asomar la cabeza y asegurarse de que seguía en la habitación. Podía, no sé... haber abierto la ventana y lanzarme al vacío para convertirme en puré de pasarela en el asfalto de allí abajo.
-¿Qué?-ladré, antes de que volviera a llamarme y el estribillo de la puñetera canción retumbara de nuevo en mi cabeza.
-¿Puedo entrar?
-Estamos en un país libre. Libre para los padres; las hijas tenemos que obedecer e irnos al exilio con una sonrisa de felicidad cuando nos lo ordenan.
Sé que suspiró, a pesar de que no pude oírlo y, cuando la puerta se abrió para mostrarme su cara, ya se había recuperado.
-Te he traído las cosas del instituto.
-Me parece cojonudo lo que me estás contando. ¿Algo más?
Muchos pensarían que yo era una hija de puta por comportarme así. Seguramente lo fuera, pero, joder. ¿Nueva York por Londres? Y ni siquiera por Londres, sino por las afueras. Me apetecía llorar y arrancarme los ojos. Así que perdón, universo, por tratar al cachorrito desvalido de mi padre como a mierda, pero no es oro todo lo que reluce, y no hay ángeles caminando por este mundo.
Papá me miró un momento, inseguro. De la mano que colgaba al otro lado de la puerta se asomaba uno de sus múltiples tatuajes; el único que había en su brazo derecho. Aquella pequeña frase.
Tu nuevo padre tiene el brazo derecho ocupado, y el izquierdo, casi limpio, susurró una voz en mi cabeza. Si hubiera sido alguna protagonista de las series baratas que echaban en la Fox, me habría convertido en un animal gigantesco y habría acabado con toda la población de la ciudad en menos de un día. Pero, claro, yo sólo era una chica.
Una chica exiliada.
-Te vas el domingo.
-De puta madre. Así podré suicidarme varias veces. Creo que en la última me ataré unas medias al cuello y me colgaré del Empire State, para que la gente pueda ser testigo de la vergüenza de esta familia.
Se marchó sin decir nada.
Y yo me eché a llorar con lágrimas incandescentes, que llevaban tiempo secas cuando se produjo otro toquecito en la puerta. No me había dado cuenta de que el Sol había hecho un amplio recorrido por el cielo y que ahora jugaba al escondite entre los rascacielos del vecindario. Sólo podía esconderse en su totalidad en el el New World Trade Center.
¿Conseguiría alzarme yo también como un nuevo edificio, retorcido y más alto, más fuerte, después de aquel atentado terrorista al que me estaban sometiendo?
Esta vez me levanté y fui hacia la puerta. Era mamá la que estaba allí.
-Es la hora de cenar.
-Estoy en huelga de hambre. Según mis cálculos, la palmaré antes del domingo si no bebo nada.
-Déjate de gilipolleces, Diana, y baja a comer.
-Subídmelo a la habitación.
-Baja. A. Comer.
-Si no hay almohadas, no hay digestión.
Para las palomas, claro. Tiraría la bazofia por la ventana.
-¿Quieres que le hable a Clinique de la puta bolsita con polvo de hadas que tienes en el colchón?
Me puse pálida.
-No serías capaz.
-Niña, te voy a mandar a la otra esquina del mundo. ¿Crees que no puedo irme de la lengua sin querer?
Zorra sin corazón. Hija de puta. ¿Cómo se había enterado?
De mala gana, cerré la puerta de mi habitación, no fuera a ser que hubiera contratado a un ejército de criadas en secreto, que guardarían cada una de mis cosas sin mi supervisión, y la seguí escaleras abajo.
No fue hasta que no me senté a la mesa cuando me di cuenta de que yo no guardaba la coca en el colchón.
Y tampoco fue hasta después que terminé de pasear el poco flan que me quedaba por el plato cuando descubrí que mi madre no sabía nada de mi buena relación con los estupefacientes. Claro, era modelo, y aquello era normal, pero, ¿acaso no nacía una langosta azul entre diez mil rojas? Bien podía ser yo una langosta azul.
La observé con rencor, y ella debió de captar mi mirada, pues me la devolvió con una sonrisa de suficiencia mientras daba un trago de su bebida.
-Termínate el flan, Diana.
-Estoy guardando estómago para el pescado con patatas inglés, querido padre-repliqué, imitando el acento inglés que tanto se escuchaba en las semanas de la moda de cada ciudad-. Más tarde tomaré un poco de delicioso té, acompañado de pastitas.
Y empecé a arder cuando los dos se echaron a reír a mi costa.
-¿Te acuerdas de que Louis tomaba el té sin nada? A pelo. Dios mío. Eso sí que es fortaleza-comentó mamá, a lo que papá le respondió con una carcajada.
-La primera vez que lo vi hacerlo fue cuando me di cuenta de hasta qué punto necesitábamos a alguien como él.
Siguieron con sus patéticas anécdotas de sus viejos días de gloria mientras el verdadero futuro se levantaba en silencio y regresaba a su búnker.
Mentiría si dijera que aquel fin de semana me dejé mecer en los brazos de la depresión hasta la llegada a la terminal, porque la realidad fue bien distinta: fumé, bebí, me drogué y follé como si fuera a morirme de un día a otro.
-¿Te imaginas que te quedas preñada y pares en el convento? Tía, serías legendaria si lo consiguieras-me pinchó Zoe, y yo no pude por más que reírme para acabar llorando, abrazada a ella, porque separadas éramos las putas amas, pero juntas éramos diosas. Y yo detestaba que me recordaran mi propia mortalidad.
Con todo, tuve la sensatez de no dejar que ninguno de los chicos me “conociera” en el sentido bíblico sin un poco de látex por en medio. Por mucho que quisiera putear a mis padres y a mi nueva familia de acogida (oh, sí, papá mataría a Louis si se enteraba de que me quedaba embarazada, a pesar de que la culpa la tuviese él), me tenía en más aprecio que el necesario para tener un bebé con alguno de mis amigos. Eran buena gente, pero no pertenecían a la realeza.
Y a mí iban a estudiarme en los libros de Historia, joder. Conseguiría que los niños a partir de mí se cagaran en mi figura y en la de mis muertos porque había nacido en tal fecha que debían recordar y había hecho tantas cosas que necesitarían 4 folios para desarrollar mi vida.
En lo relativo a las drogas, en mi defensa diré que fui tonta, y creí que no habría nada en condiciones en la famosa Capital del Mundo. Todo lo bueno estaba en Nueva York, nada podía superar a esa ciudad, de manera que, ¿por qué contentarme con cristal del malo cuando podía esnifar diamante hasta bailar con la muerte y dejar que me diera un beso frío y eterno?
Zoe, por desgracia, tenía más aprecio a mi vida del que yo nunca llegué a tener bajo la mirada de aquellas estrellas invisibles, que se ocultaban en las farolas de la ciudad. Cuando veía que estaba demasiado mal, me apartaba y me convencía de que debía hacer lo que le dijera, y expulsar las sustancias de mi cuerpo era la orden más repetida. Y yo obedecía entre risas, porque me lo estaba pasando muy bien y quería morirme allí mismo.
Jamás supe cómo, el domingo por la mañana me las apañé para terminar de preparar mi equipaje, con la ayuda de la mejor amiga de la que me pretendían separar.
-Ojalá pudiese irme contigo.
-Deberíamos haberles cortado la garganta a dos mendigos; tal vez nos dejasen compartir celda en la cárcel, ¿quién sabe?
-Me encantaría compartirla, pero la verdad es que el Malik está mejor de lo que nunca te vas a merecer.
Y era verdad. Habíamos dedicado nuestra última noche a investigar en la medida de lo posible a mi nueva familia. Erika, la amiga española de mi madre, había tenido 4 hijos, todos de parto natural, con Louis.
Recordé que Zoe había alzado las cejas y estirado una uña pintada perfectamente de gris hacia la frase.
-¡Cuatro!
-Yo le daría ocho a Louis si tuviera mi edad.
-A mí no me importaría darle diecisiete a Zayn. Y no hace falta parir diecisiete veces; ya me entiendes.
-Gemelos hasta que salgan a pares, ¿eh?
Y nos echamos a reír, y seguimos investigando, y casi estallamos de la risa cuando descubrimos que se había filtrado, hacía décadas ya, un vídeo de los dos papis fumando maría en una furgoneta camino de un concierto.
-¿Tu padre te manda a rehabilitación, o te ha buscado un camello incluso mejor que el que tenemos?
Y más risas.
Ninguna de las dos lloró cuando Zoe se fue de mi casa, aunque las dos nos preguntamos con angustia cuándo podríamos volver a abrazarnos y hundir nuestras cabezas en el cuello de la otra, mezclar nuestras melenas como se mezclan dos bolas de helado de vainilla y fresa.
-Sé fuerte. Tírate al Malik. Si puedes, tírate al Tomlinson. Y si es posible, a los dos a la vez. Que sepan los ingleses cómo nos las gastamos en este país.
Me apretó las manos, nos besamos en la mejilla, y ella desapareció por la puerta, deteniéndose en el rellano para mirar atrás una última vez.
Volví a quedarme sola con mis pensamientos, que me acompañaron todo el trayecto en taxi hasta el aeropuerto. Mi castigo ya empezaba en mi propia ciudad: nada de limusinas. Mis maletas cabían bien en el maletero de un mugrosos taxi, así que en un mugroso taxi iría.
Azoté a mi padre con un silencio sulfuroso durante todo el trayecto. Él ni se inmutaba de mi rabia o, si lo hacía, lo disimulaba bien.
En mi cabeza, mientras tanto, se repetía la conversación escuchada a hurtadillas como escudo contra los sonidos infernales que la radio del coche vomitaba sin descanso.
Como en un sueño en el que sientes esa sensación de estar fuera de tu cuerpo, floté fuera de mí y me pude ver sentada en las escaleras, escuchando la conversación de mis padres. Mamá sollozaba, como llevaba haciendo todo el fin de semana, como si a la que fueran a alejar de todo lo que la hacía feliz fuese a ella, y no a mí.
-He hablado con el piloto, Harry. No sabía nada. ¿Cuándo...? ¿Cuándo se lo ibas a...? Llama al avión, Harry, joder. Se va mañana. ¿Cómo vamos a llevarla si no tenemos avión?
-Se va en un vuelo comercial.
Me apeteció abrirme la cabeza contra una esquina al escuchar esa frase. En un vuelo. Comercial. Con más gente. Muy cerca. Durmiendo. Babándome encima.
Ew.
-Harry...-murmuró mi madre, con la incredulidad tatuándole la voz.
-Noemí-cortó él-, no se va de vacaciones. Está castigada. No podemos con ella, y lo último que vamos a hacer será premiarla con un vuelo en un avión donde podrá hacer lo que le dé la gana, con quien le dé la gana. ¿Sabes qué fiestas se monta la cría cuando nosotros no estamos en casa?-vaya, pues mi padre tiene huevos y no es tonto, después de todo. La paciencia que tenía con la prensa, desde luego, no se extendía hacia su mujer y su hija-. Imagínate qué hará sin barreras como el hecho de que pueda llegar a un edificio en cualquier momento y pillarla sabe Dios cómo.
Como si los gatos tuvieran que tener miedo de que las ratas llegaran a las azoteas donde se acurrucan.
-Pero, por lo menos, en turista no, ¿verdad? En turista no, Harry...
Me hervía la sangre. ¿Tanto le importaba a mi madre que los demás supieran las condiciones de mi exilio? Bastante vergüenza me había librado de pasar no yendo el viernes a clase. Una reina sin corona ya no es una reina.
-Claro que no pequeña. Es un castigo, no un asesinato.
Me levanté y me fui a mi habitación. Podría romperle las costillas al primer campeón de lucha libre que se me pusiera por delante.
El taxi zigzagueaba entre los coches como una culebra por las zarzas buscando su próxima presa. Por fin, el aeropuerto se extendió ante nosotros como una flor abriendo sus pétalos al inicio de la primavera. Abrí la puerta y salí de allí; me quedé mirando la construcción mientras mi padre sacaba las maletas y le daba al taxista su merecida propina por su increíble gusto musical.
Consideré la posibilidad de atravesar la pista y ponerme delante de un Boing para que me atropellase de la que despegaba, pero había vallas que me lo impedían.
Esperé a que él se colocara la mochila que había elegido como equipaje de mano al hombro, se pusiera las gafas de sol y alzara las cejas en un gesto que me invitaba a echar a andar. Una vez más, tuve que ignorar a todos los periodistas que querían hacer su agosto con los dos Styles de Nueva York paseando juntos por el aeropuerto. ¿Tal vez se habían vuelto locos y lo habían confundido con Central Park? ¿Por qué habían cambiado los bolsos de Gucci de la chiquilla y las bolsas de palomitas de él por maletas en las que bien podrían ir escondidas dos contorsionistas aficionadas?
Dirigí una mirada enfurecida a la turba que se arremolinaba a nuestro alrededor. Debían dar gracias porque no tuviera poderes psíquicos, pues les habría obligado a comerse los dedos de los pies y las manos allí mismo con sólo chasquear los dedos.
Las puertas automáticas se abrieron, dejándome un momento para cavilar si podría usarlas como guillotina. Tal vez, si “tropezaba” en el momento y lugar idóneos...
La voz de papá me sacó de mi ensoñación.
-¿Qué?
-He dicho que no estés enfadada con tu madre. Lo ha pasado muy mal.
Había tenido que darle un beso y dejar que me abrazara hecha un manojo de lágrimas. Incluso me estropeó mi top favorito con su llorera y sus mocos. Fantástico.
-Oh, sí, me lo imagino.
-Ella no tiene la culpa de nada, Diana; no se merece el castigo al que la estás sometiendo.
-¿Cómo que no? Se atreve a llorar cuando la idea ha sido sólo suya. Por su culpa me voy de mi ciudad, me alejo de mis amigos. Y todavía tiene el cinismo y la cara de llorar.
-No. La idea ha sido mía. Las lágrimas de tu madre son de verdad. Ella no quería esto, pero está de acuerdo en que es lo mejor para ti.
Tuvo que agarrarme del antebrazo y obligarme a seguir caminando mecánicamente. Todo tenía tanto sentido y encajaba tan bien que no tuve más remedio que aceptarlo, y la verdad me golpeó como una masa de clavos. Todo mi mundo se desmoronaba y yo no podía hacer nada para impedirlo más que contemplarlo con asombrada estupefacción. Y, lo peor de todo, era que había achacado la caída del castillo de naipes a un terremoto, cuando la realidad era que había sido una mano fantasma la que había retirado una de las cartas de la base, precipitándolo todo al vacío.
Le entregó mis maletas, el patético reducto de mi existencia americana a una cinta transportadora que las recibió con el chasquido de los números pasando del 0 al peso real de mi equipaje. Papá suspiró cuando vio que superaba los límites, pero, afortunadamente para él y desgraciadamente para mí, la muchacha que se encargaba de facturar le conocía. Y también a mí, pero, evidentemente, no le prestó la misma atención.
-No pasa nada, señor-susurró con voz melosa, como si mi padre no pudiera ser el suyo también, como si no estuviera casado, como si yo no existiera-. Como son de primera clase, se puede hacer una excepción.
-Sólo va mi hija-replicó mi padre, sacudiendo la cabeza, pero agradeciendo el gesto con una arrebatadora sonrisa que solía dejar sin aliento a las masas. La chica asintió con toda profesionalidad, y se ocupó de darme el mejor asiento en el aparato.
Recogidos los billetes y reservado mi asiento, lo único que se interponía entre mí e Inglaterra eran las agujas de un reloj. Y no iban a ser demasiado concesivas conmigo, precisamente.
El aeropuerto estaba tan ajetreado como siempre, y nadie, a excepción de los paparazzi que lo guardaban cual dragón un castillo, se percató de nuestra presencia ni hizo más gesto de reconocimiento que una sonrisa en la distancia al comprobar que los dos éramos más altos de lo que en un principio parecía (en papá era toda una hazaña, en mí era algo normal, aunque siempre resultaba despampanante).
Deseé que alguien se nos acercara; deseé que algún periodista estúpido y con ganas de camorra se metiera conmigo para poder yo contestarle. Con suerte, llegaríamos a las manos; con suerte, los de seguridad se me llevarían a un calabozo; con suerte, me meterían en la cárcel a pasar la noche (en una sala privada y con toda comodidad, se entiende); con suerte, perdería mi vuelo.
Pero nadie hizo nada por intentar salvarme, y yo no podía expulsar más rabia hacia mi padre. Se había cubierto mi tope, y no podía soportarlo más. Tenía un nudo en la garganta, pero debido a cosas bien diferentes.
El nudo se fue apretando cada vez más y más, y se multiplicó en mi estómago y se tradujo en una presión en mi pecho, a medida que mi vuelo subía y subía en la escala de las pantallas. Finalmente, llegó al tope. Era mi turno de embarcar.
Me acerqué a la puerta, preparada para dejar mis cosas en la bandeja y salir corriendo hacia la pista de aterrizaje para que algún camión descuidado me atropellara. Nada pasó, evidentemente; el mundo se había puesto en mi contra desde el jueves anterior.
Cuando hube dejado la mochila en la bandeja y hube sacado le pasaporte, mi padre dio un paso hacia mí, me tomó de la mandíbula y me obligó a levantar la cabeza para mirarlo.
-Venga, Di. Alegra esa cara. Te vas a la otra punta del mundo sin tus padres. A Inglaterra, nada menos. Mi casa. Es el sueño de cualquier chica.
-El mío, no-pude replicar, a pesar de las tormentas que se desarrollaban en mi interior. Yo ya estaba viviendo un sueño, yo ya había conseguido todo lo que quería. Y era mucho más injusto que te quitaran algo que no tenías a no haberlo poseído jamás.
Suspiró, abrió los brazos y me estrechó entre ellos. Pude oler una última vez el aroma que desprendía su cuerpo, el de mi infancia, que tantas veces había olfateado y con el que tantas veces me había dormido rodeada, como si de una manta se tratase. Haciendo caso omiso de las advertencias de seguridad que incluso el más estúpido de los turistas conocía, dejé caer mis cosas para abrazarlo. Papá. No me dejes ir; tú mismo lo suplicaste en una canción cuando eras joven. No, papá. Por favor.
Sus manos me acariciaron la espalda y me pellizcaron la cintura, intentando hacerme reír.
-No sabes lo duro que resulta esto, pequeña. Recuerda quién eres. Sé buena. Y recuerda, siempre, que tu madre y yo te queremos más que a nada. Daríamos la vida por ti. De hecho, ya lo estamos haciendo-su voz se iba apagando como un murmullo, y no supe si debería haberme enterado de aquello. Pero lo hice, y surtió el efecto que mi padre hubiera querido conseguir: accedí, por una vez en mi vida, a obedecer ciegamente.
Sentía una sierra en el estómago y los ojos poblados de lágrimas. “Eres la viva imagen de tu padre”, decía todo el mundo. Y tenían razón, salvo en dos cosas: papá era un ángel, y yo era el demonio. Había tenido que ser así.
Y mis manos no eran tan grandes como las suyas. Nada de ser del tamaño de Rusia. Nada de que tu primogénita te cupiera en la palma de la mano, siendo tú el primero en cogerla, para susurrar “oh, dios, qué pequeña es, mi amor. ¿Cómo se puede querer a algo tan pequeño?”.
Tuve la certeza de que papá se moriría de pena cuando embarcara al avión. Es más, lo vi escrito en su rostro cuando me metí en el túnel que me llevaría a la aeronave.
No sólo me iba a un país extraño que no iba a considerar jamás un hogar: también me iba a quedar huérfana.


Los viajes en un vehículo que no era el mío me ponían de un humor de perros.
Aunque, en mi defensa, diré que agradecí la rabia que me corría por dentro mientras sobrevolábamos el Atlántico. Las lágrimas y los sollozos edulcorados con hipidos se convirtieron en puños apretados y brazos que temblaban de furia absoluta.
Me negué en redondo a ver ninguna de las películas que pusieron a bordo, a escuchar nada de la música que llevaba en el iPod, o a leer los emails que la agencia me había mandado nada más conocer la noticia de que se cerraba la mina de diamantes de la que tantas y tantas gemas habrían sacado; ahora tocaba buscar una mina de oro. No daría tantos beneficios ni tanto prestigio, pero menos era nada.
En lugar de todo eso, me dediqué en exclusiva a detestar hasta la última célula de todos y cada uno de los que me acompañaban en el viaje; en especial, la de una señora que tenía a mi lado, con un abrigo de visón y una estola de cola de zorro, con demasiado maquillaje y muy poco Martini en su copa, o, al menos, para su gusto.
La mujer se había dedicado a ver comedias románticas mientras yo me retorcía en mi asiento, rechazando cada una de las invitaciones de las azafatas a terminar ya con mi martirio de puro aburrimiento y echando vistazos a la ventana, comprobando que no se acercaba ninguna bomba que nos mandase a todos de vuelta al infierno, de donde nunca deberíamos haber salido.
Ya el solo hecho de pasarme las nueve horas de viaje mirando por la ventana hacia un demoníaco manto azulado, nunca interrumpido ni por la más triste de las nubes, hubiera bastado para ponerme de mal humor por los próximos cincuenta años. Añadiendo a esto la presencia de mi amiga con cara de zarina rusa y la falta de entretenimiento, tuve que contener mi emoción desenfrenada cuando el avión tocó por fin tierra, después de varios brincos cuando estaba a punto de aterrizar. Habría abierto una botella de champán de tenerla a mano, y la habría vaciado de un sorbo antes de estampársela en la cabeza a la zorra de las pieles.
El camino hacia la recogida de maletas fue rápido y angustioso, para finalmente encontrarme con dos japonesas tirando de mi equipaje y tratando de sacarlo de la cinta. Reconocería aquellas maletas llenas de pegatinas en cualquier parte: cada vez que visitaba un aeropuerto cuando era pequeña, mamá me llevaba hasta el kiosco más cercano y me invitaba a elegir la pegatina que más me gustase. La compraríamos y la pegaríamos en la maleta nada más llegar a casa.
Las japonesas me miraron con asombro cuando me acerqué y me llevé los trolleys sin mediar palabra con ellas. Bastante habían hecho intentando robarme sin yo darles permiso para pensar en mí, como para encima concederles el don de escuchar mi voz. De ningún modo.
Arrastré mi desdichada existencia por la gran sala llena de cintas, donde cientos de personas esperaban por sus cosas, y di a parar con un pasillo cuya iluminación espectacular me recordó a casa.
Sabiendo que si le metía un leñazo a un periodista entrometido me iría a la cárcel antes de poder decir mi nombre, me puse las enormes gafas de sol tras las cuales siempre me escondía cuando no quería ser vista, y caminé frente a las decenas de personas que esperaban impacientes a sus familiares y amigos (incluso había hombres trajeados con apellidos escritos en un cartel, wow, pero si esto también pasa en casa), que, desilusionados, soltaron a la vez el aliento contenido al descubrir que yo no era ni su tía lejana ni sus padres recién llegados de su viaje de aniversario.
Por primera vez en mi vida, me sentí sola y desamparada. Louis podría haber tenido la decencia de llegar a tiempo y colocarse en primer a fila, o sea, ¡no todos los días una top llegaba a tu país para irse a vivir en tu casa! ¡Un poco de respeto!
Pasada la gente, hice un barrido con la mirada. Decenas de tiendas poblaban ambos lados del pasillo, a cual más cara y con mejores dependientas (otra cosa era la clientela). Cientos de personas pululaban de acá para allá, arrastrando maletas o con pasaportes en la mano.
Y, en medio de todo, una figura se alzaba con las piernas separadas y las manos en los bolsillos. Me vi atraída hacia él igual que se había sentido mi vista; cuando quise darme cuenta, estaba a unos pocos pasos del chico.
Le hubiera echado una buena reprimenda a mi “tío” Louis por haber intentado romper el hielo cuando me di cuenta de que no era mi tío Louis, sino alguien un poco más lejano.
En su defensa, diré que de Tommy Tomlinson se podían decir muchas cosas, pero no que no fuera un Tomlinson auténtico. No podía ser bastardo: era igual que su padre.
-¿Thomas?-inquirí.
-¿Diana?-me contestó, en el mismo tono, y con un deje en la voz que me pareció de lo más...
...oh, señor.
Sensual.
-¿No me has visto en las pasarelas?-espeté, poniendo una mano en la cadera y bajando con la libre un poco mis gafas, regalándole una vista de mis preciosos ojos de la que no todo el mundo conseguía disfrutar.
-¿Y tú no has visto a mi padre en mí?
O sea que lo sabía. No era de extrañar que todo el mundo se lo dijera, la verdad: una cosa era parecerse a tu padre (yo me parecía al mío, todo el mundo lo decía, aunque los rasgos de la cara eran más los de mi madre) y otra cosa muy diferente era ser su clon.
Le eché un vistazo de arriba a abajo. Buen cuerpo. Se notaba que era deportista. Mm, sí, también tenía buen culo, según podría constatar más tarde. Sí, el gen Tomlinson estaba definitivamente allí. Era un hijo legítimo, de eso no había duda. Labios... pasables.
Pero, ¿sus ojos?
De otro mundo.
Lo juro.
Sería un volcán en la escala que tenía con Zoe.
-Hola-saludó por fin después de comprobar que efectivamente era yo. Nadie se habría quedado tanto tiempo frente a él después de tamaña insolencia si no hubiera sido yo a la que esperaba. No había ni una pizca de influencia en su voz. O se la había dejado en casa o había nacido sin ella. O yo era la causa de ser atrevido. Tal vez le divirtiera mi sorpresa porque no había paparazzis acosándonos.
Me quité las gafas de sol y las dejé de diadema. Oh, sí. Sin el cristal color sepia podía admirar que estaba bien. El color natural le sentaba definitivamente bien.
-Esto va a ser divertido-comenté, pues no me había pasado desapercibido aquel acento suyo que en él resultaba irresistible, pero que a los demás les quedaba como una patada en las nalgas.
-¿Quieres que te ayude con eso?-inquirió, sin hacerme caso, señalando mi maleta.
-Oh, qué bien. Un digno caballero inglés. Me ha tocado el solo de la Superbowl.-dije, entregándole mi maleta más pesada, que no me costaba en absoluto llevar... pero me apetecía llevar al límite aquellos músculos de dios griego.
Casi podía oír la voz de Zoe en mi cabeza: “la caza ha empezado”.
Vaya si lo había hecho. Como buena depredadora que iba, dejé que mi presa me guiara tras el viaje de nueve horas. Me condujo por el aeropuerto como si llevara la vida llevando y trayendo gente y, en menos de lo que cantaba un gallo, ya habíamos salido al exterior. El sol llenaba el cielo inglés, pues los taxis poblaban la tierra. Nos metimos en le primero que encontramos (creí que me iba a abrir la puerta, pero aún era joven, no habían tenido tiempo a inculcarle esa caballerosidad innata), con una de mis pequeñas maletas de por medio, la que menos pegatinas tenía.
El trayecto en coche fue silencioso, pero en mi vida me lo pasé mejor. Durante todo el viaje, sólo pude pensar en las ganas que tenía de que el taxista parase a tomar una hamburguesa con patatas fritas en cualquier bar de carretera, y que él me desnudara y me poseyera en los asientos traseros en los que íbamos.
Casi podía sentir sus dedos clavándoseme en las nalgas, cómo me embestiría contra los asientos y me haría susurrar su nombre entre gritos ahogados, los cristales empañados por nuestros alientos cargados de fuego.
Crucé las piernas apenas cubiertas por mi minifalda y seguí mirando por la ventana, animada por la indiferencia que él intentaba demostrarme. No me había mirado más que para cogerme la maleta, como asegurándose de que era yo y no otra, y después me había guiado como cualquier guía turístico.
Me encantan los retos. Hacen la vida mucho más interesante, más... divertida.

Y, por primera vez desde que me dieran la noticia de mi mudanza, las cosas no pintaban tan mal. Puede que incluso hasta me gustara ese país.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤