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Sabía que mi madre estaba llorando antes incluso de salir del baño y escuchar sus sollozos en el piso de abajo. Seguramente en el salón; tal vez, en la cocina. Ni estaba segura, ni pensaba bajar para descubrirlo. ¿Por qué darle más atención cuando yo era el foco de ésta, y cuando yo era la única con derecho a estar llorando cual magdalena desconsolada, a la espera de un milagro que no iba a producirse?
Sabía que mi madre estaba llorando antes incluso de salir del baño y escuchar sus sollozos en el piso de abajo. Seguramente en el salón; tal vez, en la cocina. Ni estaba segura, ni pensaba bajar para descubrirlo. ¿Por qué darle más atención cuando yo era el foco de ésta, y cuando yo era la única con derecho a estar llorando cual magdalena desconsolada, a la espera de un milagro que no iba a producirse?
Me metí en mi
habitación sin más ceremonia que el portazo de rigor, para que mis
padres supieran qué me parecía aquello a lo que me obligaban a
enfrentarme. Sola. Y, de paso, para martirizar un poco más a mi
madre, la mujer que me había dado las vidas (la metafórica y la
real) para luego quitármelas.
Nunca había
pensado que fuese mala persona, pero, después de ver lo que me
estaba haciendo, ya no estaba tan segura.
Lejos de ponerme a
hacer las maletas y empaquetar todo en mi habitación, me limité a
sentarme en la cama y contemplar mi ambiente. Allí se estaba a
gusto. Nada podía hacerme daño siempre y cuando me mantuviera
dentro de aquellas cuatro murallas, custodiadas por cuadros o bien
fotografías de las mujeres más poderosas de aquel siglo, y del
anterior. En la cima de todas ellas, Elizabeth Taylor, contemplando a
las demás con altanería, engalanada en el traje que había llevado
en la Cleopatra que le había asegurado la eternidad.
Al lado de ésta,
la puta Katherine Hepburn, que había renegado de todo lo que tenía
(mi mundo) a pesar de ser una de las que más talento tenía
para vestirse en moda.
Una frente a otra,
la otra Hepburn, la reina de la elegancia, y la reina de la
sensualidad. Marilyn y Audrey, que se contemplaban sonrientes a pesar
de pertenecer a mundos radicalmente opuestos.
Y las más cercanas
a mí, mis favoritas: la diosa de ébano y la princesa nívea; Naomi
Campbell y Barbara Palvin. Una lástima que el tiempo hubiera hecho
estragos en la salud de Naomi; me habría encantado conocerla a
fondo, y no sólo limitarme a contemplar con horror cómo saltaba en
las noticias el letrero que anunciaba su trágica muerte, sabía Dios
dónde y cómo, cuando yo era pequeña y no podía hacer más que
girar la cabeza y preguntarme qué ocurría, por qué mi madre se
mostraba tan conmocionada, por qué mi padre la miraba en silencio
con los labios apretados.
Por suerte, Barbara
era un poco más joven, y había sabido combatir al mayor enemigo de
toda mujer, el tiempo, de la forma más fiera posible; lucía
arrugas, era irrebatible, pero mantenía la belleza serena y feliz
con la que había nacido.
Memoricé cada
detalle, cada frasco de las colonias a las que había obsequiado con
el privilegio de posarse en mi piel, cada libro de diseño y de
historia de la Moda, cada número especial de la Vogue o cada portada
en la que me habían permitido aparecer, preguntándome cómo haría
para trasladar aquella habitación de ensueño, mi Edén privado, a
9000 kilómetros de distancia y a 8.000 de altura. No iba a ser
fácil, pero tampoco era imposible.
Si habíamos
mandado hombres a la Luna, bien podían ayudarme a mover mi puta
habitación de la Ciudad que Nunca Dormía a la Ciudad Vieja del
Humo.
Oí pisadas
acercarse hacia mí por el pasillo, y deseé con todas mis fuerzas
que papá se alejara de mí, que no entrara y me concediera unos
minutos más de estudio incesante. Tal vez los ingleses tuvieran la
manera de imprimir muebles directamente del recuerdo de sus dueños;
por si acaso, yo iría a aquel infierno lluvioso preparado.
Unos toquecitos en
la puerta despertaron al dragón feroz que había dentro de mí.
Apreté los labios, entrecerré los ojos, y estudié el inmóvil pomo
de la puerta.
-¿Diana?
Déjame ser el
que encienda un fuego en esos ojos. Has estado sola, y tú no me
conoces, pero te puedo sentir llorando.
Me
enfureció pensar eso.
-Diana.
Déjame
ser el que alce tu corazón y te salve la vida. No creo que te des
cuenta, pero, nena, tú has estado salvando la mía.
No sabía si lo
estaba haciendo a propósito o si simplemente era retrasado por no
asomar la cabeza y asegurarse de que seguía en la habitación.
Podía, no sé... haber abierto la ventana y lanzarme al vacío para
convertirme en puré de pasarela en el asfalto de allí abajo.
-¿Qué?-ladré,
antes de que volviera a llamarme y el estribillo de la puñetera
canción retumbara de nuevo en mi cabeza.
-¿Puedo entrar?
-Estamos en un país
libre. Libre para los padres; las hijas tenemos que obedecer e irnos
al exilio con una sonrisa de felicidad cuando nos lo ordenan.
Sé que suspiró, a
pesar de que no pude oírlo y, cuando la puerta se abrió para
mostrarme su cara, ya se había recuperado.
-Te he traído las
cosas del instituto.
-Me parece cojonudo
lo que me estás contando. ¿Algo más?
Muchos
pensarían que yo era una hija de puta por comportarme así.
Seguramente lo fuera, pero, joder. ¿Nueva York por Londres? Y ni
siquiera por Londres, sino por las afueras.
Me apetecía llorar y
arrancarme los ojos. Así que perdón, universo, por tratar al
cachorrito desvalido de mi padre como a mierda, pero no es oro todo
lo que reluce, y no hay ángeles caminando por este mundo.
Papá me miró un
momento, inseguro. De la mano que colgaba al otro lado de la puerta
se asomaba uno de sus múltiples tatuajes; el único que había en su
brazo derecho. Aquella pequeña frase.
Tu
nuevo padre tiene el brazo derecho ocupado, y el izquierdo, casi
limpio, susurró una voz
en mi cabeza. Si hubiera sido alguna protagonista de las series
baratas que echaban en la Fox, me habría convertido en un animal
gigantesco y habría acabado con toda la población de la ciudad en
menos de un día. Pero, claro, yo sólo era una chica.
Una chica exiliada.
-Te vas el domingo.
-De puta madre. Así
podré suicidarme varias veces. Creo que en la última me ataré unas
medias al cuello y me colgaré del Empire State, para que la gente
pueda ser testigo de la vergüenza de esta familia.
Se marchó sin
decir nada.
Y yo me eché a
llorar con lágrimas incandescentes, que llevaban tiempo secas cuando
se produjo otro toquecito en la puerta. No me había dado cuenta de
que el Sol había hecho un amplio recorrido por el cielo y que ahora
jugaba al escondite entre los rascacielos del vecindario. Sólo podía
esconderse en su totalidad en el el New World Trade Center.
¿Conseguiría
alzarme yo también como un nuevo edificio, retorcido y más alto,
más fuerte, después de aquel atentado terrorista al que me estaban
sometiendo?
Esta vez me levanté
y fui hacia la puerta. Era mamá la que estaba allí.
-Es la hora de
cenar.
-Estoy en huelga de
hambre. Según mis cálculos, la palmaré antes del domingo si no
bebo nada.
-Déjate de
gilipolleces, Diana, y baja a comer.
-Subídmelo a la
habitación.
-Baja. A. Comer.
-Si no hay
almohadas, no hay digestión.
Para las palomas,
claro. Tiraría la bazofia por la ventana.
-¿Quieres que le
hable a Clinique de la puta bolsita con polvo de hadas que tienes en
el colchón?
Me puse pálida.
-No serías capaz.
-Niña, te voy a
mandar a la otra esquina del mundo. ¿Crees que no puedo irme de la
lengua sin querer?
Zorra sin corazón.
Hija de puta. ¿Cómo se había enterado?
De mala gana, cerré
la puerta de mi habitación, no fuera a ser que hubiera contratado a
un ejército de criadas en secreto, que guardarían cada una de mis
cosas sin mi supervisión, y la seguí escaleras abajo.
No fue hasta que no
me senté a la mesa cuando me di cuenta de que yo no guardaba la coca
en el colchón.
Y tampoco fue hasta
después que terminé de pasear el poco flan que me quedaba por el
plato cuando descubrí que mi madre no sabía nada de mi buena
relación con los estupefacientes. Claro, era modelo, y aquello era
normal, pero, ¿acaso no nacía una langosta azul entre diez mil
rojas? Bien podía ser yo una langosta azul.
La observé con
rencor, y ella debió de captar mi mirada, pues me la devolvió con
una sonrisa de suficiencia mientras daba un trago de su bebida.
-Termínate el
flan, Diana.
-Estoy guardando
estómago para el pescado con patatas inglés, querido
padre-repliqué, imitando el acento inglés que tanto se escuchaba en
las semanas de la moda de cada ciudad-. Más tarde tomaré un poco de
delicioso té, acompañado de pastitas.
Y empecé a arder
cuando los dos se echaron a reír a mi costa.
-¿Te acuerdas de
que Louis tomaba el té sin nada? A pelo. Dios mío. Eso sí que es
fortaleza-comentó mamá, a lo que papá le respondió con una
carcajada.
-La primera vez que
lo vi hacerlo fue cuando me di cuenta de hasta qué punto
necesitábamos a alguien como él.
Siguieron con sus
patéticas anécdotas de sus viejos días de gloria mientras el
verdadero futuro se levantaba en silencio y regresaba a su búnker.
Mentiría si dijera
que aquel fin de semana me dejé mecer en los brazos de la depresión
hasta la llegada a la terminal, porque la realidad fue bien distinta:
fumé, bebí, me drogué y follé como si fuera a morirme de un día
a otro.
-¿Te imaginas que
te quedas preñada y pares en el convento? Tía, serías legendaria
si lo consiguieras-me pinchó Zoe, y yo no pude por más que reírme
para acabar llorando, abrazada a ella, porque separadas éramos las
putas amas, pero juntas éramos diosas. Y yo detestaba que me
recordaran mi propia mortalidad.
Con todo, tuve la
sensatez de no dejar que ninguno de los chicos me “conociera” en
el sentido bíblico sin un poco de látex por en medio. Por mucho que
quisiera putear a mis padres y a mi nueva familia de acogida (oh, sí,
papá mataría a Louis si se enteraba de que me quedaba embarazada, a
pesar de que la culpa la tuviese él), me tenía en más aprecio que
el necesario para tener un bebé con alguno de mis amigos. Eran buena
gente, pero no pertenecían a la realeza.
Y a mí iban a
estudiarme en los libros de Historia, joder. Conseguiría que los
niños a partir de mí se cagaran en mi figura y en la de mis muertos
porque había nacido en tal fecha que debían recordar y había hecho
tantas cosas que necesitarían 4 folios para desarrollar mi vida.
En lo relativo a
las drogas, en mi defensa diré que fui tonta, y creí que no habría
nada en condiciones en la famosa Capital del Mundo. Todo lo bueno
estaba en Nueva York, nada podía superar a esa ciudad, de manera
que, ¿por qué contentarme con cristal del malo cuando podía
esnifar diamante hasta bailar con la muerte y dejar que me diera un
beso frío y eterno?
Zoe, por desgracia,
tenía más aprecio a mi vida del que yo nunca llegué a tener bajo
la mirada de aquellas estrellas invisibles, que se ocultaban en las
farolas de la ciudad. Cuando veía que estaba demasiado mal, me
apartaba y me convencía de que debía hacer lo que le dijera, y
expulsar las sustancias de mi cuerpo era la orden más repetida. Y yo
obedecía entre risas, porque me lo estaba pasando muy bien y quería
morirme allí mismo.
Jamás supe cómo,
el domingo por la mañana me las apañé para terminar de preparar mi
equipaje, con la ayuda de la mejor amiga de la que me pretendían
separar.
-Ojalá pudiese
irme contigo.
-Deberíamos
haberles cortado la garganta a dos mendigos; tal vez nos dejasen
compartir celda en la cárcel, ¿quién sabe?
-Me encantaría
compartirla, pero la verdad es que el Malik está mejor de lo que
nunca te vas a merecer.
Y era verdad.
Habíamos dedicado nuestra última noche a investigar en la medida de
lo posible a mi nueva familia. Erika, la amiga española de mi madre,
había tenido 4 hijos, todos de parto natural, con Louis.
Recordé que Zoe
había alzado las cejas y estirado una uña pintada perfectamente de
gris hacia la frase.
-¡Cuatro!
-Yo le daría ocho
a Louis si tuviera mi edad.
-A mí no me
importaría darle diecisiete a Zayn. Y no hace falta parir diecisiete
veces; ya me entiendes.
-Gemelos hasta que
salgan a pares, ¿eh?
Y
nos echamos a reír, y seguimos investigando, y casi estallamos de la
risa cuando descubrimos que se había filtrado, hacía décadas ya,
un vídeo de los dos papis
fumando maría en una furgoneta camino de un concierto.
-¿Tu padre te
manda a rehabilitación, o te ha buscado un camello incluso mejor que
el que tenemos?
Y más risas.
Y más risas.
Ninguna de las dos
lloró cuando Zoe se fue de mi casa, aunque las dos nos preguntamos
con angustia cuándo podríamos volver a abrazarnos y hundir nuestras
cabezas en el cuello de la otra, mezclar nuestras melenas como se
mezclan dos bolas de helado de vainilla y fresa.
-Sé fuerte. Tírate
al Malik. Si puedes, tírate al Tomlinson. Y si es posible, a los dos
a la vez. Que sepan los ingleses cómo nos las gastamos en este país.
Me apretó las
manos, nos besamos en la mejilla, y ella desapareció por la puerta,
deteniéndose en el rellano para mirar atrás una última vez.
Volví a quedarme
sola con mis pensamientos, que me acompañaron todo el trayecto en
taxi hasta el aeropuerto. Mi castigo ya empezaba en mi propia ciudad:
nada de limusinas. Mis maletas cabían bien en el maletero de un
mugrosos taxi, así que en un mugroso taxi iría.
Azoté a mi padre
con un silencio sulfuroso durante todo el trayecto. Él ni se
inmutaba de mi rabia o, si lo hacía, lo disimulaba bien.
En mi cabeza,
mientras tanto, se repetía la conversación escuchada a hurtadillas
como escudo contra los sonidos infernales que la radio del coche
vomitaba sin descanso.
Como en un sueño
en el que sientes esa sensación de estar fuera de tu cuerpo, floté
fuera de mí y me pude ver sentada en las escaleras, escuchando la
conversación de mis padres. Mamá sollozaba, como llevaba haciendo
todo el fin de semana, como si a la que fueran a alejar de todo lo
que la hacía feliz fuese a ella, y no a mí.
-He hablado con el
piloto, Harry. No sabía nada. ¿Cuándo...? ¿Cuándo se lo ibas
a...? Llama al avión, Harry, joder. Se va mañana. ¿Cómo vamos a
llevarla si no tenemos avión?
-Se va en un vuelo
comercial.
Me apeteció
abrirme la cabeza contra una esquina al escuchar esa frase. En un
vuelo. Comercial. Con más gente. Muy cerca. Durmiendo. Babándome
encima.
Ew.
-Harry...-murmuró
mi madre, con la incredulidad tatuándole la voz.
-Noemí-cortó él-,
no se va de vacaciones. Está castigada. No podemos con ella, y lo
último que vamos a hacer será premiarla con un vuelo en un avión
donde podrá hacer lo que le dé la gana, con quien le dé la gana.
¿Sabes qué fiestas se monta la cría cuando nosotros no estamos en
casa?-vaya, pues mi padre tiene huevos y no es tonto, después de
todo. La paciencia que tenía con la prensa, desde luego, no se
extendía hacia su mujer y su hija-. Imagínate qué hará sin
barreras como el hecho de que pueda llegar a un edificio en cualquier
momento y pillarla sabe Dios cómo.
Como si los gatos
tuvieran que tener miedo de que las ratas llegaran a las azoteas
donde se acurrucan.
-Pero, por lo
menos, en turista no, ¿verdad? En turista no, Harry...
Me hervía la
sangre. ¿Tanto le importaba a mi madre que los demás supieran las
condiciones de mi exilio? Bastante vergüenza me había librado de
pasar no yendo el viernes a clase. Una reina sin corona ya no es una
reina.
-Claro que no
pequeña. Es un castigo, no un asesinato.
Me levanté y me
fui a mi habitación. Podría romperle las costillas al primer
campeón de lucha libre que se me pusiera por delante.
El taxi zigzagueaba
entre los coches como una culebra por las zarzas buscando su próxima
presa. Por fin, el aeropuerto se extendió ante nosotros como una
flor abriendo sus pétalos al inicio de la primavera. Abrí la puerta
y salí de allí; me quedé mirando la construcción mientras mi
padre sacaba las maletas y le daba al taxista su merecida propina por
su increíble gusto musical.
Consideré la
posibilidad de atravesar la pista y ponerme delante de un Boing para
que me atropellase de la que despegaba, pero había vallas que me lo
impedían.
Esperé a que él
se colocara la mochila que había elegido como equipaje de mano al
hombro, se pusiera las gafas de sol y alzara las cejas en un gesto
que me invitaba a echar a andar. Una vez más, tuve que ignorar a
todos los periodistas que querían hacer su agosto con los dos Styles
de Nueva York paseando juntos por el aeropuerto. ¿Tal vez se habían
vuelto locos y lo habían confundido con Central Park? ¿Por qué
habían cambiado los bolsos de Gucci de la chiquilla y las bolsas de
palomitas de él por maletas en las que bien podrían ir escondidas
dos contorsionistas aficionadas?
Dirigí una mirada
enfurecida a la turba que se arremolinaba a nuestro alrededor. Debían
dar gracias porque no tuviera poderes psíquicos, pues les habría
obligado a comerse los dedos de los pies y las manos allí mismo con
sólo chasquear los dedos.
Las puertas
automáticas se abrieron, dejándome un momento para cavilar si
podría usarlas como guillotina. Tal vez, si “tropezaba” en el
momento y lugar idóneos...
La voz de papá me
sacó de mi ensoñación.
-¿Qué?
-He dicho que no
estés enfadada con tu madre. Lo ha pasado muy mal.
Había tenido que
darle un beso y dejar que me abrazara hecha un manojo de lágrimas.
Incluso me estropeó mi top favorito con su llorera y sus mocos.
Fantástico.
-Oh, sí, me lo
imagino.
-Ella no tiene la
culpa de nada, Diana; no se merece el castigo al que la estás
sometiendo.
-¿Cómo que no? Se
atreve a llorar cuando la idea ha sido sólo suya. Por su culpa me
voy de mi ciudad, me alejo de mis amigos. Y todavía tiene el cinismo
y la cara de llorar.
-No. La idea ha
sido mía. Las lágrimas de tu madre son de verdad. Ella no quería
esto, pero está de acuerdo en que es lo mejor para ti.
Tuvo que agarrarme
del antebrazo y obligarme a seguir caminando mecánicamente. Todo
tenía tanto sentido y encajaba tan bien que no tuve más remedio que
aceptarlo, y la verdad me golpeó como una masa de clavos. Todo mi
mundo se desmoronaba y yo no podía hacer nada para impedirlo más
que contemplarlo con asombrada estupefacción. Y, lo peor de todo,
era que había achacado la caída del castillo de naipes a un
terremoto, cuando la realidad era que había sido una mano fantasma
la que había retirado una de las cartas de la base, precipitándolo
todo al vacío.
Le entregó mis
maletas, el patético reducto de mi existencia americana a una cinta
transportadora que las recibió con el chasquido de los números
pasando del 0 al peso real de mi equipaje. Papá suspiró cuando vio
que superaba los límites, pero, afortunadamente para él y
desgraciadamente para mí, la muchacha que se encargaba de facturar
le conocía. Y también a mí, pero, evidentemente, no le prestó la
misma atención.
-No pasa nada,
señor-susurró con voz melosa, como si mi padre no pudiera ser el
suyo también, como si no estuviera casado, como si yo no existiera-.
Como son de primera clase, se puede hacer una excepción.
-Sólo va mi
hija-replicó mi padre, sacudiendo la cabeza, pero agradeciendo el
gesto con una arrebatadora sonrisa que solía dejar sin aliento a las
masas. La chica asintió con toda profesionalidad, y se ocupó de
darme el mejor asiento en el aparato.
Recogidos los
billetes y reservado mi asiento, lo único que se interponía entre
mí e Inglaterra eran las agujas de un reloj. Y no iban a ser
demasiado concesivas conmigo, precisamente.
El aeropuerto
estaba tan ajetreado como siempre, y nadie, a excepción de los
paparazzi que lo guardaban cual dragón un castillo, se percató de
nuestra presencia ni hizo más gesto de reconocimiento que una
sonrisa en la distancia al comprobar que los dos éramos más altos
de lo que en un principio parecía (en papá era toda una hazaña, en
mí era algo normal, aunque siempre resultaba despampanante).
Deseé que alguien
se nos acercara; deseé que algún periodista estúpido y con ganas
de camorra se metiera conmigo para poder yo contestarle. Con suerte,
llegaríamos a las manos; con suerte, los de seguridad se me
llevarían a un calabozo; con suerte, me meterían en la cárcel a
pasar la noche (en una sala privada y con toda comodidad, se
entiende); con suerte, perdería mi vuelo.
Pero nadie hizo
nada por intentar salvarme, y yo no podía expulsar más rabia hacia
mi padre. Se había cubierto mi tope, y no podía soportarlo más.
Tenía un nudo en la garganta, pero debido a cosas bien diferentes.
El nudo se fue
apretando cada vez más y más, y se multiplicó en mi estómago y se
tradujo en una presión en mi pecho, a medida que mi vuelo subía y
subía en la escala de las pantallas. Finalmente, llegó al tope. Era
mi turno de embarcar.
Me acerqué a la
puerta, preparada para dejar mis cosas en la bandeja y salir
corriendo hacia la pista de aterrizaje para que algún camión
descuidado me atropellara. Nada pasó, evidentemente; el mundo se
había puesto en mi contra desde el jueves anterior.
Cuando hube dejado
la mochila en la bandeja y hube sacado le pasaporte, mi padre dio un
paso hacia mí, me tomó de la mandíbula y me obligó a levantar la
cabeza para mirarlo.
-Venga, Di. Alegra
esa cara. Te vas a la otra punta del mundo sin tus padres. A
Inglaterra, nada menos. Mi casa. Es el sueño de cualquier chica.
-El mío, no-pude
replicar, a pesar de las tormentas que se desarrollaban en mi
interior. Yo ya estaba viviendo un sueño, yo ya había conseguido
todo lo que quería. Y era mucho más injusto que te quitaran algo
que no tenías a no haberlo poseído jamás.
Suspiró, abrió
los brazos y me estrechó entre ellos. Pude oler una última vez el
aroma que desprendía su cuerpo, el de mi infancia, que tantas veces
había olfateado y con el que tantas veces me había dormido rodeada,
como si de una manta se tratase. Haciendo caso omiso de las
advertencias de seguridad que incluso el más estúpido de los
turistas conocía, dejé caer mis cosas para abrazarlo. Papá.
No me dejes ir; tú mismo lo suplicaste en una canción cuando
eras joven. No, papá. Por favor.
Sus manos me
acariciaron la espalda y me pellizcaron la cintura, intentando
hacerme reír.
-No sabes lo duro
que resulta esto, pequeña. Recuerda quién eres. Sé buena. Y
recuerda, siempre, que tu madre y yo te queremos más que a nada.
Daríamos la vida por ti. De hecho, ya lo estamos haciendo-su voz se
iba apagando como un murmullo, y no supe si debería haberme enterado
de aquello. Pero lo hice, y surtió el efecto que mi padre hubiera
querido conseguir: accedí, por una vez en mi vida, a obedecer
ciegamente.
Sentía una sierra
en el estómago y los ojos poblados de lágrimas. “Eres la viva
imagen de tu padre”, decía todo el mundo. Y tenían razón, salvo
en dos cosas: papá era un ángel, y yo era el demonio. Había tenido
que ser así.
Y mis manos no eran
tan grandes como las suyas. Nada de ser del tamaño de Rusia. Nada de
que tu primogénita te cupiera en la palma de la mano, siendo tú el
primero en cogerla, para susurrar “oh, dios, qué pequeña es, mi
amor. ¿Cómo se puede querer a algo tan pequeño?”.
Tuve la certeza de
que papá se moriría de pena cuando embarcara al avión. Es más, lo
vi escrito en su rostro cuando me metí en el túnel que me llevaría
a la aeronave.
No sólo me iba a
un país extraño que no iba a considerar jamás un hogar: también
me iba a quedar huérfana.
Los viajes en un
vehículo que no era el mío me ponían de un humor de perros.
Aunque, en mi
defensa, diré que agradecí la rabia que me corría por dentro
mientras sobrevolábamos el Atlántico. Las lágrimas y los sollozos
edulcorados con hipidos se convirtieron en puños apretados y brazos
que temblaban de furia absoluta.
Me negué en
redondo a ver ninguna de las películas que pusieron a bordo, a
escuchar nada de la música que llevaba en el iPod, o a leer los
emails que la agencia me había mandado nada más conocer la
noticia de que se cerraba la mina de diamantes de la que tantas y
tantas gemas habrían sacado; ahora tocaba buscar una mina de oro. No
daría tantos beneficios ni tanto prestigio, pero menos era nada.
En lugar de todo
eso, me dediqué en exclusiva a detestar hasta la última célula de
todos y cada uno de los que me acompañaban en el viaje; en especial,
la de una señora que tenía a mi lado, con un abrigo de visón y una
estola de cola de zorro, con demasiado maquillaje y muy poco Martini
en su copa, o, al menos, para su gusto.
La mujer se había
dedicado a ver comedias románticas mientras yo me retorcía en mi
asiento, rechazando cada una de las invitaciones de las azafatas a
terminar ya con mi martirio de puro aburrimiento y echando vistazos a
la ventana, comprobando que no se acercaba ninguna bomba que nos
mandase a todos de vuelta al infierno, de donde nunca deberíamos
haber salido.
Ya el solo hecho de
pasarme las nueve horas de viaje mirando por la ventana hacia un
demoníaco manto azulado, nunca interrumpido ni por la más triste de
las nubes, hubiera bastado para ponerme de mal humor por los próximos
cincuenta años. Añadiendo a esto la presencia de mi amiga con cara
de zarina rusa y la falta de entretenimiento, tuve que contener mi
emoción desenfrenada cuando el avión tocó por fin tierra, después
de varios brincos cuando estaba a punto de aterrizar. Habría abierto
una botella de champán de tenerla a mano, y la habría vaciado de un
sorbo antes de estampársela en la cabeza a la zorra de las pieles.
El camino hacia la
recogida de maletas fue rápido y angustioso, para finalmente
encontrarme con dos japonesas tirando de mi equipaje y
tratando de sacarlo de la cinta. Reconocería aquellas maletas llenas
de pegatinas en cualquier parte: cada vez que visitaba un aeropuerto
cuando era pequeña, mamá me llevaba hasta el kiosco más cercano y
me invitaba a elegir la pegatina que más me gustase. La compraríamos
y la pegaríamos en la maleta nada más llegar a casa.
Las japonesas me
miraron con asombro cuando me acerqué y me llevé los trolleys
sin mediar palabra con ellas. Bastante habían hecho intentando
robarme sin yo darles permiso para pensar en mí, como para encima
concederles el don de escuchar mi voz. De ningún modo.
Arrastré mi
desdichada existencia por la gran sala llena de cintas, donde cientos
de personas esperaban por sus cosas, y di a parar con un pasillo cuya
iluminación espectacular me recordó a casa.
Sabiendo que si le
metía un leñazo a un periodista entrometido me iría a la cárcel
antes de poder decir mi nombre, me puse las enormes gafas de sol tras
las cuales siempre me escondía cuando no quería ser vista, y caminé
frente a las decenas de personas que esperaban impacientes a sus
familiares y amigos (incluso había hombres trajeados con apellidos
escritos en un cartel, wow, pero si esto también pasa en
casa), que, desilusionados, soltaron a la vez el aliento contenido al
descubrir que yo no era ni su tía lejana ni sus padres recién
llegados de su viaje de aniversario.
Por primera vez en
mi vida, me sentí sola y desamparada. Louis podría haber tenido la
decencia de llegar a tiempo y colocarse en primer a fila, o sea, ¡no
todos los días una top llegaba a tu país para irse a vivir en tu
casa! ¡Un poco de respeto!
Pasada la gente,
hice un barrido con la mirada. Decenas de tiendas poblaban ambos
lados del pasillo, a cual más cara y con mejores dependientas (otra
cosa era la clientela). Cientos de personas pululaban de acá para
allá, arrastrando maletas o con pasaportes en la mano.
Y, en medio de
todo, una figura se alzaba con las piernas separadas y las manos en
los bolsillos. Me vi atraída hacia él igual que se había sentido
mi vista; cuando quise darme cuenta, estaba a unos pocos pasos del
chico.
Le hubiera echado
una buena reprimenda a mi “tío” Louis por haber intentado romper
el hielo cuando me di cuenta de que no era mi tío Louis, sino
alguien un poco más lejano.
En su defensa, diré
que de Tommy Tomlinson se podían decir muchas cosas, pero no que no
fuera un Tomlinson auténtico. No podía ser bastardo: era igual que
su padre.
-¿Thomas?-inquirí.
-¿Diana?-me
contestó, en el mismo tono, y con un deje en la voz que me pareció
de lo más...
...oh, señor.
Sensual.
-¿No me has visto
en las pasarelas?-espeté, poniendo una mano en la cadera y bajando
con la libre un poco mis gafas, regalándole una vista de mis
preciosos ojos de la que no todo el mundo conseguía disfrutar.
-¿Y tú no has
visto a mi padre en mí?
O sea que lo sabía.
No era de extrañar que todo el mundo se lo dijera, la verdad: una
cosa era parecerse a tu padre (yo me parecía al mío, todo el mundo
lo decía, aunque los rasgos de la cara eran más los de mi madre) y
otra cosa muy diferente era ser su clon.
Le eché un vistazo
de arriba a abajo. Buen cuerpo. Se notaba que era deportista. Mm, sí,
también tenía buen culo, según podría constatar más tarde. Sí,
el gen Tomlinson estaba definitivamente allí. Era un hijo legítimo,
de eso no había duda. Labios... pasables.
Pero, ¿sus ojos?
De otro mundo.
Lo juro.
Sería un volcán
en la escala que tenía con Zoe.
-Hola-saludó por
fin después de comprobar que efectivamente era yo. Nadie se habría
quedado tanto tiempo frente a él después de tamaña insolencia si
no hubiera sido yo a la que esperaba. No había ni una pizca de
influencia en su voz. O se la había dejado en casa o había nacido
sin ella. O yo era la causa de ser atrevido. Tal vez le divirtiera mi
sorpresa porque no había paparazzis acosándonos.
Me quité las gafas
de sol y las dejé de diadema. Oh, sí. Sin el cristal color sepia
podía admirar que estaba bien. El color natural le sentaba
definitivamente bien.
-Esto va a ser
divertido-comenté, pues no me había pasado desapercibido aquel
acento suyo que en él resultaba irresistible, pero que a los demás
les quedaba como una patada en las nalgas.
-¿Quieres que te
ayude con eso?-inquirió, sin hacerme caso, señalando mi maleta.
-Oh, qué bien. Un
digno caballero inglés. Me ha tocado el solo de la Superbowl.-dije,
entregándole mi maleta más pesada, que no me costaba en absoluto
llevar... pero me apetecía llevar al límite aquellos músculos de
dios griego.
Casi podía oír la
voz de Zoe en mi cabeza: “la caza ha empezado”.
Vaya si lo había
hecho. Como buena depredadora que iba, dejé que mi presa me guiara
tras el viaje de nueve horas. Me condujo por el aeropuerto como si
llevara la vida llevando y trayendo gente y, en menos de lo que
cantaba un gallo, ya habíamos salido al exterior. El sol llenaba el
cielo inglés, pues los taxis poblaban la tierra. Nos metimos en le
primero que encontramos (creí que me iba a abrir la puerta, pero aún
era joven, no habían tenido tiempo a inculcarle esa caballerosidad
innata), con una de mis pequeñas maletas de por medio, la que menos
pegatinas tenía.
El trayecto en
coche fue silencioso, pero en mi vida me lo pasé mejor. Durante todo
el viaje, sólo pude pensar en las ganas que tenía de que el taxista
parase a tomar una hamburguesa con patatas fritas en cualquier bar de
carretera, y que él me desnudara y me poseyera en los asientos
traseros en los que íbamos.
Casi podía sentir
sus dedos clavándoseme en las nalgas, cómo me embestiría contra
los asientos y me haría susurrar su nombre entre gritos ahogados,
los cristales empañados por nuestros alientos cargados de fuego.
Crucé las piernas
apenas cubiertas por mi minifalda y seguí mirando por la ventana,
animada por la indiferencia que él intentaba demostrarme. No me
había mirado más que para cogerme la maleta, como asegurándose de
que era yo y no otra, y después me había guiado como cualquier guía
turístico.
Me encantan los
retos. Hacen la vida mucho más interesante, más... divertida.
Y, por primera vez
desde que me dieran la noticia de mi mudanza, las cosas no pintaban
tan mal. Puede que incluso hasta me gustara ese país.
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