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La casa se parecía a Times
Square la víspera de Año Nuevo, eso tenía que admitirlo. Donde solía haber
calles plagadas de jóvenes cargadas de bolsas, eligiendo la ropa del día
siguiente, y de funcionarios que preparaban la bola para que se deslizara con
majestuosidad a los ojos del mundo, había ahora un coro de voces (las que más
se oían, infantiles) que se reían y protestaban a partes iguales. Los pasos de
las voces incorpóreas pero fuertes
flotaban hasta mi habitación, colándose por la trampilla y anunciándome que se
cumplía el primer día oficial de mi encarcelamiento en tierras extrañas.
Al
menos me gustaba el jefe de mis captores.
Desperezándome
con el coro de voces todavía resonando por la casa, me arrastré como pude hacia
la trampilla, y de allí me deslicé sigilosamente para acabar saliendo al
pasillo como desembocaban los ríos en las calles de mi ciudad cada vez que
nevaba demasiado y un día de calor sofocante lo seguía. Claro que, por mucho
que me esforzara, no iba a tener un escenario tan idóneo ni la fuerza
destructiva que me gustaría.
Llegué
a la parte superior del salón en el momento justo en el que Louis se giraba
para darle un beso en los labios a Erika, le susurraba un tranquilo “hasta
luego, amor”, y se volvía en dirección a la puerta.
Algo
le llamó la atención en la parte superior de su casa, porque alzó la mirada y
se encontró con la mía, de frío y azul acero, coronada por todo el oro de mi
continente, el que me había permitido ser la Emperatriz.
-Buenos
días, América-sonrió, y yo tuve que devolverle la sonrisa, porque era la típica
cosa que me hubiera esperado de no estar cautivada y de saber que Louis era así
(cosa que sí sabía), la típica cosa que habría hecho que soltara una carcajada
divertida.
El
timbre de la puerta bramó en mis oídos.
-¡Ya
voy, joder! ¡Puto Zayn!
Y
la única ventaja auténtica de mi cárcel se desvaneció tal y como había
aparecido.
Volví
a quedarme sola, al pie de las escaleras, contemplándolo todo. Bajé como
hubiera bajado en las ceremonias de presentación de alguna película que
prometía ser taquillazo y me dejé caer en el sofá, dándome cuenta de repente de
la hora que era en Nueva York, del sueño que tenía, y del error que había sido
salir de la cama. Puede que hasta intentaran hacerme ir al colegio; sin éxito,
claro.
Una
segunda alma hizo su aparición estelar, todo rizos de chocolate que bailaban
tras de sí. No me dedicó ni una mirada, ni yo a ella.
-Eleanor…-empezó
mi anfitriona suprema, y la chica se dio la vuelta con gesto contrariado, como
si ir al colegio fuera la gran cosa de su vida y la estuvieran privando de ese
placer.
-Me
he comido la tostada, mamá, de verdad que me tengo que ir, Katie…
-Acuérdate
de que tu hermano y tú no podéis dejar la casa sola hoy, ¿vale?
-¿Para
que no me escape?-inquirí yo. Entonces, Eleanor, la prima a la que no había
dedicado ni un segundo de atención en toda mi vida, clavó sus ojos en mí, y yo
le devolví la mirada de la reina de las animadoras que es coronada en el baile
mientras la pringada mayúscula babeaba por su novio (que, por cierto, y como
era de esperar, la acompañaba en el trono).
-Me
fío de ti, Diana-contestó su madre desde la cocina. Eleanor sonrió.
-Sí,
se fía de ti más que de mí.
-A
ti te he parido. A Diana no. Los críos se ganan la confianza; que la pierdan
con el tiempo es culpa suya.
-Vale,
adióoooooooos, mamá-contestó la chiquilla, girando sobre sus talones, haciendo
bailar su falda azul y desapareciendo en dirección a la calle.
No
pasaron dos segundos cuando Erika se asomó a la puerta de la cocina, escudriñó
las escaleras, y bramó:
-¡TOMMY!
Una
centésima de segundo después, su hijo mayor (y su obra maestra) se abalanzó
escaleras abajo, con el pelo alborotado, y luchando con una camiseta de manga
corta que se le enredaba en la cintura y le dejaba a la vista unos abdominales
que yo no me habría esperado allí.
Bueno,
tal vez con Louis no se fuese lo mejor de su casa, después de todo.
-No
ha sonado el despertador, mamá, yo…
-Te
he hecho el desayuno. Porque estoy cansada de que llegues tarde. Yo tengo una
reputación que mantener, ¿entiendes?-puso los ojos en blanco, persiguiendo a su
hijo por la casa-. Fui matrícula de honor en el puto instituto, a pesar de
estar ya viviendo con tu padre, y me saqué una carrera universitaria mientras
iba de acá para allá en una gira que encima no me iba a dar un duro. Bastante
he peleado ya en mi vida como para que ahora encima a ti no te den ganas de
encender el despertador.
Seguramente
aquel gen estuviera en todas las mujeres y se despertase en cuanto algo que no
era simple sangre te salía del útero. Mi madre también se ponía así de
irascible cuando no me sonaba un despertador, aunque, claro, ¿para qué iba a ir
al instituto? Ya tenía la vida arreglada, había ganado suficiente dinero como
para mantenerme de acuerdo con el nivel que me correspondía durante más de un
siglo. Podría acoger a Zoe si quería, y dedicarnos ambas a la buena vida. Disculpa si no me interesan los presidentes
de los Estados Unidos, mamá, pero, ¿quién quiere ser presidente cuando puedes
ser el rey? Estudiar es para los fracasados que no tienen otra cosa de la que
servirse. Yo me daré de comer a mí misma, cosa que casi nadie puede decir hoy
en día.
Y
no, para nada estaba hablando de que todas,
las tres, tuvieran vidas gracias a
que cinco chicos estuvieron juntos en el momento adecuado y en el lugar exacto.
Me
quedé allí quieta, estirada en el sofá, escuchando el sonido de los platos
entrechocando entre sí, el murmullo constante de mi anfitriona escupiendo bilis
(en español, lo cual era un detalle, así no tendría que aguantar las típicas
tonterías de madre), Tommy refunfuñando (también en español, o eso me pareció,
lo cual ya no me gustó tanto, aunque su voz sonaba curiosa cuando cambiaba a
ese horrible idioma gutural), y el de los dos pequeños de la casa tomándose su
tiempo y chillándose entre sí (en varios idiomas).
Después
de una sarta de gritos un poco más duradera y sonora que aquello a lo que se
había acostumbrado mi anfitriona, la puerta acabó abriéndose y un airadísimo
Tommy la atravesó, echándose la mochila al hombro y bufando algo que no
conseguí entender.
Me
miró de reojo cuando pasaba a mi lado, y con una sonrisa socarrona, me tocó la
rodilla y susurró:
-Hasta
luego, americana.
-Adiós,
inglés-repliqué yo, ignorando lo suaves que había notado sus dedos en mi
rodilla.
Su
sonrisa se hizo un poco más amplia, espetó un sonoro “¡Adiós!” por encima del
hombro, abrió la puerta y desapareció por el mismo lugar por el que lo había
hecho su hermana.
Muchos
ruidos después, una agobiada Erika pasó a mi lado, con los dos críos de la mano
(ew, pero si ya parecían mayores, ¿no podían ir solos?), y se excusó diciendo
que tenía que llevarlos al colegio, que podía ir a hacerme el desayuno, que los
platos estaban en tan sitio y los vasos en tal otro, y que ella no tardaría en
volver.
Y
así fue como me quedé sola en una casa plagada de gente.
No
me moví del sofá.
¿Hacerme
el desayuno? ¿Yo? ¿Yo? ¿No me lo
hacía en casa, me lo iba a hacer cuando ni siquiera estaba allí, en un lugar en
el que no sabía dónde estaba nada?
Iba
lista.
Enganché
el mando a distancia con un pie y lo lancé al aire, con tan mala suerte que
terminó cayendo un centímetro por encima de donde yo lo esperaba, y me golpeó
en todo el pecho.
Antes
de pensar en las consecuencias que eso podría tener (no conocía a Erika, no
sabía cómo iba a reaccionar, y tampoco conocía los lugares en que me podría
esconder un tiempo, hasta que se le pasara el posible enfado), y llevada por la
ira que se había saltado una generación con mi padre y había recaído en mí
directamente canalizada desde mi tía y mi abuela, me incorporé como una exhalación
y lancé el mando con todas mis fuerzas contra la pared más cercana.
Al
menos el destino me sonrió y evitó que rompiera un cristal.
-Mierda-mascullé
al darme cuenta de lo que había hecho, cuando el aparato ya se había estrellado
contra la pared y se había roto en varios pedazos, difícilmente unibles.
Con
un ojo en la puerta y el otro en el reloj de la pared, me acerqué sigilosamente
y recogí los pedazos más grandes, eligiendo entre ser una buena persona y pedir
perdón, ser patética y tratar de arreglarlo, o ser una zorra y echarle la culpa
a alguien.
Lo
de ser patética me pareció una opción más accesible que las demás, dado que la
televisión no estaba encendida cuando Erika se fue (y ni de coña iba yo a ir y
apagarla), y el mando reposaba tranquilamente en la mesa, ajeno al hecho de que
tenía un dios al lado que acabaría con su vida a la mínima oportunidad.
Ya
había recogido una cinta de celo de un cajón, y estaba terminando de colocar
algunas tiras que había cortado con los dientes (no conseguí encontrar unas
tijeras, tal vez porque había críos pequeños en casa), cuando unas llaves
tintinearon al otro lado de la puerta, anunciando que el dragón había vuelto al
castillo.
-¿Qué
haces?-quiso saber, más curiosa que otra cosa, al verme enroscada sobre mis
piernas dobladas, peleándome con algo negro mientras una cinta de celo me
colgaba de los dientes.
Y,
por primera vez en mi vida, me puse roja en Inglaterra.
-Esto…
Bueno,
pues tocaría ser una buena persona.
-…
lo he… roto. Ha sido sin querer. O al menos, eso creo. Se me cayó encima,
¿sabes?-estaba hablando más rápido de lo que había hablado en mi vida, pero era
ahora o nunca. No podía dar marcha atrás, tendría que confiar en mi talento y
en mi encanto para conseguir que no me encerrara en algún sótano oscuro porque, ¿a quién quiero engañar? Estoy en
Inglaterra, tienen sótanos oscuros y aparatos de tortura en todas las casas.
No podía arriesgarme a que me rompiera un hueso en un ataque de ira y perder
alguna posible portada, especialmente en ese momento, que empezaba la campaña
de primavera y VOGUE iniciaba su caza de modelos para el inicio de un año de
moda-. Estaba… bueno, lo estaba cogiendo, y se me cayó encima, y le di un
manotazo. Fue un acto reflejo. Y lo lancé al otro extremo de la habitación.
Vi
cómo en sus ojos se iniciaba un incendio.
Pero,
claro, los dragones no se quemaban con un simple fuego. Eran el fuego hecho
carne; sabían controlarlo.
-Te
dio un ataque de rabia, ¿a que sí?
A
mí el fuego sí que me afectaba, no como a ella, y una bola inmensa se me colocó
en la garganta cuando tragué saliva de manera imperceptible. Era como tener un
meteorito del tamaño de toda la Gran Manzana metido en el esófago, sin
permitirme respirar ni vivir a gusto.
-S…bueno,
yo… sí.
Sus
ojos se pasearon del aparato que tenía entre las manos a mí; de mí al aparato.
Lo dejé encima de la mesa y entrelacé los dedos de las manos, esperando la
tormenta que siempre, siempre venía
con esa mirada. Ya estaba acostumbrada a mamá, pero ella era otra historia. Ya
la conocía, me había parido, llevaba una parte de ella en mí y no iba a poder
luchar contra esa parte, que sería, a su vez, la que la enterneciera y haría
que no me terminase arrancando la cabeza.
Eso,
y que era demasiado guapa como para dejarme sin cabeza.
Pero,
claro, Erika era una historia completamente diferente; ni siquiera sería un
mismo tipo de ropa. Si mi madre era un abrigo, Erika bien podía ser ropa
interior… o peor, un accesorio.
Y
nadie sabía cómo controlar un accesorio rebelde.
-¿Y
creías que ibas a arreglarlo con celo?
No, tenía la intención de dejarlo ahí, hecho
mierda, para que te dieras cuenta de que lo había roto en cuanto te sentaras en
el sofá.
Hasta
los planes aparentemente perfectos acababan teniendo fallos.
-No.
Torció
el gesto.
-Entonces,
¿qué…?
-No
quería que te enfadaras-espeté, aferrándome con uñas y dientes al último
resquicio de esperanza. Ya está. Es una
madre. Tiene hijos pequeños. Seguro que está cansada de reñir a gente.
Abrió
mucho los ojos, como si la idea de sí misma enfadada fuese algo impensable;
como si no se dejara llevar por su sangre y gritara más a menudo de lo que
había visto hacer a nadie, a horas en las que nadie que yo conociera era capaz,
siquiera, de susurrar.
-¿Por
qué me iba a enfadar contigo? Es sólo un mando.
Y
me dejó allí, con la palabra en la boca y una cara de gilipollas de campeonato.
Ya estaba. Mi madre me había enviado con la única amiga subnormal que tenía.
O
tal vez con la amiga más rencorosa.
Me
levanté del sofá en el momento justo en que ella terminaba de subir las
escaleras y desaparecía en dirección a su habitación. Movida por la curiosidad,
ya más que por el simple deseo de disculparme, me quedé en la puerta,
estudiando la habitación, mientras ella vaciaba su bolso y caminaba hacia un armario.
-¿Va
en serio?-inquirí, después de reconocer la zona. Una cama inmensa, unas
ventanas más grandes aún, una televisión enfrentándose a la cama, un armario,
una cómoda, un tocador… sí, la típica habitación que te esperarías en la casa
de un matrimonio.
-¿El
qué?
-He
roto una cosa de tu casa. ¿No me vas a… hacer nada? ¿Ni siquiera a gritarme?
-No
me como a mis hijos cuando rompen algo; esas cosas pasan. Además, si te ha
apetecido romper algo, es porque llevas esa destrucción dentro. Echarte una bronca
es lo peor que podría hacer.
Fruncí
el ceño.
-Pero….
-Por
Dios, Diana, déjalo estar, ¿vale?-se terminó de hacer una coleta; sus rizos
bailaban con cada movimiento de la cabeza, como si fueran un indicador de su
humor-. Sólo es un mando. Puedo permitírmelo, ¿sabes?
Entrecerré
aún más los ojos, y ella suspiró, susurró un “bien”, y se acercó a una puerta
colocada estratégicamente de manera que la confundieras con un armario
empotrado que complementaba al de al lado.
La
seguí hasta la puerta, sólo para encontrarme con uno de los mayores depósitos
de joyas que había presenciado en mi vida. Unas paredes de un suave tono rojo
custodiaban decenas (me atrevería incluso a decir cientos) de colgantes de las
más diversas formas y tamaños. Y pulseras. Y pendientes. Y anillos.
Pero
la estrella eran, sin duda, los colgantes.
Me
acerqué a uno especialmente brillante, uno de los pocos que estaba colocado en
un busto, y ni siquiera me pregunté cómo había encontrado la manera de
introducir aquella habitación dentro de la suya en una casa que parecía tan
pequeña (era más larga que mi ático, pero mis dos pisos estaban mejor
aprovechados que los suyos; más espaciosos y libres para lo que se te antojara
hacer). A pesar de haber estado rodeada de joyas en muchísimas ocasiones, casi
incontables, no pude dejar de fascinarme por la colección tan grande que se
ocultaba entre las paredes de su habitación. Tuve que recordarme que estaba
ante una colección que no tenía nada que envidiar de algunos pases,
especialmente los más caros, y que, para colmo, esa colección era privada.
-Tuve
más, pero las vamos subastando para obras de caridad-explicó ella, sin parecer
darse cuenta de que el brillo de aquella habitación, que nada tenía que
envidiar a las fotografías de galaxias que había visto en algunos museos,
cautivaba mi alma y se entrelazaba con ella de una manera que apenas pudiera
pensar con claridad.
Me
sentía de nuevo en casa, a pesar de estar a un océano de distancia.
-Ése
que estás mirando-susurró, y noté la sonrisa en su boca- es precisamente el
único que se llevó a subasta y que conseguí traer de vuelta a casa. Accedí a
ponerlo en venta cuando me enteré de que la reina estaba interesada, pero Louis
sabía lo que me gustaba, y pujó y pujó sin yo saberlo hasta que finalmente los
emisarios de la reina tuvieron que rendirse. El intermediario les aseguró que
igualaría que igualaría el precio, y que ni vaciando la Torre de Londres serían
capaces de ponerle éste a Kate-me volví para mirarla, estupefacta.
-¿Cuánto
sacasteis?
-Casi
100 millones-y tuvo la decencia de ponerse colorada; estaba claro que aquel
colgante valía, por lo menos, diez veces más. Incluso colocado en un cuello
como el suyo, en una subasta con reyes, aquella cifra era tristemente baja… y,
para colmo, era dinero perdido.
-Al
menos ahora hay toda una región de África con agua potable-susurró, acariciando
un reposabrazos del único sofá de piel que había en la estancia.
-Mamá
me ha hablado de tus legendarias donaciones, pero nunca mencionó que donaseis
tanto a una sola causa.
-Y
no solemos hacerlo; la mayoría del dinero que se dona a África ni siquiera
llega a los pobres: se lo quedan los caciques, o quien sea que mande. Por eso
con la que más colaboro es con la de tu madre-sí, mamá había montado una
fundación que se encargaba de financiar el cultivo y mejora de la pesca en el
golfo de Guinea-, porque sé que ella hace lo posible porque llegue todo.
-Qué
lástima que trate mejor a gente que no conoce que a su propia hija-espeté,
pasando la mano por un impecable diamante, el más grande de todos. El collar en
cuestión, por el que se habían peleado reinas y plebeyas, se trataba de una
intrincada red de diamantes, de los más puros que había visto en mi vida,
engarzados en un oro blanco que relucía casi tanto como los pequeños soles
azules que había en su interior. Soles que, además, tenían la forma de
estrellas; una miríada de estrellas de diversos colores, colocadas unas entre
otras en una red que casi parecía una tela, con una gigantesca estrella al
final del todo, justo donde empezaría el escote, que haría las delicias de
cualquiera. Sería imposible estar fea con aquello puesto, y sería un pecado
adornar a la mujer que la llevara con otra joya, pues nada, absolutamente nada,
le haría justicia.
-Se
lo presté a Noemí cuando fue a su primera Semana de la Moda en París, y se lo
dejo a Alba cada vez que me lo pide porque tiene algún evento. Ella se siente
culpable llevando tanto encima. Lo suyo son las inversiones en empresas
pequeñas, no las donaciones a ONGs.
-¿Nadie
os echó en cara lo de la subasta?
-Louis
utilizó aun intermediario también; yo no entendía por qué se reía cuando la
gente pujaba, hasta que se empezó a hablar de 50 millones. Entonces creí que le
hacía gracia porque el colgante iba a triplicar su precio, o algo así. Luego
resultó que lo que lo divertía tanto era lo bueno que era Niall pujando.
-¿¡Fue
Niall el que pujó!?
-Oh,
por teléfono, pero sí. Se dijo que se trataba del descendiente de un antiguo
lord irlandés. No fue hasta que salimos de la subasta y Louis me devolvió la
cajita, descojonándose por mi cara, cuando me di cuenta de que y no quedan
lores irlandeses.
-Todo
esto son regalos, ¿a que sí?
Y
se puso más colorada aún, como si el hecho de que alguien te quisiera tanto
para estar dispuesto a llenar una habitación de semejantes características
fuera motivo de vergüenza.
A
mí me molestaba que me hubieran enviado lejos de mi casa, ¿y ella se ponía roja
por su habitación?
-Y
todos son de Louis-me aventuré a añadir. Ella entrecerró los ojos.
-Tu
madre y Alba también me han regalado cosas. Y yo a ellas. Y los demás. No son
sólo de Louis.
-¿Cuánto
de lo que hay aquí te lo ha dado Louis?
Parecía
un semáforo.
-Yo
no se lo pido, ¿vale? Se empeña él. Me gustan las joyas, sí, pero con libros
también soy feliz. O con películas. Le gusta fardar. Y no me extraña. Yo
también lo haría, pero le compré con los chicos un Lamborgini cuando tenía 21.
No puedo igualar ese regalo. Pero-añadió, al ver que yo estaba al borde de un
ataque de risa- muchas veces llevo cosas que me han regalado las chicas. Como
esto-se giró para recoger una pulsera de plata que le daba varias vueltas al
brazo. Por su longitud, deduje que alguna ya había cambiado de apellido antes
de comprar ese regalo; si no, no podía explicarme cómo tres chiquillas anónimas
de un país que ni pinchaba ni contaba en la moda mundial podrían permitirse una
pulsera semejante-. Fue un regalo por mi vigésimo cumpleaños. Le tengo mucho
cariño-susurró, acariciándola despacio y arrancándole brillos. Alzó la vista-.
¿Quieres probártela?
Negué
con la cabeza.
-Me
he puesto muchas cosas así antes. No; lo que quiero probarme es el colgante de
las estrellas. ¿Puedo?
Hizo
un gesto con la mano, indicando que tenía vía libre; pero luego se lo pensó
mejor, y me indicó que ella me lo pondría. Me senté delante de un espejo en el
que una agotada yo me devolvió la mirada. Inglaterra no me hacía bien, pero por
lo menos mantenía un poco de la belleza que tenía en Nueva York.
Todo
cambió cuando Erika me colocó el colgante, que cayó con gracilidad por mi
cuello y me devolvió el aspecto de diosa que había tenido en mis mejores
momentos, y eso que sólo estaba en pijama.
Era
como si yo fuese la primera diosa griega y de mi cuello colgase la Vía Láctea,
que estaba a punto de repartir por el cielo.
-Esto
vale más de 100 millones-susurré, acariciándolo. Ella asintió
imperceptiblemente.
-Si
no fuera por Guillermo, habríamos terminado batiendo un récord, o algo por el
estilo-sonrió, acariciándome el cuello, y yo me di cuenta de que mi madre solía
hacerlo de la misma manera.
-¿Te
lo puedo ver?
Su
sonrisa se hizo más amplia; dejó que yo misma me desabrochara el broche, y con
manos expertas, las que estaban acostumbradas a eso, se apartó el pelo y se
colocó el colgante.
Tenía
que reconocer que sabía cómo llevarlo: cuadró los hombros, alzó la cabeza e
hinchó el pecho. A pesar de la ropa que se había puesto para llevar a sus
hijos, tenía el aspecto de una reina, con lo que no se me hizo tan complicado
comprender por qué Louis habría arriesgado todo por asegurarse de que mantenía
aquella luz. Su mirada irradiaba poder bajo ese manto de estrellas, cada una
más reluciente que la anterior. Supe que, si mi país fuera un reino, no me
importaría que ella se sentara en el trono, ni pagarle impuestos.
Se
inclinó para contemplar su reflejo en el espejo.
-Louis
hizo bien no desprendiéndose de eso.
-Louis
es tonto-replicó, pero estaba claro que estaba lejos de pensar aquello-. Mira,
como regalo de bienvenida, puedes elegir la joya que más te guste.
-Entre
el pollo de anoche, y esta habitación, creo que mi madre me terminará llevando
a alguna cárcel. Me tratáis mejor que ella.
Empezó
a reírse, con una risa que no había escuchado antes en este lado del mundo;
sólo se daba en la cima de Nueva York, de noche, cuando mis padres se sentaban
después de un duro día de trabajo, enroscados en el sofá, para ver una peli, y
papá decía algo, y arrancaba ese sonido de la garganta de mamá. Era el típico
sonido que haría pujaras hasta quedarte sin nada.
Colocó
despacio el colgante en el busto y lo volvió a dejar en su lugar.
Justo
cuando me estaba levantando, se escuchó el timbre. Ella frunció el ceño, echó
un vistazo a su indumentaria, y salió de la habitación, no sin antes decirme
que cerrara la puerta cuando saliera y que no me preocupara de cerrarla, pues
lo hacía sola.
Decidida
a meditar durante mucho tiempo qué joya acabaría llevándome (estaba claro que
la Vía Láctea estaba fuera de mis posibilidades), la seguí apenas atravesó el
umbral de la puerta de su habitación, pero me cogió tal ventaja que, cuando
llegué al pie de las escaleras, ella ya estaba abriendo la puerta de la calle.
Soltó
un grito en su idioma y se abalanzó sobre la persona que estuviera allí. La
mujer a la que abrazó replicó:
-No
me hables en ese idioma satánico tuyo; sabes que lo odio. A tu marido puedes
echarle los hechizos que quieras, pero a mí, me dejas en paz.
Me
sonaba esa voz, pero no supe darle cara hasta que la dueña entró en la casa. De
pelo negro, rizado hasta hacerla parecer negra, y tupido como las nubes sobre
Times Square en las ventiscas, aquella a la que mi madre tanto había criticado
por lo imposible de hacer que algo le quedara bien le dedicó una sonrisa a su
anfitriona mientras daba un paso, y metía su cuerpo blanco en el corazón de mi
prisión.
Sus
ojos de un verde grisáceo se clavaron en mí, y frunció un ceño tan acostumbrado
a esa posición que unas arrugas prematuras se habían instaurado en él.
-¿Y
ésta?-inquirió, girándose hacia Erika-. Ya has tenido otra hija. Por Dios, eres
igual que una coneja. Sabes que estamos en el siglo XXI y hay condones,
¿verdad?
Erika
se echó a reír de nuevo, pero aquel toque musical del cuarto de las joyas se
había perdido.
-No
es mía, Ella.
Ella. Claro. Se llama Ella. El otro
es el nombre artístico.
-Pues
me suena tu cara, niña-espetó, inclinándose hacia delante y dedicándome una
sonrisa burlona y curiosa a la vez-. ¿Te he insultado alguna vez?
-Es
la hija de Harry.
Bajé
las escaleras con la dignidad de la diosa que había sido hacía escasos minutos.
-¿Harry?
¿Qué Harry?-se estaba pensando caminar hacia mí y examinarme, lo sabía. No supe
qué me ofendió más: si que se planteara aquello, o que no me reconociera de
inmediato.
Hasta
Lorde vivía en mi mundo.
-¿Qué
Harry va a ser, Ella, joder? Harry Styles, no el príncipe de Inglaterra.
-¿Y
qué haces tú con la cría de Harry en casa?-inquirió, girándose rápidamente y
haciendo que todo su pelo bailara como una gran falda de luto flamenca-. ¿Ahora
eres niñera? ¿Quieres que te traiga al mío?
-No,
por Dios. No sé si sabría mantener una conversación de 10 minutos a su nivel
intelectual.
-Los
europeos sois todos imbéciles. Por eso me caéis mal. Tú especialmente.
-Sólo
conoces a unos pocos.
-De
entre ellos, a ti y a tu puñetero marido. No necesito conocer a más.
-Perdón,
pero, ¿qué tienes en contra de Louis, exactamente?-me metí yo. Vale que
quisiera tomarle el pelo a mi anfitriona, pero nadie se iba a meter con Louis
Tomlinson delante de mí, por muy amiga que fuera de su mujer.
Lorde
frunció los labios.
-Mi
tercer disco era mejor que el séptimo suyo, entonces, ¿por qué se llevó el
Grammy? ¡Yo ni siquiera hago pop!
-Es
artpop. Lo tuyo es respetable, Ella.
-¡Me
da igual! Tenía el sitio preparado, el premio era mío, pero tu estúpido
maridito y sus amigos me lo quitaron. No me extraña que ahora estén callados;
les carcome la conciencia.
Ella
y Erika intercambiaron una mirada y luego, sin previo aviso, se echaron a reír,
histéricas, y se dieron un fortísimo abrazo que mezcló piel morena con piel
pálida, rizos chocolate con leche con rizos chocolate puro, y labios sonrosados
contra labios pintados en un fuerte tono rojo.
-Hacía
tanto que no te veía, ¿cómo estás, kiwi?
-Bien,
española, como siempre-susurró la recién llegada, aceptando de buena gana los besos
en la mejilla que mi anfitriona le ofreció-. Y veo que tú sigues igual que
siempre, ¿no? ¿Dónde tienes a los críos?
-Todos
en el colegio.
-Qué
aplicados.
-¿Y
el tuyo?
-Ya
ha terminado de escribir su primer álbum. Es incluso mejor que Pure Heroine. Estoy orgullosa de
él-y Lorde se hinchó como un pavo por algo que no había hecho ella; mi madre no
podría creérselo.
-Eso hay que celebrarlo con… Dios,
sólo tengo té. Té y Cola Cao.
-Ugh, prefiero un Cola Cao. No
pienso beber ese pis de gato que tomáis en esta gigantesca isla.
Eri sonrió, negó con la cabeza y le
hizo un gesto para que fuera delante de ella hacia la cocina.
-¿Te vienes, Diana?
Miré un momento las escaleras,
sopesando si me convendría subir y elegir mi regalo ahora. Pero me lo pensé mejor:
después de todo, estaba bien conocer al mayor número de gente influyente
posible. Nunca sabías quién podría necesitarte.
Por mucho que me doliera, a pesar
del rencor que le tenía (y que le tendría siempre) a mi madre, decidí
traicionar su confianza y aceptar la invitación de Erika. Un león tiene que
vigilar a su presa antes de atacarla.
La guitarra nunca me había obedecido
tanto como esa mañana. Tirado en el sofá, con los pies en el reposabrazos y la
cabeza en el contrario, y el mástil clavado en los cojines, mis manos y el
instrumento eran uno.
Papá solía cabrearse, y cabrearse de
verdad, cuando cogía esa guitarra. Pero después de cómo lo había pasado anoche,
podría meter un elefante en casa y él no se daría cuenta.
Rasgué unos acordes, me gustaron, y
los repetí. Me pregunté cómo sonaría la voz de alguna chica con ellos, y, antes
de que pudiera evitarlo, tenía unos labios en mi garganta extrayendo las
palabras de mi subconsciente.
Debería anotarlas, pero sabía que si
me movía, se rompería la magia.
No podía renunciar a mi musa tan
pronto.
Seguí tocando, dejando que el sonido
me rodeara, y sonriendo cuando la voz procedente de la boca flotante, que tenía
dueña, pero que no se quería mostrar, hacía alguna floritura. Dios, me
encantaba cuando hacía eso en clase. Me encantaba cuando hacía eso en las
obras.
Estaba tan entregado a la voz
fantasma que no escuché los pasos que se me acercaban.
-Buenos días-canturreó una voz
femenina, una voz que siempre cambiaba. No podía juzgar a mi padre: si la vida
te daba limones, tenías que hacer limonada.
Pero si la vida te daba uvas y tú no
aprovechabas para hacer un vino, era que eras gilipollas.
-Hola-saludé, incorporándome y
dejando la guitarra a un lado. La voz se desvaneció, junto con la boca y la
musa, pero no me preocupé. Volvería en cuanto la convocase.
-Soy Lucy-dijo la chica, echando a
un lado su melena negra. Podría tirármela yo, pero lo hacía mi padre. Y yo no
me podía quejar, la verdad-. Tú debes de ser Chad.
-El mismo-sonreí, y vi cómo sus ojos
verdes se clavaban en los míos.
-Es un placer-susurró, extendiendo
la mano. Por el deje cantarín de su voz, supe que era italiana.
-Igualmente-asentí. Hice un gesto
con la cabeza hacia la cocina-. Bueno, ¿quieres comer algo?
Echó un vistazo por encima del
hombro a la habitación de la que acababa de venir. Entonces, me percaté de que
llevaba puesta una camisa blanca, tan grande que sólo podía ser de papá. Todas
hacían lo mismo. Por eso papá terminaba comprando las camisas de docena en
docena; le salía más rentable.
Porque, si no, ¿qué podía hacer?
¿Dejar que se paseasen desnudas por ahí? Entonces, cambiaría la guitarra por
las conquistas que traía noche sí, noche también. Y dudaba que eso le pareciera
sano.
-No quiero ser molestia.
-Oh, no lo eres, tranquila-coloqué
despacio la guitarra sobre el sofá; si hubiera tratado a mis novias con la
misma delicadeza, me hubieran permitido ser 3 a la vez. Pero sólo la música
podía despertar mi lado más tierno-. Mi padre os folla y yo os doy de
desayunar. Así lo tenemos montado; bienvenida a la suite Horan.
La italiana se echó a reír.
-Eres gracioso.
-Sí, me lo dicen mucho-respondí. Lo
oía prácticamente cada mañana.
La conduje a la cocina, le preparé
lo de siempre, y ella se lo comió mientras me dedicaba las alabanzas de
siempre.
Pero, cuando estaba terminando,
sucedió algo que no presenciaba mucho: papá entró en la habitación, me dedicó
una sonrisa y le dio un beso a su chica del día. Ella se rió. El beso tuvo que
saber a café y nata.
-Veo que ya os conocéis-sonrió papá,
con esa sonrisa bien entrenada que le escalaba a los ojos, los que me había
dado a mí, y que hacía que se volvieran locas, de la primera a la última.
-Tu hijo es muy simpático.
-Porque lo he educado bien. Oye,
¿quieres que te acompañe a casa?
¿Pero qué cojones? ¿Iba a hacer de
una italiana mi madrastra? ¿En serio?
Si iba a tener pizza para cenar
todas las noches, rezaría un Padrenuestro antes de irme a dormir, tanto para
agradecerle ese regalo como para suplicar que no me volviera obeso y muriera de
un ataque al corazón por culpa del colesterol.
-No, no hace falta. Sé el
camino-ella le volvió a besar en los labios; yo no aparté la vista como de
costumbre. Estaba demasiado ocupado flipando.
-Como desees, princesa.
Agh. Odiaba cuando las llamaba
“princesas”. Somos una puta república,
papá. Si tanto quieres tener una princesa, vamos al norte.
La chica dejó obedientemente su taza
en el lavavajillas, se giró, haciendo que su pelo bailase detrás de ella, nos
guiñó un ojo y desapareció escaleras arriba. Papá puso los ojos en blanco y dio
un sorbo de su café.
-Sé lo que estás pensando.
-¿Qué el Derby lo tiene jodido este
año?
Entrecerró los ojos.
-El Derby lo tiene jodido desde que
naciste. Eres una maldición. Por favor, pásate al Manchester. O mejor, al
Bradford. Me encantaría poder putear a Zayn con Louis. Me refiero a lo
otro-volvió a dar un sorbo.
-¿Que qué te ha pasado para volver a
Europa con tus conquistas? Me gustaban las americanas. Más explosivas.
-Y escandalosas. No las soporto. Se
piensan que cuanto más gritan, más nos gusta. No, tía. Me gusta que te muevas,
no que chilles para que te oigan en tu puto estado.
Y nos echamos a reír.
-Soy demasiado cruel, ¿verdad?
-Un poco, papá, pero se te perdona.
-Tienen que hacerlo-asintió con la
cabeza-. ¿Qué te ha parecido?
-Italiana.
Chasqueó la lengua.
-Chad.
-Niall-repliqué, sólo por hacerlo de
rabiar.
-Hijo-asintió.
-Padre.
-¿Te gusta?
-La mayoría de las que traes me
gustan. Pero no las toco. Por respeto.
-Te lo agradezco.
-… hacia mí. No me como tus sobras.
Yo también soy un cazador.
-Si cazaras mujeres tan bien como
cazas guitarras, ya sería abuelo.
-¿Igual que yo hermano?
-No hay ningún Chad Piedra por ahí.
-Ni Nieve. Ni Arena. Espero. Aunque
molaría. Podría haber un par de ellos de España; así, la tía Eri podría
juntarnos y hacer de nosotros las Serpientes de Arena en masculino.
Papá iba a añadir algo, pero la
chica había regresado. Se mesaba el pelo, capturando un mechón entre los dedos
y haciéndolo bailar una y otra y otra vez. Se mordió el labio y aleteó con las
pestañas.
Si no fuera porque yo estaba allí,
papá se habría despedido de ella arriesgándose a dejarla embarazada. Pero, como
lo único bueno que había hecho en la vida estaba presente, tuvo que contenerse
y meterle la lengua hasta la campanilla, en lugar de hasta los bajos fondos.
-¿Me llamarás?
-Te llamaré-aseguró, como hacía
siempre. Y las llamaba, eso es verdad. Para decirles que se lo había pasado muy
bien, pero que era un espíritu libre y que no podía atarse. Con una atadura
paterno-filial era bastante.
La chica se despidió con un gesto de
la mano y se volvió para marcharse, pero papá la agarró de la mano y la detuvo.
-Mi camisa-dijo. Fruncí el ceño.
Tenía 26 iguales, ¿qué más le daba? Podríamos abrir una tienda de empeños con
ellas, y forrarnos más que con los discos.
-No quiero ir a quitármela.
-Puedes hacerlo aquí.
Oh,
sí, hazlo aquí.
-Pero, ¡está tu hijo! ¡Es demasiado
joven!
Papá se echó a reír.
-Pero no inexperto-espeté, sabiendo
que no me iba a defender. Era un Horan por la rama de Niall, no por la de Greg.
Y seguramente ya hubiera estado con más tías que mi primo Theo, a pesar de que
él ya hubiera cumplido los 20 y yo todavía tuviese que esperar 3 años.
No iba a consentir que se me tachara
de virginal principito.
-¿Puedo quedármela?-preguntó la
chica, restregándose cual gatita contra mi padre. Él se hizo de rogar, pero
terminó asintiendo. Le dio una palmada en el culo, volvió a besarla, y la tal
Lucy desapareció.
Yo alcé las cejas.
-Nunca bajas a despedirte de ellas;
siempre me toca echarlas a mí.
-Las cosas cambian, chaval. Y si no
puedes adaptarte a los cambios, pues…-se encogió de hombros-… te terminan
devorando.
-Lección de vida número… 3. En 17
años. Te estás luciendo, papá.
-Cállate-espetó, pero le hacía
gracia.
Había pocas cosas que se comparasen
a estar con papá.
-Por cierto, a finales de esta
semana te vas con tu madre.
-No toca. Este mes era contigo.
-Tengo planes.
-Mamá también. Tenía una cita.
-No me jodas, ¿con quién?
Sonreí por encima de mi café.
-Me dijo que te dijera qué hacía,
pero no con quién.
Entrecerró los ojos.
-¿Sabes? La odio. Mucho. No sé qué
tiene, ni por qué me acerqué a ella, ni por qué te tuvimos a ti, cuando me da
asco.
Pero la realidad era bien distinta:
papá y mamá se llevaban muy bien, llegando incluso a tontear delante de mí, aunque yo no albergaba
esperanzas. Aunque hubiera química entre ellos, y yo fuera el resultado de esa
química, no era lo suficientemente fuerte como para provocar una reacción en
cadena que os llevara a volver a estar juntos. Y yo no me quejaba. Iba y venía
cuando me daba la gana, me consentían lo que quisiera y no me habían sentado en
ningún juzgado a pelearse por mí.
Era lo mejor de todo: que me
compartían, sin dividirme.
-Mamá es guapa.
-Joder que si es guapa. No hay mujer
más guapa en toda Irlanda. En las dos Irlandas-asintió papá-. Por eso las busco
continentales-hizo un gesto con la mano-. Te dejaré con tu tío.
-Puedo cuidarme solo, ¿sabes?
-¿Te crees que no te conozco? Eres
hijo mío. O eso me dijo Vee. El caso-dejó la taza encima de la mesa y me puso
una mano en el hombro-, es que no te va a ser tan fácil montar una fiesta aquí.
No, irás con tu tío mientras yo voy a Londres.
Y entonces, algo hizo clic dentro de
mí.
-¿Qué vas a hacer en Londres?
-Negocios-espetó, pero sabía que era
mentira. Había estado el fin de semana, con la misma excusa. Y yo no era
gilipollas: sabía que sus negocios cerraban los fines de semana.
-Vas a ver a alguno de mis tíos.
-No. Qué ocurrencia. Los vi a
principios de mes-pero se puso colorado.
-¿A quiénes? ¿A Liam y a Alba?
Concentró la mirada en el café.
-¿A Zayn y Sherezade?
Eso sí que sería interesante. La
mujer de Zayn estaba tremenda; a otro nivel. Ni juntando todas las conquistas
de mi padre de un año lograbas crear a una mujer más guapa. Y, para colmo, me
encontraba gracioso. Y se reía con lo que le decía.
Bueno, y también estaba Scott.
Volvió a mirar al café.
Sonreí.
-Louis y Eri-Harry y Noemí quedaban
automáticamente descartados, por esa manía suya de vivir en Nueva York.
Miró el café… y sus ojos se
escaparon hacia los míos una millonésima de segundo.
-Voy contigo-espeté.
-No; tú te quedas aquí. Ya han
tenido movida con Tommy, como para que te plantes tú también.
-¿Movida? ¿Por qué?
-Por Diana. Está en su casa.
-Diana. ¡No me jodas! ¿Qué Diana?
¿Mi prima?
Mi “prima”, al igual que mi “primo”
Tommy, mi “primo” Scott, y mi “prima” Layla.
-Sí, esa Diana.
Me lancé hacia las puertas de la
cocina.
-Papá, puedes desheredarme, o
echarme de casa, pero por favor, ¡por favor! Déjame ir contigo a conocer a mi
prima, la modelo.
Papá dio un nuevo sorbo a su café.
-No quiero problemas, Chad.
-Y no los daré. Lo prometo. Me comportaré.
Le
pediré que sea mi novia si lo quiere; y dudo mucho que se arriesgue a que la
deje embarazada.
-Eres hijo mío.
-Que tú sepas. Ahora puedes
comprobarlo.
Suspiró.
-No; eres demasiado guapo para no
serlo. Está bien, dejaré a Greg tranquilo por una vez. Pero como la armes
gorda-me amenazó con un índice que podría haber sido un cuchillo de carnicero-,
te mato.
Asentí con la cabeza, y me lancé por
el pasillo en dirección a mi habitación.
-¡Y ni se te ocurra meter condones
en la maleta!
Me detuve un momento, sopesando las
posibilidades. Bueno, tal vez con alegrarme la vista tuviera suficiente. No estaba
mal cambiar de musa de vez en cuando.
Por un segundo, lo único que deseé
fue que cantase bien.
Y luego recordé a qué se dedicaba, y
se me cayó el alma a los pies mientras una única palabra se me escapaba de los
labios.
-Joder.