martes, 11 de agosto de 2015

El manto de estrellas de Dublín.

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La casa se parecía a Times Square la víspera de Año Nuevo, eso tenía que admitirlo. Donde solía haber calles plagadas de jóvenes cargadas de bolsas, eligiendo la ropa del día siguiente, y de funcionarios que preparaban la bola para que se deslizara con majestuosidad a los ojos del mundo, había ahora un coro de voces (las que más se oían, infantiles) que se reían y protestaban a partes iguales. Los pasos de las voces incorpóreas pero  fuertes flotaban hasta mi habitación, colándose por la trampilla y anunciándome que se cumplía el primer día oficial de mi encarcelamiento en tierras extrañas.
            Al menos me gustaba el jefe de mis captores.
            Desperezándome con el coro de voces todavía resonando por la casa, me arrastré como pude hacia la trampilla, y de allí me deslicé sigilosamente para acabar saliendo al pasillo como desembocaban los ríos en las calles de mi ciudad cada vez que nevaba demasiado y un día de calor sofocante lo seguía. Claro que, por mucho que me esforzara, no iba a tener un escenario tan idóneo ni la fuerza destructiva que me gustaría.
            Llegué a la parte superior del salón en el momento justo en el que Louis se giraba para darle un beso en los labios a Erika, le susurraba un tranquilo “hasta luego, amor”, y se volvía en dirección a la puerta.
            Algo le llamó la atención en la parte superior de su casa, porque alzó la mirada y se encontró con la mía, de frío y azul acero, coronada por todo el oro de mi continente, el que me había permitido ser la Emperatriz.
            -Buenos días, América-sonrió, y yo tuve que devolverle la sonrisa, porque era la típica cosa que me hubiera esperado de no estar cautivada y de saber que Louis era así (cosa que sí sabía), la típica cosa que habría hecho que soltara una carcajada divertida.
           El timbre de la puerta bramó en mis oídos.
            -¡Ya voy, joder! ¡Puto Zayn!
            Y la única ventaja auténtica de mi cárcel se desvaneció tal y como había aparecido.
            Volví a quedarme sola, al pie de las escaleras, contemplándolo todo. Bajé como hubiera bajado en las ceremonias de presentación de alguna película que prometía ser taquillazo y me dejé caer en el sofá, dándome cuenta de repente de la hora que era en Nueva York, del sueño que tenía, y del error que había sido salir de la cama. Puede que hasta intentaran hacerme ir al colegio; sin éxito, claro.
            Una segunda alma hizo su aparición estelar, todo rizos de chocolate que bailaban tras de sí. No me dedicó ni una mirada, ni yo a ella.
            -Eleanor…-empezó mi anfitriona suprema, y la chica se dio la vuelta con gesto contrariado, como si ir al colegio fuera la gran cosa de su vida y la estuvieran privando de ese placer.
            -Me he comido la tostada, mamá, de verdad que me tengo que ir, Katie…
            -Acuérdate de que tu hermano y tú no podéis dejar la casa sola hoy, ¿vale?
            -¿Para que no me escape?-inquirí yo. Entonces, Eleanor, la prima a la que no había dedicado ni un segundo de atención en toda mi vida, clavó sus ojos en mí, y yo le devolví la mirada de la reina de las animadoras que es coronada en el baile mientras la pringada mayúscula babeaba por su novio (que, por cierto, y como era de esperar, la acompañaba en el trono).
            -Me fío de ti, Diana-contestó su madre desde la cocina. Eleanor sonrió.
            -Sí, se fía de ti más que de mí.
            -A ti te he parido. A Diana no. Los críos se ganan la confianza; que la pierdan con el tiempo es culpa suya.
            -Vale, adióoooooooos, mamá-contestó la chiquilla, girando sobre sus talones, haciendo bailar su falda azul y desapareciendo en dirección a la calle.
            No pasaron dos segundos cuando Erika se asomó a la puerta de la cocina, escudriñó las escaleras, y bramó:
            -¡TOMMY!
            Una centésima de segundo después, su hijo mayor (y su obra maestra) se abalanzó escaleras abajo, con el pelo alborotado, y luchando con una camiseta de manga corta que se le enredaba en la cintura y le dejaba a la vista unos abdominales que yo no me habría esperado allí.
            Bueno, tal vez con Louis no se fuese lo mejor de su casa, después de todo.
            -No ha sonado el despertador, mamá, yo…
            -Te he hecho el desayuno. Porque estoy cansada de que llegues tarde. Yo tengo una reputación que mantener, ¿entiendes?-puso los ojos en blanco, persiguiendo a su hijo por la casa-. Fui matrícula de honor en el puto instituto, a pesar de estar ya viviendo con tu padre, y me saqué una carrera universitaria mientras iba de acá para allá en una gira que encima no me iba a dar un duro. Bastante he peleado ya en mi vida como para que ahora encima a ti no te den ganas de encender el despertador.
            Seguramente aquel gen estuviera en todas las mujeres y se despertase en cuanto algo que no era simple sangre te salía del útero. Mi madre también se ponía así de irascible cuando no me sonaba un despertador, aunque, claro, ¿para qué iba a ir al instituto? Ya tenía la vida arreglada, había ganado suficiente dinero como para mantenerme de acuerdo con el nivel que me correspondía durante más de un siglo. Podría acoger a Zoe si quería, y dedicarnos ambas a la buena vida. Disculpa si no me interesan los presidentes de los Estados Unidos, mamá, pero, ¿quién quiere ser presidente cuando puedes ser el rey? Estudiar es para los fracasados que no tienen otra cosa de la que servirse. Yo me daré de comer a mí misma, cosa que casi nadie puede decir hoy en día.
            Y no, para nada estaba hablando de que todas, las tres, tuvieran vidas gracias a que cinco chicos estuvieron juntos en el momento adecuado y en el lugar exacto.
            Me quedé allí quieta, estirada en el sofá, escuchando el sonido de los platos entrechocando entre sí, el murmullo constante de mi anfitriona escupiendo bilis (en español, lo cual era un detalle, así no tendría que aguantar las típicas tonterías de madre), Tommy refunfuñando (también en español, o eso me pareció, lo cual ya no me gustó tanto, aunque su voz sonaba curiosa cuando cambiaba a ese horrible idioma gutural), y el de los dos pequeños de la casa tomándose su tiempo y chillándose entre sí (en varios idiomas).
            Después de una sarta de gritos un poco más duradera y sonora que aquello a lo que se había acostumbrado mi anfitriona, la puerta acabó abriéndose y un airadísimo Tommy la atravesó, echándose la mochila al hombro y bufando algo que no conseguí entender.
            Me miró de reojo cuando pasaba a mi lado, y con una sonrisa socarrona, me tocó la rodilla y susurró:
            -Hasta luego, americana.
            -Adiós, inglés-repliqué yo, ignorando lo suaves que había notado sus dedos en mi rodilla.
            Su sonrisa se hizo un poco más amplia, espetó un sonoro “¡Adiós!” por encima del hombro, abrió la puerta y desapareció por el mismo lugar por el que lo había hecho su hermana.
            Muchos ruidos después, una agobiada Erika pasó a mi lado, con los dos críos de la mano (ew, pero si ya parecían mayores, ¿no podían ir solos?), y se excusó diciendo que tenía que llevarlos al colegio, que podía ir a hacerme el desayuno, que los platos estaban en tan sitio y los vasos en tal otro, y que ella no tardaría en volver.
            Y así fue como me quedé sola en una casa plagada de gente.
            No me moví del sofá.
            ¿Hacerme el desayuno? ¿Yo? ¿Yo? ¿No me lo hacía en casa, me lo iba a hacer cuando ni siquiera estaba allí, en un lugar en el que no sabía dónde estaba nada?
            Iba lista.
            Enganché el mando a distancia con un pie y lo lancé al aire, con tan mala suerte que terminó cayendo un centímetro por encima de donde yo lo esperaba, y me golpeó en todo el pecho.
            Antes de pensar en las consecuencias que eso podría tener (no conocía a Erika, no sabía cómo iba a reaccionar, y tampoco conocía los lugares en que me podría esconder un tiempo, hasta que se le pasara el posible enfado), y llevada por la ira que se había saltado una generación con mi padre y había recaído en mí directamente canalizada desde mi tía y mi abuela, me incorporé como una exhalación y lancé el mando con todas mis fuerzas contra la pared más cercana.
            Al menos el destino me sonrió y evitó que rompiera un cristal.
            -Mierda-mascullé al darme cuenta de lo que había hecho, cuando el aparato ya se había estrellado contra la pared y se había roto en varios pedazos, difícilmente unibles.
            Con un ojo en la puerta y el otro en el reloj de la pared, me acerqué sigilosamente y recogí los pedazos más grandes, eligiendo entre ser una buena persona y pedir perdón, ser patética y tratar de arreglarlo, o ser una zorra y echarle la culpa a alguien.
            Lo de ser patética me pareció una opción más accesible que las demás, dado que la televisión no estaba encendida cuando Erika se fue (y ni de coña iba yo a ir y apagarla), y el mando reposaba tranquilamente en la mesa, ajeno al hecho de que tenía un dios al lado que acabaría con su vida a la mínima oportunidad.    
            Ya había recogido una cinta de celo de un cajón, y estaba terminando de colocar algunas tiras que había cortado con los dientes (no conseguí encontrar unas tijeras, tal vez porque había críos pequeños en casa), cuando unas llaves tintinearon al otro lado de la puerta, anunciando que el dragón había vuelto al castillo.
            -¿Qué haces?-quiso saber, más curiosa que otra cosa, al verme enroscada sobre mis piernas dobladas, peleándome con algo negro mientras una cinta de celo me colgaba de los dientes.
            Y, por primera vez en mi vida, me puse roja en Inglaterra.
            -Esto…
            Bueno, pues tocaría ser una buena persona.
            -… lo he… roto. Ha sido sin querer. O al menos, eso creo. Se me cayó encima, ¿sabes?-estaba hablando más rápido de lo que había hablado en mi vida, pero era ahora o nunca. No podía dar marcha atrás, tendría que confiar en mi talento y en mi encanto para conseguir que no me encerrara en algún sótano oscuro porque, ¿a quién quiero engañar? Estoy en Inglaterra, tienen sótanos oscuros y aparatos de tortura en todas las casas. No podía arriesgarme a que me rompiera un hueso en un ataque de ira y perder alguna posible portada, especialmente en ese momento, que empezaba la campaña de primavera y VOGUE iniciaba su caza de modelos para el inicio de un año de moda-. Estaba… bueno, lo estaba cogiendo, y se me cayó encima, y le di un manotazo. Fue un acto reflejo. Y lo lancé al otro extremo de la habitación.
            Vi cómo en sus ojos se iniciaba un incendio.
            Pero, claro, los dragones no se quemaban con un simple fuego. Eran el fuego hecho carne; sabían controlarlo.
            -Te dio un ataque de rabia, ¿a que sí?
            A mí el fuego sí que me afectaba, no como a ella, y una bola inmensa se me colocó en la garganta cuando tragué saliva de manera imperceptible. Era como tener un meteorito del tamaño de toda la Gran Manzana metido en el esófago, sin permitirme respirar ni vivir a gusto.
            -S…bueno, yo… sí.
            Sus ojos se pasearon del aparato que tenía entre las manos a mí; de mí al aparato. Lo dejé encima de la mesa y entrelacé los dedos de las manos, esperando la tormenta que siempre, siempre venía con esa mirada. Ya estaba acostumbrada a mamá, pero ella era otra historia. Ya la conocía, me había parido, llevaba una parte de ella en mí y no iba a poder luchar contra esa parte, que sería, a su vez, la que la enterneciera y haría que no me terminase arrancando la cabeza.
            Eso, y que era demasiado guapa como para dejarme sin cabeza.
            Pero, claro, Erika era una historia completamente diferente; ni siquiera sería un mismo tipo de ropa. Si mi madre era un abrigo, Erika bien podía ser ropa interior… o peor, un accesorio.
            Y nadie sabía cómo controlar un accesorio rebelde.
            -¿Y creías que ibas a arreglarlo con celo?
            No, tenía la intención de dejarlo ahí, hecho mierda, para que te dieras cuenta de que lo había roto en cuanto te sentaras en el sofá.
            Hasta los planes aparentemente perfectos acababan teniendo fallos.
            -No.
            Torció el gesto.
            -Entonces, ¿qué…?
            -No quería que te enfadaras-espeté, aferrándome con uñas y dientes al último resquicio de esperanza. Ya está. Es una madre. Tiene hijos pequeños. Seguro que está cansada de reñir a gente.
            Abrió mucho los ojos, como si la idea de sí misma enfadada fuese algo impensable; como si no se dejara llevar por su sangre y gritara más a menudo de lo que había visto hacer a nadie, a horas en las que nadie que yo conociera era capaz, siquiera, de susurrar.
            -¿Por qué me iba a enfadar contigo? Es sólo un mando.
            Y me dejó allí, con la palabra en la boca y una cara de gilipollas de campeonato. Ya estaba. Mi madre me había enviado con la única amiga subnormal que tenía.
            O tal vez con la amiga más rencorosa.
            Me levanté del sofá en el momento justo en que ella terminaba de subir las escaleras y desaparecía en dirección a su habitación. Movida por la curiosidad, ya más que por el simple deseo de disculparme, me quedé en la puerta, estudiando la habitación, mientras ella vaciaba su bolso y caminaba hacia un armario.
            -¿Va en serio?-inquirí, después de reconocer la zona. Una cama inmensa, unas ventanas más grandes aún, una televisión enfrentándose a la cama, un armario, una cómoda, un tocador… sí, la típica habitación que te esperarías en la casa de un matrimonio.
            -¿El qué?
          -He roto una cosa de tu casa. ¿No me vas a… hacer nada? ¿Ni siquiera a gritarme?
            -No me como a mis hijos cuando rompen algo; esas cosas pasan. Además, si te ha apetecido romper algo, es porque llevas esa destrucción dentro. Echarte una bronca es lo peor que podría hacer.
            Fruncí el ceño.
            -Pero….
            -Por Dios, Diana, déjalo estar, ¿vale?-se terminó de hacer una coleta; sus rizos bailaban con cada movimiento de la cabeza, como si fueran un indicador de su humor-. Sólo es un mando. Puedo permitírmelo, ¿sabes?
            Entrecerré aún más los ojos, y ella suspiró, susurró un “bien”, y se acercó a una puerta colocada estratégicamente de manera que la confundieras con un armario empotrado que complementaba al de al lado.
            La seguí hasta la puerta, sólo para encontrarme con uno de los mayores depósitos de joyas que había presenciado en mi vida. Unas paredes de un suave tono rojo custodiaban decenas (me atrevería incluso a decir cientos) de colgantes de las más diversas formas y tamaños. Y pulseras. Y pendientes. Y anillos.
            Pero la estrella eran, sin duda, los colgantes.
            Me acerqué a uno especialmente brillante, uno de los pocos que estaba colocado en un busto, y ni siquiera me pregunté cómo había encontrado la manera de introducir aquella habitación dentro de la suya en una casa que parecía tan pequeña (era más larga que mi ático, pero mis dos pisos estaban mejor aprovechados que los suyos; más espaciosos y libres para lo que se te antojara hacer). A pesar de haber estado rodeada de joyas en muchísimas ocasiones, casi incontables, no pude dejar de fascinarme por la colección tan grande que se ocultaba entre las paredes de su habitación. Tuve que recordarme que estaba ante una colección que no tenía nada que envidiar de algunos pases, especialmente los más caros, y que, para colmo, esa colección era privada.
            -Tuve más, pero las vamos subastando para obras de caridad-explicó ella, sin parecer darse cuenta de que el brillo de aquella habitación, que nada tenía que envidiar a las fotografías de galaxias que había visto en algunos museos, cautivaba mi alma y se entrelazaba con ella de una manera que apenas pudiera pensar con claridad.
            Me sentía de nuevo en casa, a pesar de estar a un océano de distancia.
            -Ése que estás mirando-susurró, y noté la sonrisa en su boca- es precisamente el único que se llevó a subasta y que conseguí traer de vuelta a casa. Accedí a ponerlo en venta cuando me enteré de que la reina estaba interesada, pero Louis sabía lo que me gustaba, y pujó y pujó sin yo saberlo hasta que finalmente los emisarios de la reina tuvieron que rendirse. El intermediario les aseguró que igualaría que igualaría el precio, y que ni vaciando la Torre de Londres serían capaces de ponerle éste a Kate-me volví para mirarla, estupefacta.
            -¿Cuánto sacasteis?
            -Casi 100 millones-y tuvo la decencia de ponerse colorada; estaba claro que aquel colgante valía, por lo menos, diez veces más. Incluso colocado en un cuello como el suyo, en una subasta con reyes, aquella cifra era tristemente baja… y, para colmo, era dinero perdido.
            -Al menos ahora hay toda una región de África con agua potable-susurró, acariciando un reposabrazos del único sofá de piel que había en la estancia.
            -Mamá me ha hablado de tus legendarias donaciones, pero nunca mencionó que donaseis tanto a una sola causa.
            -Y no solemos hacerlo; la mayoría del dinero que se dona a África ni siquiera llega a los pobres: se lo quedan los caciques, o quien sea que mande. Por eso con la que más colaboro es con la de tu madre-sí, mamá había montado una fundación que se encargaba de financiar el cultivo y mejora de la pesca en el golfo de Guinea-, porque sé que ella hace lo posible porque llegue todo.
            -Qué lástima que trate mejor a gente que no conoce que a su propia hija-espeté, pasando la mano por un impecable diamante, el más grande de todos. El collar en cuestión, por el que se habían peleado reinas y plebeyas, se trataba de una intrincada red de diamantes, de los más puros que había visto en mi vida, engarzados en un oro blanco que relucía casi tanto como los pequeños soles azules que había en su interior. Soles que, además, tenían la forma de estrellas; una miríada de estrellas de diversos colores, colocadas unas entre otras en una red que casi parecía una tela, con una gigantesca estrella al final del todo, justo donde empezaría el escote, que haría las delicias de cualquiera. Sería imposible estar fea con aquello puesto, y sería un pecado adornar a la mujer que la llevara con otra joya, pues nada, absolutamente nada, le haría justicia.
            -Se lo presté a Noemí cuando fue a su primera Semana de la Moda en París, y se lo dejo a Alba cada vez que me lo pide porque tiene algún evento. Ella se siente culpable llevando tanto encima. Lo suyo son las inversiones en empresas pequeñas, no las donaciones a ONGs.
            -¿Nadie os echó en cara lo de la subasta?
            -Louis utilizó aun intermediario también; yo no entendía por qué se reía cuando la gente pujaba, hasta que se empezó a hablar de 50 millones. Entonces creí que le hacía gracia porque el colgante iba a triplicar su precio, o algo así. Luego resultó que lo que lo divertía tanto era lo bueno que era Niall pujando.
            -¿¡Fue Niall el que pujó!?
            -Oh, por teléfono, pero sí. Se dijo que se trataba del descendiente de un antiguo lord irlandés. No fue hasta que salimos de la subasta y Louis me devolvió la cajita, descojonándose por mi cara, cuando me di cuenta de que y no quedan lores irlandeses.
            -Todo esto son regalos, ¿a que sí?
            Y se puso más colorada aún, como si el hecho de que alguien te quisiera tanto para estar dispuesto a llenar una habitación de semejantes características fuera motivo de vergüenza.
            A mí me molestaba que me hubieran enviado lejos de mi casa, ¿y ella se ponía roja por su habitación?
            -Y todos son de Louis-me aventuré a añadir. Ella entrecerró los ojos.
            -Tu madre y Alba también me han regalado cosas. Y yo a ellas. Y los demás. No son sólo de Louis.
            -¿Cuánto de lo que hay aquí te lo ha dado Louis?
            Parecía un semáforo.
            -Yo no se lo pido, ¿vale? Se empeña él. Me gustan las joyas, sí, pero con libros también soy feliz. O con películas. Le gusta fardar. Y no me extraña. Yo también lo haría, pero le compré con los chicos un Lamborgini cuando tenía 21. No puedo igualar ese regalo. Pero-añadió, al ver que yo estaba al borde de un ataque de risa- muchas veces llevo cosas que me han regalado las chicas. Como esto-se giró para recoger una pulsera de plata que le daba varias vueltas al brazo. Por su longitud, deduje que alguna ya había cambiado de apellido antes de comprar ese regalo; si no, no podía explicarme cómo tres chiquillas anónimas de un país que ni pinchaba ni contaba en la moda mundial podrían permitirse una pulsera semejante-. Fue un regalo por mi vigésimo cumpleaños. Le tengo mucho cariño-susurró, acariciándola despacio y arrancándole brillos. Alzó la vista-. ¿Quieres probártela?
            Negué con la cabeza.
            -Me he puesto muchas cosas así antes. No; lo que quiero probarme es el colgante de las estrellas. ¿Puedo?
            Hizo un gesto con la mano, indicando que tenía vía libre; pero luego se lo pensó mejor, y me indicó que ella me lo pondría. Me senté delante de un espejo en el que una agotada yo me devolvió la mirada. Inglaterra no me hacía bien, pero por lo menos mantenía un poco de la belleza que tenía en Nueva York.
            Todo cambió cuando Erika me colocó el colgante, que cayó con gracilidad por mi cuello y me devolvió el aspecto de diosa que había tenido en mis mejores momentos, y eso que sólo estaba en pijama.
           Era como si yo fuese la primera diosa griega y de mi cuello colgase la Vía Láctea, que estaba a punto de repartir por el cielo.
            -Esto vale más de 100 millones-susurré, acariciándolo. Ella asintió imperceptiblemente.
            -Si no fuera por Guillermo, habríamos terminado batiendo un récord, o algo por el estilo-sonrió, acariciándome el cuello, y yo me di cuenta de que mi madre solía hacerlo de la misma manera.
            -¿Te lo puedo ver?
            Su sonrisa se hizo más amplia; dejó que yo misma me desabrochara el broche, y con manos expertas, las que estaban acostumbradas a eso, se apartó el pelo y se colocó el colgante.
            Tenía que reconocer que sabía cómo llevarlo: cuadró los hombros, alzó la cabeza e hinchó el pecho. A pesar de la ropa que se había puesto para llevar a sus hijos, tenía el aspecto de una reina, con lo que no se me hizo tan complicado comprender por qué Louis habría arriesgado todo por asegurarse de que mantenía aquella luz. Su mirada irradiaba poder bajo ese manto de estrellas, cada una más reluciente que la anterior. Supe que, si mi país fuera un reino, no me importaría que ella se sentara en el trono, ni pagarle impuestos.
            Se inclinó para contemplar su reflejo en el espejo.
            -Louis hizo bien no desprendiéndose de eso.
            -Louis es tonto-replicó, pero estaba claro que estaba lejos de pensar aquello-. Mira, como regalo de bienvenida, puedes elegir la joya que más te guste.
            -Entre el pollo de anoche, y esta habitación, creo que mi madre me terminará llevando a alguna cárcel. Me tratáis mejor que ella.
            Empezó a reírse, con una risa que no había escuchado antes en este lado del mundo; sólo se daba en la cima de Nueva York, de noche, cuando mis padres se sentaban después de un duro día de trabajo, enroscados en el sofá, para ver una peli, y papá decía algo, y arrancaba ese sonido de la garganta de mamá. Era el típico sonido que haría pujaras hasta quedarte sin nada.
            Colocó despacio el colgante en el busto y lo volvió a dejar en su lugar.
            Justo cuando me estaba levantando, se escuchó el timbre. Ella frunció el ceño, echó un vistazo a su indumentaria, y salió de la habitación, no sin antes decirme que cerrara la puerta cuando saliera y que no me preocupara de cerrarla, pues lo hacía sola.
            Decidida a meditar durante mucho tiempo qué joya acabaría llevándome (estaba claro que la Vía Láctea estaba fuera de mis posibilidades), la seguí apenas atravesó el umbral de la puerta de su habitación, pero me cogió tal ventaja que, cuando llegué al pie de las escaleras, ella ya estaba abriendo la puerta de la calle.
            Soltó un grito en su idioma y se abalanzó sobre la persona que estuviera allí. La mujer a la que abrazó replicó:
            -No me hables en ese idioma satánico tuyo; sabes que lo odio. A tu marido puedes echarle los hechizos que quieras, pero a mí, me dejas en paz.
            Me sonaba esa voz, pero no supe darle cara hasta que la dueña entró en la casa. De pelo negro, rizado hasta hacerla parecer negra, y tupido como las nubes sobre Times Square en las ventiscas, aquella a la que mi madre tanto había criticado por lo imposible de hacer que algo le quedara bien le dedicó una sonrisa a su anfitriona mientras daba un paso, y metía su cuerpo blanco en el corazón de mi prisión.
            Sus ojos de un verde grisáceo se clavaron en mí, y frunció un ceño tan acostumbrado a esa posición que unas arrugas prematuras se habían instaurado en él.
            -¿Y ésta?-inquirió, girándose hacia Erika-. Ya has tenido otra hija. Por Dios, eres igual que una coneja. Sabes que estamos en el siglo XXI y hay condones, ¿verdad?
            Erika se echó a reír de nuevo, pero aquel toque musical del cuarto de las joyas se había perdido.
            -No es mía, Ella.
            Ella. Claro. Se llama Ella. El otro es el nombre artístico.
            -Pues me suena tu cara, niña-espetó, inclinándose hacia delante y dedicándome una sonrisa burlona y curiosa a la vez-. ¿Te he insultado alguna vez?
            -Es la hija de Harry.
            Bajé las escaleras con la dignidad de la diosa que había sido hacía escasos minutos.
            -¿Harry? ¿Qué Harry?-se estaba pensando caminar hacia mí y examinarme, lo sabía. No supe qué me ofendió más: si que se planteara aquello, o que no me reconociera de inmediato.
            Hasta Lorde vivía en mi mundo.
            -¿Qué Harry va a ser, Ella, joder? Harry Styles, no el príncipe de Inglaterra.
            -¿Y qué haces tú con la cría de Harry en casa?-inquirió, girándose rápidamente y haciendo que todo su pelo bailara como una gran falda de luto flamenca-. ¿Ahora eres niñera? ¿Quieres que te traiga al mío?
            -No, por Dios. No sé si sabría mantener una conversación de 10 minutos a su nivel intelectual.
            -Los europeos sois todos imbéciles. Por eso me caéis mal. Tú especialmente.
            -Sólo conoces a unos pocos.
            -De entre ellos, a ti y a tu puñetero marido. No necesito conocer a más.
            -Perdón, pero, ¿qué tienes en contra de Louis, exactamente?-me metí yo. Vale que quisiera tomarle el pelo a mi anfitriona, pero nadie se iba a meter con Louis Tomlinson delante de mí, por muy amiga que fuera de su mujer.
            Lorde frunció los labios.
            -Mi tercer disco era mejor que el séptimo suyo, entonces, ¿por qué se llevó el Grammy? ¡Yo ni siquiera hago pop!
            -Es artpop. Lo tuyo es respetable, Ella.
            -¡Me da igual! Tenía el sitio preparado, el premio era mío, pero tu estúpido maridito y sus amigos me lo quitaron. No me extraña que ahora estén callados; les carcome la conciencia.
            Ella y Erika intercambiaron una mirada y luego, sin previo aviso, se echaron a reír, histéricas, y se dieron un fortísimo abrazo que mezcló piel morena con piel pálida, rizos chocolate con leche con rizos chocolate puro, y labios sonrosados contra labios pintados en un fuerte tono rojo.
            -Hacía tanto que no te veía, ¿cómo estás, kiwi?
            -Bien, española, como siempre-susurró la recién llegada, aceptando de buena gana los besos en la mejilla que mi anfitriona le ofreció-. Y veo que tú sigues igual que siempre, ¿no? ¿Dónde tienes a los críos?
            -Todos en el colegio.
            -Qué aplicados.
            -¿Y el tuyo?
            -Ya ha terminado de escribir su primer álbum. Es incluso mejor que Pure Heroine. Estoy orgullosa de él-y Lorde se hinchó como un pavo por algo que no había hecho ella; mi madre no podría creérselo.
            -Eso hay que celebrarlo con… Dios, sólo tengo té. Té y Cola Cao.
            -Ugh, prefiero un Cola Cao. No pienso beber ese pis de gato que tomáis en esta gigantesca isla.
            Eri sonrió, negó con la cabeza y le hizo un gesto para que fuera delante de ella hacia la cocina.
            -¿Te vienes, Diana?
            Miré un momento las escaleras, sopesando si me convendría subir y elegir mi regalo ahora. Pero me lo pensé mejor: después de todo, estaba bien conocer al mayor número de gente influyente posible. Nunca sabías quién podría necesitarte.
            Por mucho que me doliera, a pesar del rencor que le tenía (y que le tendría siempre) a mi madre, decidí traicionar su confianza y aceptar la invitación de Erika. Un león tiene que vigilar a su presa antes de atacarla.


            La guitarra nunca me había obedecido tanto como esa mañana. Tirado en el sofá, con los pies en el reposabrazos y la cabeza en el contrario, y el mástil clavado en los cojines, mis manos y el instrumento eran uno.
            Papá solía cabrearse, y cabrearse de verdad, cuando cogía esa guitarra. Pero después de cómo lo había pasado anoche, podría meter un elefante en casa y él no se daría cuenta.
            Rasgué unos acordes, me gustaron, y los repetí. Me pregunté cómo sonaría la voz de alguna chica con ellos, y, antes de que pudiera evitarlo, tenía unos labios en mi garganta extrayendo las palabras de mi subconsciente.
            Debería anotarlas, pero sabía que si me movía, se rompería la magia.
            No podía renunciar a mi musa tan pronto.
            Seguí tocando, dejando que el sonido me rodeara, y sonriendo cuando la voz procedente de la boca flotante, que tenía dueña, pero que no se quería mostrar, hacía alguna floritura. Dios, me encantaba cuando hacía eso en clase. Me encantaba cuando hacía eso en las obras.
            Estaba tan entregado a la voz fantasma que no escuché los pasos que se me acercaban.
            -Buenos días-canturreó una voz femenina, una voz que siempre cambiaba. No podía juzgar a mi padre: si la vida te daba limones, tenías que hacer limonada.
            Pero si la vida te daba uvas y tú no aprovechabas para hacer un vino, era que eras gilipollas.
            -Hola-saludé, incorporándome y dejando la guitarra a un lado. La voz se desvaneció, junto con la boca y la musa, pero no me preocupé. Volvería en cuanto la convocase.
            -Soy Lucy-dijo la chica, echando a un lado su melena negra. Podría tirármela yo, pero lo hacía mi padre. Y yo no me podía quejar, la verdad-. Tú debes de ser Chad.
            -El mismo-sonreí, y vi cómo sus ojos verdes se clavaban en los míos.
            -Es un placer-susurró, extendiendo la mano. Por el deje cantarín de su voz, supe que era italiana.
            -Igualmente-asentí. Hice un gesto con la cabeza hacia la cocina-. Bueno, ¿quieres comer algo?
            Echó un vistazo por encima del hombro a la habitación de la que acababa de venir. Entonces, me percaté de que llevaba puesta una camisa blanca, tan grande que sólo podía ser de papá. Todas hacían lo mismo. Por eso papá terminaba comprando las camisas de docena en docena; le salía más rentable.
            Porque, si no, ¿qué podía hacer? ¿Dejar que se paseasen desnudas por ahí? Entonces, cambiaría la guitarra por las conquistas que traía noche sí, noche también. Y dudaba que eso le pareciera sano.
            -No quiero ser molestia.
            -Oh, no lo eres, tranquila-coloqué despacio la guitarra sobre el sofá; si hubiera tratado a mis novias con la misma delicadeza, me hubieran permitido ser 3 a la vez. Pero sólo la música podía despertar mi lado más tierno-. Mi padre os folla y yo os doy de desayunar. Así lo tenemos montado; bienvenida a la suite Horan.
            La italiana se echó a reír.
            -Eres gracioso.
            -Sí, me lo dicen mucho-respondí. Lo oía prácticamente cada mañana.
            La conduje a la cocina, le preparé lo de siempre, y ella se lo comió mientras me dedicaba las alabanzas de siempre.
            Pero, cuando estaba terminando, sucedió algo que no presenciaba mucho: papá entró en la habitación, me dedicó una sonrisa y le dio un beso a su chica del día. Ella se rió. El beso tuvo que saber a café y nata.
            -Veo que ya os conocéis-sonrió papá, con esa sonrisa bien entrenada que le escalaba a los ojos, los que me había dado a mí, y que hacía que se volvieran locas, de la primera a la última.
            -Tu hijo es muy simpático.
            -Porque lo he educado bien. Oye, ¿quieres que te acompañe a casa?
            ¿Pero qué cojones? ¿Iba a hacer de una italiana mi madrastra? ¿En serio?
            Si iba a tener pizza para cenar todas las noches, rezaría un Padrenuestro antes de irme a dormir, tanto para agradecerle ese regalo como para suplicar que no me volviera obeso y muriera de un ataque al corazón por culpa del colesterol.
            -No, no hace falta. Sé el camino-ella le volvió a besar en los labios; yo no aparté la vista como de costumbre. Estaba demasiado ocupado flipando.
            -Como desees, princesa.
            Agh. Odiaba cuando las llamaba “princesas”. Somos una puta república, papá. Si tanto quieres tener una princesa, vamos al norte.
            La chica dejó obedientemente su taza en el lavavajillas, se giró, haciendo que su pelo bailase detrás de ella, nos guiñó un ojo y desapareció escaleras arriba. Papá puso los ojos en blanco y dio un sorbo de su café.
            -Sé lo que estás pensando.
            -¿Qué el Derby lo tiene jodido este año?
            Entrecerró los ojos.
            -El Derby lo tiene jodido desde que naciste. Eres una maldición. Por favor, pásate al Manchester. O mejor, al Bradford. Me encantaría poder putear a Zayn con Louis. Me refiero a lo otro-volvió a dar un sorbo.
            -¿Que qué te ha pasado para volver a Europa con tus conquistas? Me gustaban las americanas. Más explosivas.
            -Y escandalosas. No las soporto. Se piensan que cuanto más gritan, más nos gusta. No, tía. Me gusta que te muevas, no que chilles para que te oigan en tu puto estado.
            Y nos echamos a reír.
            -Soy demasiado cruel, ¿verdad?
            -Un poco, papá, pero se te perdona.
            -Tienen que hacerlo-asintió con la cabeza-. ¿Qué te ha parecido?
            -Italiana.
            Chasqueó la lengua.
            -Chad.
            -Niall-repliqué, sólo por hacerlo de rabiar.
            -Hijo-asintió.
            -Padre.
            -¿Te gusta?
            -La mayoría de las que traes me gustan. Pero no las toco. Por respeto.
            -Te lo agradezco.
            -… hacia mí. No me como tus sobras. Yo también soy un cazador.
            -Si cazaras mujeres tan bien como cazas guitarras, ya sería abuelo.
            -¿Igual que yo hermano?
            -No hay ningún Chad Piedra por ahí.
            -Ni Nieve. Ni Arena. Espero. Aunque molaría. Podría haber un par de ellos de España; así, la tía Eri podría juntarnos y hacer de nosotros las Serpientes de Arena en masculino.
            Papá iba a añadir algo, pero la chica había regresado. Se mesaba el pelo, capturando un mechón entre los dedos y haciéndolo bailar una y otra y otra vez. Se mordió el labio y aleteó con las pestañas.
            Si no fuera porque yo estaba allí, papá se habría despedido de ella arriesgándose a dejarla embarazada. Pero, como lo único bueno que había hecho en la vida estaba presente, tuvo que contenerse y meterle la lengua hasta la campanilla, en lugar de hasta los bajos fondos.
            -¿Me llamarás?
            -Te llamaré-aseguró, como hacía siempre. Y las llamaba, eso es verdad. Para decirles que se lo había pasado muy bien, pero que era un espíritu libre y que no podía atarse. Con una atadura paterno-filial era bastante.
            La chica se despidió con un gesto de la mano y se volvió para marcharse, pero papá la agarró de la mano y la detuvo.
            -Mi camisa-dijo. Fruncí el ceño. Tenía 26 iguales, ¿qué más le daba? Podríamos abrir una tienda de empeños con ellas, y forrarnos más que con los discos.
            -No quiero ir a quitármela.
            -Puedes hacerlo aquí.
            Oh, sí, hazlo aquí.
            -Pero, ¡está tu hijo! ¡Es demasiado joven!
            Papá se echó a reír.
            -Pero no inexperto-espeté, sabiendo que no me iba a defender. Era un Horan por la rama de Niall, no por la de Greg. Y seguramente ya hubiera estado con más tías que mi primo Theo, a pesar de que él ya hubiera cumplido los 20 y yo todavía tuviese que esperar 3 años.
            No iba a consentir que se me tachara de virginal principito.
            -¿Puedo quedármela?-preguntó la chica, restregándose cual gatita contra mi padre. Él se hizo de rogar, pero terminó asintiendo. Le dio una palmada en el culo, volvió a besarla, y la tal Lucy desapareció.
            Yo alcé las cejas.
            -Nunca bajas a despedirte de ellas; siempre me toca echarlas a mí.
            -Las cosas cambian, chaval. Y si no puedes adaptarte a los cambios, pues…-se encogió de hombros-… te terminan devorando.
            -Lección de vida número… 3. En 17 años. Te estás luciendo, papá.
            -Cállate-espetó, pero le hacía gracia.
            Había pocas cosas que se comparasen a estar con papá.
            -Por cierto, a finales de esta semana te vas con tu madre.
            -No toca. Este mes era contigo.
            -Tengo planes.
            -Mamá también. Tenía una cita.
            -No me jodas, ¿con quién?
            Sonreí por encima de mi café.
            -Me dijo que te dijera qué hacía, pero no con quién.
            Entrecerró los ojos.
            -¿Sabes? La odio. Mucho. No sé qué tiene, ni por qué me acerqué a ella, ni por qué te tuvimos a ti, cuando me da asco.
            Pero la realidad era bien distinta: papá y mamá se llevaban muy bien, llegando incluso a tontear delante de mí, aunque yo no albergaba esperanzas. Aunque hubiera química entre ellos, y yo fuera el resultado de esa química, no era lo suficientemente fuerte como para provocar una reacción en cadena que os llevara a volver a estar juntos. Y yo no me quejaba. Iba y venía cuando me daba la gana, me consentían lo que quisiera y no me habían sentado en ningún juzgado a pelearse por mí.
            Era lo mejor de todo: que me compartían, sin dividirme.
            -Mamá es guapa.
            -Joder que si es guapa. No hay mujer más guapa en toda Irlanda. En las dos Irlandas-asintió papá-. Por eso las busco continentales-hizo un gesto con la mano-. Te dejaré con tu tío.
            -Puedo cuidarme solo, ¿sabes?
            -¿Te crees que no te conozco? Eres hijo mío. O eso me dijo Vee. El caso-dejó la taza encima de la mesa y me puso una mano en el hombro-, es que no te va a ser tan fácil montar una fiesta aquí. No, irás con tu tío mientras yo voy a Londres.
            Y entonces, algo hizo clic dentro de mí.
            -¿Qué vas a hacer en Londres?
            -Negocios-espetó, pero sabía que era mentira. Había estado el fin de semana, con la misma excusa. Y yo no era gilipollas: sabía que sus negocios cerraban los fines de semana.
            -Vas a ver a alguno de mis tíos.
            -No. Qué ocurrencia. Los vi a principios de mes-pero se puso colorado.
            -¿A quiénes? ¿A Liam y a Alba?
            Concentró la mirada en el café.
            -¿A Zayn y Sherezade?
            Eso sí que sería interesante. La mujer de Zayn estaba tremenda; a otro nivel. Ni juntando todas las conquistas de mi padre de un año lograbas crear a una mujer más guapa. Y, para colmo, me encontraba gracioso. Y se reía con lo que le decía.
            Bueno, y también estaba Scott.
            Volvió a mirar al café.
            Sonreí.
            -Louis y Eri-Harry y Noemí quedaban automáticamente descartados, por esa manía suya de vivir en Nueva York.
            Miró el café… y sus ojos se escaparon hacia los míos una millonésima de segundo.
            -Voy contigo-espeté.
            -No; tú te quedas aquí. Ya han tenido movida con Tommy, como para que te plantes tú también.
            -¿Movida? ¿Por qué?
            -Por Diana. Está en su casa.
            -Diana. ¡No me jodas! ¿Qué Diana? ¿Mi prima?
            Mi “prima”, al igual que mi “primo” Tommy, mi “primo” Scott, y mi “prima” Layla.
            -Sí, esa Diana.
            Me lancé hacia las puertas de la cocina.
            -Papá, puedes desheredarme, o echarme de casa, pero por favor, ¡por favor! Déjame ir contigo a conocer a mi prima, la modelo.
            Papá dio un nuevo sorbo a su café.
            -No quiero problemas, Chad.
            -Y no los daré. Lo prometo. Me comportaré.
            Le pediré que sea mi novia si lo quiere; y dudo mucho que se arriesgue a que la deje embarazada.
            -Eres hijo mío.
            -Que tú sepas. Ahora puedes comprobarlo.
            Suspiró.
            -No; eres demasiado guapo para no serlo. Está bien, dejaré a Greg tranquilo por una vez. Pero como la armes gorda-me amenazó con un índice que podría haber sido un cuchillo de carnicero-, te mato.
            Asentí con la cabeza, y me lancé por el pasillo en dirección a mi habitación.
            -¡Y ni se te ocurra meter condones en la maleta!
            Me detuve un momento, sopesando las posibilidades. Bueno, tal vez con alegrarme la vista tuviera suficiente. No estaba mal cambiar de musa de vez en cuando.
            Por un segundo, lo único que deseé fue que cantase bien.
            Y luego recordé a qué se dedicaba, y se me cayó el alma a los pies mientras una única palabra se me escapaba de los labios.
            -Joder.

4 comentarios:

  1. Ahora mismo estoy pensando en cuando Chad llegue y ya estoy viendo el trío Tommy/Diana/Chad a lo lejos ��

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    1. VAYA IDEA ME ACABAS DE DAR. ¡MUCHÍSIMAS GRACIAS!

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    2. JAJAJAJAJA la verdad es que me gustaría que dejaras fluir lo de Tommy y Diana y si eso a Chad con Eleanor o algo así xd

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    3. Bueno, ya se verá cómo se desarrollan los acontecimientos ;)

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