Estoy cansada. Estoy cansada de tener que esperar por
cosas que al final terminan retrasándose, de llegar a los sitios pronto sólo
para esperar por aquellos que desconocen la impuntualidad. De los que
ilusionan, de los que nos dejamos ilusionar, y los que nos quedamos con un
vacío en el pecho y un pequeño nudo en el estómago con el que tendremos que
vivir cuando esas ilusiones se convierten en otro tipo de ilusiones.
De los que claman su amor a los cuatro vientos por algo,
y no están dispuestos luego a sacrificar su “preciado” tiempo intentando
buscarle un hueco. De los planes a medio hacer, de los mensajes suplicando una respuesta,
de los silencios negándola.
De quedar para comer y al final quedarte con hambre, de
no hacer ejercicio por no ducharte ese día por motivos del horario, de decir “no,
no me da tiempo a ver esta película” y perder una hora y tres cuartos navegando
por Internet, viendo vídeos sin los cuales podría perfectamente vivir.
De tener antojo de algo y reservarlo para una cena
especial, pero que esa cena al final no llegue nunca.
De leer libros cortos porque no quiero empezar largos
todavía, pero descubrir que esos libros cortos me dan asco; y, aun así seguir
insistiendo en acabarlos, pues esos libros son a los largos lo que Youtube a
las películas.
De los "tiene que ser horrible que tus padres te obliguen a estudiar algo que no quieres", y todas esas frases primas de ésa; de no poder decir "no me digas, no me había dado cuenta, ni siquiera en las noches de Septiembre del año pasado en que me dormía llorando". De no tener tartas de cumpleaños el día de mi cumpleaños, y de agotar los regalos antes de que se acabe el verano.
De los "tiene que ser horrible que tus padres te obliguen a estudiar algo que no quieres", y todas esas frases primas de ésa; de no poder decir "no me digas, no me había dado cuenta, ni siquiera en las noches de Septiembre del año pasado en que me dormía llorando". De no tener tartas de cumpleaños el día de mi cumpleaños, y de agotar los regalos antes de que se acabe el verano.
De los “tenemos que quedar” que se convierten en un “deberíamos”
y que al final no suceden. De vivir encerrada en mi propia prisión; de salir
por obligación, pero sin ganas, y de quedarme en casa cuando son los demás
quienes no las tienen. De dejar libros que no me devuelven hasta pasados dos
años, y que apenas han tocado, porque no leen un libro de cada vez, sino
cuatro; uno, siempre, releído, cada mes.
Pero, sobre todo, estoy cansada de tener miedo. De tener
miedo a ser como esos que dicen “tenemos que quedar”, y al final nunca quedan.
De convertirme algún día en aquellos que se mueren en los labios con las
palabras más amargas que haya inventado el ser humano “yo quería ____, pero no
lo conseguí. Pasó el tiempo, lo fui dejando, lo fui dejando, y al final, eso no
sucedió”.
Más bien estoy agotada de tener miedo, de no poder ver
una película tranquila sin que me asalten las dudas: ¿cuánto llevará ese actor
trabajando para conseguir ese papel? ¿Con cuánta edad seré demasiado vieja para
optar a un protagonista? ¿Conseguiré alguna vez quitarme el acento que me
cierra las puertas?
Me agota el hecho de que ya ni siquiera disfruto al cien
por cien del cine, tanto porque no me permito compartir mis dudas con alguien
por horror a la posible respuesta, como porque, simplemente, esas dudas
existen.
Pero, claro, esos que “tienen que quedar” no necesitan
experiencia, ni mejorar. Para ellos es un hobby lo que para mí una necesidad.
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