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Lorde, o Ella, o como quisiera llamarse la mujer de los rizos negros, echó un vistazo sin disimulo a la cocina por la que la condujo mi anfitriona, carcelera… y falsa tía.
Lorde, o Ella, o como quisiera llamarse la mujer de los rizos negros, echó un vistazo sin disimulo a la cocina por la que la condujo mi anfitriona, carcelera… y falsa tía.
Se giró sin comprender qué hacía
allí; parece ser que en Nueva Zelanda, las bebidas se guardaban en el salón.
Eri le indicó una puerta en la que yo no me había fijado hasta ahora, la recién
llegada susurró un “oh”, asintió con la cabeza y se dirigió a grandes zancadas
hacia ella.
-Ve con ella, Diana, yo en seguida
voy. ¿Quieres algo?
Negué con la cabeza, pero luego me
lo pensé mejor. Sí, no había desayunado, así que, ¿por qué no torturarla, obligándola
a que me preparara mi comida? ¿Qué más le iba a dar, si tenía que servirle un
puto Cola Cao a una mujer que me doblaba la edad?
-El desayuno-susurré. Ella alzó las
cejas.
-No has comido nada, ¿eh?
Negué con la cabeza, ella asintió,
y, justo cuando pensé que iba a llenar la cocina con el típico aroma de las
mañanas (tortitas, huevos fritos, beicon), se dio la vuelta, abrió una alacena…
y sacó una caja de cereales.
De chocolate.
Agh.
Cogió un bol, un brick de leche, y
me lo colocó contra el pecho, asegurándose de que lo había agarrado bien antes
de lanzarme una mirada cargada de intención, en la que se leía claramente lo
que estaba pensando: “Estoy criando a Tomlinsons, hijos de Louis, y claramente
no tengo tiempo para tus mierdas se Styles caprichosa”. Edulcoró ese mensaje
silencioso con una sonrisa y volvió a sus preparativos.
Desparramé todo lo que me había dado
en una mesa blanca de madera, de patas retorcidas, que sostenía un jarrón que
custodiaba unas orquídeas blancas como la habitación, en cuyas paredes se
reflejaba el sol del noviembre inglés que se colaba por la enorme cristalera.
Volví la mirada un momento, mientras
me sentaba, para echar un vistazo a las afueras. Una piscina de aguas
tranquilas arrancaba destellos del astro rey, y a lo lejos, muy a lo lejos,
entre una cortina de niebla y humo, se intuían edificios que dibujaban un skyline que yo conocía muy bien.
Lorde también los admiraba, pero de
manera diferente. Por su manera de sentarse (con las piernas estiradas y el
costado derecho contra el respaldo de la silla y una mano clavada en él para no
caerse), deduje por qué a mi madre no le caía bien: se veía que despreciaba la
moda. Sus movimientos, la manera de tratar su ropa, dejaban entrever que no
eran prendas elegidas por ella misma, sino por alguien con más estilo y
sabiduría, que no iba a dejar que una ganadora de Grammys se paseara por ahí
como una vagabunda. Tenía un status que mantener, no sólo por ella, sino por
todos lo que se habían llevado un gramófono dorado a casa, y los que
descendíamos de ellos.
Ese tipo de cosas eran lo que nos
distinguía de la gente normal.
Sus labios, rojos sangre, se
curvaron cuando me echó un vistazo por el rabillo del ojo.
-No sabía que os permitieran ir por
las pasarelas si comíais. Creía que tendríais que elegir.
Volqué la caja de cereales sobre mi
cuenco, y luego los regué con leche.
-Te sorprendería la cantidad de
cosas que se pueden hacer y que te permiten ser una diosa para el resto de
mortales.
Se echó a reír.
-Ella, déjala estar. Acaba de
llegar, acaba de levantarse, y es una niña.
-¿Y qué? Conoces a su familia. A su
tía. Si tiene una gota de su sangre de víbora, seguramente me aporte un poquito
de felicidad en estos días grises que llevo.
-Sabes que esa pelea con Gemma no
estuvo bien, pero no se repetirá.
-Sí, tus cinco guardaespaldas
hicieron un buen trabajo separándonos-suspiró-. Es una lástima que tu marido
haya crecido en el machismo y considere indigno pegarle a una chica, ¿sabes,
Eri? Louis tiene pinta de saber pelearse cuando quiere.
-Nos destrozaría a ambas la cara con
esos brazos que tiene.
-Y lo que te encantan.
-Puede-asintió mi anfitriona,
sonriendo y acercándole la taza. Tomó asiento entre ella y yo.
-Sabes que sí. Pero para poder
cogernos, primero tendría que acercársenos. Y no sabes qué patadas en los
huevos doy. No he conocido a nadie más rápido.
-Me pregunto quién te enseñaría ese
truco.
Y volvieron a echarse a reír,
dejándome con la intriga de lo que había pasado con mi tía, los problemas que
tenía esa tía con mi familia… y, sobre todo, cuándo había necesitado ninguna de
las dos dar patadas en los huevos para salir de una fea situación.
Lorde tomó la taza con las dos
manos, arrancando sonidos no muy placenteros de ella con sus anillos, se la
llevó a los labios, sopló y dio un sorbo.
-Con lo bien que cocinas, no
entiendo por qué te casaste con quien te casaste. Josh Hutcherson estaba libre.
-Ella.
-Querías americanos, ¿no? Pues él es
el más guapo que había.
-Sabes quién me enseñó a cocinar.
-Bueno, podríais haber sido
amigos-insistió, dedicándole una sonrisa lasciva-. Aún podéis serlo. Josh está
casado también, pero todo se puede arreglar. Conozco a gente, puedo hacer que
parezca un accidente.
-Gracias por tu oferta-replicó
Erika, echándose a reír-, pero estoy bien como estoy. ¿Qué te trae por mi
ciudad?
Lorde se detuvo a medio sorbo,
aleteó con las pestañas y clavó unos inmensos ojos en su anfitriona.
-¿Estamos en Los Ángeles?
-Por eso somos amigas, kiwi.
Y se enzarzaron en una conversación
aburrida sobre los proyectos de Lorde, que preparaba su próximo disco y se
reunía con gente de todo el mundo, buscando inspiración para los vídeos, y,
¿por qué no? Para canciones.
-Cuando estaba en Berlín, conocí a
una chica que hacía retratos con tiza en el suelo de las calles de la gente que
se lo pedía. Estaba reuniendo dinero para su boda. Al principio no me
reconoció, pero cuando me quité la coleta, supo perfectamente quién era.
-Siempre he dicho que el pelo corto
te queda mil veces mejor que el largo, pero no escuchas, simplemente, no
escuchas.
-El caso-continuó la oceánica, como
si no hubiera oído a la europea-, es que se alegró mucho de poder hacerme el retrato.
Me dijo que su madre había hecho lo mismo para poder pagarse la boda, y,
¡sorpresa! Atraía a más gente cuando ponía mis canciones en un reproductor
portátil que llevaba para pasar mejor las tardes. Y, mientras estaba allí,
escuchando la historia de su vida, cómo conoció al chico y cómo se lo pidió (en
la Fontana di Trevi, antes de que lo preguntes, y eso me preocupó; no sé si
marcáis tendencia o Louis es simplemente un copión), me di cuenta del talento
que tenía, de lo triste que me ponía que estuviera en la calle, suplicando unas
monedas para cumplir un sueño tan simple como casarse con el chico al que
quieres… y de lo horrible que era que su arte se desvaneciera, bien por las
pisadas de quien no le prestaba atención, o bien por la implacable lluvia, que
siempre vuelve.
-El agua es tanto fuente de vida
como de muerte.
-Exactamente. Entonces, le pregunté:
“¿por qué no piensas en hacerlos en cuadros, y entregarlos? Podrías venderlos,
y así no se perderían, y podrías labrarte un futuro.”, a lo que me contestó “ya
estoy labrándome mi futuro.” Y me dio una charla impresionante sobre cómo lo
que importa del arte no es ella en sí, sino lo que te hace sentir, el proceso
de creación. Son cosas que se desvanecen en cuanto el cuadro está hecho o la
canción, compuesta; cosas de las que sólo obtendrás una triste reproducción
cuando le eches un vistazo al cuadro o escuches la canción, aunque sea por
primera vez.
Erika la miró en silencio. Yo ya me
había acabado mi bol de cereales, pero algo en su conversación me mantenía
atada a la silla.
-Tiene… muchísima razón.
Lorde asintió, y le puso una mano
sobre la suya. Le acarició despacio los nudillos con un pulgar de uña gris
oscuro, casi negro. Le dedicó una sonrisa traviesa, la típica sonrisa que traía
a todos los tíos que se negaban a sucumbir a mi pelo rubio y mis piernas
kilométricas derechitos a mi cama. Erika suspiró.
-¿Qué quieres exactamente, Ella?-su
tono había cambiado; ya no había admiración, sino, más bien, cansancio. Parecí
que se habían enfrentado a esta conversación con anterioridad, y que a mi
anfitriona la había terminado agotando.
-Volver a grabar Pure Heroine, al estilo de Team en aquella gala benéfica en la que
compartimos escenario.
-Soy madre-replicó, haciendo amago
de retirar la mano. Pero Lorde no se iba amedrentar tan fácilmente: coló sus
dedos entre los suyos y la sujetó.
-Yo también-en sus ojos había una
determinación que había visto sólo dos veces en mi vida: la primera, en mamá,
cuando le confesé mi sueño y me dijo que lo haría realidad; y la segunda, en
mis propios ojos, cuando la maquilladora de Calvin Klein había terminado
conmigo y estaba a punto de desfilar en ropa interior. Supe que lo había
conseguido al tener mi propia silla con mi nombre bordado en letras doradas
sobre fondo negro, al más puro estilo Hollywood, y supe que se debía a la
insistencia de mi madre, que se había tenido que enfrentar a muchos obstáculos
a pesar de ser esposa de quien era y tener una firma propia. Pero, al final,
Chanel siempre era la cumbre del prestigio, y no accedía tan fácilmente a
acoger a las hijas de famosos salidos de programas caza talentos-. Y tengo más
Grammys que tú hijos. Lo cual-alzó las cejas-, es bastante decir. Eres como una
coneja.
Erika apartó la mano para taparse la
sonrisa.
-Tengo que... pensarlo.
-Vale, pero ten en mente una cosa:
fue una de las mejores noches de mi vida. Diría que la mejor, pero, ¿qué
diablos? Somos amigas; te seré sincera. La mejor fue cuando recibí el Disco del
Año directamente en el escenario, justo después de actuar. Muy a lo Amy.
Erika alzó una ceja, incrédula.
-Seguro que ni se te pasó por la
cabeza pensar en cuando te pidieron matrimonio.
Lorde bufó.
-No sé por qué me sorprenden las
declaraciones de una que prefirió ser humana antes que artista, y se dejó
sucumbir a los deseos de la carne pudiendo disfrutar de la iluminación del
alma.
Hablaba como Sócrates, la diferencia
era que a esta tía no tenía que estudiarla en clases de filosofía… lo cual era
de agradecer. Nacer después de la invención de las cámaras fotográficas haría
que su cara conquistara los libros de texto, y no podría estudiar con aquellos
ojos mirándome y aquella combinación de ropa taladrándome las retinas.
-Tu problema, mi vida, es que dejas
que tu felicidad dependa de lo que otros te hagan a ti, cuando la clave de la
felicidad es otorgártela tú misma-proclamó, recostándose en su silla y abriendo
los brazos. Me recordó a un ejecutivo.
-Muy bien, Ella-asintió Erika,
sonriendo después de dar un sorbo de café-, ¿qué es lo que me propones?
-Trabajar conmigo. Disfrutar de la
sensación de saber que estás contribuyendo a crear arte, del bueno, así como
del camino. Tu propio Grammy.
Entrecerró los ojos una milésima de
segundo. Lorde se inclinó hacia delante.
-El Oscar de la música.
Por los ojos de la española cruzó
rápidamente una estrella fugaz.
-¿Qué tienes que perder?-la
neozelandesa inclinó la cabeza, y sus rizos azabache cayeron a un lado, más
brillantes que una estrella negra o que una bombilla recubierta de alquitrán-.
El disco ya está escrito. Y de muy buena mano. Es mejor que la poesía de
Lauren, me atrevería a añadir.
-Lo pensaré.
-Eso me gusta.
-Y lo consultaré con Louis.
-Eso, no tanto.
-Sabes que aprecio…
-¡Nos ha jodido que le aprecias!
Algo tienes que tener mal, lo sé, porque para apreciarlo durante más de 20 años
algo no te puede ir muy bien ahí dentro. Eso, o que folla muy bien. Pero, si te
soy sincera, no podría acostarme con alguien que me cae mal.
-Menos mal-replicó la española,
ofendida por un instante-, porque sabes que con mis amigas estoy dispuesta a
compartirlo todo, pero Louis es lo único que no voy a compartir con nadie.
Se miraron largamente, durante un
momento que me pareció eterno. Me levanté despacio para ir a llevar las cosas a
la cocina (esto de no tener servicio era una mierda, pero estar aburrida,
metida en casa sin nada en que ocuparte era más mierda aún), y la silla emitió
un chillido agudo cuando la empujé con la cadera para salir. Las dos se
volvieron y me miraron: parecía más que evidente que se habían olvidado de que
estaba allí. En los ojos de Lorde había desdén, en los de Erika, una pizca de
culpabilidad. No era para menos. Se suponía que debía cuidarme y atender todas
mis necesidades, no estar de cháchara y jugando a las cartas con sus amiguitas
mientras yo me tenía que preparar el desayuno.
Calculé la hora que sería en Nueva
York y, dándome cuenta de que sería una locura intentar llamar a Zoe, tanto por
la distancia horaria que nos separaba como por lo histéricos que podían llegar
a ser sus padres, decidí explorar un poco más a fondo la casa.
Coloqué sonoramente el bol con
restos de cereal y leche en la barra americana (oh, qué detalle) de la cocina,
dejé la leche en la nevera (porque sé ser buena cuando quiero), y me dispuse a
investigar por mi cuenta. Habría subido a mi habitación, pero sabría que
tendría tiempo de sobra en las noches de insomnio y jet lag que aún me esperaban.
El piso inferior de la casa parecía
una buena opción, de manera que me dirigí a las escaleras, pero una puerta desconocida,
en la que no había reparado, me dejó de una pieza. Era blanca, de manera que se
confundía con la pared, y bastante pequeña, lo suficiente como para hacerme
pensar que se trataba de la puerta al garaje.
Tal vez ver qué coches conducían me
animaría un poco, especialmente si me encontraba algún Lamborghini. Adoraba esos coches, pero mi madre se
empeñaba en ir en Bentleys cada vez que salíamos de Nueva York; decía que los
coches de una pieza eran una señal de elegancia.
Estaba bastante segura de que si
Audrey Hepburn hubiera sido un coche, sería un Bentley.
Una lástima que yo prefiriera a
Barbara Palvin por encima de todas, y que Barbara fuera una reina en lo que
respectaba a los Lamborghinis.
Empujé la puerta con las dos manos,
y un universo radicalmente opuesto se alzó ante mí. Donde me esperaba cemento
desnudo había un suelo de parqué liso y pulido hasta casi dejarlo brillante.
Una miríada de versiones mías habían aparecido ante mí, contenidas por una
barra del mismo tono café con leche del suelo… y, en una esquina, un piano
negro acompañando a un equipo de música.
Recuerdos en los que llevaba años
sin detenerme me alcanzaron a medida que ponía un pie en la estancia: yo con 6
años, entrando en una sala similar, pero en un edificio mil veces más alto; yo
con 8, estirando con niñas de mi edad mientras una profesora de origen francés
nos gritaba instrucciones; yo con 10, y con una nueva profesora, preparándome
para una función del colegio… y yo con 14 años, dejando el ballet y llorando
por las noches porque sabía a qué quería dedicarme de verdad, y no podía
permitir que me destrozara el cuerpo como lo estaba haciendo.
Nunca me hubiera imaginado que
hubiera gente que tuviera una sala de baile en casa, pero así era. Caminé
despacio por encima del parqué, permitiéndome deleitarme con cada paso.
Acaricié la barra en la que me imaginé, no sé por qué, a una versión en
miniatura de Tommy estirando y riéndose con su hermana más pequeña aún. Me lo
imaginé sentado al piano, al principio aporreando las teclas con sus puñitos
infantiles, y luego haciendo que sus dedos bailaran sobre ellas con la
gracilidad de una gacela, de quien lleva años tocando y ha mamado música como
leche materna a partes iguales.
Me senté en el banco del piano,
acaricié despacio la tapa, decidida, la levanté. Hice lo mismo con las teclas,
sin atreverme a pulsar ninguna.
Me armé de valor y apreté una tecla,
una tecla que nunca había conseguido identificar… pero cuyo sonido era
inolvidable. En cuanto la nota rasgó el aire, me vi arrastrada de nuevo al
pasado.
Estaba en casa, y papá llegaba a
casa con una bolsa que despedía un aroma dulce, a chocolate y bollitos con
crema recién hechos.
-¿Didi? ¿Estás aquí?
Yo dejé a la Barbie que estaba
vistiendo y corrí a verlo, contenta tanto porque había vuelto como por los
bollitos. Me cogió con un brazo y me besó en la frente mientras con el otro se
abría camino, tanto apartando cosas como abriendo puertas. Me sentó en la mesa
de la cocina y colocó la bolsa mi lado; antes de que se quitara el gorro y el
abrigo, yo ya había abierto la bolsa, sacado un bollito y lo había desenvuelto.
Estaba a punto de darle el primer bocado cuando me lo quitó.
-Espérame, ¿quieres? Voy a buscar a
mamá.
Mamá solía pasarse los días de
invierno diseñando en su estudio del piso de arriba. Me besó en la mejilla, y
su aliento olía sospechosamente a chocolate. Me dio un bombón y me abandonó
menos de medio minuto. Cuando volvió, mamá venía con él.
Y yo, por primera vez en mi vida,
fui consciente de la diferencia de altura entre los dos.
Los ojos de mamá se iluminaron
cuando olisqueó los bollos.
-¿Son los de canela?
Papá se limitó a sonreír.
-¡Harry, te has acordado!-y lo
abrazó, se puso de puntillas y le dio un beso en los labios. Luego, se acercó a
mí, me dio un beso en la mejilla, y sacó un bollo para ponérmelo en las manos.
Nos tomamos el chocolate caliente
sentados frente a la ventana, observando a la gente que pasaba por la calle
embutida en cien capas de abrigos, bufandas y gorros y guantes de lana. Mis
padres hablaban de algo, pero yo no recordaba qué. Simplemente les oía charlar,
y luego, de improviso, me alzaron en volandas y papá me sentó en sus rodillas.
Extendí los brazos, puse las manos encima del piano del salón, y él hizo lo
propio, y empezamos a tocar, mientras mamá nos miraba con una sonrisa en la
boca y un poco de crema amarillenta en el labio superior.
Era mi primer recuerdo, y era la
primera vez que lo evocaba estando fuera de casa, porque también era la primera
vez que me sentaba a un piano que no fuera el de mi hogar.
Antes de que pudiera darme cuenta,
me había echado a llorar. Las lágrimas me corrían por las mejillas y los
sollozos hacían que mis pulmones fueran incapaces de tomar un buen soplo de
aire, me estaba ahogando en una casa que no era la mía.
Enfurecida conmigo misma y con el
mundo tan injusto en que me había tocado vivir, cerré la tapa del piano de un
golpe que bien podría haberle saltado alguna astilla y me froté los ojos, que
me ardían por culpa de las lágrimas.
Pude ver la cara de Zoe flotando
delante de mí, sonriendo y mesándose el pelo.
-Tú lo que necesitas es una buena
sesión de sexo… o jugar al Call of duty.
Levanté la vista, odié mi millar de
reflejos sollozantes dibujados en el espejo roto que había visto nada más
entrar, me levanté y abandoné la habitación sin molestarme a cerrar la puerta.
Bajé las escaleras a toda velocidad,
acuciada por las lágrimas y la risa que llegó hasta mí del comedor orientado al
jardín… y me lancé sobre uno de los sillones frente a la inmensa pantalla en la
que jugaban Tommy y sus amigos.
Una pila de videojuegos más alta que
el propio sofá se encontraba a un lado de éste. Miré los títulos, saqué el que
más me interesó y me cargué la obra de ingeniería que había aparecido allí por
generación espontánea. Me perdí en los gráficos y los sonidos, aislándome del
mundo, con las lágrimas aún bajándome por las mejillas durante horas.
La cabeza llevaba dándome vueltas un
buen pedazo cuando finalmente alguien me sacudió el hombro. Me volví,
arriesgándome a que me mataran (como, efectivamente, hicieron, ya que un
soldado en medio de un campo de batalla era carne de cañón, presa demasiado
fácil para los francotiradores que, literalmente, no tenían con qué distraerse)
para enfrentarme a quien fuera: Erika, Louis, me daba absolutamente igual.
Acabó conmigo que el que estuviera
allí, de pie, a mi lado, fuera Tommy.
-¿Diana? ¿Cuánto llevas aquí?
Me limpié las lágrimas rápidamente
con el dorso de la mano. No iba a permitir que me viera llorar.
-Dios, Didi, tienes los ojos
rojísimos.
Ni siquiera pude decirle “no me
llames así”; sólo me los volví a frotar y los cerré un momento. Cuando los
volví a abrir, se había arrodillado a mi lado.
-La comida está casi lista. ¿Tienes
hambre?
Asentí despacio con la cabeza.
-Pues a comer, americana.
Me tendió la mano. Estudié las
líneas oscuras que le atravesaban la palma, esbozando caprichosos dibujos que
no se podían identificar con nada. El sonido del videojuego seguía de fondo, y,
a pesar de ser ensordecedor, yo sólo podía escuchar una voz en mi cabeza que
susurraba “por un pelo” en intervalos de 4 segundos y los latidos de mi corazón
retumbando por los nervios que me producía tener la certeza de que sabía qué me
pasaba por la cabeza…
Sólo sentía su respiración chocando
contra mi piel, a pesar de las vibraciones del suelo. En la televisión había
dos millones de colores diferentes, algunos sin descubrir, pero yo nadaba en
aquellos océanos infinitos que tenía en la cara sin posibilidad de escapar de
ellos.
La misma voz que se alegraba de que
no nos hubiera descubierto fue la que musitó, sibilina, “puede que tengas nuevo
hogar” cuando acepté su mano y dejé que me levantara mientras el calor de su
cuerpo me calentaba. Tan bajo, que apenas pude oírla.
Pero un sencillo “apenas” es lo que
separa cosas tan diferentes como la vida y la muerte.
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