Que la revelación de que
Tommy, Diana y Layla formaban un triángulo insondable daría mucho que hablar no
lo había dudado absolutamente nadie desde el momento en que Scott le dijo a
Tommy que, en realidad, no tenía que elegir.
Pero que nadie dudara de la relevancia de aquella
confesión pública no significaba que alguien se esperara la reacción del
público, que se dividió a los pies de mi hijo en cuanto éste puso un pie en
Inglaterra, como si la nación fuera el Mar Rojo, y Tommy, Moisés liderando a su
pueblo hacia la libertad.
Estaban los que decían que Diana y Layla no eran más
que el capricho último del típico niño rico y mimado al que nadie, jamás, le ha
dicho que no. Que ellas eran estúpidas por consentirle ese tipo de
comportamiento y que él tenía más cara que espalda. Eso eran lo que decían los
más amables.
Luego estaban los que creían que era cosa de ellos
tres y sólo de ellos tres, y que si se querían y les hacía felices, nadie
debería abrir la boca salvo para desearles suerte.
Por desgracia, los que estaban de ese último bando
eran muchos menos que los que estaban del primero. La sociedad inglesa se
jactaba de lo abierta que era, pero a la hora de verdad, gustaba mucho de su
tradición, amaba demasiado la costumbre, y se mostraba recelosa de los cambios,
temiendo que siempre fueran a peor, sospechando de la destrucción de las cosas
que apreciaban por encima de todo: sus valores, sus costumbres, sus
festividades, su monarquía, la forma misma en la que se fundaba la familia.
Nadie tenía familias en los que los padres fueran tres, ¿por qué iba a empezar
ahora? ¿Cómo se atrevía ese hijo de una inmigrante, encima española, con lo
vagos que éramos, que íbamos a quitarles los trabajos, a desafiar todo lo
establecido?
¿Y por qué las chicas se querían tan poco como para
acceder a algo tan ruin?
Cuando me bajé del coche con la cola del vestido
sujeta por Louis, mis ojos buscaron automáticamente entre los flashes cegadores
a mis dos retoños, que ya debían estar por la alfombra roja, concediendo las
primeras entrevistas de su vida y realizando sus primeros posados.
A la primera a la que localicé fue a Eleanor, que
asentía con la cabeza y movía los labios en una retahíla que yo no conseguía
seguir. Era increíble lo que había crecido en apenas un par de meses, lo madura
que se mostraba y la profesionalidad con la que manejaba las preguntas de los
periodistas. Me había tomado los tres últimos días libres sólo para navegar por
internet y ver cada vídeo en el que aparecía mi pequeña, sólo para descubrir
que tenía un talento natural para llevar las entrevistas hacia donde a ella le
interesaba, sin que los periodistas pudieran darse cuenta de que lo estaba
haciendo.
Había nacido para esto, mi pequeña estrella con alas.
Louis me ofreció el brazo, sonriendo con calidez. Sus
ojos zafiro, que gracias a dios habíamos conseguido que uno de nuestros hijos
heredara, brillaron con cariño y orgullo.
-¿Lista?-preguntó. Yo sonreí y asentí con la cabeza,
rodeando su brazo con el mío y avanzando lentamente por la alfombra, haciendo
el caso justo y necesario a los gritos de ¡Eri! ¡Louis! ¡Mamá y papá! que
siempre nos acompañaban cada vez que íbamos a un evento social.
Lo disfrutaba. Lo veía como oportunidades de hacer
buenos negocios, arrastrar a inversores hacia mi terreno y conseguir
importantes sumas de dinero que se irían derechas a las donaciones de la
empresa, o a la inversión en algún tipo de infraestructura que le daría a la
naturaleza un respiro un poco más holgado. Podía conocer gente interesante y
empaparme de sus ideas, me lo pasaba bien.
Y aprovechaba cada ocasión que se me presentaba tanto
para fardar de marido como para hacerlo de hijos. “Eleanor está muy centrada,
es muy decidida y sabe lo que quiere, todavía no puedo contaros el qué”, solía
sonreír siempre que me preguntaban por las aspiraciones de mis hijos. “Tommy
sigue sin decidirse, le interesan varias áreas, pero ya sabes cómo va esto: es
joven y tiene toda la vida por delante, por suerte, no hay ninguna prisa en que
se decida… oh, sí, es muy cariñoso, ha salido a mi rama de la familia”,
asentía, y me echaba a reír.
Fue entonces cuando le vi. Estaba un poco más allá de
Eleanor, entre Diana, que vestía un traje plateado y llevaba el pelo imitando
el look de recién salida de la ducha
hacia atrás, y la mayor de mis dos hijas. Estaba guapísimo con el traje blanco
que había pedido cuando le dijeron que iba a la final, a juego con el de Scott,
que brillaba a su lado con luz propia.
Tommy escuchaba atentamente algo que decía Scott,
intentaba sonreír un poco, y lo conseguía a medias. Me abracé instintivamente a
Louis y miré de reojo a los paparazzi, que ahora sacaban sus mejores cámaras
para conseguir captar a la perfección cada poro de mi piel y cada arruga que me
recorría la cara, buscando un gesto que me traicionara e hiciera ver que, en realidad,
no me enorgullecía de todo lo que me había pasado, de las risas y los llantos
que había tenido que soportar a lo largo de mi vida.
Antes me gustaban este tipo de atenciones, me gustaba
este tipo de gente, disfrutaba de las reuniones sociales.
A partir de esa noche, ya no. Porque siempre se
presentaría una oportunidad por alguien borracho o directamente maleducado que
se acercara a mí y me preguntara por mi
hijo, ya sabes, el polígamo, y lo dirían de una manera que me revolvería
las tripas y que me haría saltar. Era mi niño. Mataría por él. Moriría por él.
No quería que nadie le hiciera daño y no lo consentiría bajo ningún concepto.