miércoles, 30 de mayo de 2018

Dejadnos entrar.


En mi instituto había dos escritoras. Una de ellas, la que lo reconocía, decía siempre con cierto sonrojo y la voz un poco más tímida de lo habitual que ella, lo que quería, era ser escritora. Todo el mundo lo sabía y creo que muchos confiábamos en que algún día tendría su nombre impreso a tinta y rasgado con la celulosa del papel en ejemplares del escaparate de una librería. Escribía a mano en libretas que no le enseñaba a nadie, y participaba en concursos que siempre ganaba. Sus historias sólo salían a la luz elegidas a través de una ruleta de la que sólo ella conocía el mecanismo. Compartía las palabras, pero no sus personajes.
               La otra no decía que era escritora; tardaría mucho en etiquetarse como tal. Simplemente llevaba un blog, y lo que quería era que más personas vieran las palabras que codificaba en un baile de unos y ceros, en un idioma que nunca conseguiría entender. Compartía las palabras, y sus personajes, incluso los que debería haberse guardado para sí misma, salían a chorro de sus dedos como de un manantial surgía el agua.

               Ambas sentían el mismo amor y disfrutaban con la misma actividad, pero no podían hacerlo de formas tan diferentes. Una decía que le encantaba el susurro del bolígrafo rasgando el papel mientras escribía; era el único confidente que guardaría sus secretos hasta que ella decidiera revelarlos. En cambio, la otra, adoraba el tamborileo rítmico del teclado mientras escribía en una pantalla, sus gafas con un ligero tono azul para que no le doliera la cabeza al escribir, tan sólo el alma.
               Puedo entender su referencia a los secretos, la intimidad del papel. Pero nada se compara a la música de la auténtica voz de los personajes; ni siquiera el silencio que contiene su misma esencia.
               El sonido del tecleo son las pulsaciones del corazón de los personajes a los que das vida en bits o en páginas. Su particular lucha por escapar de tu interior, pasar de energía a materia, de potencia a ser, de pensamiento a verdad.
               Son esos toquecitos insistentes, de impaciencia, en la puerta del mundo real.
               Existimos de veras.
               Dejadnos entrar.

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