lunes, 9 de julio de 2018

¿Eres mía ahora?

No sabía qué coño me estaba pasando esa noche. Por lo menos, podía estar agradecido de que Jordan no estuviera conmigo. Él estaba demasiado ocupado con la barra, atendiendo a los que querían emborracharse aun a pesar de los precios que les ponía a las bebidas (aunque la verdad era que podía permitirse cobrarlas tan caras), así que no podía fijarse en cómo estaba yo.
               Patéticamente sentado en el sofá, mirando a las chicas pasar, inspeccionarme con anticipación.
               Tenían hambre, y yo también, pero no de ellas. He de reconocer que me había puesto (más) guapo para esa noche, ahora que tenía alguien a la que quería impresionar más de lo que ya lo hacía. Sabrae me había dejado caer que irían, cien por cien, seguro, a la discoteca que nosotros frecuentábamos.
               Pero no me había dicho la hora, y tampoco había preguntado si iría yo. Así que allí estaba, plantado como un gilipollas, esperando a que apareciera, y sudando de todas las tías que se me ponían por delante para asegurarse de que les veía bien las tetas o el culo. Me estaban poniendo de muy mal humor.
               Yo me estaba poniendo de mal humor a mí mismo. Normalmente me encantaba que las tías vinieran hacia mí: no soy el típico chico que se las da de conquistador y que rechaza a una presa cuando ella camina voluntariamente hacia la trampa. No, todo lo que venga, bienvenido sea. Había que premiar la valentía. ¿Te pongo y vienes a decírmelo? Nena, te prometo que te haré pasar una noche que no olvidarás en mil años. Le pondrás mi nombre a tu primer hijo mayor en honor al polvo que te voy a echar. Vivirás mal desde que yo salga de tu interior, porque nadie te lo puede hacer como te lo hago yo.
               No me malinterpretes: me gusta, me encanta ser yo el que da el primer paso. Me gusta acercarme a un grupo de chicas y hablarles a todas, tantear un poco el terreno, ver con cuál tengo más afinidad o posibilidades (y, créeme, tengo posibilidades con muchísimas, salir a jugar conmigo es como salir al campo con el MVP de la temporada). Me gusta ese suave tirón que te da el estómago cuando te acercas a un grupo de chicas que no dejan de mirarte, porque, si bien pequeña, siempre hay una posibilidad de que aquello salga mal.
               Hay un cierto riesgo en ir a ver a un grupo de mujeres, y la adrenalina que recorría mi sangre me encantaba.
               Pero eso no quiere decir que me disgustara ser presa, en vez de cazador.
               Esa noche, sin embargo, me estaba cabreando muchísimo la forma en que las chicas se me ponían delante, casi como si tuviera que elegir en un catálogo. Era como cuando iba a las tiendas de ropa y las dependientas se acercaban a mí. Tía, sé lo que quiero. No necesito que me lo digas tú. Por favor, pírate. Sólo que ahora, mi molestia era incluso mayor: nunca había disfrutado de que las dependientas e las tiendas se me acercaran; en cambio, cuando las chicas se lanzaban a por mí, me lo solía pasar bien.
               Hasta entonces.
               Mi cara tenía que ser un puto poema. Tan pronto como las chicas llegaban, se marchaban, incómodas por la hostilidad que manaba de mi cuerpo o por mi indiferencia mal disimulada. Llegó un punto en el que empecé a mirar la hora con ansiedad. ¿Dónde coño está?

               Bey me puso una mano en el antebrazo después de que me terminara el… ¿sexto?... chupito de la noche y volviera a mirar el reloj por enésima vez.
               -¿Quieres ir a un sitio más tranquilo?-me preguntó, mordiéndose el labio, y yo la fulminé con la mirada. Bey no se merecía que la tratase como estaba a punto de tratarla, y quizás hasta le sorprendiera un poco lo borde que estaba a punto de ponerme.
               Pero es que no entendía dónde coño se había metido Sabrae. Y qué sentido tenía que me dijera que iba a venir cuando no era así.
               Intenté tranquilizarme, decirme que puede que hubiera cambiado de planes en el último momento, pero eso fue incluso peor. Si no iba a venir, ¿por qué no me había avisado? Así no estaría esperándola como un puto calzonazos. Habíamos estado hablando de gilipolleces varias durante toda la semana, tenía Instagram literalmente petado de datos: era, con diferencia, la aplicación que más pesaba en mi teléfono, sólo por detrás de la música.
               Tampoco le costaba tanto mandarme un mensaje.
               ¿Era una prueba? ¿Quería venir y verme con otra y tener una excusa para pasar de mí? Porque iba guapa si se pensaba que iba a permitir que se alejara de mí sólo porque yo disfrutara con otras chicas.
               -Esto está tope tranquilo-gruñí a mi mejor amiga, que retiró la mano de mi brazo con gesto triste-. Puede que ése sea el problema.
               -Pues vamos a uno más movidito. Lo que tú quieras-me puso una mano en la rodilla y la fulminé con la mirada. Su semblante se endureció un poco.
               -Estoy bien aquí-bufé, y me bebí de un trago un nuevo chupito.
               -Eso no es verdad.
               -¿Ahora me lees la mente, o qué?
               -No tienes por qué mirar a todo el mundo con ese desprecio, ¿sabes, Alec? Por dios… ¿qué mosca te ha picado? Jamás te he visto así de…
               -¿Así de…?-la reté, expectante, y Bey alzó unas cejas perfectamente delineadas, pestañeó con sus párpados teñidos de plata, y espetó:
               -Enfadado.
               Tomé aire y lo expulsé lentamente, apartando la cara.
               -Tú nunca te enfadas-me recordó, y se pegó un poco más a mí-. Alec-insistió, y yo cerré los ojos, tragué saliva y negué con la cabeza. Su pierna estaba casi encima de la mía, nuestras rodillas se tocaban en un gesto íntimo y confiado que ahuyentó a todas mis pretendientes. Tenía razón, yo nunca me cabreaba. Vale, sí, igual con mi hermana, pero, ¿con el resto de la gente? No. Sorprendentemente, tenía una paciencia infinita. No me tomaba nada de lo que mis amigos me dijeran a mal, por mucho que ellos insistieran en venir a por mí. Y ellos ya lo hacían precisamente por eso: porque yo no me ofendía, no me molestaba, sabía ver que las cosas malas que me decían, lo hacían bien por cachondeo, o bien para que yo mejorara.
               La única vez que me había cabreado de verdad había sido hacía unos meses. Todos mis amigos fliparon: Max y Logan llegaron a decir que incluso pensaban que yo no sabía cabrearme. Pero, joder, cuando te enteras de que un gilipollas le pide fotos desnuda a tu hermana pequeña, y que pretende pasarlas por su grupo de amigotes para fardar de que había conseguido que Mimi Whitelaw, la chica más tímida (“estrecha” había sido la palabra que les había escuchado utilizar) le enseñara “dos buenas razones” para “soportar su mojigatería” y seguir hablando con ella a pesar de que es “una virgen redomada que no reconocería una polla aunque la tuviera dentro hasta los huevos” (jo-der, cómo me puse escuchando eso…), tienes motivos más que suficientes para coger el cabreo del siglo.
               Y cuando estoy cabreado, una energía oscura se apodera de mí. No pienso. O, más bien, pienso demasiado. Mi cerebro va a toda hostia. Se me ocurren cosas crueles que en la vida hubiera llegado a imaginar de no dejar que mi genética aflore.
               ¿La solución que se me ocurrió? Esperar a que fueran los torneos interclases. Fingir que estaba enfermo para no ir a las primeras horas, y poder entrar en el recreo. Esperar a que los de la clase de mi hermana salieran a la cancha a echar unas canastas, colarme en el vestuario, robarle la ropa a ese hijo de puta, y sentarme a esperar en el otro extremo de la cancha a que aquel hijo de puta saliera en bolas, con una mano delante y otra atrás. No había dejado margen de error a mi plan maestro: les había quitado todas las mudas al resto del equipo, por lo que no les había quedado más remedio que quedarse con su ropa sudada y no dejarle ni un mísero calcetín a aquel cabrón de mierda.
               Recuerdo la forma en que sonreí cuando le vi salir y escuché las carcajadas burlonas de todo el instituto. Tamika dijo que “daba miedo mirarme”. Mimi, en el otro extremo del patio, se puso colorada al ver al chico correr desnudo en dirección al despacho del director y descubrirme con su ropa hecha una bola, tanto la sudada como la nueva.
               Todo el mundo me vio con los pantalones y las camisetas, pero nadie se atrevió a delatarme. Ése día, el instituto entero aprendió una buena lección: a Alec Whitelaw no hay que cabrearle, y a Mimi Whitelaw no se le hace daño.
               Aunque en mi defensa diré que mi plan maestro vino por cumplir con mi papel de buen hermano mayor. Mi cabreo estaba justificado. Así que, técnicamente, estaba haciendo lo que se esperaba de mí.
               En cambio, ahora, me estaba comportando como un niñato caprichoso que no acepta un no por respuesta.
               Al, tú no aceptas un no por respuesta, me recordé a mí mismo. Suspiré. Dependía del tipo de “no”.
               Las tías, que digan misa: hay “noes” que significan “insísteme un poco”.
               -No estoy enfadado-susurré, un poco más calmado. La cercanía de Bey tenía ese efecto tranquilizador en mí. Ella me sonrió y me acarició la mandíbula.
               -Pues… ¿arisco?
               Le di una palmada en el culo y ella dio un brinco y me soltó un tortazo, pero no muy fuerte. Estábamos jugando. Quizá lo hiciera para alejar a las demás.
               -A ti te gusta cuando me pongo de mal humor. Por eso siempre haces lo posible por sacarme de quicio.
               -¿Quieres otra?-se ofreció, mostrándome la palma de la mano.
               -Yo quiero todo lo que tú me des, muñeca.
               Bey puso los ojos en blanco, se sentó en el sofá y bebió otro chupito.
               -Creo que te prefiero cuando miras a la nada con semblante melancólico. O cuando miras el reloj y bufas de esa forma. Aprietas la mandíbula. Deberían prohibirte por ley apretar la mandíbula-me señaló con un dedo terminado en una uña larga y perfectamente pintada. Me mordí el labio.
               -¿Te gusta?-pregunté, y ella se echó a reír, susurró un suave “gilipollas” y sacudió la cabeza.
               -No sé cuánto tiempo podré mantener a estas perras-señaló a las chicas que no paraban de lanzarle miradas envenenadas-a raya, así que más vale que decidas qué quieres hacer ahora.
               -Si te quitas la ropa, me conseguirías un par de horas muy valiosas-ronroneé, acariciándole el brazo desnudo, y ella se estremeció.
               -¿Horas? ¿No estás siendo demasiado generoso contigo mismo?
               -Venga, reina B. Sabes que cumplo-le guiñé un ojo y ella soltó una risotada.
               -No conmigo, chico. Ya te gustaría cumplir conmigo-sacudió la cabeza y se incorporó-. Voy a por mi hermana-anunció, frotándose los muslos-. ¿Necesitas algo?
               Ver los putos rizos de Sabrae aparecer de una jodida vez.
               Sacudí la cabeza y Bey asintió.
               Para cuando regresó con su gemela, yo ya estaba tan harto de que las chicas se me comieran con los ojos que lo único que quería era largarme de allí. Me parecía que quedarme sentado a la puerta del local para ver aparecer a Sabrae sería una buena solución.
               -¡Menuda cara!-comentó Tam, y se volvió hacia su hermana-. ¿Qué le pasa? ¿Te has metido por él y ha tenido un gatillazo?
               -Qué graciosa eres, Tamika. Me descojono contigo-gruñí, tensísimo, y Bey le dio un codazo a su hermana, me cogió de la mano y tiró de mí para levantarme.
               -Vamos, venga. Iremos a echar unas partiditas al billar, ¿qué te parece?
               -Ni de coña. Yo no juego contra vosotras al billar. Sabéis que no se me da del todo bien.
               -¿Del todo bien? Hay que echar la lotería cuando consigues darle a la bola blanca.
               -Tamika, tía, cada vez que abres la boca, sube el pan, ¿quieres cerrarla?-espeté.
               -No puede-respondió su hermana-, sólo se calla cuando tiene una polla dentro.
               -Le presto la mía-negocié-. Estoy dispuesto a sacrificarme por un bien superior.
               -Si me has sacado de la pista para que vosotros dos me insultéis, no cuentes conmigo, hermanita-Tamika se cruzó de brazos e hizo un mohín. Su hermana la agarró de la muñeca e hizo lo mismo conmigo.
               -Nos vamos-anunció, y yo me resistí.
               -Tengo que estar aquí-bufé, tozudo, y Bey alzó las cejas.
               -¿Por qué?
               -¡Porque sí, y punto! Quiero quedarme. Me lo estoy pasando bien.
               -Sí, no hay más que verte la cara. Para tirar cohetes, vaya.
               -¿Y si viene Sabrae?-espeté, y Bey sonrió-. No me mires así. Me lo paso bien con ella. Ya está. Me apetece follármela. Lleva toda la semana calentándome. Y se está haciendo mucho de rogar. Me tiene hasta los cojones.
               -El amor-canturreó Tamika.
               -No le he puesto la mano encima en mi vida a una tía, ¿quieres ser la primera?
               -Cállate, Tam-rugió Bey-. Y a ti-se volvió hacia mí-. ¿Qué te pasa? No hay quien te aguante. Definitivamente, te piras de aquí. Si llega Sabrae y te ve con esa cara, fijo que se pira a Dinamarca, se cambia el nombre y se dedica a la ganadería. Jesús-se pasó una mano por la cara y negó con la cabeza-. A ver, por favor, un poquito de relax. Que sólo se está retrasando.
               -No soporto estar aquí y cómo me miran todas esas-señalé a las tías que ahora prestaban atención, con más o menos disimulo, a la discusión que mantenía con las gemelas.
               -Pues nos piramos. Tengo un negocio pendiente en…
               -Tamika-la calló Bey-. Ahora, no. Ahora, estamos con Alec. Tus chanchullos de camello, para otra noche, ¿estamos? Mira-me puso las manos en los hombros-. Te diré lo que haremos: nos vamos por ahí, nos tomamos unas cervezas, echamos unas partidas al billar… nos entretenemos mientras Sabrae llega. Le decimos a Jordan que nos avise cuando aparezca.
               -¿Y si no aparece?-preguntó Tam. Bey la miró de soslayo.
               -Contéstale a tu hermana-urgí. Bey clavó sus ojos en mí, suspiró y asintió con la cabeza.
               -Cuando tú decidas que no va a aparecer, podrás…
               -¿Podré, qué?
               -Pues… volver a ser tú. No sé, chico. Se te pasará toda esta tontería de machito posesivo monógamo que te traes esta noche.
               -Yo no soy posesivo.
               Se echaron a reír.
               -Alec. Por favor. Que cuando me pongo la minifalda plateada, la del cordón en el muslo, no dejas que se me acerque ningún tío a menos de cinco metros.
               -Porque esa minifalda es muy corta y los tíos van a lo que van.
               -Tú eres un tío-me recordó Bey.
               -Y eres el primero que babea cuando ve a Bey aparecer con ella-añadió Tam.
               -Pero yo no te follaría-tomé a Bey de la cintura y la acerqué a mí. Ella se echó a reír-. Yo te haría el amor-coqueteé, apartándole un rizo de la cara. Se quedó sin aliento, mirándome la boca-, porque eres mi amiga y te quiero un montón-le di un beso en la punta de la nariz y Bey exhaló el aire que había estado conteniendo hasta entonces. Parpadeó, confusa.
               -Al final, no va a hacer falta irse al billar. Joder, justo ahora que empezaba a apetecerme pegaros la paliza del siglo…-se burló Tam.
               -Cierra la boca, tía-bufó Bey-. Bueno, ¿tenemos trato, o no?-me tendió la mano y yo me la quedé mirando.
               -¿Tengo alternativa?
               Ambas sonrieron, y respondieron a la vez:
               -No.
               Puse los ojos en blanco y me llevé una mano dramáticamente al pecho.
               -Soy el eterno esclavo de las mujeres.
               -Pero, ¡qué dices, Al! ¡Si te encanta dejarte llevar!-Bey se echó a reír con esa risa tan musical suya y me dirigió hacia la rampa en dirección al piso superior. Tam se acercó a la barra, a pedirle el favor a Jordan, que me miró, se echó a reír, sintió con la cabeza y me tiró un beso. Le hice un corte de manga que sólo le arrancó otra carcajada. Cabrón de mierda.
               Estaba más que dispuesto a morir por él.
               Se me pasó un poco la ansiedad nada más salir de la discoteca, y entre cerveza y cerveza y partida y partida, conseguí apartar a Sabrae a un rincón de mi mente. No dejó de rascarme la conciencia mientras jugaba al billar, pero por lo menos se había convertido en un toque de atención leve, no en aquel monstruo insistente que me aprisionaba entre sus anillos de serpiente.
               Hasta que, claro, ella avivó mis esperanzas. Cuando se acercó a la barra, Jordan nos envió un mensaje. Lo hizo por el grupo que los cuatro compartíamos (lo teníamos para cuando improvisábamos una noche de pelis en mi casa, la de Jordan o la de las chicas), y yo fui, naturalmente, el primero en abrir el mensaje.
               -Nos vamos-dije, tirando el palo de billar sobre la mesa y alterando la disposición de las bolas. Las dos gemelas se me quedaron mirando: Tam con una sonrisa pagada de sí misma en los labios; Bey, con cara de preocupación, mordisqueándose el labio inferior muy al estilo de Scott.
               -Espera a que terminemos la partida-susurró, y yo me la quedé mirando. Parpadeé, estupefacto. ¿A qué venía eso ahora? Habíamos ido al billar para tranquilizarme y que yo no me pusiera histérico con todas las chicas que se nos acercaban, ¿y ahora me venía con esas? ¿Espera a que terminemos la partida?
               El billar era el entretenimiento, el aperitivo para el plato principal que sería Sabrae.
               -No-zanjé, sacudiendo la cabeza y mirándolas a las dos de hito en hito. Tam apoyó una mano en su cadera y alzó una ceja.
               -No querrás parecer desesperado-me tanteó, su sonrisa aún más amplia que hacía unos segundos.
               Lo estoy un poco por verla, pensé, y una increíble sensación de vértigo se apoderó de mi estómago. Hasta ese momento no me había atrevido a reconocer la verdad: me moría de ganas de ver a Sabrae, necesitaba desesperadamente posar la vista en su cara y sentir su cercanía electrizándome la piel.
               Toda ella tenía en mí los mismos efectos que una maldita droga; la diferencia estaba en que yo no creía que fuera tóxica para mí. El subidón que me producía bien merecía ese tiempo de abstinencia y la rabia de no tenerla cerca. Los únicos efectos secundarios que Sabrae tenía en mí se daban cuando no estábamos juntos.
               -Ay-suspiró Tam teatralmente-, el amor.
               La fulminé con la mirada, lo cual me impidió ver la mirada gélida que su hermana le dedicó.
               -Cierra la boca, Tam-gruñí, y ella se echó a reír, colocó una bola con la mano en el sitio que mejor le convenía y se inclinó para disparar.
               -Esa bola no estaba ahí-protestó Bey mientras yo me acercaba de nuevo a la mesa, vacilante.
               Echaron otra partida sólo por hacerme de rabiar a mí. Después de lo que me pareció una eternidad desde el mensaje de Jordan, por fin, finalmente, accedieron en marcharse, después de que yo las amenazara con dejarlas solas y no dirigirles la palabra en lo que nos quedaba de año (lo cual no era mucho, pero aun así nos haría sufrir a los tres).
               Sólo vivís para joderme a mí los planes, pensé mientras colocaban los palos de billar de nuevo en su sitio, en el soporte de la pared, y se demoraban metiendo las bolas en su estuche. Por fin, sin nada más con lo que posponer lo inevitable, Bey y Tam me miraron y me siguieron fuera del local, derechos de nuevo a la discoteca de Jordan.
               No podría describir con palabras el sentimiento de tranquilidad que me inundó entero, borrando cada duda y cada pensamiento venenoso que me había asolado a lo largo de la noche, cuando vislumbré su cabeza en la pista de baile mientras bajaba por la rampa. Estaba preciosa, incluso con aquellas trenzas con las que domaba sus rizos, pasándoselo bien con un vaso en la mano y una sonrisa en la boca. Se volvía de vez en cuando a decirles algo a sus amigas, un poco achispada, pero enseguida les daba la espalda y continuaba moviéndose al ritmo de la música.
               -Alec-me llamó Bey, apartándose un rizo de la cara.
               -Qué-jadeé con suavidad. Me sorprendió que me escuchara.
               -¿Vas a quedarte ahí toda la noche, o vas a bajar a verla? Lo digo por dejar de esperarte; esta maldita cuesta y mis tacones no son una buena combinación.
               -Claro-respondí sin hacerle el más mínimo caso. Si me hubiera hablado en ruso, la habría entendido mejor.
               Bueno, a ver, en realidad… yo hablo ruso. Así que no habría tenido ningún problema en pillar su mensaje.
               Pero ya sabes a qué me refiero.
               -Alec-rió esta vez Bey, cogiéndome de la mano. Tiró suavemente de mí-. Vamos a verla, venga-me animó, y el hechizo de Sabrae bailando se rompió. Sus movimientos hipnóticos dejaron de tener efecto en mí, dejé de ser una estatua hecha exclusivamente para admirarla desde la distancia. La yema de los dedos empezó a chispearme, anhelando su piel en ellas. Dejé que Bey me llevara rampa abajo, hasta la zona de la pista de baile, y me volví hacia ella para dedicarle una tímida sonrisa de agradecimiento-. A por ella, tigre. No le ofrezcas tu alma todavía.
               -Eres boba-contesté, pero le di un inesperado beso en la mejilla que hizo que ella se sonrojara y se llevara los dedos a la cara mientras yo desaparecía entre la gente, en dirección a Sabrae, que me recibió con un sorprendente intento de arañazo y un sarcasmo más lacerante que de costumbre.
               Me lo pasé genial haciéndola rabiar, la verdad. Me gustaba la forma en que fruncía el ceño mientras sopesaba si le merecía la pena aguantar mis gilipolleces a cambio de mis polvos (spoiler: sí). Me gustaban sus contestaciones bordes más rápidas que el rayo y que me dejara sin nada que decir. Nunca en mi vida encontraría a una mujer que me dejara sin palabras como lo hacía Sabrae: conseguir que tuviera el pico cerrado durante más de 3 segundos era todo un logro; ya no digamos la gloriosa marca de 10 segundos que Sabrae era capaz de conseguir cuando me respondía sin vacilar a una respuesta que yo sabía que no tenía contestación.
               Me dejó inclinarme hacia ella y provocarla y ella respondió de la misma manera; bailamos sucio y nos enrollamos más sucio aún. Casi hasta nos vino bien que ella no estuviera preparada para hacer nada por su indisposición: me la habría follado durísimo, no habría podido contenerme.
               La sensación de su culo frotándose contra mi entrepierna mientras los acordes de la oscura Ready for it resonaban por toda la sala me perseguiría hasta el día que muriera. Era increíble cómo habíamos empezado la noche bailando una canción lenta, casi declarándonos un amor que no sabíamos si sentíamos a través de nuestro cuerpo en lugar de nuestras palabras, para después terminar enrollándonos de una forma tan obscena en la pista de baile primero, y en el cuarto morado del sofá después.
               Y más increíble era aún cómo era capaz de despertar una parte dulcísima de mi carácter, una que sólo salía cuando estaba con mi hermana, y que incluso a Mimi le costaba sacar últimamente. Yo siempre había sido protector, me venía incluso en el nombre (Alec es la voz inglesa del griego Alexandros, que significa “protector” y “defensor”, aunque mi madre no sabía lo que significaba cuando me lo puso; simplemente necesitó llamarme así en cuanto supo que estaba embarazada de mí, y luego mi nombre resultó venirme que ni pintado –aunque eso es otra historia-), y más con las chicas que me importaban. Pero nunca, jamás, había cuidado de nadie como lo estaba haciendo con Sabrae: la defendía incluso de mí mismo, le aseguraba que yo no le haría daño (no podría, ni aunque quisiera). La puse por encima de mí, como había hecho en otras ocasiones, asegurándole que yo no importaba y que jamás le tocaría un pelo si supiera que eso la iba a herir.
               Me destrozó verla llorar y saber que yo la intimidaba, pensar que me creía capaz de cosas tan feas como continuar con ella después de que me dijera que no. En sus lágrimas y su angustia vi a la persona con la que siempre me había confundido, y me dolió pensar que, si Sabrae tenía una imagen determinada de mí, era porque yo la había creado en primer lugar.
               Pero igual que conseguí calmarla conseguí calmarme yo también, y cuando la sostuve entre mis brazos y la besé y mimé hasta que pudo tranquilizarse y volver a sonreírme de aquella manera tan suya, me sentí en paz conmigo mismo y conectado con él.
               Disfruté muchísimo cuando cerró los ojos y se quedó dormida entre mis brazos. Hay pocas cosas más placenteras que dormir con una mujer. Follársela es una de ellas. Y, sin embargo, en el momento en que Sabrae echó una cabezadita en mi regazo (y yo me quedé muy quieto, alargando el momento en la medida de lo posible), algo en mí se desperezó, complacido. El mismo orgullo que sentía cuando una chica inunda mi boca mientras la suya grita mi nombre se apoderó de mí al descubrir no sólo que había conseguido derrotar sus miedos, descubrir no sólo que Sabrae confiaba en mí, sino que se sentía cómoda conmigo. Lo bastante, al menos, para dormirse en mis brazos sin temer que la despertara o la abandonara.
               Y mi ego creció un poco más recordando la angustia que le producía el pensar que, si me rechazaba, yo me marcharía. No debería, pero me encantó saberme tan esencial en su felicidad que la sola idea de que yo le diera la espalda la rasgara en dos.
               ¿Qué me está pasando?, pensé mientras la notaba respirar lentamente sobre mi pecho, acunada por mi propia respiración. Le besé la cabeza y ella se revolvió en sueños, una débil sonrisa atravesándole la boca mientras mis manos continuaban acariciándola en las piernas, liberándola de su dolor.
               Hacía muchísimo tiempo que no me sentía así de feliz. Creo que la última vez había coincidido con la última vez que una Mimi muy pequeñita se había dormido también en mis brazos.
               Lo único que podría mejorar ese momento sería una cervecita, un cigarro o un polvo. El polvo quedaba, obviamente, descartado,  y lo del cigarro mejor para otro momento, cuando no corriera el riesgo de despertarla. Así que me saqué lentamente el móvil del bolsillo de los vaqueros y abrí la conversación con Jordan.
¿Me traes una cerveza?
Sí, hombre. No tengo yo nada mejor que hacer que hacerte de servicio de habitaciones entre polvo y polvo. ¿Quieres que te ayude a meterla también?
Gilipollas. No estoy haciendo nada con Sabrae. No te cuesta nada.
Tengo mucho lío, tronco. Si quieres la cervecita de después, mueves el culo y vienes a por ella.
No te haces una idea de lo que te odio, macho.
Eres un vago de los cojones, tío.
Vete a tomar por culo.
Vete a tomar por culo.
               A veces me preguntaba por qué cojones era amigo de Jordan. Ésa fue una de esas veces. Pasaríamos al plan b: cigarrito y ya está. Intenté sacármelo de la camisa sin despertarla, pero lo hice de pena y Sabrae terminó abriendo los ojos y mirándome, un poco somnolienta y confusa. Sí, nena, te acabas de quedar frita.
               -¿Te he despertado?-pregunté con inocencia, y Sabrae frunció el ceño.
               -No estaba dormida-discutió.
               Sí, claro. Si estabas a segundos de empezar a babearme.
               Maldiciéndome internamente por haberla despertado y roto con la magia, conseguí sacarme un cigarro del bolsillo y, después de encenderlo, me vi en una nueva encrucijada. O me terminaba el cigarro rapidito, o me quedaba sin besarla. Pero es que lo necesitaba tanto… necesitaba que la nicotina me entrara en vena y me relajara. Todavía me duraba el calentón de sentirla debajo de mí, abriéndose incluso en sus rincones más cerrados, besándome con la promesa de una noche que no íbamos a disfrutar bajo aquella Luna y esas estrellas. Todavía sentía demasiado cerca de mí su culo frotándose contra mi paquete, dispuesto a complacerla.
               Pero Dios… lo mucho que me gustaba esa boca, y las ganas que le tenía.
               Además, tenía que conseguirle algo. Mimi siempre me pedía que le comprara chocolate y dulces cuando le venía la regla; mi madre directamente consultaba su calendario menstrual en el móvil y nos hacía saber a todos que sus días se acercaban cuando empezaba a cargar el carrito de la compra con bombones y helados. En cuanto la veíamos empujar con decisión el carro por la sección de los aperitivos, Dylan y yo nos mirábamos y yo sabía que él tenía los días de los polvos contados. En ese momento era cuando más me alegraba de mi promiscuidad: tenía un catálogo bien amplio de tías en el que elegir, y era matemáticamente imposible que no hubiera ninguna con todo impoluto. Y luego estaban Chrissy y Pauline, claro, que sangraban de forma tan puntual que yo era capaz de organizarme y visitar a una cuando la otra no podía atenderme.
               En fin, el caso es que tenía que salir de la habitación sí o sí, tanto para hacerme el caballero como para conseguir algo con lo que limpiarme la boca y que Sabrae quisiera volver a meterme la lengua hasta el esófago.
               Además, se me había ocurrido una buenísima idea que poner en práctica, cortesía de su pelo, que más tarde me confirmaría que olía a manzana.
               La primera parada que hice fue imprevista: Jordan estaba en la mesa del DJ de la noche, un tío de un curso por debajo de nosotros que tenía Spotify Premium pirateado para tener disponibles todas las canciones de todas las regiones del mundo. Le gritaba al oído y le señalaba la lista de canciones que la gente había ido pidiendo para esa noche.
               Me estudió de arriba abajo cuando me vio salir.
               -¿Su majestad ha decidido salir del castillo y hacernos una visita?-inquirió, irónico.
               -Vete a la mierda-contesté, dándole un juguetón empujón-. No te voy a perdonar lo de esta noche.
               -Tío, te quiero-me puso una mano en el hombro y se llevó la otra al pecho-. De veras que sí. Pero no voy a entrar en la habitación en la que tú estás follando. Nuestra relación tiene unos límites. Ni siquiera Scott y Tommy hacen eso-alzó las cejas. Sí, vale, ni Scott y Tommy entraban en la habitación del otro cuando follaban, pero, ¿qué tenía que ver? Para empezar, Scott y Tommy tenían una relación muy rara; a veces, incluso me daba hasta grima verlos juntos. Y, además, ¡yo no estaba follando con Sabrae! Si Jordan hubiera sido un pelín más generoso, yo podría seguir sentado en aquel puñetero sofá, disfrutando de su peso sobre mi cuerpo.
               -No estaba follando-fue todo lo que se me ocurrió decir, zafándome de su mano. Jordan levantó sus cejas un poco más.
               -¿De veras? Pues vaya si ha tardado en darte puerta… o en largarte tú. ¿Qué escondes, Al?
               -Mira, ahora no puedo hablar, ¿vale? Tengo que ir a por unas cosas, y…
               Me puso las dos manos en los hombros esta vez y me examinó.
               -Al-me llamó, obligándome a mirarlo a los ojos-. ¿Qué pasa? ¿Adónde necesitarías ir esta noche? Oye, mira, si Sabrae te ha dado calabazas, no pasa nada. No sería la primera vez que te lías con una calientapollas.
               -Sabrae no es ninguna calientapollas-repliqué, gélido, quitándome sus manos de encima. Joder, qué manía con la palabrita de mierda. Primero la propia Sabrae la usaba, y ahora, Jordan. Los dos para referirse a ella. Me apetecía romperle la cara a mi mejor amigo. A Sabrae no le haría nada, evidentemente, pero el hecho de que no estuviera dispuesto a dejarle las cosas claras no implicaba que me gustara más el que hubiera dicho eso.
               -Si ella no quiere… no se lo va a contar a nadie, quedaría mal con todo el mundo. Y tú no tienes que ir a ningún sitio. Cindy me ha pregunt…
               -Voy a por cosas para Sabrae-contesté, intentando no pensar en las piernas larguísimas de Cindy y en su técnica con la lengua y los dientes haciendo una mamada. Joder, la boca de aquella chica debería ser Patrimonio de la Humanidad. Jordan parpadeó. El chico de Spotify nos miraba con curiosidad, o más bien, con una cara de meterse donde no le llamaban increíble. Lo fulminé con la mirada y se centró en su puñetera lista de reproducción.
               Jordan se llevó una mano al bolsillo trasero del pantalón y se sacó la cartera.
               -¿Qué cojones crees que haces?
               Me miró con sus ojos negros engrandecidos por la confusión.
               -Darte un condón. Sabes que…
               -Tengo yo. Joder, Jor, ¿cuándo he salido yo de casa sin condones?
               -Yo qué sé, podrías haberlos gastado… ¿no decías que os lo pasabais bien juntos?
               Le agradecí mentalmente no ser tan basto como solía y no haber dicho, plana y simplemente, que Sabrae era viciosa. Había aprendido la lección de cuando le conté lo del segundo polvo y su manera de chillar mientras me la follaba. Casi me lo cargo.
               -No hemos hecho nada. Te cuento después, ¿vale?
               -¿Cómo que no…? ¡Alec!-me llamó, pero yo ya estaba a cinco metros, y subiendo, de él. No podía escucharle por encima del estruendo de la música-. ¡Alec, yo también tengo algo para ella!
               Sin escuchar lo último que me dijo, me junté las manos delante del pecho a modo de disculpa y me esfumé por la puerta en dirección a la salida.
               Mi segunda parada fue en la tienda que abría las 24 horas del día en la esquina de la calle contigua. Cuando el dueño me vio entrar, se puso en pie de un salto. Jadeé en la puerta mientras me apoyaba en el vano, los dos esperando a que yo reuniera oxígeno para poder hablar.
               -Tiene… eh… man… ¿zanas?-pregunté, y él asintió con la cabeza, su rostro todavía desencajado por la sorpresa, y me señaló los mostradores llenos de fruta de enfrente de la caja-. Gra… Gracias-jadeé. Alec, tío, igual hay que dejar de fumar.
               O boxear más a menudo.
               O las dos cosas.
               Mientras elegía la mejor manzana, un pensamiento me cruzó la cabeza.
               O follar más. Follar también es hacer ejercicio.
               Joder, tío, y qué clase de ejercicio.
               Después de revolver literalmente todo el cajón para encontrar la manzana más grande y con mejor pinta, me encaminé hacia las estanterías con las golosinas y no reparé en gastos. Todo correría de mi cuenta esa noche: Sabrae me había hecho un regalo inmenso quedándose dormida sobre mí.
               Además, me apetecía consentirla. Tanto porque me hacía sentir bien como porque me la imaginaba rabiando por no poder valerse por sí misma y tener que ser una mantenida, aunque fuera sólo esa noche.
               Lo cual me hacía sentir incluso mejor.
               El hombre se me quedó mirando a través de sus gafas enanas cuando dejé la bolsa con las golosinas y la manzana encima del mostrador de cobro.
               -No sé si la fruta compensará el resto, hijo-murmuró, y yo me eché a reír. Pesó la manzana, contó las golosinas y lo sumó todo-. ¿Vas a querer algo más?
               No se me escapó la forma en que miró de reojo la caja de condones, que tenía en oferta.
               Tampoco se me escapó el segundo en que yo pensé “bueno, podría llevármelos, sólo por si acaso tengo suerte”.
               -¿Tiene bolsas de regaliz?-dije sin embargo, y él se echó a reír, asintió con la cabeza y me metió en la bolsa un paquete de tronquitos rellenos. Mis putos favoritos. De haber ido con un chupito más en vena, le habría dado un beso. Pero, como no iba del todo borracho, sólo sonreí, le solté un billete de diez libras encima del mostrador y recogí el cambio antes de salir disparado gritándole un “gracias”.
               Rehíce el camino andado (o corrido, más bien) de vuelta a la discoteca y me abrí camino a codazo limpio a través de los cuerpos que se apelotonaban en la entrada. Nunca entenderé por qué la gente se queda a la puerta de los sitios, cuando todo lo interesante sucede en los rincones más oscuros (ya sabes, las 3 eme: morreos, magreos, y, si hay suerte, mamadas).
               Casi me doy la hostia del siglo cuando estaba terminando de descender por la rampa y no reparé en una bebida derramada en el suelo. Me volví hacia Jordan, que seguía con el dichoso DJ. Si no lo conociera bien, pensaría que se lo estaba ligando.
               -¡Jordan, me cago en dios, mira a ver si limpias esto, que se va a matar alguien!
               Jordan me enseñó su dedo corazón a modo de respuesta y yo le imité. Me encaminé hacia la barra, pero un mensaje entrante me detuvo. Era suyo.
A ver, Rayo McQueen, que como tienes tanta prisita no he podido decírtelo. Tienes el bolso de Sabrae en la barra. Su amiga, la rizosa pelinaranja, me lo dejó cuando se piraron.
Me ha dado una idea de la hostia, la cría esta. Agárrate: una taquilla. Por una libra, te guardamos tus cosas. ¿Qué te parece? Así no se queda todo esparcido por ahí.
Soy un putísimo genio, ya lo sé.
               Sacudí la cabeza y le miré. Le enseñé el móvil y él alzó los hombros dramáticamente. Me eché a reír. Bueno, ya puestos, aprovecharía el viaje para tomarme algo. Con la bolsa colgando de mi mano, salté la barra y me paseé por detrás.
               Una de las camareras de Jordan intentó espantarme mientras yo examinaba los estantes con las bebidas y los vasos. 
               -Eh, eh, eh. Alec, fuera. Pírate de la barra, Alec-gruñó Patricia, agarrándome de los hombros y empujándome para que saliera por donde había entrado (como si por ahí hubiera salida, o algo)-. Ya sabes que lo que quieras, te lo damos, pero quédate del otro lado.
               -¿Y perderme la delicia que es tu cercanía, Patri?-me burlé, y ella puso los ojos en blanco.
               -Déjate de polladas, que no estoy aquí para ligar. Como Jordan te pesque aquí, me mata.
               -Jordan no manda ya. Ahora, el nuevo jefe soy yo-me jacté.
               -Qué fantasía-replicó ella, sin una pizca de interés.
               -Vamos a hacer todo el personal una excursión a las Fiji.
               -¡FANTASÍA!-gritó esta vez, entusiasmada.
               -Pero os la voy a descontar del sueldo-añadí.

               -Hijo de puta. Lárgate de aquí, venga, ¿qué coño estás buscando?-puso los brazos en jarras y dio un brinco cuando me apoyé en su espalda para alcanzar lo que supuse que sería el bolso de Sabrae. Joder, Jordan lo había escondido como si tuviera oro dentro. Me incorporé, le guiñé un ojo y Patri puso los ojos en blanco cuando volví a saltar la barra. 
               Pensé que podría dominar mis instintos, o que estos se habían dormido, mientras estaba fuera. Sin embargo, al abrir la puerta descubrí que estos sólo permanecían a la espera de volver a ver a Sabrae. Su mirada cargada de sorpresa y una cierta ilusión despertó los instintos más oscuros de mi cuerpo; cuando no estaba con ella, el efecto que tenía en mí se volvía mucho más tenue, como la gravedad de una estrella lejana que sólo tira de ti un poco. Sin embargo, al entrar en mi campo de visión, se convertía en una especie de agujero negro supermasivo (los que, según Scott, había en el centro de cada galaxia, y que permitían que giraran y se mantuvieran unidas). Se mordió el labio, escaneando mi cuerpo al completo, y yo recordé exactamente para qué había traído la manzana. Uf.
               Lo que le habría hecho de estar ella dispuesta a darme rienda suelta. Si estuviera en libertad, me habría pasado la noche amándola, tanto que mi cuerpo y el suyo llegaran a confundirse y ya no se pudiera distinguir a uno de otro.
               El hecho de que no pudiéramos hacer nada no significa que no hiciéramos nada. Ella superó mis expectativas cuando entró en mi juego con la manzana, haciéndose dueña de la partida que yo había iniciado y sonriendo al ver que el maestro se convertía en alumno. Mientras masticaba y me miraba a los ojos, aleteando con las pestañas y tiñendo su mirada de un tono tremendamente sensual, mis ganas de ella crecían y crecían y crecían, y con ellas, su ego. Le gustaba sentirse deseada y, en ese momento, no había cosa que yo más deseara en el mundo que a ella.
               Aunque lo mejor de la noche ya había pasado cuando dejé el corazón de la manzana sobre el cenicero y me dejó besarla y acercarla terriblemente al orgasmo (aunque sus inseguridades no nos permitieron hacerla llegar), me lo pasé genial tumbándola sobre mi pecho y acariciándola hasta que, casi, se quedó dormida. Por el bien de mis sentimientos, no se lo permití. No sabía qué podría pasarme si dejaba que se durmiera de nuevo sobre mí.
               Así que la saqué de la habitación morada, decidido a llevarla a su casa y luego aprovechar para ir al gimnasio más pronto que nunca. Seguramente no había amanecido aún. Mis planes eran dejarla, quizás tontear un poco con ella antes de que entrara en su casa, y finalmente marcharme, comer algo, recoger las cosas del gimnasio y pirarme a boxear hasta que saliera el sol y apareciera Sergei. No creía que pudiera esperar a que él llegara para entrenar. Tenía demasiadas emociones dentro y necesitaba deshacerme de ese subidón como mejor se me daba en el mundo.
               Claro que todos mis planes se vieron truncados en el momento en que mi mejor amigo decidió poner Often a modo de despedida. Supongo que se esperaba que me girara y lo matara, haciendo que Sabrae se asustase y decidiera que no quería tener nada que ver conmigo. Todo mi cuerpo se estremeció y se puso en guardia en cuanto escuché el primer acorde, inducido por el suave tirón de la mano de Sabrae cuando ella se detuvo a escuchar de la música.
               Me puse rígido. Un escalofrío me recorrió, literalmente, de arriba abajo. Se me erizaron los pelos de la nuca y se me puso la piel de gallina. The Weeknd y Sabrae no eran buena combinación; ya lo había descubierto días atrás.
               -Pinta bien esta canción-comentó ella, ajena a mis luchas internas. ¿Qué coño se suponía que iba a hacer? Fulminé a Jordan con la mirada, haciéndole saber que me las pagaría por esta bromita que no tenía ninguna gracia. Él se echó a reír desde la distancia, decidido a pasárselo genial en su último día en la Tierra.
               ¿Bailo con ella, e incumplo mi regla de oro, o la arrastro fuera de la discoteca y me arriesgo a que no quiera volver a estar conmigo?
               La miré. En sus ojos estaba una respuesta que yo temía descifrar. Era como si todo el universo estuviera escribiendo mi destino en un idioma que yo estaba aprendiendo, y los ojos de Sabrae fueran el papel.
               -Es The Weeknd-respondí, y ella abrió la boca, comprendiendo por fin de qué le sonaba la voz. Sinceramente, me sorprendió que no consiguiera localizarla. Es decir… Abel había salido con la hermana de la novia de Zayn en la misma época (joder, las Hadid estaban tremendas); Sabrae tenía que conocerlo. Si bien no en persona, haber escuchado su música al completo, aunque fuera sólo una vez. Tenían estilos parecidos. The Weeknd, un poco más oscuro, quizá. Pero ningún fan de The Weeknd o de Zayn que se preciara había resistido la tentación de escuchar la música del otro.
               -Creo que me gusta-susurró con timidez, quizá porque se había dado cuenta de mis dudas.
               Inevitablemente, inclinó la balanza hacia su lado. A la mierda, pensé mientras me mordía el labio y me pasaba una mano por el pelo.
               -¿Quieres… bailar?-ofrecí, y para mi sorpresa, la idea de que me dijera que sí me dio ánimos. Quizá mi regla de oro era absurda. Quizá era hora de cambiarla. Quizá… quizá estaba tomando la decisión acertada.
               Sí, definitivamente había tomado el camino correcto. Su sonrisa de ilusión y sus ojos chispeantes no podían ser fruto de un error por mi parte. La llevé hacia el centro de la pista y le eché una nueva mirada amenazante a Jordan. No te vuelvo a contar nada más en la vida, hijo de puta, pensé, intentando cargar con ese mensaje nuestro contacto visual. Jordan abrió la boca, ojiplático, y juraría que incluso palideció.
               Y yo que pensaba que la noche no podía mejorar… qué estúpido había sido. Era imposible decidir qué momento había sido mi favorito: nuestras ganas incontrolables, nuestros momentos tiernos, el calentón con la manzana, su culo en mi entrepierna mientras sonaba Ready for it, o todo su cuerpo agitándose al ritmo de Often. No iba a olvidar esa noche en mucho, mucho tiempo. Estaba extasiado. Había empezado a confiar en ella más de lo que había confiado nunca en nadie; me parecía que teníamos futuro y que no teníamos miedo a construirlo. Entre los dos.
               Mis esperanzas crecieron con cada paso que dábamos en dirección a su casa. Podía sentir su reticencia a ir más rápido, su sonrisa cuando notaba que yo desviaba la ruta para seguir juntos un rato más. Me encantó cómo remoloneó en la puerta, alargando una noche que ya no era noche, sino amanecer. Adoré la luz de un nuevo día que la bañó en un resplandor dorado, como si sólo a la salida del sol ella perdiera su disfraz de plebeya y se mostrara como una reina ante mí. Su rostro brillaba con tintes de oro, sus rizos refulgían en tonos de bronce. Su sonrisa brillaba con luz propia y yo no quería dejarla marchar.
               La piqué, me picó, nos picamos, y confié tanto en que necesitaba más de mí que incluso me quedé esperando a la puerta de su casa después de que entrara dentro porque yo sabía que iba a regresar. No podría resistirse a la tentación igual que yo no había podido resistirme a bailar con ella.
               Y no la resistió. Abrió la puerta y yo sonreí con suficiencia. Me tienes las mismas ganas que yo a ti, bombón.
               Sabrae se inclinó hacia delante, buscándome con decepción en la mirada, y su rostro se encendió al verme esperando en un rincón. La puse contra la pared y la provoqué a base de acercar mi boca a la suya sin tener intención de besarla (o, más bien, resistiéndome a la tentación). Me tomó del cuello y tiró de mí para besarme cuando no lo resistió más, y puso todo el empeño de una noche frustrada en el mensaje que me envió con su boca.
               -Vete a casa, Alec-me dijo. Lo que no sabía era que yo llevaba en casa desde que nos encontramos en la pista de baile. Quería quedarme a vivir en su compañía, disfrutar siempre del aroma de maracuyá que desprendía su cuerpo y de manzana de su pelo, del precioso sonido de su risa cuando yo le decía cualquier cosa que la hacía sonrojarse, de la calidez que manaba de su piel y de la electricidad que acompañaba su cercanía. De bailar con ella canciones que yo no quería relacionar con nadie: ella era la única digna.
               -Ya estoy en casa, Sabrae-respondí, y ella se echó a reír con suavidad, y besó la sonrisa que sus dulces carcajadas pusieron en mi boca
               -¿Hablamos?
               Por favor.
               -Intenta impedírmelo-bromeé. Llegó la hora de despedirse.
               Agitó la mano con timidez mientras yo cerraba la verja de su casa y echaba a andar hacia la mía. No quería marcharme, pero tenía que hacerlo.
               Menudo subidón, pensé cuando metí las llaves en la puerta y las giré despacio, para no despertar a nadie. Subí al piso de arriba, abrí la puerta de la habitación de Mimi (Trufas se ponía a darle cabezazos a la puerta para que yo le dejara salir cuando llegaba de fiesta, y así poder corretear tranquilo por la casa), acaricié al conejo entre las orejas en cuanto salió disparado de la habitación y me rodeó los pies, y me dirigí a mi habitación. Me quité la ropa despacio, deleitándome en que así sería como Sabrae lo haría (Al, tío, basta ya, pensé con una sonrisa), y la dejé encima de la silla de mi escritorio, ésa que nunca usaba. Me senté en la cama, en calzoncillos, toqueteándome el colgante que me había regalado Perséfone en Grecia y recordando los dedos de Sabrae en él. Su curiosidad. La admiración de sus ojos cuando le conté la historia del tiburón.
               Me apetecía muchísimo llevármela a Grecia, igual que me apetecía hundir la cara en mi camisa para respirar su olor una vez más.
               -No le digas esto a nadie, ¿vale, melenas?-le dije Trufas, que me había observado con curiosidad mientras daba rienda suelta a mis deseos y me acercaba la camisa a la cara. Seguía teniendo ese toque de fruta tropical tan característico de los abrazos de Sabrae.
               Trufas me siguió hasta el baño, donde me lavé los dientes para poder disfrutar del sabor del sándwich que desayunaba todos los sábados, antes de marcharme al gimnasio, y se quedó tumbado en la alfombra de la ducha.
               La puerta se abrió con suavidad y una mamá somnolienta apareció en ella.
               -¿Te he dezpetado?-pregunté con la boca llena de pasta de dientes, y ella negó con la cabeza.
               -Vas a coger frío.
               -No cogo nada.
               La razón de que todas las semanas repitiera la misma operación era muy simple: las manchas de pasta de dientes se parecen un huevo a las manchas de lefa. Y, si se me ocurría ir al gimnasio con una mancha de pasta de dientes en la camiseta, Sergei me estaría tomando el pelo hasta que mis nietos se casaran.
               Y ni de coña iba a arriesgarme a manchar mis camisas de pasta de dientes. Que son de marca, joder. Me gusta vestir bien. A las tías les pone que vayas hecho un pincel. Son más fáciles cuando vas de camisa que cuando llevas camiseta (salvo que sea la camiseta del gimnasio y vayas con los músculos todavía hinchados de una sesión de entrenamiento, en cuyo caso no te hace ascos ninguna). A más elegancia, más polvos.
               Imagínate cómo me pongo en Año Nuevo, que voy de traje con mis amigos y las tías llevan unas minifaldas que ni siquiera las protegen de las posibles enfermedades de transmisión sexual que floten en el aire.
               Ah, Nochevieja. La mejor noche del puto año. Cómo se nota que es la última.
               Mamá se abrazó la cintura, apoyándose en el marco de la puerta. Se frotó los ojos y bostezó.
               -¿Vas a desayunar?-asentí con la cabeza-. ¿Quieres que te lo prepare?
               -Vuelve a dormir, mamá. Me arreglo bien.
               Bostezó de nuevo y sonrió.
               -Madre mía, menudo ejemplo le estás dando a tu hijo-me sequé con una toalla y me acerqué a darle un abrazo y un beso. Mamá suspiró, disfrutando del calor que manaba de mi cuerpo. Normalmente soy como un horno, pero esa noche, quizá porque había tenido que cuidar de Sabrae, estaba generando incluso más calor.
               -No te creas-abrió un ojo y me miró-, que no me doy cuenta de por qué siempre te lavas los dientes nada más llegar. ¿Has bebido?
               -¿Yo?-me llevé una mano al pecho-. ¡Qué voy a beber, mamá! Has parido a un angelito. Un santo, eso es lo que soy. Ya sabes que soy un muchacho responsable.
               -Alec.
               -Bueno, a ver, algo sí que ha caído, pero, ¡oye! No vengo borracho, ¿no te parece?
               Dejó escapar una suave risa y sacudió la cabeza.
               -Vete a vestirte, venga.
               Me metí en mi habitación, guardé los guantes de boxeo ajados por los años en la bolsa de deporte, junto con la ropa limpia y las vendas para las manos, y bajé en silencio las escaleras. Trufas corrió a mi encuentro desde la cocina, saboreando un trozo de fruta que mamá le había dado. Protesté cuando vi el sándwich vegetal esperándome en la mesa, acompañado de un vaso de zumo, pero mamá me revolvió el pelo, me abrazó por la espalda cuando me senté, y me dijo que me quería y que le permitiera mimarme.
               -Si quieres mimarme, cómprame una moto nueva-sonreí, y ella puso los ojos en blanco.
               -Da gracias que no te la he llevado al desguace aún. Me vas a dar un disgusto con esa puta máquina.
               -Mamá, por favor, que respeto todos las señales de tráfico. Incluso me paro cuando los semáforos están en naranja-parpadeé deprisa, haciéndome el bueno, y mamá puso los ojos en blanco.
               -Sí, claro, y yo voy y me lo creo.
               Vale, la verdad es que no estaba siendo sincero. Es decir, cuando había algún poli por la zona, sí que me volvía un ciudadano ejemplar, pero una vez que la pasma se esfumaba… digamos que no consigues hacer todos tus envíos de Amazon en tiempo récord, con la consiguiente subida de sueldo por plus de velocidad, siendo un conductor modélico. Es decir, hay veces que las aceras están vacías, y las calles, petadas. ¿Qué tiene de malo contribuir a disminuir el tráfico de Londres cambiando el asfalto por las baldosas de hormigón? Sólo estaba siendo un buen londinense, ayudando a que los problemas de mi ciudad no fueran tan gordos.
               -Lleva las llaves-me dijo antes de salir de la cocina-, por si Sergei no ha llegado todavía.
               -Seguramente esté subiéndose por las paredes pensando que me he cambiado de entrenador-contesté, terminándome el sándwich y abriendo la nevera-. Mamá, ¿y mi Powerade?
               -Se lo tomó tu hermana.
               Cerré la puerta de muy malos modos. Joder, a mí nadie me quita mis putos Powerade. ¿Qué se supone que voy a beber mientras entreno?
               -Joder, mamá. A ver si controlas a tu hija un poco. Me lo quita todo, tía. Estoy hasta los huevos de ella. Cuando vuelva, me va a oír.
               -De tarde te doy cinco libras y vas a por un paquete de seis.
               -Con cinco libras no compro un paquete de seis-puse los ojos en blanco, guardándome una botella de agua fría en la bolsa y dejando el plato en el fregadero.
               -Pues igual es hora de que dejes de comprarlos. He leído que son malísimos para el hígado.
               -De algo me tendré que morir, mamá.
               -Ah, ¿no te basta con el cáncer de pulmón?-atacó, de repente muy despierta. Las madres son increíbles, tío. Un segundo están mimosas y sobadas, y al siguiente se ponen en modo sargento y deciden leerte la cartilla. Acojonante-. ¿También quieres tener cirrosis?
               -Mamá-le puse las manos en los brazos y le acaricié los hombros con los pulgares-. Adiós.
               -Ya eres mayorcito para dejar de salir corriendo cada vez que intento tener una conversación seria contigo… además, ¿por qué has llegado tan tarde? ¿Y solo?-inquirió, apoyándose en la puerta de la calle.
               Me detuve en el camino de grava en dirección a la calle y me giré con una sonrisa en los labios. Si te lo contara, madre, no te lo creerías. Me afiancé la correa de la bolsa y le guiñé un ojo.
               -¿Con quién has estado?-preguntó, y no se me escapó el tinte de esperanza de su voz. ¿Sentaría la cabeza por fin su hijo? Quién sabe. La respuesta, después de la publicidad.
               -Voy tarde. Cierra la puerta, no se vaya a escapar el conejo.
               -¡Alec!-me llamó en susurros, pero yo hice oídos sordos de su súplica.
-¿Qué vas a hacer de comer?
               -¿Qué te apetece?
               -Cualquier cosa menos ostras-la señalé, alzando una ceja-. Las he visto en la nevera.
               -¿Qué pasa? ¿Has comido tantas esta noche, que ya no te apetecen?
               -¡Mamá!-protesté, fingiéndome escandalizado. Mamá se echó a reír y me despidió con un beso.
 Enfilé el camino hacia el gimnasio. Me lo tomé con sorprendente calma; me apetecía recrearme en los momentos vividos con Sabrae antes de llegar a entrenar y tener que dejar la mente en blanco para concentrarme sólo en una cosa: mis puños.
               Había tenido un subidón increíble esa noche. Gracias a Sabrae, me sentía invencible, como si estuviera haciendo un salto interminable en paracaídas, volando a toda velocidad como un pájaro que se precipita hacia el suelo. El boxeo me ayudaría, hoy más que nunca, a descargar tensión. Sería el paracaídas que me evitaría pegarme la hostia del milenio, la última de las hostias que me diera en mi vida.
               Alexis vino a abrirme cuando escuchó el sonido de las llaves en la puerta trasera del gimnasio. Nunca entraba por la puerta principal los sábados; eso haría que la gente quisiera venir antes, y nos jodería el momento zen a Alexis, Sergei y a mí. Con el pelo empapado, me hizo un gesto con la cabeza para que pasara.
               -Te está esperando-dijo, pasándose una toalla por la melena rubia.
               -¿Tan tarde llego?
               -Yo he terminado mis largos ya. Ahora me toca correr.
               -Que te sea leve.
               -Igualmente.
               Subí las escaleras al trote y empujé la puerta de la sala de los sacos de boxeo. Allí me encontré con Sergei, que golpeaba con una cadencia hipnótica una de las punching balls colgadas de la pared que originalmente eran negras, y ya estaban grises por el uso.
               -Ya pensaba que no venías, campeón-comentó después de echarme un vistazo, acelerando un poco más el ritmo.
               -¿Cuándo te he fallado yo, papi?-bromeé, dándole una patada en el culo-. El día que no venga, estaré muerto.
               Tampoco he tardado tanto, pensé, contemplando cómo se levantaba el sol por entre los árboles, con cierta parsimonia.
               -O follándote a dos tías a la vez-respondió él.
               -Ojalá no venga la semana que viene-contesté, y él se echó a reír.
               -Venga, que llegas tarde. Véndate los nudillos, y te quiero dándole 10 minutos-señaló, dando un último golpe magistral y dejando que la bola rebotara sobre los lados de su soporte antes de detenerse, vibrando toda la estructura que la sujetaba-. Hoy vamos a trabajar las piernas-anunció, encaminándose hacia un armario gris de metal.
               -Noooo-protesté, chasqueando la lengua y haciendo un puchero.
               -Sííí-contestó-. No te creas que no me he fijado en que llevas tiempo sin hacer comba.
               -Es un coñazo.
               -No puedes perder el juego de piernas, campeón.
               -Vale, míster-gruñí, acercándome a la bola y pegándole sin ganas. Joder, yo lo que quería, era pelear. Entrenar un poco con él, y luego, si había suerte, subirme al ring. No saltar a la comba como si fuera una cría que quiere saber con cuántos años se va a casar.
               Me gustaba empezar por la punching ball porque era el ejercicio perfecto para entrar en calor y preparar tu mente para el ejercicio que luego verdaderamente era exigente: estar con tu entrenador y responder con rapidez a sus órdenes. Lo mecánico del ejercicio te permitía dejar la mente completamente en blanco y pensar en tus cosas mientras tu cuerpo se desperezaba y se preparaba para la verdadera acción.
               Era como los preliminares. Te daban tiempo a prepararte para cumplir con la chica. La diferencia estaba en que la punching ball no era lo mejor del boxeo. Y, a veces, los preliminares sí eran lo más interesante de todo el polvo.
               Quiero decir, meterla no está mal (créeme, no está nada mal), pero hay chicas a las que se les da muy bien magrearse y ya no tanto moverse contigo dentro.
               Aunque Sabrae lo hace todo bien.
               Me sonreí, pensando en ella y en sus gemidos mientras mi boca recorría todo su cuerpo, la forma en que sus uñas se clavaron en mi nuca cuando empecé a comerle las tetas. Joder, lo bien que lo habríamos hecho si ella estuviera dispuesta. Pensar en el polvo que echaríamos a modo de compensación de esa noche de calentón ya conseguía ponerme duro. Céntrate, Al. Piensa en la bola, no en Sabrae.
               -¿De qué te ríes?-preguntó Sergei, cruzándose de brazos. Lo miré sin dejar de golpear la bola.
               -Me estoy imaginando que esto es tu cara.
               -Hay que ver con el niñato de mierda…-bufó por lo bajo, negando con la cabeza. Me tiró la cuerda y yo la cogí en el último segundo. Le sorprendieron mis reflejos, y la verdad es que a mí también-. Para que no te lo pases tan bien, vas a hacerme más comba hoy. Quince minutos. Empezando ya. ¿Has calentado, o ya vienes caliente de casa?
               Me eché a reír.
               -Eres un picado, ¿eh, tío? ¿Qué pasa? ¿Tienes envidia de la vida de soltero que llevo?-le piqué, y Sergei se echó a reír.
               -Chaval, si mi vida tuviera algo que envidiarle a la tuya, créeme que no te dejaría venir cada sábado. Y gratis.
               -Echas de menos a tu joya de la corona.
               -No puedo dejar que te oxides, por mucho que te empeñes en seguir retirado.
               -Me gusta tener los fines de semana libres. Las chicas suelen tener menos cosas que hacer-me encogí de hombros-. Se aburren más.
               -A mí me preocuparía que se aburrieran conmigo, tío.
               -Por eso precisamente me buscan, Sergei: porque yo consigo entretenerlas.
               Sergei sacudió la cabeza.
               -Yo te aviso cuando tengas que terminar.
               La comba era un puto coñazo, en serio. No me gustaba tener que estar dando brincos todo el rato. Si quisiera trabajar piernas, bien podría hacer kick y ya estaba. De todos los ejercicios que tiene que hacer un boxeador, ése era el que yo más detestaba. Sí, vale, era genial para la coordinación y te exigía estar alerta, pero no era tan divertido como tener que responder a los ataques de otra persona.
               Lo único interesante de la comba era que podías ahorcar a alguien con ella. Claro que yo no tenía esas tendencias.
               Ya se me habían quitado, por suerte.
               Ah, es verdad: a las chicas les sentaba bien saltar a la comba. Por eso de que muchos sujetadores no hacían su trabajo como es debido, y el espectáculo es digno de ver.
               Sin quererlo yo, mi mente comenzó a deslizarse por esos oscuros rincones de mi imaginación en los que ya había visto a Sabrae desnuda. Me la imaginé saltando, sus pechos rebotando con cada brinco que daba, igual que lo hacían cuando estaba encima de mí…
               Al final, todavía me voy a poner peor boxeando que estando con ella.
               Di un salto un segundo antes de lo que debía por estar imaginándomela sentada a horcajadas sobre mis caderas, sin nada de ropa, y como consecuencia me enredé la cuerda en un pie y perdí el equilibrio. Sergei se me quedó mirando.
               -¿Con cuántas has estado esta noche?-preguntó en tono neutro, aburrido. La última vez que me había enredado con la comba así, me había liado con 4 chicas en la misma noche; dos me la habían chupado, y con una de ellas incluso había follado. Las demás no pasaron del magreo y de meterse mano de forma más o menos profunda.
               La mañana siguiente, estuve de pena. Pero me dio igual: si pasármelo así de bien con las mujeres influía de esa forma en mis entrenamientos, no quería volver a ser bueno en mi vida.
               -Con una-contesté, desechando la idea de mentirle y decirle que con tres (aunque, técnicamente, no sería mentira, porque había estado con las gemelas, y luego con Sabrae), porque mentirle a Sergei no era mi estilo. Con tu entrenador, tienes que tener una relación de total confianza y sinceridad. Si tratas de engañarle, pueden pasar dos cosas: a) que te pille y se harte de ti y te mande a la mierda, o b) que te crea y no sepáis encontrar entre los dos el problema que te impide avanzar.
               Y Sergei y yo nos conocíamos desde hacía el suficiente tiempo como para que yo supiera mentirle lo bastante bien como para engañarlo, y que él supiera leer mi cara hasta el punto de saber cuándo le intentaba colar alguna.
               -Pues sí que te ha debido de dar caña-comentó, y yo me eché a reír. Si tú supieras, tío.
               Terminé con la comba después de enredarme dos veces más en ella y bufar de pura frustración, porque cuanto peor lo hiciera, más le interesaría a Sergei lo que me trajera con Sabrae.
               -Te ha dado fuerte, ¿eh?-dijo, enrollando la cuerda sobre sí misma y haciéndole un nudo para que no se enredara.
               -¿Me pongo los guantes?-puse los brazos en jarras, haciéndole saber que no quería hablar de eso, y esperé a que me diera luz verde. Comentarlo todo con Sergei sólo lo haría más real. Más fuerte. Y el boxeo era mi santuario. Había venido para dejar de pensar en ella y no darle vueltas a cómo me había comportado y sentido estando los dos juntos, no para psicoanalizarme.
               Sergei asintió con la cabeza después de observarme de arriba abajo, como si estuviera decidiendo mi implicación con el entrenamiento del día. Sacó los dos escudos negros con centro azulado del mismo armario en el que había guardado la comba y se los ajustó mientras yo terminaba de colocarme mis guantes. Me miró a los ojos, calculando la rutina, y sonrió cuando flexioné las rodillas y me puse en guardia antes de que él me lo dijera. Estaba orgulloso de mí.
               Sergei siempre estaba orgulloso de mí cuando me ponía los guantes. Porque, hasta entonces, podía crecerme a base de mi experiencia fuera del ring. Podía creerme un dios por la cantidad de veces que oía esa palabra de la boca de las chicas. Podía creerme una leyenda por las veces que se lo escuchaba a mis amigos cuando estábamos de fiesta.
               Pero, en cuanto me ponía los guantes y sentía su confortable presión en las manos, yo dejaba de ser ese gallito que tiene mantiene a raya al resto. El boxeo es respeto, y el boxeo son los guantes, así que cuando tienes los guantes puestos no puedes tener un ego excesivamente grande, por mucho que lo intentes. Ellos mismos te vuelven humilde, porque son los guantes los que hacen al boxeador.
               -Derecha-ordenó Sergei, listo para soportar el impacto de mi puño. Así fue como empezamos nuestra danza particular. Funcionaba como un reloj, respondía a sus palabras a la velocidad del rayo, y él no me daba margen de maniobra. Ya había empezado a sudar, pero cuando entrenaba junto a Sergei era cuando mi cuerpo más respondía. Mechones de pelo mojado me caían sobre los ojos mientras yo continuaba con los golpes, arrinconando poco a poco a mi entrenador, que me cedía el espacio justo y necesario para que yo no creyera que estaba ganando esa partida improvisada. Derecha, izquierda, izquierda, gancho, bloquea, atrás, izquierda, bloquea, gancho.
               Sergei era mi mejor compañero de entrenamiento, el único que podía leerme la mente y anticiparse a mis movimientos incluso antes de que yo supiera que iba a hacerlos. Ese tipo de conexión es una que no sueles compartir con nadie: entrenador y boxeador llegan a ser uno a base de picarse y sacar del otro más incluso de lo que pensabas que tuviera. Pero, incluso a pesar de lo importante de esa relación, la mía con Sergei era especial. Las razones por las que empiezas a boxear importan. Y Sergei me había aceptado como su pupilo más joven después de que yo le insistiera mucho y, finalmente, accediera a contarle la razón de que quisiera aprender a boxear.
               Me había respetado incluso cuando nadie lo hacía, ni siquiera yo.
               Y había hecho de mí una verdadera bestia, una puta leyenda, joder. Me había enseñado todo lo que sabía, y no es por fardar, pero había sido un alumno ejemplar. Nadie le había dado a Sergei los resultados que le había conseguido yo, ni en un plazo tan corto de tiempo ni en cuanto a triunfos estrictamente hablando. Nuestra conexión no se había debilitado lo más mínimo cuando decidí retirarme, a pesar de que solía pasar con muchísimas parejas de entreno: cuando pasas todos los días un par de horas con una persona, en cuanto ese tiempo se reduce, la imagen que tienes de ella, cambia. Con Sergei, no.
               No había nadie que pudiera acompañarme como lo hacía él, al menos, en el tema de lucha. No me malinterpretes: si estuviera en un edificio en llamas y Jordan y él estuvieran dentro, salvaría sin duda a Jordan, que para algo le quiero más. Pero el hecho de que prefiera a mi mejor amigo no implica necesariamente que no sepa apreciar el pedazo de entrenador que tengo. Y lo bien que nos llevamos. Lo bueno que es para mí.
               La facilidad con la que se acopla a mí.
               Sólo una persona se acoplaba a mí de la misma forma en que lo hacía Sergei.
               Sabrae, saboreó mi mente, recordando la forma en que se había girado a toda velocidad durante la pelea, lanzando una patada directa a la mandíbula de uno de los mamarrachos que habían osado pasarse con Eleanor. Cómo se apoyó en mi espalda para caer como un ángel de la muerte sobre otro gilipollas. La forma en que le salvé el culo agarrándola de un pie y arrastrándola por el suelo antes de que le dieran un puñetazo en la cara que seguramente la dejaría tonta. Y ella sonrió y me devolvió el favor cubriéndome las espaldas de una forma en que nadie en mi vida lo había hecho.
               Mi cabeza empezó a eliminar la presencia de Sergei, desdibujando sus facciones y dejando en su lugar a Sabrae, que se movía al lado de donde estaba mi entrenador, respondiendo a mis golpes con rápidos giros que le permitían esquivar unos golpes que no iban dirigidos a ella.
               La recordé moviéndose a mi lado, repartiendo golpes y evadiendo cada uno de los que le enviaban. Lo muchísimo que me gustó verla en plena acción. El polvo que habíamos echado después, las ganas que se notaban en los besos antes de que yo me hundiera finalmente en ella y permitiera que trastocara toda mi vida.
               La recordé esa noche. Lo preciosa que estaba y las ganas que me tenía, sus gemidos mientras yo la reclamaba con mi boca y la preparaba para una invasión que no le disgustaría en absoluto. Me gustaría ponerla contra la pared y follármela duro, arrancarle el orgasmo de la boca mientras mi cuerpo adoraba con rudeza el suyo. Sangrar con ella a manos de sus uñas en mi espalda.
               Joder.
               Entrenar y pensar en ella no eran una buena combinación. Demasiada testosterona. Se me puso dura mientras me la imaginaba atrapada entre la pared y mi cuerpo, completamente desnuda y a mi merced.
               Claro que la fantasía duró poco, porque hay que estar con toda tu concentración en tu cuerpo. No puedes soñar que follas con ninguna chica con los guantes puestos.
               Sergei me cruzó la cara de un puñetazo, del que para colmo me había avisado, y se me quedó mirando.
               -Distraído, ¿eh?-se mofó, y yo me llevé una mano a la boca, sintiendo un ardor que no me resultaba nada extraño. ¿Cuántos años hacía que nadie me daba un puñetazo que me provocara un corte en el labio? ¿Dos?
               Miré la sangre en mi guante y bufé, fulminando a Sergei con la mirada.
               -Sólo estoy un poco cansado. He tenido una noche intensa-me burlé, dando un golpecito juguetón en su escudo derecho. Sergei parpadeó.
               -Con que intensa, ¿eh? Quizá lo que necesites sea un poco más de adrenalina-señaló con la cabeza el ring y yo me lo quedé mirando-. Arriba-me animó, quitándose uno de los escudos y pegándome en el culo con él. Avancé hacia el ring con la esperanza de que su aura mágica me ayudara a tranquilizarme.
               No es buena idea subirse al ring con la cabeza en otra parte, y las cuatro esquinas saben cuándo no estás dedicado al cien por cien a ellas. Me colé entre las cuerdas y esperé dando unos brincos para no perder el calor a que Sergei terminara de ponerse los guantes y subiera también.
               -¿Has traído protección dental?-quiso saber, y yo me encogí de hombros.
               -No vas a tocarme la cara, así que…
               Exhaló una risa que pareció más bien una tos y asintió con la cabeza. Intenté apartar a Sabrae de mi mente, pero no dio resultado. Cuanto más intentaba no imaginármela, más pensaba en ella. Esta vez, estaba apoyada en las cuerdas, su cuerpo casi suspendido en el aire salvo por el soporte de éstas y uno de sus pies apoyado en el borde del ring, mientras el otro se mecía en la cuerda inferior. Vestía leggings ajustados y un top de deporte de color negro que hacía juego tanto con su atuendo inferior como con su melena y sus ojos: me miraba a mí, sudado y radiante de endorfinas por el ejercicio, el pelo húmedo, la piel perlada de sudor y los músculos más hinchados y palpitantes que nunca. Me deseaba.
               Y yo a ella. Joder, la había deseado toda la noche.
               De perdidos, al río, me dije, y decidí jugármela y preguntarle a Sergei mientras él se acercaba a mí y fingía darme unos golpes para centrarme de nuevo en el combate, y de paso calentar.
               Antes, boxeaba para despejarme, pero ese día estaba boxeando para limpiar el alcohol y pensar en ella, sin reservas. Tenía el cuerpo cargado hasta arriba de una testosterona que ella me había provocado, y la única forma de quemarla sin traicionarla era ésa. ¿Sin traicionarla?, pensé, y me noté sonreír. Sergei frunció los labios, pero no dijo nada. Ni que fuera mía. Me lo ha dejado bastante claro.
               ¿Por qué no se lo pediría cuando tuve la ocasión?
               Sergei cargó contra mí con un gancho de derecha (es decir, de mi izquierda, mi lado dominante) que esquivé sin dificultad. No puedo pensar teniéndola cerca. Debería aprovechar para pensar ahora. Pensar en algo.
               -Sergei-carraspeé, y él lanzó una suave exclamación para indicarme que tenía toda su atención. En mi mente se formaba un plan. Sabía que entrenaba, y en el gimnasio me sentía fuerte y más confiado que nunca-. ¿Qué tal llevas el taller de kick?
               -¿Por qué?-se detuvo un momento, confuso y un poco preocupado-. ¿No irás a dejarme, verdad?
               -No. Curiosidad-le solté un gancho que él detuvo fácilmente-. Tienes a una chica haciendo kick, creo, ¿verdad?
               -¿Ahora quieres usar las piernas? Porque hacer un circuito de comba es un momento-insistió, y yo le lancé una mirada gélida. No, lo mío son los puños, muchas gracias-. Sí, bueno, en realidad, tengo dos. Sabrae y Taïssa.
               -Ajá…
               -Martes y jueves-añadió, y esbozó una sonrisa-. ¿Vas a cambiar de día para verlas?
               Me puse rígido un segundo, lo cual me valió un derechazo que me costó evitar.
               -Ni de coña.
               -Ya, ya-Sergei bloqueó un gancho y se echó a reír ante mi aplomo-. ¿Cuál te interesa?
               -Ninguna, tío-mentí, y creo que lo dije demasiado rápido, porque no me creyó.
               -Fijo-se rió, pero le quité la sonrisa de la boca cuando le devolví un gancho cuando él se esperaba un golpe de izquierdas. Lo tumbé en el suelo y me eché a reír. No solía tumbar a Sergei; que tuviera esta energía era algo novedoso. Quizá, después de todo, sería buena idea mezclar mis dos pasiones: boxeo y bombón.
               Sergei se incorporó despacio, sin aliento.
               -¿Bajo el nivel, anciano?-le pregunté, llevándome una mano a los lumbares y poniendo cara larga. No me dio tregua. Se abalanzó sobre mí y me puso contra las cuerdas, me dio golpes y golpes hasta casi dejarme sin aliento. Le empujé y lo devolví al centro del ring en un ataque rápido que él supo minimizar.
               Mi lucha se volvió muchísimo más caótica, empecé a jugar sucio como lo había hecho en la pelea con los mamarrachos, y eso a Sergei no le gustó. Mis hormonas se revolucionaban de nuevo y yo no podía permitir que me arrastraran a un juego nada honorable. El boxeo es respeto y es honor, no puedes perderlo porque tu oponente se muestre muy superior a ti.
               Y yo no debía, nunca, intentar someter a Sergei. Y parecía que ésa era mi intención cuando le devolví los golpes.
               Sergei se hartó de mí y me propinó un puñetazo en el estómago que hizo que me doblara del dolor, sin aliento, y me cogió por los hombros para asegurarse de que le escuchaba.
               -Me parece de puta madre que tengas una vida sexual plena y satisfactoria-escupió-, y que las tías se peguen por tu polla porque eres guapo y la tienes grande, pero me da igual lo que te hagan. ¿Está claro? Me la suda si has dado por culo, o si te la han comido entre dos, o si has hecho una orgía con 50 sólo para ti. A las putitas a las que te follas y cómo te las follas, las dejas fuera de estas cuerdas, ¿entendido?-rugió-. Muestra un poco más de respeto. Céntrate en tus puños o en tu rabo, pero no en las dos cosas.
               Me separé de él y saboreé la cadencia metálica de la sangre en mi boca. Escupí al suelo y Sergei se envaró.
               -¿Me has oído?-inquirió. Asentí con la cabeza-. Alec-gruñó, en tono más severo-. ¿Me has oído?
               -Sí.
               -Sí, ¿qué?-me provocó, y yo entré al trapo. No lo pude remediar. Impulsé todo mi cuerpo hacia adelante, me agaché y le solté de nuevo un gancho que hizo que trastabillara hacia atrás y cayera contra las cuerdas.
               -Yo no me follo a putitas-espeté, hiriente-. Y menos, hoy. Señor-casi escupí. Sergei esbozó una sonrisa malévola.
               -Debe de ser una auténtica guarra si dejas que te desconcentre de esa manera y estás dispuesta a defenderla así.
               -Como vuelvas a llamarla guarra, te mato, Sergei-le prometí, mi voz varios tonos más grave y muchas sombras más oscuras de las que solía tener. Sergei sonrió.
               -Te sienta bien esta rabia. ¿Sabes cuánto hace que no peleas así?-preguntó.
               -Que tú sepas, desde que Aaron se cambió de casa-el muy hijo de puta se había propuesto amargarle la vida a mi hermana, y yo no se lo iba a consentir-. Aunque puede que hayan pasado… cosas… últimamente… que me tengan hasta los huevos.
               -Sí, por ejemplo, que yo me meta con tu chica, ¿eh?
               Me pasé la lengua por las muelas.
               -Yo no tengo chica.
               -¿Cuál de las dos es?
               -¿Qué?
               -De las que hacen kick. ¿Cuál es? ¿Taïssa, o Sabrae?-parpadeé, decidido a que no leyera nada en mi expresión-. Sí… ya sé cuál. Sabrae, ¿verdad?
               Solté una risotada.
               -Sabrae no es mi chica.
               -¿Porque tú no quieres, o porque no quiere ella?
               -Porque no lo queremos ninguno-respondí. Sergei alzó una ceja y me dedicó una sonrisa torcida-. Es la verdad. Además, ¿qué te importa? ¿Desde cuándo te interesa mi vida?
               -Desde que ésta interfiere en tu manera de entrenar. Peleas mejor. Boxear… meh-hizo una mueca y yo me lo quedé mirando, estupefacto.
               -Nunca he estado tan bien.
               -Hay opiniones-se encogió de hombros.
               -Te haré cambiar de opinión.
               Me quedé media hora más en el gimnasio, entrenando con Sergei y tratando de concentrarme. Cada vez que tenía la mente despejada, Sabrae volvía a aparecer en ella y yo lanzaba una exclamación de fastidio, porque ella nunca venía sola, sino que la acompañaba un golpe de Sergei. Él me dio una palmada en el hombro cuando le anuncié que me largaba; estaba cansado, y quería dormir.
               -Espero que ella merezca la pena.
               Me fui al vestuario y me metí bajo el chorro de agua helada con la esperanza de que eso calmara mis ánimos, pero no podía dejar de pensar en ella. El agua eran sus manos, mis manos eran sus caricias, y el jabón que se llevaba todo el sudor del día me recordaba la forma en que mi boca recorría sus curvas. Apoyé la cabeza en la baldosa en las baldosas de la pared, intentando sacármela de dentro. Pero no podía. Su risa, su voz, sus besos, sus manos y sus suspiros estaban grabados a fuego en mi mente. Su olor seguía embriagándome y su boca seguía en la mía, una explosión de sabores y emociones que no había vivido jamás de forma tan intensa.
               Me duché sin dejar de pensar en ella, me vestí sin dejar de pensar en ella, fui a casa sin dejar de pensar en ella y me acosté sin dejar de pensar en ella.
               Así que era normal que terminara soñando con ella.
               Me encontraba en la habitación, con ella conmigo, en esta magia ilógica que tienen los sueños y que sólo descubres cuando te has despertado. Me miraba y sonreía.
               -No te he dado las gracias como te mereces por cómo me has cuidado esta noche-me dijo, coqueta, y yo le dediqué mi mejor sonrisa torcida.
               -Ha sido un placer, bombón-ella se mordió el labio y algo en mi interior se revolvió-. En serio.
               -El placer ha sido mío-contestó, altiva, alzando la barbilla y mordiéndose el labio de nuevo. Dios, estaba tan seductora… necesitaba poseerla, ahora.
               -¿Y por qué no haces que sea nuestro?-le ofrecí, tirando de la manta que me cubría y destapando mi cuerpo casi desnudo, cubierto sólo por mis calzoncillos negros. Sabrae me miró con hambre y se relamió.
               -Creía que nunca me lo pedirías.
               Se quitó el vestido que llevaba y, con dos puntapiés, se liberó de sus tacones con un puntapié (curioso, porque eran unas botas que le subían hasta la rodilla, compuestas de intrincados diseños dorados que ni se podían considerar botas, ni se podrían considerar calzado de no ser por la forma sutil en que cubrían las plantas de sus pies), y se acercó a mí, totalmente desnuda.
               La observé a la luz del sol del amanecer que entraba por la ventana, sus curvas brillando contra la oscuridad de mi habitación. Cuando quise darme cuenta, yo también estaba desnuda, y ella me pasaba las piernas por la cintura y se sentaba deliciosamente lento sobre mi erección. Sus dientes aparecieron por entre su boca y ahogó un grito ahogado cuando yo la sujeté por las caderas y me introduje con dureza en su delicioso rincón.
               Se había acercado a mí despacio, pero disfrutamos del polvo más sucio que yo había echado en toda mi vida. A pesar de que se había puesto encima, enseguida me las arreglé para ser yo el que dominara y embestir con rabia mientras ella gritaba y me acompañaba con las caderas. Su cuerpo brillaba con luz propia, y con cada acometida notaba que yo brillaba también. Nos rodeaba una oscuridad absoluta que no nos podía interesar menos: las estrellas salpicaban el cielo como si de motas de polvo en una superficie impoluta de un mundo invertido se tratara. El cielo había cambiado radicalmente de color desde que Sabrae se desnudó hasta que nuestros cuerpos se unieron.
               Recorrí su busto con mi boca y ella gimió mi nombre mientras mi cuerpo gozaba del suyo, el sabor de sus tetas y sus pezones en mi lengua haciendo que me volviera literalmente loco.
               La agarré de los hombros y le di la vuelta, la puse a cuatro patas y me encargué de follarla como si aquella fuera la última vez que fuéramos a estar juntos y quisiera asegurarme de que jamás me olvidaría viviendo mil vidas. Se incorporó para pegar su sudorosa espalda a mi cuerpo y continuó acompañándome con las caderas, agarrándose a mi cuello para coger mejor ángulo y que pudiera llegar más a fondo. Me había hecho renunciar a unas vistas perfectas de su culo mientras yo la embestía a cambio de dejarme manosearla, y vaya si lo hice. No quedó un rincón de su cuerpo que yo dejara sin tocar. Dispuesto a someterla y hacer que perdiera la razón como ella me la hacía perder a mí, la sujeté del cuello y pasé mi lengua desde su hombro hasta su mejilla, para luego darle el beso más invasivo que había dado nunca. Jamás me había comportado así.
               -¿Te gusta así?-la provocaba, y ella gemía y asentía.
               -Sí, Alec. Sí, me gusta un montón.
               Me encantaba cuando empezábamos a calentarnos verbalmente en pleno polvo. Le susurré al oído obscenidades, formas de follármela y cosas oscuras que quería hacerle, y ella me suplicó sus deseos más ocultos, que hicieron que perdiera la razón y estallara en su cálido y húmedo interior.
               -¿Eres mía ahora?-gruñí en su oído mientras ella convulsionaba, presa de un orgasmo del que me hacía disfrutar incluso a mí. Nuestros cuerpos estaban unidos, nuestras esencias, mezcladas, hasta el punto de que Alec y Sabrae ya no existían, sino que éramos un todo único que conformaba más que la suma de nuestras dos mitades.
               -Sí-gimió-, sí, soy tuya. No pares, Alec, por favor…
               Me incorporé empapado en sudor, con la respiración acelerada y una dureza y humedad en la entrepierna que me resultaban familiares. Miré el móvil. La una de la tarde. Pronto sería hora de comer. Atónito, tiré de las mantas para comprobar que no me estaba imaginando esa sensación que me invadía. Me dejé caer de vuelta sobre el colchón, riéndome en la oscuridad de mi habitación, sólo combatida por el haz de luz que se colaba por la rendija de la claraboya, ahora cerrada.
               Solía tener sueños eróticos de vez en cuando, eso no era nada nuevo, pero ninguno había sido tan real como éste. De verdad había sentido, olido, escuchado y saboreado a Sabrae conmigo. Habría jurado que estábamos juntos de verdad. Y mi cuerpo, también.
               La última vez que había llegado a correrme en sueños había sido con 13 años, aquella caótica época en la que empiezas a descubrir tu cuerpo y las posibilidades que te brinda.
               -Tío-me eché a reír, pasándome las manos por la cara y el pelo-. Tío, no me lo puedo creer-gruñí entre dientes, estupefacto. No sabía de qué me estaba riendo, cuando la verdad es que toda la situación comenzaba a superarme.
               Sergei había plantado en mi mente una semilla que había terminado de germinar con el riego de las duchas. Sabrae me distraía y no me permitía boxear como lo había hecho hasta entonces. No dejaba de pensar en ella, y por lo tanto no podía centrarme en los guantes.
               Me encontraba en una encrucijada de la que no saldría ganando. Me daba miedo elegir una de las dos opciones.
               O era boxeador, o era su chico. No podía ser las dos cosas.
               Descubrí que me reía por lo mucho que había cambiado la situación en cosa de una noche. Y que había un detalle que no me hacía gracia, sino que más bien, me aterrorizaba:
               Antes, la respuesta estaba clara.
               Ahora, no tenía ni zorra idea de qué era lo que quería.




Apúntate al fenómeno Sabrae 🍫👑, ¡dale fav a este tweet para que te avise en cuanto suba un nuevo capítulo! ❤🎆

7 comentarios:

  1. HAs visto quien ha conseguido ponerse al día? Eh eh eh eh y seguro que me seguirás tratando mal porque eres una mala madre conmigo! Pero bueno, al menos he cumplido. Por cierto...me pone mucho Alec entrenando, yo si que dejaba que me diera duro

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    1. Jajajajaa muy bien Ari, la verdad es que no me esperaba que fueras tan rápida, me ha hecho ilusión volver a verte por aquí ☺
      Tenemos Alec boxeador para rato, así que prepárate ;)

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  2. El Sergi este es un pelín tonto del culo la verdad. Me encanta que Alec haga cosas que hacía años que no hacía desde que está con Sabrae y me muero por verlos entrenar juntos, tía. Haz que pase pronto por Dios.

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    1. Sergei va a por Alec descaradísimo, es gilipollas pero en el fondo lo hace con buena intención (y por el tipo de relación que tienen).
      Van a tardar en entrenar juntos, con suerte a finales de verano lo harán, pero va a merecer la pena la espera☺

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  3. What a maravilla de capitulo, WHAT A MARAVILLA.
    Alec desesperado porque Sabrae no aparecia me ha dado ternurica, pero ya cuando se ha puesto super soft porque Sabrae se habia formido en su pecho ya ahi queria llorar, ¿Cómo se puede ser tan bonito dios mio?
    BUENO Y NO HABLAR DE CUCUAN HE APARECIDO YO DICIENDO FANTASÍA MIRA MIRA, SIENTO SER REPETITIVA, PERO ES QE HA SIDO FANTASÍA. QUERIA MORIRME. Y ALEC DICIENDO QUE LE GUSTAN MOS PIERNAS, CHICO TENIA COMPLEJO PERO ME LOS HAS QUITADO DE GOLPE, VEN AQUI QUE TE COMO LA BOCA Y LO QUE NO ES LA BOCA.
    Y otra cosica, se nota un monton que Alec ya está muy pillado porque para que se desconcentre en boxeo que es una cosa que el ama y donde se evade del mundo, ya hay que estar pillado a niveles estratosféricos. Porque una cosa es estar a tope de adrenalina porque haber echado unos polvos de la hostia ese dia y acordarte de ellos y otra muy diferente es pensar en esa chica en el ring y encima dejar que te den de hostias. Sergei, me had caido bien, salvo cuando te has metido con Sabrae, que se que era para picar a Alec, pero eso no me ha gustado. Caca Sergei, caca.
    Y por últimisimo decir que están casadisimos.

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    1. TE GUSTÓ EH GOLOSA JAJAJAJAJAJAJA
      Dios mío es que en un principio no iba a meter lo de Alec rayado pero cuando empecé con el capítulo no lo pude evitar, tenía que darle contexto a lo que había dicho de que las gemelas el amargaban la vida y se me fue un poco la mano. Y luego ya, con lo de dormirse en el pecho, me pasé de hacerlo cuqui; creo que le vais a odiar mucho más por cosas que está punto de hacer.
      MENUDO CAMEÍTO EH VAYA FANTASÍA.
      Dios es que es totalmente lo que dices Patri, está súper pillado ya, pero todavía tiene que darse cuenta (se lo van a hacer ver). En el fondo los dos ya están casi enamorados y la forma en que lo descubren es muy bonita en el sentido de que es haciendo cosas que les gusten y descubriendo que sus hobbies mejorarían si los compartieran ♥

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  4. YO REVIENTO A LOS CABRONES QUE TRATARON ASÍ A MIMI
    Mira como haya más capítulos de Alec boxeando yo no salgo viva de aquí
    Oye Erika no serás tu la inventara de la novela erótica porque MADRE MÍA

    "Era como si todo el universo estuviera escribiendo mi destino en un idioma que yo estaba aprendiendo, y los ojos de Sabrae fueran el papel." ❤

    - Ana

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