jueves, 26 de julio de 2018

El delicado arte de fracasar.


El pasado diciembre, empecé a temer que abandonaría Sabrae. Me vi apuntándome a ese inmenso club de escritores que dejan una historia a medias por diversas causas: porque no pueden continuar (no era mi caso), porque no se les ocurría el final de la historia (no era mi caso), o porque sentían que no merecía la pena (era mi caso). Venía de una época de relativo éxito; todo lo relativo que le puedes achacar a un blog que, en su mejor momento, veía la sección de comentarios de la última entrada llenarse con 37 en cuestión de un par de horas.
Noviembre fue el descanso de la intensísima fiesta que fue Chasing the stars, de más de 4 años de duración. Noviembre fue el período de resaca en el que te tiras en el sofá a contemplar la vida pasar, y no hacer nada es aceptable y no hacer nada está bien.
Diciembre es otra historia. Diciembre no fue el mes al que yo añoraría volver, el mes cargado de nostalgia sobre el que Taylor Swift escribiría una de sus mejores canciones, una de mis favoritas. No era el mes sobre el que Demi Lovato gritaba para que no lo olvidaras. Era el mes antagonista del amor de Miley Cyrus. Un mes en el que yo empecé a darme cuenta de que las cosas no despegaban, como pensé que harían después de Chasing the stars.
Me sentía frustrada, herida y decepcionada por todo lo que estaba pasando, o más bien por lo que no estaba pasando. Las visitas descendían, la historia que estaba escribiendo entonces y que ya no compartía con ninguna otra no conseguía el gancho que había tenido su hermana mayor. Y yo no entendía por qué. Me dolía que la gente no le diera una oportunidad a algo que yo creía que merecía la pena.
Empecé a suplicar por un poco de atención, aunque fuera fingida. Quería unas estadísticas infladas para mantener mi ego por las nubes. No estaba siguiendo el consejo que Gonzalo Moure nos había dado hacía años a los aspirantes a escritores que estábamos en el salón de actos de mi instituto, dispuestos a escucharle: extirpaos el ego. Me molestaba que los comentarios desaparecieran; incluso supliqué por ellos de una forma bastante patética de la que me arrepiento ahora, meses después.
Me molestaba que Sabrae no tuviera la oportunidad que yo creía que se merecía.
Pensé en abandonarla, y quizá habría sido lo mejor que le habría hecho… porque no la escribía por mí. En diciembre, enero, febrero, no escribía por mí. Ni lo hacía por Sabrae. No contaba una historia. Daba material para causar reacciones, como un científico loco que mezcla elementos químicos en su laboratorio.
Aunque sería lo más honesto, me alegro de no haberla dejado atrás. Me alegro de haber continuado manteniendo un erróneo faro de esperanza en el horizonte: quizás vuelvan. Visto en retrospectiva, quizá estaba siendo demasiado inocente e ingenua. Me alegro de haber continuado manteniendo un barco a flote que en mi cabeza se hundía, lleno de agujeros en el casco que le impedirían llegar a puerto.
Esos agujeros estaban todos en mi cabeza. No sé qué ha pasado exactamente, ojalá pudiera ver el momento exacto en el que algo dentro de mí hizo clic y volví a hacer lo que llevaba años haciendo: escribir para mí, escribir para los personajes. Una noche, una mañana o una tarde, no sabría decir cuál, cómo, ni por qué, seguí el consejo que tanto me había servido y del que no me debería haber apartado: me extirpé el ego.
Me dije que yo era una ayudante, una suerte de sacerdotisa y no la diosa que me creía hasta entonces. La misma sacerdotisa de Chasing the stars, a través de cuyos dedos vivían sus personajes, había vuelto para tomar las riendas de Sabrae. Si había escrito un final doloroso al principio, con el que no estaba de acuerdo, porque sabía que la historia había sido así, podía volver a dejarme llevar por la historia. Servir a los personajes. Dejar que ellos vivieran, hacerlos de verdad con unas palabras que ya no los encerraban, sino que los contenían.
En diciembre pensé en dejar la novela porque no era feliz. Y en julio, el único miedo que tengo, es no ser capaz de terminarla nunca. Estoy enamorada de lo que escribo a pesar de que su impacto no sea el esperado cuando anuncié que Sabrae iba a tener su propia historia. Escribo por ella, para ella, desde ella, y no para ver unas estadísticas crecer.
De esto puede parecer que me da exactamente igual quién entre a leerla, cuando nada más lejos de la realidad. Precisamente porque ya no le doy tanta importancia a cuánta gente la lee, quién está enganchado y quién no, me hace muchísima más ilusión leer cosas buenas, ver que Sabrae tiene un impacto en otras personas que no son yo. Los datos serán tristes, pero yo estoy feliz, porque realmente creo en lo que estoy haciendo ahora.
Si viene alguien nuevo, me emociono incluso más. Ya no tengo la frustración de “sólo son 20, y hubo una época en la que fueron 160”, sino “son otros 20; Sabrae vive 20 veces más”. Todo aquel nuevo que llegue, bienvenido sea, porque dará a mis personajes una oportunidad nueva de vivir. Y todo aquel que se vaya, le echaremos de menos, y le mantendremos la puerta siempre abierta por si, algún día, desea volver.
En diciembre estaba encadenada al ordenador, escribiendo por avanzar la historia pero también por recuperar lo que creía perdido. En julio, estoy encadenada a la historia, sirviéndola como mejor sé y como más tiempo llevo haciéndolo: con el tecleo rítmico de mis dedos en el teclado, arrancando latidos de corazones literarios del silencio de mi habitación. Escribo con ganas, cuento con ganas, me detengo con ganas y me inspiro con ganas.
Sigo sufriendo, pero lo hago por los personajes. No porque la gente no sepa cómo acaba, o no le interese, sino por si yo no consigo darles a ellos un final.
El 23 de abril de 2017, me lancé al vacío desde un cielo cargado de estrellas al que pronto terminaría abandonando. Y al principio parecía flotar. Cuando las estrellas se marcharon y la noche se volvió oscura, empecé una caída libre de la que me recuperé hace unos meses. Aproximadamente cuando llegaron los primeros capítulos a los que les costaba varios días alcanzar las 100 visitas. Hasta entonces, había estado en caída libre.
Ahora, me he reconciliado con la historia. Me he extirpado el ego. Y el ego es tremendamente pesado, una cadena que te ancla al suelo y te impide volver a flotar. Sin él, ya puedo volver a abrir las alas.
Y volver a volar.
imagen por @toxictreats (instagram)

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