Cuando algo te hace bien y te ayuda a recordar las cosas malas, que te hacen más fuerte, no deberías dejar de hacerlo. Eso es lo principal que he aprendido este año.
Eso, y que no puedes juzgar a la gente por sus apariencias o lo que alguien diga sobre ellos. Crees que los conoces, y resulta que no es así.
El caso es que hay que probarlo todo en tu propia piel, no debes dejar que los demás te hagan tener una pequeña idea de cómo son las cosas.
Este no ha sido mi mejor año, y, sin embargo, ha sido bueno. Teatro sigue como siempre, seguimos siendo una piña que se cierra cada vez que tenemos que salir al escenario, sigo con las esperanzas de conseguir algún abrazo, he seguido en un fandom en el que me encuentro a gusto y, además, he conseguido dar carpetazo a muchas cosas que antes me dolían y que ahora no lo hacen. Ahora soy una guerrera, ahora tengo la piel más fuerte, canta Demi. Y yo me siento realmente así.
Este año ha sido cuando por fin he llegado a darme cuenta de que puedo ser como yo quiera, sin dejar de ser yo. He conseguido armarme de valor y conseguir que no me importe lo que los demás piensen de mí.
Tengo que dar las gracias, además, por los pasos que he dado este año, que me han hecho crecer: como persona, como amiga, como artista... como todo. He dejado de juzgar a las personas, he dejado de fiarme de lo que los demás me digan, he empezado a tener más fe en mí misma, y he mejorado en lo que empecé a hacer en 2012.
Seguramente el blog en sí mismo, y Twitter, sea lo que más importante ha sido este año, junto con esos cinco chicos que me han hecho conocer a un montón de gente sin la cual ahora no estaría nada a gusto: Lara, Celia, Inés, Patri, Salo, Paula, Sandra, Mayte, Andrea, Jon... tantas personas y tantos buenos momentos que les debo sólo a ellos, que consiguieron sacarme de un fandom casi muerto y meterme en uno vivo y más real que el aire que tocas. Las cosas se rompen, pero con ellos no importa.
Y a este 2013 le tengo que agradecer especialmente el haber conseguido que mujeres fantásticas como Cher, Amy, Lauren y Lisa Cimorelli, sepan que existo y me hayan premiado con su follow, que cada día me maravilla más.
Aquí, además, está la novela. Más bien estaba, lo cual me pone triste y a la vez me alegra, porque Its 1D bitches ha sido una de las mejores cosas que he hecho este año. Sé que me quejaba muchas veces de la preocupación rayana en la obsesión que tenía por estar escribiendo 24 horas, pero eso está bien. Te hace ver que lo que te apasiona y te llama te hará mejor a cada paso que das, y me alegra creer que he mejorado, y que hay diferencia entre el primer capítulo de la novela y el último. Luego llegó Light Wings, y después vendrá Chasing the stars, con la que volveré a mi primera novela a mi manera, retomándolo todo y al a vez trastocándolo. Y, para colmo, este año pasé de una url que me gustaba a otra que me encanta, mejorando poco a poco.
Seguramente el mejor momento del año haya sido ese 28 de septiembre a las 11 de la mañana, cuando mi madre llegó a casa con esos dos pedazos de papel con un título tan esperanzador como excitante: One Direction Where We Are Tour. Realmente las ambiciones se cumplen y se hacen realidad.
Pero también han pasado cosas malas, o no demasiado buenas: empecemos por marzo. El mismo día en que salía el vídeo de One Way Or Another, seguramente mi favorito de los chicos, descubría que mis huesos no estaban en su mejor momento, y mi rótula quería una fiesta que yo no podía darle. Estuve dos semanas en la cama, no me puedo quejar, porque hice lo que quería durante esas dos semanas. El problema es que ahora vivo con miedo a que algo malo pase.
Y llegó julio. El 13 de julio una noticia horrible sacudía al mundo y a mí por dentro. Cory estaba muerto, se había ido para siempre, y lo peor es que lo hacía en un momento demasiado dulce para todos los fans de su serie, Glee. La serie dejó de tener esa luminosidad que la había caracterizado siempre, y nosotros no podíamos hacer otra cosa que negarnos a creer la verdad: Cory sólo cantaba en vídeos, no tenía canciones futuras que interpretar. "Está muerto, y lo único que nos queda de él es su voz en nuestras cabezas". Y realmente es así, y eso es lo que más me ha dolido este año.
Ha muerto mucha gente, gente más o menos importante, como Mandela, un faro de esperanza en plena tormenta, pero hay que seguir adelante. Tus amigos te ayudarán, y Laura, Alba, Irene, Ange, Adri, Vir, me están ayudando mucho. Son de lo mejor que me llevo de este año, he vivido muchas cosas gracias a ellos: las noches en mi pueblo con las chicas, en el pueblo de Alba, en casa de Laura, salir por ahí, ir de compras con Irene, ir al concierto de Paula Rojo con ella, pensar en los planes del concierto con Ange que finalmente no podrán ser, pero que serán algún día... cosas que hacen que merezca la pena seguir adelante.
Alegrarte de poder despedir un año más, porque hay gente que no puede hacerlo.
Y ese es el mejor regalo.
Hasta siempre, 2013.
martes, 31 de diciembre de 2013
lunes, 30 de diciembre de 2013
Ataque.
Mientras Taylor me ayudaba a cruzar el
alambrado, asegurándose de que no tocaba bajo ningún concepto las
vallas electrificadas, so pena de freírme como un pollo, pude
reflexionar sobre lo que había pasado.
La verdad es que me vino mejor de lo
que me hubiera atrevido a admitir, ya que pensar en el pasado, que no
podía afectarme a esas alturas, era mucho mejor que pensar en los
montones humeantes que había en la zona por las que la policía y
los guardianes habían entrado.
Temblando como una hoja, pasé entre
los escombros sin mirar atrás, tratando de centrarme en el
movimiento rítmico de mis pies, y luchando contra la certeza de que
si hubiera llegado un poco antes, probablemente me hubieran o
capturado o matado.
Los cambios fueron tan lentos que
nadie los notó, o al menos en un principio sucedió así. Empezaron
con simples instalaciones de cámaras, refuerzos en la seguridad de
las calles, para combatir una criminalidad que iba en aumento a
medida que el dinero iba valiendo cada vez menos, a la par que iba
siendo más y más difícil de conseguir. En una sociedad en la que
siempre se había dicho que cuanto más dinero circulara, menos
costaría, el malestar era evidente cuando todo eso era mentira. Cada
billete marcaba siempre una misma cifra, pero esa misma cifra no
podía darte lo mismo cada día. Así, poco a poco, los robos
comenzaron a ser más rápidos, y la gente se mataba, porque
preferían ser asesinos a morir de hambre, o a manos de un ladrón
nervioso que no sabía cómo hacer lo suyo.
La situación fue tan mal que los
dirigentes se vieron obligados a tomar cartas en el asunto, pero
estas cartas eran tan sutiles que nadie realmente las detectó hasta
que no se convirtieron en ases.
Las leyes empezaron a endurecerse poco
a poco, en la sombra, sin que nadie se molestara en pensar que
algunas cosas iban contra la Ley Suprema, o Constitución, como la
llamaban en aquella época. Muchas se retorcían por los entresijos
de las sombras de la Ley, aprovechando cada recoveco legal para
introducirse y tachar de delincuentes y criminales a los que antes
habían sido inocentes. Los juicios pasaron a un segundo plano,
llegando a ser necesarios cuando los delitos, o bien eran demasiado
gordos para evitar la atención de unos medios ya manipulados, o bien
eran demasiado nimios como para preocuparse realmente por ellos.
Esto le llevó al gobierno casi 20
años, de modo que, los que ya habían nacido en el período de los
cambios, no echaban de menos una cultura mucho más justa, aunque más
peligrosa.
El problema fue precisamente que la
rapidez de esos 20 años hizo que la juventud, que había disfrutado
de las libertades en la época en la que más cosas se almacenaban,
la infancia, protestara ahora porque quería que se cumplieran las
promesas que se les habían hecho cuando eran niños y todavía no
hacían otra cosa más que soñar con el mundo exterior al que un día
serían lanzados.
Al no cumplirse las promesas,
empezaron las revueltas. La gente que antes había sido sumisa pasó
a revolverse contra el sistema, clamando por algo robado
ilegítimamente con la firma de papeles que hicieran las cosas mucho
más legales. Al principio estas revueltas eran focos aislados que no
se conectaban entre sí, lo que hacía fácil que el Gobierno fuera
capaz de aplastarlas.
El problema surgió cuando alguien se
dio cuenta de que no era sólo en su barrio donde se arrestaba a la
gente por añorar el pasado, sino en toda la ciudad que, en aquella
época, era muchísimo menor a como lo era ahora.
Ese alguien, cuyo nombre no se
investigaba en los anales de la historia a pesar de ser el causante
de todo lo que conocíamos, reunió a todas las marchas, y convocó
manifestaciones multitudinarias.
Todas pacíficas.
Todas con muertos.
Y todos los muertos eran civiles.
La gente se asustó. Se aterrorizó
porque no había ningún límite; a veces por el simple hecho de
cruzarte con la manifestación la policía te cogía y era capaz de
matarte, tales eran las palizas que llegaban a dar. Los tiros se
convirtieron en el pan nuestro de cada día, con lo que la gente no
hacía más que morir. La mortalidad de policías era prácticamente
nula, ya que ellos controlaban todas las armas, y los ciudadanos sólo
podían defenderse con las manos y objetos arrojadizos que
encontrasen por ahí. Nada comparado, por supuesto, con una bala que
roza la velocidad del sonido.
Fue tal el miedo de la gente que aquel
líder glorioso tuvo que huir de la ciudad, sacado por la noche en
una lancha que no dejaría rastro, por miedo a que sus propios
seguidores se volvieran contra él. Los gritos de justicia que antes
se entonaban a las puertas del Gobierno ahora se volvían contra
aquel que había buscado la manera de liberar a sus iguales. Pasó de
ser héroe a un dictador que manipulaba a todos, llegando a los fines
más bajos y acudiendo a cada sentimiento que pudiera aprovechar para
su causa. Si no hubiera salido de la ciudad, aquel que conducía las
manifestaciones hubiera terminado siendo ejecutado debido a que se le
veía más bien como a un general del ejército que mandaba a los
muchachos a explotar las minas del suelo antes de pasar él y
asegurarse la vida.
Así, el Gobierno no tuvo que luchar
contra una revolución, como solía suceder en los libros que
prevenían de esto. Siempre se les tomaba por ciencia ficción, pero
pocos se atrevían a analizar el parecido de cada una de las naciones
de las que se hablaba con la que nosotros habitábamos.
Cuando la revolución se abortó antes
de nacer, el Gobierno se vio libre de todas aquellas tensiones. El
miedo de la gente le hacía pedir a gritos que detuviera toda aquella
barbarie. El precio de las cosas estaba por las nubes, y el trabajo
cada vez estaba peor pagado. En esa situación se hubieran dado un
montón de suicidios, de no haber sido porque se establecieron leyes
que permitían espiar a alguien las 24 horas del día.
La criminalidad alcanzó su punto
culminante un invierno particularmente frío, en el que las calles se
parecieron más al campo de batalla de una guerra civil que a las de
una ciudad pacífica.
Ese fue el escenario perfecto para que
el Gobierno aprobara su ley más famosa, con más detractores, y
menos criticada, precisamente porque nadie, absolutamente nadie, se
atrevía a ir contra ella.
La Ley de Genética Criminal.
Era una ley muy sencilla que se basaba
en varios principios genéticos. Al nacer, se obtenía una muestra de
sangre del bebé, se estudiaba cada nivel de hormonas de maldad y
bondad en su organismo durante un breve lapso de tiempo, y luego se
efectuaba su posterior valoración. Los padres no protestaban, tan
sólo se conformaban con que dejaran a los niños vivir su tiempo.
Si se encontraba el más mínimo
detalle de maldad en la sangre del pequeño, se le ponía un busca.
Si se creía que el pequeño podría
ser peligroso, se le modificaba la genética, otorgándole alguna
discapacidad que le impidiera ser un peligro para la salud pública.
Estas discapacidades iban de cualquier tipo al más elaborado: desde
una leve cojera que haría imposible una huida de la policía, hasta
ceguera, o incluso parálisis de algún miembro.
Por supuesto, a los padres se les
hacía creer que venía dado por complicaciones en el parto.
Los que más suerte tenían y no daban
signos de tener tendencias a terminar asesinando o robando no eran
tampoco liberados: se les hacía un estudio anual para asegurarse de
que ningún gen recesivo difícil de detectar surgiera en ellos y se
les alejaba inmediatamente de su entorno social para que no fueran
peligrosos. Cuando alguien está solo y asustado es cuando más
manipulable es.
Nadie sabía realmente qué les pasaba
a esos individuos.
Nadie salvo los que fundaron a los
runners y los mercenarios.
Se llevaban a los niños, o a los
adultos, lo mismo daba, a una zona desierta de la ciudad. Una zona en
la que hubiera vistas impresionantes, no para que disfrutaran de
visiones que les hicieran cambiar de naturaleza, sino para que fuera
fácil ver quién se acercaba.
Allí, se les pegaba un tiro en la
cabeza.
Y, por si aquello no fuera poco, se
les tiraba a un lago, en el que permanecerían hundidos de dos a
cuatro horas. Por si acaso.
La ciudad podría haber investigado
para saber qué ocurría con aquellos que se iban “de vacaciones”
y no volvían, pero prefirió apartar la vista y dejar que el
gobierno no hiciera otra cosa que colocarle anillos y pulseras que,
con su tintineo, harían saber a cualquiera dónde se encontraba
exactamente.
Pero siempre quedó alguien que
recordara a aquel líder heroico que tuvo que huir convertido en un
villano para que no se temiera por su vida. Ese alguien sabía la
verdad y, de hecho, había participado de ella con mucha atención,
comprobando cada uno de los niveles de malicia que había en alguien.
Curiosamente había trabajado en el
propio gobierno, siendo inspector de los análisis de sangre. Había
sido el encargado de acabar con todos los criminales, y su tarea se
volvió tan enloquecedora que terminó convirtiéndolo a él en el
mayor criminal de todos.
El Gobierno detectó el problema
demasiado tarde, cuando ese hombre ya había dejado embarazadas a las
suficientes mujeres como para que su sangre proliferara. Aquellas
mujeres consiguieron escapar de la ciudad, huyendo cada una en
dirección distinta, y se unieron fuera de sus fronteras. Dieron a
luz, criaron a sus hijos, y regresaron. La Ley de Genética Criminal
no se aplicaba a ellas ni a sus hijos, pues todos los archivos habían
sido borrados cuando el hombre que las dejó embarazadas murió.
Estas mujeres, a las que llamábamos
las Madres Videntes (dado que eran las únicas a las que la falsa
seguridad no había dejado ciegas) trabajaron en la sombra para crear
una sociedad que luchara contra el Gobierno de una forma tan sutil
como el cáncer atacaba un organismo. Sólo cuando el Gobierno notara
unas molestias sería cuando los opositores serían más fuertes que
él.
Los hijos de las Madres crecieron
juntos, y luego se separaron, tejiendo una enmarañada red alrededor
de la ciudad. Había focos en los que se concentraban dos, pero nunca
tres. Debían cubrir la máxima superficie posible, y se mandaban
mensajes con regularidad para saber qué había pasado con cada uno,
cuál era la situación en los sectores en los que se hallaban, cómo
mejorar, qué medidas tomar, cuál sería el primer ataque...
Dado que los medios de comunicación
estaban pinchados, había una única manera de intercambiar la
información.
Y se nos creó a nosotros, los
runners.
Al principio fuimos un experimento que
parecía prometedor. Seríamos guerreros que entrarían en el
Gobierno y lo harían estallar desde dentro. Éramos más terroristas
que mensajeros, siempre preparados para la acción, siempre viendo
las rutas de huida cuanto más escondidas estuvieran. Se nos
entrenaba mandando mensajes poco importantes, cada vez más rápido,
mientras los allegados a los traidores calculaban la manera de
contener un explosivo lo más fuerte posible en algo que nosotros
pudiéramos llevar.
El cáncer avanzaba lentamente, y
bastante bien.
El problema fue que se descubrió
demasiado pronto. Los traidores no estaban listos, las Madres habían
sido diezmadas por la muerte; apenas quedaban dos, demasiado alejadas
la una de la otra como para saber qué ocurriría con la causa que su
amante había iniciado y que tan justa les parecía.
Los explosivos pasaron a un segundo
plano, mientras la policía entraba en las casas de los traidores y
asaltaba los locales en los que conspiraban. Los envíos de
información eran tan importantes que se cambió la fuerza por la
velocidad. Así, se distinguió a los mercenarios, que luchaban por
defender la causa, de los runners, que se limitaban a transmitir
información, yendo demasiado rápido de un sitio para otro como para
meterse de lleno en la pelea e inclinar la balanza a un lado u a
otro, dependiendo de lo buena que fuera su actuación.
La separación fue tan drástica que
no fue hasta la época en que mi madre corría cuando se volvieron a
unir. Habían pasado casi cien años desde que se iniciaron los
cambios, y las Madres los recordaban a la perfección. Pudieron dejar
sus instrucciones, así como la versión de la historia que nadie iba
a contar.
Desde la muerte de la última de
ellas, los ataques disminuyeron drásticamente. Cuando yo nací,
apenas había enfrentamientos aislados.
Hoy, hacía años, prácticamente dos
décadas, del último. Yo era demasiado pequeña para recordarlo,
pero sabía de la angustia que causaba. Aquella era una de las causas
que había hecho que mis padres se alejaran del foco de la que había
sido antaño la residencia de alguno de los traidores. Mis padres
eran demasiado valiosos como para caer en malas manos, y debían
ocultarse. Me ocultaron a mí, ocultaron a mi hermana, pero nos
entrenaron en la sombra, temiendo que alguna vez el deber nos
obligara a volver a casa y defendernos.
El deber llamó a mi puerta cuando un
día mataron a mi hermana al encontrar el Gen Criminal. Mi madre me
mandó lejos, antes de que se manifestara en mí. Sabía que iba a
hacerlo, porque ella lo tenía.
Nunca supe cómo consiguió que no la
mataran en cuanto lo manifestó, del mismo modo que jamás supe por
qué nunca venían a por la gente de lo alrededores de la Base, a
pesar de que estaba segura de que todos manifestaban en mayor medid
el Gen.
Tal vez se hayan dado cuenta de su
error medité en silencio cuando
pasé por debajo del alambrado y corrí como si me fuera la vida en
ello hacia la base del edificio con forma de seta. Taylor se aseguró
de que no había nadie que pudiera hacerme daño, como el mercenario
que hubiera sido de seguir la división impuesta, y se apresuró a
seguirme al comprobar que estaba todo en calma.
Empujé las
puertas de cristal reforzado con la mano y luego esperé a que las
cámaras reconocieran mi rostro por algún portero ausente, y se
abrieran las puertas de acero. Taylor llegó a mi lado en el momento
en que los cerrojos de seguridad comenzaban a abrirse, lanzando
chasquidos que cortaban el silencio en dos.
-¿Cuándo
llegaron?-pregunté, notando un deje de pánico en la voz al
descubrir por primera vez que en los cristales había impactos de
bala. Seguramente hubieran recogido las pequeñas asesinas cuando los
guardias se fueron, seguros de que habría algo que se podría
aprovechar. Si había algo que escaseaba especialmente, más incluso
que los derechos civiles, era la munición.
Tal vez pudiera
conseguir que Louis me administrara una poca, pero, claro, ¿cómo
justificar los cargamentos de balas y demás que llevaría a casa
regularmente, de quién sabría dónde?
-Al poco de irte
tú. De hecho, apenas habías salido tú empezaron los primeros
disparos. Dios, Cyn-me cogió de las manos y apretó mis muñecas,
con los ojos llorosos. Yo hice lo posible por sostenerle la mirada,
sabiendo qué me iba a decir, y odiándome por lo que yo había hecho
mientras él sufría-, creí que te había perdido. Estuve a punto de
salir a por ti y abandonar a la gente. Creí que te habían cogido en
pleno fuego cruzado. Si te hubieran hecho algo...-negó con la
cabeza, la voz quebrada, la garganta tensa, como si apretando los
músculos de la faringe fuera a conseguir que se le deshiciera el
nudo que tenía en ella.
-Pero no me lo han
hecho-repliqué, sosteniendo su cara entre mis manos y besándolo en
la boca. La palabra que más odiaba atravesó mi mente en forma de
misil atómico. Explotó y formó una nube de culpabilidad con forma
de hongo dentro de mí, mientras yo luchaba por ignorar esto.
-Y me alegro por
ello.
-¿Falta alguien
más?
Asintió con la
cabeza con semblante serio. Señaló el panel de salidas que había
colgado en la pared del vestíbulo, en el que debíamos apuntar
nuestro nombre cuando nos íbamos y volverlo a anotar al salir.
Normalmente un principiante se encargaba de eso, pero en aquel
momento no había nadie apostado en el vestíbulo para registrar
nuestros movimientos. Así sabíamos quién faltaba y quién estaba
haciendo qué misión, a quién se podía llamar para que se
desviara... en caso de que toda la tecnología fallase o se
colapsase.
Me acerqué y
borré con la palma de la mano cubierta por el guante con el que me
ayudaba a deslizarme por las tuberías mi nombre escrito con letra
presurosa. Debían de haber habido muchas salidas cuando yo me fui,
pues la misma letra se lucía hasta en diez nombres, rodeando al mío
como las murallas de un castillo.
Tragué saliva.
-¿Todos estos?
-June ha vuelto
hace poco. De hecho fue ella la que tuvo la idea de poner la
electricidad en las vallas.
Puse los ojos en
blanco. Si no las habían puesto durante el ataque para que la gente
pudiera resguardarse en la Base, ¿por qué coño tendrían que
ponerlas después?
-June es imbécil.
Sólo os ha dicho que las encendáis cuando ha visto que venía tras
ella.
-¿Lo sabía?
-Nos hemos
encontrado en un tejado mientras veníamos. A las afueras del barrio.
Taylor frunció el
ceño y negó con la cabeza.
-Pero, ¿por qué?
-Colaborará con
ellos. ¿Y yo qué sé? Sólo sé que es imbécil-contesté,
mordiéndome la cara interna de la mejilla y pensando en por qué
nadie sería tan mezquino y tan cabrón de querer dejarme fuera con
la esperanza de que los guardianes volvieran y me capturaran. De
repente me apetecía pedirle a mi amante, el pájaro, que la cogiera
de los pelos, volara hasta una altura de unos mil metros, y la
soltara. Eso hacían algunas aves rapaces con sus presas. No estaría
mal ver cómo se daría en el mundo de los humanos, y menos ahora que
había humanos con alas.
Caminamos por los
pasillos en dirección a la parte de arriba de la Base,
encontrándonos con cada vez más gente asustada y conmocionada a
medida que avanzábamos. Las madres sostenían a sus niños con
fuerza, los hombres buscaban la manera de vengarse, trazando planes
que terminarían no realizando y bramando que había que ir a las
armas para luchar por la venganza. No parecían saber que ésta se
servía fría.
-¿Se sabe por qué
nos han atacado?
-Cuando empezaron
los disparos, Puck estaba en su centro de vigilancia controlando a
varios runners que, según tengo entendido, aún están fuera. Les
ordenó que se fueran a otros distritos y esperaran nuevas órdenes,
creo-se corrigió, frunciendo el ceño y apretando el botón del
ascensor, impaciente por que llegara-. Luego, corrió a poner a salvo
los documentos que trajiste el otro día, y después bajó a ayudar.
La poli ni siquiera trató de entrar en la Base, de forma que no
sabemos muy bien qué ha pasado, ni qué querían.
-¿Chivatazos de
drogas, tal vez?-sugerí. La gente de los suburbios del a Base no
solía traficar con esas cosas, pues sería atraer la atención, y la
atención siempre traía problemas. Sin embargo, en momentos de
necesidad, o cuando el gilipollas de turno necesitaba dinero y no lo
obtenía por otros medios...
-No. Están todos
limpios. En cuanto empezó la revuelta corrieron hacia aquí.
-¿Muertos?
-De momento no
sabemos nada. Desaparecidos, tal vez. La gente entró en masa en la
Base sin preocuparse de dónde estaban sus amigos. Fue cuando
consiguieron meterse dentro cuando se pusieron histéricos, pensando
que no iban a volver a ver a sus familias.
Fruncí el ceño,
sin saber a qué había venido todo eso.
-Creo que no han
venido a la Base porque no han podido, y no porque no lo tuvieran
planeado.
Tras haber entrado
en el ascensor, mi frase se quedó flotando en el aire cual pompa de
jabón. Taylor me miró un momento.
-¿Tú crees?
-Es muy extraño,
porque... bueno-me encogí de hombros, observando cómo el número
del ascensor iba cambiando a medida que la caja de metal ascendía
tirada por unos cables de acero invisibles, que le daban el aspecto
de estar bajo un hechizo mágico-, podrían haber esperado a que
hubiera mucha menos actividad, todos estuviéramos fuera, o algo así.
Seguro que tienen controlados nuestros horarios.
Hizo una mueca.
-No me gusta esa
idea de que tal vez nos controlen más de lo que creemos.
-A mí lo que no
me gusta es el hecho de que estoy segura de que es verdad.
Gruñó por lo
bajo, como el animal cuyo nombre llevaba.
-¿Al cien por
cien?
-Ciento diez.
-Joder, Kat.
-Lo sé,
Wolf-repliqué.
Negó con la
cabeza.
-¿Cómo de
exactos serán esos horarios que tienen de nosotros?
-Lo bastante como
para saber que éste era un momento pésimo para asaltarnos. ¿Nunca
te has parado a pensar que es muy raro que jamás nos hayan atacado
por la noche?
Su silencio me
demostró que no lo era.
-Créeme, saben de
los sistemas de seguridad que tenemos aquí, y saben que cuando más
difícil resulta controlarlos es cuando pasan cosas como esta.
Seguramente ahora estén planeando atacar desde otro lugar, y
nosotros no nos daremos cuenta hasta que los tengamos
encima-murmuré-. Cabe mencionar, además, que con toda esta gente
por aquí, es casi imposible que nos defendamos como es debido.
Se abrió la
puerta del ascensor y él se escurrió por ella. Yo me quedé dentro
de la caja, vacilando, pensando en cada cosa que había sucedido. No
podía ser casual, siempre se planificaban mucho más los actos, y
más cuando se trataba de nosotros.
-¿No vienes?
-Tengo que
cambiarme de ropa. No puedo ir así por ahí, no después de saber lo
mucho que me cuesta correr por las paredes con los vaqueros-respondí,
señalando mi indumentaria. Taylor bajó la vista y me estudió de
arriba a abajo, aprobando lo que veía.
-Me parece que te
queda bien, pero... sí, práctico, lo que se dice práctico, es
poco. Cuando termines, ven a verme.
-De
acuerdo-repliqué con una sonrisa, rezando porque no fuera lo fría
que me sentía por dentro. Él se dio la vuelta y caminó por el
pasillo mientas las puertas se cerraban.
Me metí en la
habitación y lo primero que hice fue comprobar que las plumas de los
cajones estaban en su sitio. Por si acaso, las hundí aún más entre
la poca ropa que tenía. Luego me desnudé y me metí en el baño.
Estudié mi
rostro, que seguía siendo el mismo de siempre: mismo pelo castaño
rojizo bajo esa luz, pelirrojo cuando salía a la calle, mismos ojos,
misma expresión, misma mirada...
Y seguía sin ser
la misma, había algo en mí que no encajaba. Me toqué la boca,
sintiendo los labios de los dos fundiéndose con los míos, besándome
los labios y adorando mi piel cuando se acostaron conmigo. Me toqué
el cuello, que, incansables, no habían dejado de acariciar.
Me deshice la
trenza y me la volví a hacer, apretándola cada vez más.
La sombra de la
traición no era visible cuando te mirabas en el espejo, pero tenía
que haber algo que delatara su presencia.
Y estaba decidida
a encontrar ese algo antes de volver a mis tareas de siempre. Era
necesario que lo hiciera, y más ahora, cuando todos me necesitaban.
Supliqué que
Louis se encontrara bien mientras me vestía y, cuando comencé a
ayudar a las familias a reunirse, deseé que tuviera planeado venir a
visitarme esa noche para contarle lo que había sucedido. Me sentía
mejor cuando él estaba a mi lado.
Pero me tocó
dormir sola.
viernes, 27 de diciembre de 2013
jueves, 26 de diciembre de 2013
Morfeo me ama.
Antes que nada... NO. Esto no es Light Wings, a pesar de que salgan mis dos señores favoritos, aunque por separado. Es que, simplemente, el que reparta los sueños se ha portado muy bien conmigo estos dos últimos días, y necesito darle las gracias a mi manera. Lo que voy a escribir no va a tener la "calidad" que tienen mis historias, ni final ni nada. Son sueños y, a pesar de que mi historia más importante empezó así, estos van a quedarse tal y como están.
Sueño de nochebuena.
La mochila me pesaba en la espalda, pero eso no me impedía caminar hacia el instituto sin girarme de vez en cuando, buscando algo que, hasta que no lo encontré, realmente no supe qué era.
Sólo cuando lo vi con su camiseta negra, sus gafas de sol eternas que nunca se quitaba, aunque lloviera, y la gorra de béisbol azul, supe por qué me sentía de aquella manera. Necesitaba verlo. Siempre estaba necesitando verlo, y eso no parecía gustarle, ni entenderlo.
Me despedí de mi acompañante sin rostro y crucé la calle en dirección a él. Hizo una mueca, se quitó las gafas para comprobar que realmente era yo, y puso los ojos en blanco.
-Oye, Taylor, ¿qué pasa? ¿No somos lo bastante guays para ti?
Negó con la cabeza, riéndose. La nuez de su cuello bailó. No supe de dónde saqué el coraje para no quedarme mirando embobada sus facciones, pero la verdad es que en ese momento no necesité hacerlo. Simplemente no quería mirarlo como si fuera estúpida, y eso es lo que hice. Me controlé como pocas veces me había controlado en la vida.
-Si tú supieras.
-Podrías contármelo.
-¿Y si no quiero?
Dejé la mochila encima del capó de su coche y le lancé una mirada envenenada, notando cómo mi estómago se retorcía de puro enfado.
-Sabes que no me voy a ir.
Suspiró, miró el instituto, al que se suponía que debía estar preparándose para ir, y asintió despacio con la cabeza. Abrió la puerta del coche y yo me metí dentro, sentándome en el lado del copiloto, esperando que me echara a patadas, como había hecho con el resto de las chicas que habían intentado irse con él cuando él no quería compañía femenina, sino soledad humana, sólo rota por el contacto de algún vegetal o animal, si tenía suerte.
Cerré la puerta de un portazo y él arrancó sin permitirme siquiera ponerme el cinturón. Fue un trayecto movido, donde nos sumimos en un bosque que yo no estaba del todo segura de conocer. Las curvas mareaban mi sentido de la orientación; quisiera haber puesto la radio para que la velocidad se camuflara de simple aturdimiento pero, sencillamente, no pude. No quería desaprovechar ninguna posibilidad, por remota que fuese, de hablar con él y sonsacarle las respuestas que me merecía.
¿Por qué no iba a clase?
¿Por qué no contestaba a mis llamadas?
¿Por qué habíamos pasado de ser amigos, aunque no los más cercanos, a simplemente vernos de un extremo a otro de la calle, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo y él realmente no se percatara?
Y, sobre todo, ¿por qué se paseaba últimamente con un look de mafioso narcotraficante que te daba ganas de dar la vuelta y echar a correr en dirección contraria? Él nunca había despertado estos sentimientos en mí y, sin embargo, ahora no estaba demasiado cómoda yendo en el coche con él.
Giró repentinamente a la izquierda, llegando a un pueblo que se asemejaba más a una urbanización estadounidense de clase alta, con unas casas cuyas ventanas alojaban paredes, no como solía suceder con el resto de casas. Fruncí el ceño cuando abrió una puerta automática con un mando que salió de Dios sabía dónde, e hizo que el Audi (también negro, cómo no) entrara en el patio de esa casa.
Apagó el coche, abrió la puerta y salió con la elegancia de quien ha estado alguna vez en alguna premiére, frente a una cámara. Yo salí con el cuidado de quien se ha sacado la rótula alguna vez en su vida. Me colgué la mochila al hombro y casi no pude chillar cuando vi una bestia (oh, ¡negra!) correr hacia mí a toda velocidad, emitiendo todo tipo de ruidos letales. La bestia se abalanzó sobre mí, me hizo caer al suelo, y presumió de dientes, o más bien cuchillas clavadas a las encías, a escasos centímetros de mi cara. Yo apenas podía respirar, ya no hablemos de gritar. Miraba al rottweiler con ojos como platos, luchando desesperadamente por no llorar, porque los animales olían el miedo, y no quería morir, no allí, donde nadie me encontraría...
Taylor gruñó su nombre por lo bajo, y el animal dejó a su víctima, reticente, para gran alivio de ésta.
-¿Estás bien?
Asentí con la cabeza, incorporándome despacio.
-¿Puedes levantarte?
Volví a asentir, demasiado herida en mi más profundo orgullo como para hacer otra cosa. Él murmuró un "bien" y caminó hacia la casa, con el perro siguiéndole, pero pendiente a la vez de mí. Me merendaría si su dueño se alejaba lo suficiente.
Fui tras ellos, olvidando que había dejado la mochila en el suelo de piedras níveas sueltas, y entré en la casa. Cientos de cactus se distribuían por todas partes, haciendo las veces de paredes. No pude extrañarme más de que él viviera en un sitio así, o de que tuviera, siquiera, las llaves de un sitio como aquél.
Una señora, la típica madre estirada, a la que yo no conocía de nada, se acercó a mí. Me arrastró por la casa, me enseñó cada mueble, me habló de la historia familiar que se escondía detrás de cada fotografía, mientras su hijo no hacía más que protestar porque me estaba aburriendo. Aquellas cosas no eran de mi incumbencia. No quería saber eso.
¿Por qué le hablaba así a alguien que no era su madre?
La mujer no hizo el menor caso del chico, me llevó por cada rincón, haciendo que prácticamente me lo aprendiera de memoria, dándome tanta información que podría haber vendido la casa al mejor postor sin haber pisado jamás una agencia inmobiliaria... en el salón esperaban unos ancianos. El hombre fumaba en pipa, la mujer tejía algo. No era la familia de Taylor.
¿Qué hacíamos allí?
El sueño se desvaneció tal como había venido, dejando sólo fragmentos inconexos en mi cabeza. Creo que arreglé las cosas con Taylor, porque la única imagen lógica que recuerdo es a él sonriendo.
Sueño de Navidad.
Por fin había llegado el día.
10 de julio.
Y ya estaba en Madrid.
Me despertó el sol de la capital, que revolvió cada una de mis células hasta que me convertí en un manojo de nervios.
Pero era un manojo de nervios que sabía lo que quería.
Me eché a la calle rápidamente, quedé con mis amigas, Celia y Lara, con las que llevaba planeando ese día desde hacía casi un año. Quedaríamos en un lugar, iríamos a comer, correríamos a un Starbucks, y luego iríamos a la caza de los chicos.
No nos imaginábamos que nos encontraríamos con los chicos mucho antes de lo que creíamos.
Sorprendentemente, habíamos entrado en una especie de anfiteatro romano, con asientos bajos y escenario pequeño. Habíamos oído rumores de que allí iba a pasar algo interesante, y pensamos que sería divertido tratar de relajarnos antes del concierto. Obviamente los chicos no iban a aparecer en un anfiteatro en Madrid cuando tenían un concierto en un campo de fútbol esa misma noche.
Pues nos equivocamos. Después de pasear por cada rincón del lugar, entrando y saliendo de pasadizos casi secretos, llegamos a la zona donde sentarnos. Apenas habíamos posado el culo cuando se desató la locura: cientos de chicas atestaban el anfiteatro, todas muy guapas, todas expectantes, mientras nosotras sólo teníamos curiosidad. Por una esquina aparecieron cinco chicos que se parecían terriblemente a las estrellas a las que íbamos a ver.
Todo el anfiteatro se vino abajo cuando el público se levantó y se abalanzó hacia el escenario, tratando de alcanzarlos. Una de mis amigas me clavó la mano en el hombro, no estaba segura de si era Celia o Lara, aunque probablemente fuese la última. Yo no podía moverme, sólo podía mirarlos con ojos como platos. Estaban allí, estaban allí realmente, frente a mí, a unos pocos metros, y mis músculos no respondían.
-¡ERIKA, POR TU MADRE, LEVÁNTATE!-bramó Celia tirando de mí. Y yo lo hice. Y se lo agradecí infinitamente.
Los chicos cantaron una canción que apenas se escuchó entre los gritos histéricos, gritos a los que me sumé sin quererlo ni poder hacer nada por evitarlo. Luego, con sonrisas tatuadas permanentemente en sus caras, atravesaron la arena para dirigirse a la salida, colocada en el otro extremo del lugar por el que había entrado.
Tuvimos suerte, pues nosotras estábamos justo en esa zona. Con decenas de cuerpos apelotonándose a mi alrededor, apretándome las costillas contra la espina dorsal, me incliné en ángulos imposibles, estirando la mano, bramando nombres al azar, con la esperanza de que uno de ellos se detuviera.
-¡Liam! ¡Zayn! ¡Harry! ¡Niall! ¡Louis! ¡Liam!-repetía los nombres mecánicamente, sin entenderlos, haciendo de aquellas cinco palabras una palabra gigante, compuesta de cientos de sílabas: ¡Liamzaynharrynialllouisliamzaynharrynialllouis!
Alguien me tocó la mano, y todo a mi alrededor explotó en gritos enloquecidos. Hice lo posible por enfocar la vista, lo suficiente para ver a un Louis sonriente clavando sus ojos medio segundo en mí, mientras su mano estrechaba la mía, como diciendo "no dejaré que las demás te hundan".
Luego, sus ojos pasaron a otra, y a otra, su mano me abandonó, pero yo no podía dejar de sentir su contacto en la mía.
Lara y Celia me sacaron de allí sin que yo me enterara de nada y, cuando volví a hacer uso de razón, habíamos entrado en el Vicente Calderón, que estaba vacío. Caminamos por el césped, estudiando el estadio, señalando los lugares en los que nos íbamos a colocar. A Lara y a mí nos alegró el hecho de que el escenario estuviera bastante cerca de las zonas en las que íbamos a estar, cada una más alejada que la anterior. Ellas no paraban de hablar de que finalmente íbamos a ver bien, mientras en mi cabeza se repetía la imagen de mi chico favorito en el mundo clavando aquellos ojos suyos en los míos, y su mano finalizando un brazo cubierto de tatuajes acariciando brevemente la mía.
Sólo podía pensar en su brazo cubierto de tatuajes, con tanto detalle que el asunto cobraba una realidad nueva. Poco importaban los empujones, los insultos cuando nos quitaban el sitio o lo quitábamos nosotras, las carreras, el dolor de pecho cuando corrías a todo lo que tus piernas daban, la angustia de no tener un buen sitio, la confusión del primer momento, el dolor de las demás luchando por lo mismo que tú a costa tuya...
...todo eso se había hundido, estaba desapareciendo, sustituyéndose por su brazo, sus tatuajes. Aquella mano que me tocó.
No hace falta decir que esos regalos se agradecen.
Sueño de nochebuena.
La mochila me pesaba en la espalda, pero eso no me impedía caminar hacia el instituto sin girarme de vez en cuando, buscando algo que, hasta que no lo encontré, realmente no supe qué era.
Sólo cuando lo vi con su camiseta negra, sus gafas de sol eternas que nunca se quitaba, aunque lloviera, y la gorra de béisbol azul, supe por qué me sentía de aquella manera. Necesitaba verlo. Siempre estaba necesitando verlo, y eso no parecía gustarle, ni entenderlo.
Me despedí de mi acompañante sin rostro y crucé la calle en dirección a él. Hizo una mueca, se quitó las gafas para comprobar que realmente era yo, y puso los ojos en blanco.
-Oye, Taylor, ¿qué pasa? ¿No somos lo bastante guays para ti?
Negó con la cabeza, riéndose. La nuez de su cuello bailó. No supe de dónde saqué el coraje para no quedarme mirando embobada sus facciones, pero la verdad es que en ese momento no necesité hacerlo. Simplemente no quería mirarlo como si fuera estúpida, y eso es lo que hice. Me controlé como pocas veces me había controlado en la vida.
-Si tú supieras.
-Podrías contármelo.
-¿Y si no quiero?
Dejé la mochila encima del capó de su coche y le lancé una mirada envenenada, notando cómo mi estómago se retorcía de puro enfado.
-Sabes que no me voy a ir.
Suspiró, miró el instituto, al que se suponía que debía estar preparándose para ir, y asintió despacio con la cabeza. Abrió la puerta del coche y yo me metí dentro, sentándome en el lado del copiloto, esperando que me echara a patadas, como había hecho con el resto de las chicas que habían intentado irse con él cuando él no quería compañía femenina, sino soledad humana, sólo rota por el contacto de algún vegetal o animal, si tenía suerte.
Cerré la puerta de un portazo y él arrancó sin permitirme siquiera ponerme el cinturón. Fue un trayecto movido, donde nos sumimos en un bosque que yo no estaba del todo segura de conocer. Las curvas mareaban mi sentido de la orientación; quisiera haber puesto la radio para que la velocidad se camuflara de simple aturdimiento pero, sencillamente, no pude. No quería desaprovechar ninguna posibilidad, por remota que fuese, de hablar con él y sonsacarle las respuestas que me merecía.
¿Por qué no iba a clase?
¿Por qué no contestaba a mis llamadas?
¿Por qué habíamos pasado de ser amigos, aunque no los más cercanos, a simplemente vernos de un extremo a otro de la calle, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo y él realmente no se percatara?
Y, sobre todo, ¿por qué se paseaba últimamente con un look de mafioso narcotraficante que te daba ganas de dar la vuelta y echar a correr en dirección contraria? Él nunca había despertado estos sentimientos en mí y, sin embargo, ahora no estaba demasiado cómoda yendo en el coche con él.
Giró repentinamente a la izquierda, llegando a un pueblo que se asemejaba más a una urbanización estadounidense de clase alta, con unas casas cuyas ventanas alojaban paredes, no como solía suceder con el resto de casas. Fruncí el ceño cuando abrió una puerta automática con un mando que salió de Dios sabía dónde, e hizo que el Audi (también negro, cómo no) entrara en el patio de esa casa.
Apagó el coche, abrió la puerta y salió con la elegancia de quien ha estado alguna vez en alguna premiére, frente a una cámara. Yo salí con el cuidado de quien se ha sacado la rótula alguna vez en su vida. Me colgué la mochila al hombro y casi no pude chillar cuando vi una bestia (oh, ¡negra!) correr hacia mí a toda velocidad, emitiendo todo tipo de ruidos letales. La bestia se abalanzó sobre mí, me hizo caer al suelo, y presumió de dientes, o más bien cuchillas clavadas a las encías, a escasos centímetros de mi cara. Yo apenas podía respirar, ya no hablemos de gritar. Miraba al rottweiler con ojos como platos, luchando desesperadamente por no llorar, porque los animales olían el miedo, y no quería morir, no allí, donde nadie me encontraría...
Taylor gruñó su nombre por lo bajo, y el animal dejó a su víctima, reticente, para gran alivio de ésta.
-¿Estás bien?
Asentí con la cabeza, incorporándome despacio.
-¿Puedes levantarte?
Volví a asentir, demasiado herida en mi más profundo orgullo como para hacer otra cosa. Él murmuró un "bien" y caminó hacia la casa, con el perro siguiéndole, pero pendiente a la vez de mí. Me merendaría si su dueño se alejaba lo suficiente.
Fui tras ellos, olvidando que había dejado la mochila en el suelo de piedras níveas sueltas, y entré en la casa. Cientos de cactus se distribuían por todas partes, haciendo las veces de paredes. No pude extrañarme más de que él viviera en un sitio así, o de que tuviera, siquiera, las llaves de un sitio como aquél.
Una señora, la típica madre estirada, a la que yo no conocía de nada, se acercó a mí. Me arrastró por la casa, me enseñó cada mueble, me habló de la historia familiar que se escondía detrás de cada fotografía, mientras su hijo no hacía más que protestar porque me estaba aburriendo. Aquellas cosas no eran de mi incumbencia. No quería saber eso.
¿Por qué le hablaba así a alguien que no era su madre?
La mujer no hizo el menor caso del chico, me llevó por cada rincón, haciendo que prácticamente me lo aprendiera de memoria, dándome tanta información que podría haber vendido la casa al mejor postor sin haber pisado jamás una agencia inmobiliaria... en el salón esperaban unos ancianos. El hombre fumaba en pipa, la mujer tejía algo. No era la familia de Taylor.
¿Qué hacíamos allí?
El sueño se desvaneció tal como había venido, dejando sólo fragmentos inconexos en mi cabeza. Creo que arreglé las cosas con Taylor, porque la única imagen lógica que recuerdo es a él sonriendo.
Sueño de Navidad.
Por fin había llegado el día.
10 de julio.
Y ya estaba en Madrid.
Me despertó el sol de la capital, que revolvió cada una de mis células hasta que me convertí en un manojo de nervios.
Pero era un manojo de nervios que sabía lo que quería.
Me eché a la calle rápidamente, quedé con mis amigas, Celia y Lara, con las que llevaba planeando ese día desde hacía casi un año. Quedaríamos en un lugar, iríamos a comer, correríamos a un Starbucks, y luego iríamos a la caza de los chicos.
No nos imaginábamos que nos encontraríamos con los chicos mucho antes de lo que creíamos.
Sorprendentemente, habíamos entrado en una especie de anfiteatro romano, con asientos bajos y escenario pequeño. Habíamos oído rumores de que allí iba a pasar algo interesante, y pensamos que sería divertido tratar de relajarnos antes del concierto. Obviamente los chicos no iban a aparecer en un anfiteatro en Madrid cuando tenían un concierto en un campo de fútbol esa misma noche.
Pues nos equivocamos. Después de pasear por cada rincón del lugar, entrando y saliendo de pasadizos casi secretos, llegamos a la zona donde sentarnos. Apenas habíamos posado el culo cuando se desató la locura: cientos de chicas atestaban el anfiteatro, todas muy guapas, todas expectantes, mientras nosotras sólo teníamos curiosidad. Por una esquina aparecieron cinco chicos que se parecían terriblemente a las estrellas a las que íbamos a ver.
Todo el anfiteatro se vino abajo cuando el público se levantó y se abalanzó hacia el escenario, tratando de alcanzarlos. Una de mis amigas me clavó la mano en el hombro, no estaba segura de si era Celia o Lara, aunque probablemente fuese la última. Yo no podía moverme, sólo podía mirarlos con ojos como platos. Estaban allí, estaban allí realmente, frente a mí, a unos pocos metros, y mis músculos no respondían.
-¡ERIKA, POR TU MADRE, LEVÁNTATE!-bramó Celia tirando de mí. Y yo lo hice. Y se lo agradecí infinitamente.
Los chicos cantaron una canción que apenas se escuchó entre los gritos histéricos, gritos a los que me sumé sin quererlo ni poder hacer nada por evitarlo. Luego, con sonrisas tatuadas permanentemente en sus caras, atravesaron la arena para dirigirse a la salida, colocada en el otro extremo del lugar por el que había entrado.
Tuvimos suerte, pues nosotras estábamos justo en esa zona. Con decenas de cuerpos apelotonándose a mi alrededor, apretándome las costillas contra la espina dorsal, me incliné en ángulos imposibles, estirando la mano, bramando nombres al azar, con la esperanza de que uno de ellos se detuviera.
-¡Liam! ¡Zayn! ¡Harry! ¡Niall! ¡Louis! ¡Liam!-repetía los nombres mecánicamente, sin entenderlos, haciendo de aquellas cinco palabras una palabra gigante, compuesta de cientos de sílabas: ¡Liamzaynharrynialllouisliamzaynharrynialllouis!
Alguien me tocó la mano, y todo a mi alrededor explotó en gritos enloquecidos. Hice lo posible por enfocar la vista, lo suficiente para ver a un Louis sonriente clavando sus ojos medio segundo en mí, mientras su mano estrechaba la mía, como diciendo "no dejaré que las demás te hundan".
Luego, sus ojos pasaron a otra, y a otra, su mano me abandonó, pero yo no podía dejar de sentir su contacto en la mía.
Lara y Celia me sacaron de allí sin que yo me enterara de nada y, cuando volví a hacer uso de razón, habíamos entrado en el Vicente Calderón, que estaba vacío. Caminamos por el césped, estudiando el estadio, señalando los lugares en los que nos íbamos a colocar. A Lara y a mí nos alegró el hecho de que el escenario estuviera bastante cerca de las zonas en las que íbamos a estar, cada una más alejada que la anterior. Ellas no paraban de hablar de que finalmente íbamos a ver bien, mientras en mi cabeza se repetía la imagen de mi chico favorito en el mundo clavando aquellos ojos suyos en los míos, y su mano finalizando un brazo cubierto de tatuajes acariciando brevemente la mía.
Sólo podía pensar en su brazo cubierto de tatuajes, con tanto detalle que el asunto cobraba una realidad nueva. Poco importaban los empujones, los insultos cuando nos quitaban el sitio o lo quitábamos nosotras, las carreras, el dolor de pecho cuando corrías a todo lo que tus piernas daban, la angustia de no tener un buen sitio, la confusión del primer momento, el dolor de las demás luchando por lo mismo que tú a costa tuya...
...todo eso se había hundido, estaba desapareciendo, sustituyéndose por su brazo, sus tatuajes. Aquella mano que me tocó.
No hace falta decir que esos regalos se agradecen.
martes, 24 de diciembre de 2013
Veintidós.
Hubo un tiempo en que creía saber todo sobre las personas, creía conocerlas a la perfección, y estaba segura de algo: la gente era mala por naturaleza.
Estaba rodeada de envidia, de malicia, de juegos clandestinos que cuentan más que los reales, de carreras que no gana el más rápido, sino el más astuto y el que mejor conoce el terreno, de sonrisas que escondían cosas corruptas. Estaba viviendo en un mundo enfermo que se marchitaba a cada minuto que pasaba, sin ninguna esperanza de que algo cambiara y las cosas pudieran iluminarse, hasta que llegaste tú.
Tú, con tu sonrisa, con esos ojos que invitan a imaginar, con esa manera de ser que puede iluminar toda una ciudad, compitiendo con una tormenta eléctrica que amenaza con sumirla en la oscuridad. Tú, que me has enseñado que la bondad todavía sobrevive y puede extenderse si haces lo correcto.
Tú, que me has enseñado que hay que vivir rápido, pasárselo bien, y ser un poco travieso. Tú, que has hecho que sea quien yo quiero ser, que sea libre de los demás y no me importe nada de lo que ellos digan, pues a ti tampoco te importa.
Eres el mayor modelo a seguir que nadie pueda tener. Pero para mí eres mucho más que eso. No sólo eres alguien con una voz preciosa, alguien con una personalidad que admiro, alguien con una fortaleza increíble. También eres mi primer amor.
Siempre me había creído enamorada cuando era pequeña, persiguiendo sueños que no se iban a cumplir. Quería una familia futura con ese alguien que se me colocaba delante y cuyas virtudes se sobreponían a sus defectos. Sin embargo, ahora es cuando me doy cuenta de qué es el verdadero amor, y lo veo cuando estoy contigo.
El amor es querer que tú seas feliz aunque no sea conmigo, alegrarme de que lo seas aunque no sepas que yo existo. El amor es todo lo que me lleva a luchar por hacer lo posible por un día estar entre tus brazos; lo que me hace desear ese día porque sé que será el más importante, a pesar de que tú probablemente no te acuerdes de mí apenas pasen 10 minutos. Para mí eso es el amor. Tú eres el amor, Louis.
Sé que no voy a querer a nadie como te quiero a ti, y eso me asusta a la vez que me alivia. Me asusta porque nunca podré vivir una vida que estoy esperando con impaciencia, y me alivia porque, en el fondo, sé que sólo tú mereces que alguien te quiera como lo hago yo.
Eres verdadero oro, la mejor joya que nadie pueda haber visto nunca.
Por favor, no cambies nunca. Te prometo que yo no lo haré.
Te quiero mucho, Tommo. Felices 22.
dueña del vídeo
Estaba rodeada de envidia, de malicia, de juegos clandestinos que cuentan más que los reales, de carreras que no gana el más rápido, sino el más astuto y el que mejor conoce el terreno, de sonrisas que escondían cosas corruptas. Estaba viviendo en un mundo enfermo que se marchitaba a cada minuto que pasaba, sin ninguna esperanza de que algo cambiara y las cosas pudieran iluminarse, hasta que llegaste tú.
Tú, con tu sonrisa, con esos ojos que invitan a imaginar, con esa manera de ser que puede iluminar toda una ciudad, compitiendo con una tormenta eléctrica que amenaza con sumirla en la oscuridad. Tú, que me has enseñado que la bondad todavía sobrevive y puede extenderse si haces lo correcto.
Tú, que me has enseñado que hay que vivir rápido, pasárselo bien, y ser un poco travieso. Tú, que has hecho que sea quien yo quiero ser, que sea libre de los demás y no me importe nada de lo que ellos digan, pues a ti tampoco te importa.
Eres el mayor modelo a seguir que nadie pueda tener. Pero para mí eres mucho más que eso. No sólo eres alguien con una voz preciosa, alguien con una personalidad que admiro, alguien con una fortaleza increíble. También eres mi primer amor.
Siempre me había creído enamorada cuando era pequeña, persiguiendo sueños que no se iban a cumplir. Quería una familia futura con ese alguien que se me colocaba delante y cuyas virtudes se sobreponían a sus defectos. Sin embargo, ahora es cuando me doy cuenta de qué es el verdadero amor, y lo veo cuando estoy contigo.
El amor es querer que tú seas feliz aunque no sea conmigo, alegrarme de que lo seas aunque no sepas que yo existo. El amor es todo lo que me lleva a luchar por hacer lo posible por un día estar entre tus brazos; lo que me hace desear ese día porque sé que será el más importante, a pesar de que tú probablemente no te acuerdes de mí apenas pasen 10 minutos. Para mí eso es el amor. Tú eres el amor, Louis.
Sé que no voy a querer a nadie como te quiero a ti, y eso me asusta a la vez que me alivia. Me asusta porque nunca podré vivir una vida que estoy esperando con impaciencia, y me alivia porque, en el fondo, sé que sólo tú mereces que alguien te quiera como lo hago yo.
Eres verdadero oro, la mejor joya que nadie pueda haber visto nunca.
Por favor, no cambies nunca. Te prometo que yo no lo haré.
Te quiero mucho, Tommo. Felices 22.
"Crece, pero que nunca muera el niño que hay en ti"
dueña del vídeo
lunes, 23 de diciembre de 2013
Mulán.
Ordené a Louis que se fuera antes de
que llegara a la Base. Una cosa era que me hubieran devuelto la
confianza depositada (confianza que me había ganado a pulso, y que,
debido a mi intachable reputación y comportamiento debería haber
aguantado más tiempo conmigo en lugar de abandonarme a la primera de
cambio), y otra muy distinta era que fuera a abusar de ella, tirando
de una cuerda cuya longitud y flexibilidad desconocía.
Me había acompañado por toda la
ciudad, haciendo que yo me pusiera medio histérica, temiendo que uno
de mis compañeros hubiera pedido un día de descanso y pudiera verme
con el ángel. Por suerte, nadie nos vio, de modo que mis paranoias
mentales fueron en vano.
Arrastré a Louis hasta un callejón
que yo sabía que no tenía salida y lo coloqué al lado de un
contenedor. Mientras que yo tenía la vista puesta en la calle por la
que habíamos llegado hasta allí, él sólo veía el final del
callejón, que se estiraba en una pared casi plana, difícil de
escalar, hasta arañar por fin el cielo, mordisqueándolo en la
azotea.
Parpadeé y me volví hacia él.
-A partir de aquí, voy
sola-sentencié, asintiendo con la cabeza y arrugando la nariz,
dándole a mi expresión una pizca de seguridad que no sentía. Lo
único que quería era que se fuera de allí, su presencia me
incriminaba, me molestaba...
… y me desconcentraba. Demasiado.
Por su rostro se extendió una sonrisa
cínica, sin poder creerse que le estuviera dando esas órdenes con
ese ímpetu.
-¿No se supone que los príncipes
azules acompañan a sus princesas hasta el castillo?
Fruncí el ceño y me lo quedé
mirando un par de segundos preciosos, en los que alguien podría
haberme visto confraternizando con el enemigo, ganándome a pulso la
tortura y posterior ejecución.
-¿Por qué me miras así?-gruñó él,
a la defensiva. Me encogí de hombros y puse los ojos en blanco-.
¿Qué pasa? ¿Eres una heroína lo suficientemente decente como para
no creer en los cuentos de hadas?
-Ningún cuento de hadas fue creíble,
ni cuando los escribieron, ni cuando los recitaron, ni mucho menos
ahora. Sobre todo ahora.
Se echó a reír.
-Eso debo concedértelo-musitó,
mirando al cielo. Una parte de mí se relajó; al fin y al cabo,
tenía dos dedos de frente y sabía que estaba corriendo peligro y me
lo estaba haciendo correr a mí. Tragó saliva, la nuez de su cuello
se movió verticalmente. Me puse de puntillas en un acto reflejo y lo
besé. Bajó la cabeza y me miró.
-¿Seguro que no quieres que vaya
contigo, Cenicienta?
-Siempre he sido más de
Mulán-reconocí, encogiéndome de hombros y negando con la cabeza.
Me capturó un mechón de pelo y me lo colocó detrás de la oreja.
Jugueteé con su mano, sin atreverme a entrelazar mis dedos con los
suyos, dado que, en caso de huida, nos restaría segundos preciados.
Siempre nos enseñaban eso en la Base,
de hecho, era una de las lecciones más básicas para convertirte en
runner: nunca, bajo ninguna circunstancia, debías pegarte a tu
compañero de misión, ya que le dificultarías el trabajo y él te
dificultaría el tuyo. Sólo en ocasiones de escalada lo bastante
complicadas y delicadas como para necesitar estar unidos por cables
estabas conectado físicamente a tu compañero. Pero ni esto se
cumplía muchas veces; cuando la policía te pillaba en sitios que
les cabreaban especialmente y no dabas opción a los agentes a mirar
hacia otro lado, la regla máxima era muy sencilla.
Sálvese quien pueda.
A mí ya me habían soltado alguna vez
mientras escalaba, y había sido problema mío salir de la escena del
crimen lo más rápidamente posible. Se nos explicaba que éramos
demasiado valiosos como para cumplir misiones demasiado complicadas
solos, pero la realidad era que éramos lo suficientemente valiosos
como para ser prescindibles, es decir, era mucho mejor que mataran a
uno de los nuestros a que la policía no se hiciera con uno, sino con
dos. Aquello sería intolerable, podrían darse casos que nos daba
demasiado miedo contemplar, de manera que en nuestra cabeza caía
como un halcón sobre sus presas la frase “patas, ¿para qué os
quiero?” en cuanto nuestra libertad fingida estuviese en peligro,
fuéramos solos o acompañados.
Claro que yo también había dejado
solos a compañeros y había huido, volviendo sólo a buscarlos y
reuniéndome con ellos cuando sabía que ya nadie les perseguía, o
me perseguía a mí. A veces incluso había hecho de señuelo,
sabiendo que yo tendría posibilidades en una persecución, pero mi
acompañante no.
Eso a Puck le cabreaba mucho, pero yo
no podía hacer otra cosa. Estaba en mi naturaleza querer a los que
trabajaban conmigo.
Los vínculos afectivos eran tan
útiles como perjudiciales, porque te hacían pensar rápido en el
bienestar del otro, y te hacían mucho más complicado pensar en el
propio. No podías cuidar de ti mismo si te estabas ocupando ya de
otra persona, pero, ¿qué íbamos a hacerle? Mi madre no me había
enviado con los nuestros sólo para que yo me comportara como una
reina y una diva. Yo no era así, yo quería cuidar de los demás y
proporcionarles una buena vida, aunque eso me convirtiera en una
zorra temeraria en ocasiones.
El ángel me pellizcó el brazo y me
miró con ojos hambrientos y curiosos. Sin darme cuenta, había
alzado la vista y yo también estudiaba el cielo.
-Me gustaría saber en qué
piensas-musitó, clavando sus ojos azul celeste en mí, despertando
algo dormido en mi interior. Algo que había sido alimentado hacía
no mucho y que, sin embargo, aún tenía hambre.
-Mucha gente querría estar en mi
cabeza. Pero todos los que entrasen pagarían por salir. Sin
excepción-aseguré, frotándome la frente y separándome un poco de
él. Estiré los brazos, los balanceé adelante y atrás, hice
círculos a mi alrededor, dando palmas, y silbé. Se echó a reír.
-¿Y ahora qué te pasa?
-Que pareces una cría pequeña.
-Algunos no hemos disfrutado de la
infancia que seguro que has tenido-espeté, molesta de repente porque
no tenía ni idea de lo que había visto, sentido, y lo que me habían
quitado cuando todavía no tenía nada.
-Te sorprenderías-respondió, no
demasiado seco, pero sí lo suficiente como para detener la disputa
que yo ya quería mantener. Alcé las manos e hice un gesto con el
pulgar hacia el techo. Una tubería se dejaba caer elegantemente (o
no tanto) desde la azotea hasta el suelo. Me sería fácil coger
impulso y subir arriba y, una vez allí, correr hasta la Base.
Necesitaba un tiempo para pensar en qué iba a decirles a los demás
sobre mi ausencia, y prepararme psicológicamente para enfrentarme la
próxima vez a un ángel de verdad sin tener miedo de herir al mío.
Louis se echó a reír, asintió con
la cabeza, murmuró un escueto “vale, lo capto” y se abrió la
cremallera de la chaqueta. Dejó que sus alas, mucho mayores de como
las recordaba, cubrieran todo el espacio a su alrededor, haciendo las
veces de aura nívea y acolchada.
-No despegues aquí-le dije, girándome
y caminando insinuante hacia las tuberías. No quise caminar así, no
me hizo demasiada gracia contonearme como un pavo o una top model
así delante de él, pero no
pude evitarlo. Algo dentro de mí pidió que lo hiciera, y mi
subconsciente, acostumbrado a trabajar conmigo y malcriándome por
ello, fue en mi contra, obedeció a ese algo, y me dejó como una
perra en celo que no soportaba alejarse del pájaro que al que
acababa de follarse en un parque, como hacían los animales o los
estúpidos adolescentes que pululaban por la ciudad, haciendo ruidos
guturales parecidos a los del tigre, y demostrando que todavía les
faltaba una cocción.
Escuché el aire
sisear a mi alrededor y, un segundo después, mis pies se separaron
del suelo. Grité, viendo cómo el cemento grisáceo, ensuciado por
algunas bolsas de comida basura aquí, o una lata de refresco allá,
se alejaba de mis pies, moviéndose como si de un monstruo de roquedo
arrastrándose por el fango se tratase.
Después
de ese grito, Louis no permitió que emitiera ningún otro sonido; me
tapó la boca con la mano y gruñó algo que no conseguí entender,
pues el silbido del aire me molestaba demasiado. Cerré los ojos,
preparada para lanzarme al vacío, rezando porque no estuviera
demasiado lejos, cuando sentí un pequeño impacto en mis pies.
-Me harías un
gran favor si te quedaras rígida-ladró en mi oreja, yo obedecí,
tensando mis músculos al máximo y poniéndome lo más recta que
pude.
Nos depositó a
toda velocidad en el suelo, haciendo que nos arrastráramos un par de
metros por la inercia de la velocidad que habíamos alcanzado.
Observé las
nubes, jadeante.
-¿A cuánto hemos
ido?
-Poco-sentenció
él, arrastrándose por el suelo-. Mierda-baló, mirándose las
palmas de las manos, raspadas por el contacto con el suelo del techo
de aquellos edificios bajos. Se habían enrojecido y, en algún
punto, se habían convertido en manantiales de sangre. Se dio la
vuelta, sus alas se relajaron, dejando que el polvo del lugar se
incrustase en sus plumas, y se miró los pantalones. Todo parecía en
orden; un poco sucio, pero en orden-. 20 kilómetros por hora,
aproximadamente.
-¿A cuánto
podéis llegar?
Me miró con una
sonrisa de lobo incrustada en la cara. Eché mano de la pistola
inconscientemente, segura de que se iba a lanzar a por mí y me iba a
arrancar la cabeza con sus dientes, que, de repente, me parecieron
más afilados que de costumbre.
¿Quieres
calmarte? Sólo tiene alas, en lo demás es idéntico a ti.
Puede que un poco más alto.
Suspiré,
sintiendo el contacto del arma fría contra mi piel y la yema de los
dedos, y esperé.
-¿Por qué
quieres saberlo? ¿No lo pone en los papeles que robaste y tus jefes
te han mandado a seducirme?
-Creía que
estábamos juntos en esto-respondí, limpiándome los pantalones y
dándome cuenta de que no traía ropa para correr. Mierda-. Es sólo
curiosidad.
Me contempló un
momento en el más absoluto de los silencios.
-Un día eché una
carrera con una amiga y... conseguimos alcanzar a un avión.
Alcé una ceja.
-¿Aterrizando?
Se echó a reír.
-Había despegado
hacía cinco minutos del aeropuerto. Y nosotros salimos de nuestra
Central. Que, como sabrás, está a varios kilómetros de distancia,
y de donde salimos siempre en dirección contraria a cómo llegan los
pájaros de hierro.
Abrí la boca,
impresionada.
-¿Es en serio?
-Totalmente-dijo,
dando un brinco y colocándose en pie. Sus alas temblaron, él las
abrió y cerró varias veces, asegurándose de que no tenía nada.
Con un fuerte impulso, salió disparado hacia arriba, tapando por un
momento el sol con su silueta de ave rapaz para, a continuación,
descender hasta flotar a un par de metros sobre el suelo. Se inclinó
hacia mí.
-¿Podrás seguir
sola, o quieres que te lleve?
-Es increíble que
accedas a cosas así.
Se encogió de
hombros, desviando su trayectoria e inclinándose más de la cuenta
hacia mí.
-Y dicen que no
quedan caballeros.
-Los mataron a
todos-dije yo, sosteniendo su rostro entre mis manos y tirando de él
hacia abajo. Nos besamos despacio; tenía demasiado miedo de
entrelazar mis dedos en su pelo y hacer que se cayera, y estábamos
demasiado separados como para profundizar más el beso. Necesitaría
que me llevaras de vuelta al suelo ronroneó una gatita juguetona
dentro de mí, pero me apresuré en descartar esa idea. Había vivido
bien sin él, no lo necesitaba para nada. Bajarme de aquel tejado
sería un paseo comparado con muchas misiones que había llevado a
cabo sin ningún rasguño o mala caída.
Y, sin embargo,
ahora estás aquí por una misión que te empezó a parecer sencilla
cuando se complicó demasiado.
-¿Te veré
esta noche?
Negó con la
cabeza.
-Voy a tener que
dejar de venir tan a menudo.
Se colocó
perpendicular al suelo, pensé que iba a aterrizar. Después recordé
la mueca de dolor que hizo una fracción de segundo antes de echar a
volar, recordé lo que me había contado de lo doloroso que podía
resultarle hacer movimientos bruscos con aquellos miembros de los que
el resto de mortales carecían, y supe que sólo se preparaba para
irse.
-¿Por qué? ¿Es
que sospechan?
Negó con la
cabeza. Eché a andar hacia el borde de la azotea, él me siguió,
dejando una suave estela de sonidos de roce, como el frufrú de los
vestidos que llevaban las runners cuando se retiraban y sus maridos
iban a buscarlas. Nunca me imaginé que iba a escuchar ese sonido tan
cerca de mí, parecía estar emitiéndolo yo.
-No, para nada. Es
sólo que... necesito dormir.
-Ah-contesté,
mirando la silueta de hongo surgido de una bomba atómica que tenía
la Base. Mi cama era bastante ancha, lo suficiente para dormir dos
personas. Apretadas, pero...-. Podrías dormir aquí-sugerí,
metiendo las manos en los bolsillos.
-Pfjé-contestó
él, negando con la cabeza. Aquella mezcla entre bufido y carcajada
me atacó los nervios-. No, gracias. Prefiero poder despertarme, o
hacerlo con la cabeza tranquila, no con una bala dentro. Pero gracias
por la proposición. Es un detalle, runner.
Pisoteé una
colilla de alguno de mis compañeros fumadores que había apurado
hasta el último kilómetro para disfrutar de sus vicios prohibidos
y, con la cabeza gacha, murmuré un asentimiento.
-No te deprimas,
¿quieres? Me verás pronto-volvió a besarme, y no esperó a que me
despidiera. Giró en redondo y, dejándose caer con las alas cerradas
por el callejón en el que nos habíamos metido antes, se impulsó y
surcó el cielo en dirección a su casa.
¿No tendría nada
que hacer?
Me acerqué al
borde del edificio y escudriñé lo que había abajo. Un par de
toldos en los que apoyarme para bajar, unas cajas en un lado, ropa
tendida en otro... Podría tirarme sin sufrir demasiados daños.
O podría tirarme
mal y abrirme la cabeza tan cerca de casa que mi fantasma se reiría
de sí mismo durante eones.
Armándome de
valor para saltar y hacer que el destino decidiera lo que le
pareciera más conveniente, tardé mucho más que lo que solía
hacerlo en escuchar los pasos que se acercaban a toda velocidad a mí.
Me giré con la
mano en los lumbares, preparada para desenfundar la pistola y freír
a quien fuera a tiros, justo cuando June daba un brinco que le hizo
pasar de la azotea más cercana a la mía. Corrió hacia mí.
-¡Eh!
Se detuvo a unos
diez metros de mí. Nos contemplamos un segundo. Ella llevaba la ropa
cómoda que solíamos llevar cuando estábamos en las misiones:
camiseta de tirantes, pantalones anchos, calzado cómodo y con suela
pequeña, de goma para que no se nos clavaran cosas del suelo, y con
dibujos para impedir que resbalásemos en las huidas. De su hombro
colgaba una cinta, que pegaba el maletín que llevaba pegado a su
cintura. Puso los brazos en jarras.
-¿Kat? ¿Qué
haces aquí?
-Iba a preguntarte
lo mismo-respondí yo, pero luego señalé el maletín, como diciendo
que ya había encontrado la respuesta. June miró un segundo su
carga, que parecía haber olvidado. Abrió los ojos y la boca,
murmuró un profundo pero suave “ah” y asintió despacio.
-Vengo de una
misión-explicó-. Bastante movidita, por cierto. Me pilló la poli
entrando en una sala de archivos, y me intentaron freír a tiros. Por
suerte, fui rápida y lista. Conseguí escapar.
-Me da la cabeza
para llegar hasta eso, aunque no te lo creas-repliqué, irónica.
-Algunas somos
buenas escapando y otras robando. Es una pena que no haya nadie con
esos talentos combinados.
-Una verdadera
lástima-coincidí, mirando la caída. De repente abrirme la cabeza
resultaba muy apetecible; cualquier cosa mejor que estar allí,
hablando con June, aguantando las ganas de pegarle un tiro y quedarme
tan ancha. Dormiría bien por las noches si hiciera que una bala le
atravesase la cabeza y luego arrastrara su cadáver alegando que la
había encontrado en un contenedor. Sería creíble que la había
matado la poli pero, claro, necesitaba pensar qué hacía con el
maletín. No quería encargarme de su misión (y me harían hacerlo
si la arrastraba), pero tampoco quería que fuera tan evidente que la
asesina era yo, no un gilipollas de gatillo suelto con una placa de
metal que acreditase que estaba autorizado a ir cargándose gente por
doquier.
-Te toca
explicarte-ordenó, tirando de la cinta de su maletín y
observándome. Entrecerró ligeramente los ojos, estudiando cada
pieza de mi vestuario, sin dejar escapar ningún detalle. Quise
gritarle que, efectivamente, no estaba en una misión, y por eso no
iba vestida como tal-. ¿Cómo es que te han dejado salir?
Eché memoria, y
descubrí que June había estado fuera cuando me devolvieron la
libertad para ir a donde me diera la gana y salir sin ningún escolta
que pudiera dar fe de que yo tenía una vida tan aburrida como
intachable.
-Pasé la
prueba-dije a modo de respuesta. Frunció los labios, furiosa, al
comprender que no había ganado la guerra, tal y como creyó cuando
la colocaron en el equipo de élite para acabar con lo que pudiéramos
de los ángeles y a mí me dejaron al margen-. Y estaba dando una
vuelta, preparándome para lo de antes.
-Interesante-respondió,
haciéndome cerrar la boca y evitándome más explicaciones que a mí
no me apetecía inventar y ella no quería oír-. Y ahora, si me
disculpas, tengo una cosa-palmeó su costado, toqueteando las correas
del maletín y asegurándose de paso de que no se le soltaran, pues
sería una verdadera pena quedar mal con los demás precisamente
ahora que yo volvía a estar en auge y mis acciones cotizaban al alza
en bolsa- que entregar. Nos vemos en casa.
Dibujé una
sonrisa falsa en mi rostro y me hice a un lado. Ella sonrió,
contenta de este gesto que parecía darle un estatus superior al mío,
y pasó a mi lado a toda velocidad. Saltó sin vacilar, se apoyó en
el toldo y se agarró a una ventana cuando éste la catapultó más
lejos. Tras encaramarse a la pared, escaló de nuevo a la azotea. Se
giró, hizo el saludo militar con la mano, y desapareció corriendo,
sabedora, igual que yo, de que no iba a poder hacer lo que ella
acababa de hacer. Mis vaqueros no me daban toda es movilidad, y mis
Converse no permitirían un impulso tan grande ni una escalada tan
fácil. Resignada, me tiré al vacío y, enganchando los dedos en la
ropa tendida, aterricé suavemente en el suelo. Cuando solté la
cuerda del tendal, ésta hizo lo que la de un arco, lazando al aire
unos calcetines que no estaban bien sujetos. Miré en todas
direcciones y corrí por las calles desiertas, preguntándome a qué
se debía que no hubiera nadie en la calle.
Aquellos eran los
suburbios de las calles anexas a la Base. Las familias de la mayoría
de los runners vivían aquí. No tenían un nivel de vida demasiado
malo, aunque tampoco nadaban en la abundancia. Simplemente tenían
unas buenas casas y trabajos bastante decentes que les permitían
llevar pan a su casa, además de la seguridad real que nosotros le
proporcionábamos, y la ficticia que les otorgaba el tener unas
identidad para el Gobierno. Vivían en el filo de dos mundos,
disfrutando de las ventajas de ambos, pero alejados de sus
inconvenientes. No tenían coches caros, ni televisión con infinidad
de canales como los que habitaban las calles del centro, ni vestían
ropa cara. Y, sin embargo, eran los que mejor vivía. Con eso a ellos
les bastaba.
Las calles siempre
bullían de actividad, y más a estas horas, cuando el sol estaba
alto y los niños salían de la escuela. Siempre las llenaban los
chillidos y las risas de los pequeños, bramando que aquello no era
justo, que alguien había hecho trampa, que no habían perdido sino
que habían dejado ganar a los demás por pena, o que tal juego les
aburría y les apetecía cambiar. Las madres los controlaban,
juntándose en grupos y riendo de las ocurrencias de los que, algún
día, terminarían siendo como yo.
Los hombres
también solían salir, concentrándose en las entradas de los bares,
riendo y gritando porque algún equipo favorito nunca ganaba y, sin
embargo, nunca llegando a las manos. Tenía en sus venas la sangre
amante de la violencia que caracterizaba a los nuestros y hacía que
se diferenciaran de los demás y, con todo, nunca hacían alarde de
esas capacidades de las que carecían el resto de ciudadanos. Aunque
antiguos runners, algunos no volvían a usar esa fuerza que les había
salvado la vida en más de una ocasión.
Me detuve un
momento, miré alrededor, sintiendo que nada estaba bien, hundiéndome
en aquel silencio anormal y, entonces, lo escuché.
El sonido de
gritos pasados.
El sonido que te
instaba a correr.
No esperé a que
ese sonido se repitiera; tras mirar a mi espalda, comprobar cada
recoveco, eché a correr a toda velocidad, con los pulmones ardiendo,
el corazón a punto de explotar, los ojos entrecerrados debido a la
fuerza del viento en mis pupilas, las luz del sol reflejándose en
las ventanas y cegándome mientras mis pies apenas tocaban el suelo,
impulsándome cada vez más rápido.
No pasé por la
zona por la que habían entrado los guardianes, y casi lo agradecí,
porque seguramente estuviera llena de cadáveres.
Llegué a la valla
que separaba el perímetro de la pequeña ciudad de runners,
aglutinada por la ciudad más grande y horriblemente perfecta, apenas
minutos después de bajar de aquel tejado en el que el pánico
todavía no existía. El miedo no era buen escalador, y cuando
estabas cerca del cielo, estabas a salvo.
Estuve a punto de
saltar la valla cuando escuché ese pequeño bramido que indicaba que
la corriente estaba encendida, y la corriente rara vez se encendía.
Sólo en casos excepcionales, con demasiado aflujo de gente, como
queriendo demostrar al Gobierno que allí no había nada que bien,
que si habían cerrado la Base era por algo, y lo comprendíamos.
O en caso de
ataques.
Segura de que
alguien estaba a punto de encontrarme, corrí por todo el perímetro,
buscando alguna manera de cruzar la valla, aun a sabiendas de que no
iba a encontrar ningún sitio por el que pasar. La valla de la Base
se había diseñado así: podías escapar rápidamente, pero entrar
era otra historia, precisamente a la inversa de la Central de
Pajarracos Express.
Con el aliento de
mi perseguidor invisible en la nuca, erizándome hasta el último
pelo del cuerpo, desesperada, grité con todas mis fuerzas. Grité
todos los nombres que se me ocurrieron, y grité más fuerte cuando
escuché los pasos detrás de mí. Cerré los ojos, me incliné hacia
delante, sin tocar la valla, pero sintiendo la electricidad que
manaba de ella tratando de alcanzarme. No pude parar de chillar, las
lágrimas me recorrían la cara, ahogando mis ojos, empañando mi
vista...
-Por favor, por
favor, abridme-supliqué, y empecé a darle puñetazos al alambrado,
haciendo caso omiso de las descargas, leves, pero molestas. La habían
encendido hacía poco.
Pero la gente no
se había ido hacía poco, eso lo sabía.
-Por favor-gemí,
dejándome caer en el suelo, hincando las dos rodillas y abrazándome.
Me dolía el vientre, iba a morir allí, o algo peor. Sí,
seguramente algo peor, iban a capturarme y torturarme para que
traicionara a los míos, justo ahora, ahora que había conseguido que
volvieran a confiar en mí...
Ahora no, por
favor, ahora no.
Una voz detrás de
mí se abrió paso entre el torrente de pensamientos que me
aterrorizaban.
-¿Cyntia?
¡Cyntia!
Levanté la vista
y miré a mi salvador.
Taylor se inclinó
hacia mí, me rodeó con sus brazos y me besó la frente,
tranquilizándome con la calidez de su cuerpo. Sólo pude decir tres
palabras.
-Sácame de aquí.
Y lo hizo,
ganándose mi agradecimiento eterno.
sábado, 21 de diciembre de 2013
La muerte hasta la última gota.
Tamy abrió los ojos
después de lo que le pareció una eternidad y, para su sorpresa,
seguía metida en aquella esfera de luz blanca que había corrido
hacia ella durante sus últimos instantes de vida, que habían sido a
la vez meses y meses de intensa tortura en un cuerpo rebelde que no
hacía más que volverse contra ella, pues su ser estaba luchando por
salir de la asfixia permanente en la que se encontraba. Su cuerpo no
era más que una cárcel invisible, tan ancha que parecías no estar
encerrado, pero lo bastante pequeña como para notar los barrotes
rozando todos y cada uno de los extremos de la piel; sin apretar,
pero sin alejarse lo suficiente. Comprendió a qué se debía todo
aquello: ella, el verdadero ella,
no tenía cuerpo, no ib a tener fin, como lo había tenido la condena
a la que la sometieron, sin haber hecho realmente nada, sin haber
obtenido un juicio en el que le dijeran de qué era culpable y cuánto
tiempo debía estar sufriendo sin saberlo.
Antes
de morir, cuando le comunicaron a ella y a sus padres qué era lo que
le sucedía, las continuas migrañas, los cambios de humor, Tamy
había pensado mucho en qué era lo que podía sucederle, en lo mucho
que daría porque todo aquello terminara de una vez. Al fin y al
cabo, no se merecía lo que le había pasado, no recordaba que nadie
la señalara con el dedo y murmurara una única palabra “culpable”.
Y,
sin embargo, la culpabilidad estaba en sus venas, en la cárcel, y en
su composición. Su abuelo había muerto de lo mismo, su padre había
conseguido sortearlo, pero no había sido así con su tío, que se
había quedado también por el camino.
El
médico susurró una única palabra con semblante serio, una palabra
que en un principio no tenía sentido. ¿Qué tenía que ver un signo
del zodiaco que, para colmo, no era el suyo en todo esto? Era
Capricornio, no era cáncer. Y estuvo a punto de protestar cuando lo
entendió, gracias a las caras pálidas de sus padres, que no
esperaban que el gen maligno traspasara las fronteras del sexo y
lograra alcanzarla; en la mano lívida de su madre, con los nudillos
blancos como la cal, que la apretaba con fuerza, sin querer dejarla
ir, como si aquella pequeña palabra de seis letras fuera a
arrastrarla lejos de sí... como había pasado con su tío, y su
abuelo, y casi había sucedido con su padre.
Intentaron
de todo, pero nada resultó. Las expectativas de los médicos no eran
nada buenas, y terminaron confirmándose al luchar cada vez con más
ahínco y no conseguir nada más que pequeños atrasos. Su madre
había insistido en que probara todos los caminos, pero ella había
terminado cansándose de aquello. Quería que la dejaran vivir lo
poco que le quedaba, al fin y al cabo, sabía demasiado sobre la
muerte, ya que había presenciado la convalecencia de su abuelo que,
postrado en una cama, había dejado que su cuerpo le asesinara por
dentro, criando un monstruo que no hacía más que devorarlo,
mientras se afanaba en continuar respirando, corriendo a toda
velocidad en una carrera en la que iba último, gritando a pleno
pulmón para que le escucharan fuera de una sala insonorizada.
Y
ahora, todo ese sufrimiento, las luchas a lo que se había
enfrentado, no eran nada, se habían difuminado tal y como hacían
las nubes de gas de una fábrica que, a medida que escalaban por el
cielo, se fundían más en él. Tamy se encontraba ahora en una
especie de mar de luz, pero era una luz diferente a todas las que
había conocido cuando no estaba encerrada y su cuerpo dolía; era
una luz buena, a la que podías mirar directamente sin que te hiciera
el más mínimo daño, sin tener que entrecerrar los ojos. No cegaba,
tan sólo alimentaba.
-Así
es la muerte-dijo con una boca que ya ni estaba ahí, y meditó esas
palabras mientras rebotaban en su conciencia. Creía saberlo todo
sobre ella por el simple hecho de haberla tenido de cerca, pero nunca
la había experimentado realmente.
A
su mente acudió la imagen de una de las amigas de su madre hablando
con ésta cuando se suponía que la enferma no iba a poder
escucharlas. Ambas comentaban lo duro que estaba siendo todo, lo
injusto que era, que aquellas cosas no debían pasar, nadie debería
morirse tan joven, era una verdadera injusticia, ella lo sabía... y
Tamy había arrugado la nariz y había pensado “¿Cómo lo sabes?
¿Es que tú te has muerto alguna vez?”
Había
crecido con un retazo de verdad, considerando cosas que se daban por
sentadas, pero que nadie en realidad conocía con certeza. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que tratar de describir la muerte
sin haberlo hecho primero era como tratar de adivinar el sabor de un
plato por la pinta que tenía. Tuvo ganas de echarse a reír de su
antiguo yo, que se había creído tan experto de aquellos temas,
porque le habían tocado de muy cerca; pero ahora sabía la verdad:
nadie tenía ninguna experiencia con la muerte, porque la muerte era
de cada uno. Cada uno podía tener una ligera idea, pero sólo una
vez iba a experimentar la muerte, y sería demasiado tarde para
volver atrás y decir a todos los que le discutieron su manera de ver
el mundo que se abría ante ella y decirles “¿Lo veis? Tenía
razón. Al final la muerte no es más que libertad”.
Sí,
libertad. Libertad para imaginar lo que podría haber pasado,
libertad para vivir una y otra vez vidas que nunca iban a ocurrir en
la realidad, libertad para revivir los recuerdos pasados, tanto los
presentes como los olvidados. Libertad para meditar, una y otra vez,
sobre lo que sucedía en el mundo. Libertad para cometer errores y
enmendarlos, acertar, y seguir escalando. Eso era la muerte; lo que
venía después de la vida, lo que todos se imaginaban, todos
terminaban probando: una segunda oportunidad de la que, aunque de
mentira, se aprovechaba hasta la última gota.
domingo, 15 de diciembre de 2013
Lealtad.
Me quedé pensativa, mirando a las
nubes, mientras Louis revolvía en los bolsillos de mi chaqueta hasta
encontrar la cajetilla de tabaco.
-¿Puedo?-inquirió, alzando una ceja,
sin saber si me apetecía romperle la cara o si, por el contrario, me
había puesto de buen humor y tenía pensado permitirle que se
excediera. Asentí con la cabeza, masajeándome el cuello, e hice un
gesto con la mano en señal de que no me importaba en absoluto, a
pesar de que él ya había encendido el mechero y la llama ya estaba
muy cerca del pequeño asesino con vestido de novia.
Se tumbó sobre la hierba e inhaló el
humo cancerígeno, sin importarle lo más mínimo que era posible que
aquella fuera mi última cajetilla y tuviera que ir a robar más de
camino a casa. ¿Qué más daba? Todo era más sencillo si podías
volar.
Yo no podía dejar de pensar en las
nubes, en lo libres que eran, en que podían pasar a través de
cualquier cosa, porque eran a la vez agua, que fluía, y aire, que se
colaba en el menor recoveco y llenaba de vida cualquier cosa. Podían
ahogar a la gente si se les antojaba descargar la cantidad suficiente
de agua como para provocar inundaciones, o podían matarlas de sed si
no se dignaban a aparecer... o podían insuflarles vida
proporcionándoles lluvias regulares y permanentes, que nadie echaría
en falta durante un día, pero tampoco vería que sobrasen en una
tarde.
Me mordí los labios y me concentré en
acariciar la larga trenza, que ni me había molestado en deshacer
mientras lo hacía con el ángel traidor que me convertía a mí
también en una traidora.
-¿Qué pasa?
Negué con la cabeza.
-No lo entenderías.
-Puedes intentarlo.
Pero me quedé callada, vislumbrando un
futuro que sabía que no iba a pasar. Podíamos huir. Yo marcaría
los límites y el ritmo, dado que no podía volar. Él podría ir
delante, ayudarme cuando los obstáculos fueran especialmente
difíciles, y avisándome para sortearlos. Podría ayudarme si se lo
proponía, y saldríamos rápidamente de aquella ciudad. Nunca había
estado más allá de las fronteras de los distritos, pues abarcaban
la ciudad en toda su extensión, pero, claro, cuando esta ciudad
llega casi a los cientos de kilómetros de una punta a otra, y otros
tantos de norte a sur, este a oeste, cualquier lugar era desconocido.
Nadie conocía a nadie en la ciudad, ni mucho menos; apenas sólo
sabían de los compañeros de escuela, de trabajo, de aquellos con
los que se encontraban en la cafetería, de aquellos que se bajaban
en la misma parada de metro, de aquellos que frecuentaban el mismo
quiosco, incluso a los que veían en el cine, insulso e inútil, que
más que arte se podría calificar de publicidad más duradera del
Gobierno, siempre en la sombra y siempre acechando. No nos sería
difícil camuflarnos entre esa sociedad, él podía esconder sus
alas, y yo podía tapar mis tatuajes con maquillaje (había visto a
chicas haciéndolo, y estaba segura de que mi madre lo hacía cuando
salía a comprar la comida que necesitaba para alimentar a lo poco
que quedaba de nuestra familia, rota y herida por la guerra a la que
nos sometíamos sin disparar realmente nunca ninguna pistola), y
sería cuestión de tiempo que la policía nos perdiera el rastro.
Tal vez tuviéramos suerte y se nos diera por muertos, caídos en
combates diferentes ambos dos y, sin lo hacíamos bien, saldríamos
de la ciudad al mismo tiempo que nos celebraban los funerales; breves
en mi caso, modestos, sin demasiado tiempo a pensar en lo buena o
mala que había sido, sino con la imagen de un sustituto adecuado en
la mente de todos y cada uno que se estuvieran despidiendo de mí, y
seguramente triste en su caso, dado que, bueno... era caro, eso lo
sabíamos. Era lo poco que sabíamos de los ángeles: resultaban muy
costosos, cada uno era una joya en sí misma, y por eso se reservaban
el derecho de mandarlos retirarse cuando las cosas se ponían
demasiado feas con nosotros. Otra historia era, por supuesto, que
ellos se retiraran. En el fondo cada uno hacía lo que le daba la
gana, pues tú eras la única persona que iba a estar viviendo
contigo todo el rato.
-¿Tengo que preocuparme por dejarte
embarazada y que dentro de nueve meses me vengas con un crío con
pico?-preguntó.
-Tomo la píldora.
Se me quedó mirando un segundo. Alzó
las cejas y silbó.
-Vaya, bombón...
-No podemos permitirnos esas cosas en
nuestro trabajo-dije, subiéndome la cremallera de la chaqueta y
poniéndome de pie.
-¿Por qué?
-Las embarazadas son torpes.
Sí que era verdad que tarde o temprano
tomábamos la decisión de dejar de drogarnos y permitir que la
naturaleza siguiera su curso. En mi caso, especialmente, todos
querían que dejara de medicarme y le permitiera a Taylor el tener
la posibilidad de fecundarme. Todos fantaseaban con los hijos que
podríamos tener, fruto de la unión de dos de los mejores de nuestra
base: la más rápida, la mejor de todas, la de una estirpe mejor que
la de los demás, la que tenía sangre incorrupta en sus venas, y el
más fuerte, el mejor entrenado ,el más preparado y más listo de
todos ellos, que vivía a base de ponerse en peligro y disfrutar de
éste.
Sí, los hijos que podría tener con
Taylor serían geniales.
Y la gente tenía prisa por que los
tuviera, ya que, al fin y al cabo, cuanto más temprano empezara a
procrear y quedarme embarazada, más hijos podría tener.
El problema era que yo no quería esta
vida para ellos, y estaba convencida de que tendrían que vivirla,
obligados por su sangre, por la madre que tenían, por la familia de
la que procedían, por un padre que no tenía respeto alguno por los
valores de la gente de a pie, que en ocasiones no protestaba porque
sus ideales y su inteligencia les daba toquecitos en la espalda.
-Eh, no vale la pena-les decía esa
vocecilla en la cabeza cuando iban a protestar, y lo veían, y se
daban cuenta de que su conciencia tenía razón, y no hacían otra
cosa más que asumir que las cosas eran así, no iban a cambiar por
mucho empeño que le pusieran, y punto.
Taylor estaba empeñado en no darse
cuenta de que yo aborrecía que me tratasen como a una vaca de buena
genética, a la que sólo se utilizaba para parir terneros cuya carne
se vendería sin duda al mejor postor por varios cientos de dólares.
La vaca también quería que la
ordeñaran, no sólo que la utilizaran como útero caminante. Yo
tenía mucho que ofrecer, lo estaba ofreciendo en ese momento,
llevaba toda la vida ofreciéndolo porque se me había permitido, ya
que “era demasiado joven para tener hijos aún, su potencial no
estaba bien desarrollado”.
Además, no iba a parir guerreros.
Tendría hijos si veía que las cosas iban bien, incluso los tendría
y les permitiría trabajar en lo mismo que había trabajado yo,
siempre y cuando hubiera podido mejorar las cosas.
Y las cosas no estaban mejorando, es
más, cada día íbamos a peor, cada día fallábamos más, cada día
desconfiábamos más los unos de nosotros, y cada día nos parecíamos
más a eso contra lo que, se suponía, estábamos luchando.
-¿Te obligan?-preguntó él,
tendiéndome el cigarro. Negué con la cabeza.
-No, de hecho-sonreí, cínica y
cogiendo el pequeño asesino- quieren que deje de tomarla, pero...
-... pero no puedes arriesgarte a parir
algo con pico. ¿Cómo lo explicarías?
Me eché a reír.
-No eres el centro del mundo.
-Puede, pero hace un poco estaba en el
centro de tu ser, lo que viene a ser muy parecido.
Di una calada, divertida, y negué con
la cabeza.
-No entiendes nada.
Sacudió la cabeza y alzó los hombros,
clavando los ojos en las nubes que me habían servido de fuerza
filósofa a mí también.
-Tampoco lo necesito-replicó,
sonriendo sin dignarse a mirarme. Me odié a mí misma por permitir
que tuviera razón; le había dado exactamente lo que quería a
cambio de nada.
Bueno, nada... nada no.
Suspiré, le tendí
de nuevo el cigarro y él lo rechazó con un movimiento de la mano.
Lo apoyé en la hierba y lo aplasté con toda la fuerza de la que fui
capaz.
-Uh, qué rebelde.
Me eché a reír.
-Cállate.
Nos quedamos un
rato más así, los dos juntos, sin comentar nada, tan sólo
disfrutando de la compañía del otro y de la posibilidad de que el
silencio no nos hiciera ningún efecto... se sentía bien estar a su
lado.
No tenía por qué
pararme a pensar en que tal vez nos mandaran en una misión conjunta.
No tenía por qué
pensar en que tal vez aquella fuera la última vez que estuviéramos
juntos, porque nos fueran a matar en el instante más próximo.
No tenía que
pensar en nada de ser una runner, porque yo a su lado, en ese
momento, no era una runner, sino una de sus conquistas infinitas. Un
nombre más engrosando una lista enorme.
Seamos francos: era
muy guapo, y se notaba que tenía experiencia. Yo no era ninguna
novata en esos temas (había tenido varios novios antes de Taylor,
ninguna relación demasiado seria, pero no había llegado intacta al
que se suponía que era mi novio oficial), pero no tenía la misma
experiencia que él, eso se notaba.
La suya era la
típica experiencia del don Juan que sabe adaptarse exactamente a la
situación, a la chica, pero que disfruta adaptándose de todas las
maneras. Había conseguido ese punto de equilibrio entre el placer
propio y el disfrute ajeno sin hacer apenas esfuerzo.
Y eso me cabreaba.
Me cabreaba mucho
que no me tuviera sobre aviso constantemente porque, al fin y al
cabo, éramos enemigos, se suponía que no deberíamos estar
allí juntos. Para empezar, no tendríamos que habernos acostado.
Para seguir, no deberíamos haber intimado tanto.
Además, no tendría
que haber ido corriendo a verlo, entristecida porque podía matar
ángeles.
Debería estar
contenta de serle útil a los míos y poder matar ángeles.
Pero, sobre todo,
me cabreaba el hecho de estar a gusto con él.
Y ser una
conspiradora, ya ni te cuento.
-Debería
irme-murmuré para mis adentros, asintiendo con la cabeza,
insuflándome ánimos, y levantándome para, a continuación,
desperezarme.
-¿Llevas las
bragas?
Le di una patada en
las costillas, él se retorció de dolor, pero no demasiado. Gimió
durante largo rato, hasta que se descontroló lo bastante para perder
esa calidad de gemido herido y terminar siendo una carcajada burlona.
Quise arrancarle
las alas por todo lo que me estaba haciendo y prenderles fuego allí
mismo, delante de él y de todo el parque, con los niños corriendo
con sus cometas persiguiéndoles (como había hecho él una vez
conmigo), con los adolescentes enrollándose en los bancos, los
ancianos dándoles de comer a las palomas, y los perros trotando tras
las cosas que sus amos le lanzaban. Quería que todos vieran de lo
que era capaz, que me tuvieran respeto, que no me cabrearan, que me
tuvieran miedo.
Quería ver la cara
de Louis cuando sus alas ardieran como si tuvieran gasolina y
formaran una columna de humo que él nunca, jamás, podría volver a
sobrevolar.
¿Quién gana ahora, Louis?
Y, sin embargo, ahí
estaba otra vez esa pequeña sombra de mí, del amor que había
sentido una vez antes de que me convirtieran en una asesina a sangre
fría, cuando todavía creía en la bondad del as personas y que
alguien que no te conocía no podía hacerte daño, recordándome qué
era lo que sentía por él.
Aquella pequeña
sombra que cuando hablaba sonaba igual que mi hermana pequeña antes
de que la callaran para siempre era la que me explicaba cosas que, de
no ser por ella, yo no habría entendido jamás.
Por qué, por
ejemplo, ya no quería ir a misiones en las que hubiera riesgo de que
un ángel apareciera y la lucha quedase garantizada, incluso en el
hipotético caso de que consiguiera que me ofrecieran una así.
Por qué no podía
dormir tranquila por las noches si sabía que Louis se había largado
a hacer algún trabajo nocturno en el que podría correr peligro.
Por qué sólo me
sentía a salvo no cuando estaba metida en un ascensor (lo conocíamos
como el gran amigo del runner, ya que cuando entrabas en uno, las
balas no te alcanzaban, y era demasiado difícil pararlo antes de que
alcanzaras tu destino y pudieras escapar, ya no digamos echarlo
abajo), sino cuando estaba en un espacio al aire libre, a poder ser
en un tejado, en el que él pudiera verme y acercarse a mí.
Por qué no podía
soportar la idea de encontrarme con un ángel en misión conjunta con
un compañero runner y dejar que le disparara.
Por qué sus ojos
me parecían tan bonitos.
Por qué creía que
mi plato favorito eran sus labios.
Por qué sabía que
las cosas con Taylor ya no iban a ser nunca iguales, y luchaba por
disimular que las cosas estaban bien y que no había cambiado
absolutamente nada, a veces con más triunfo, otras con menos.
Por qué de repente
la traición ya no me parecía tan mala opción.
Por qué estaba con
él allí en lugar de estar preparando mi próxima misión, que era,
en teoría, con lo que más disfrutaba en el mundo.
-Te quiero-solté
de repente, sin arrepentirme lo más mínimo por el efecto colateral
que podría causar. Me daba igual cómo fuera su ego, me daba igual
su reacción.
Podría traicionar
a toda mi familia, a todos los que me importaban, podría traicionar
a todo el mundo... pero no me iba a traicionar a mí misma.
Y tampoco iba a
traicionarlo a él. Sentía que necesitaba saberlo. Y yo necesitaba
decírselo.
Las comisuras de su
boca se curvaron en una sonrisa condescendiente.
-Es difícil no
hacerlo.
-No, pájaro. Te
quiero de verdad. Y lo sabes. Lo sabes muy bien. Lo sabes de
sobra, de hecho. Seguro que tienes miedo de que sea verdad, por todo
lo que esto puede implicar, pero quiero que sepas que si vamos a
jugar, voy a dejar que eches un vistazo a mis cartas. Ya conoces mi
estrategia.
-Si estás
esperando que te diga lo mismo, estás muy bien sentada.
-Me da igual lo que
tú sientas, ¿vale? Pero esto ya no es una tontería para mí. No es
ningún juego. Es más, seguramente nunca me lo tomé en serio como
un juego-me encogí de hombros, y observé a las parejas revolcándose
bajo aquella luz cálida, disfrutando de algo que yo nunca iba a
tener.
Libertad mentida.
Pero era mejor que
esclavitud conocida.
Preferiría mil
veces haber nacido en otro lugar y no saber cómo se nos sometía,
hasta qué punto éramos esclavos. Porque el que no sabe de su
esclavitud nunca, jamás, es esclavo.
Yo también quería
ser como aquellos infelices, que iban por la vida besándose, sin
tener miedo de que alguien les disparara, sin preocuparse de vigilar
cada entrada y encontrar cada salida en un tiempo récord,
asegurándose una ruta de escape. Yo también necesitaba ese soplo de
aire fresco que todo el mundo experimentaba durante toda su vida.
Correr estaba bien,
pero en ocasiones lo mejor era caminar. Detenerse a mirar cosas
bonitas, observar a los demás, comprar lo que quisieras, luchar por
llegar a final de mes, no preocuparte porque alguien te hiciera daño,
pues se suponía que la policía no iba a dispararte... todas esas
cosas que veías y sabías que causaban placer, pero no podías
imaginarte cuánto. Y todo eso dolía, dolía mucho, porque podías
ver cómo los demás lo pasaban bien mientras tú sufrías, no hacías
más que luchar por ellos sin que ellos conocieran tu guerra ni la
apreciaran.
-No estamos en
ningún juego, Cyntia. Aquí, si te matan, no puedes reiniciar la
partida.
-Sabes a qué me
refiero.
Me acarició la
mejilla con la palma de la mano, yo le sostuve la mirada, segura de
que no tenía nada que esconder.
Que me lea la mente si lo desea.
Estoy limpia.
Por sus ojos cruzó
una emoción a toda velocidad, rápida como los aviones que
sobrevolaban las casas, que en ocasiones sorteaban los edificios por
escasos metros, que pasaban entre ellos considerándolos túneles, y
que conectaban los centros neurálgicos de la ciudad con los de otras
ciudades, más grandes, más alejadas, más desconocidas... y
esperaba que más libres.
Parpadeé, a la
espera de que me soltara cualquier gilipollez pretenciosa de las
suyas, aquellas a las que ya me tenía acostumbrada y que, de hecho,
me habían llamado más la atención sobre él. Era curioso cómo
podía pasar de darme asco a necesitarlo en apenas un segundo, e
invertir el proceso a su antojo, sin importarle cuáles eran mis
sentimientos, qué era lo que pasaba en mi interior, por qué no
podía enfadarme del todo, aunque me cabrease como nada lo había
hecho antes.
Me sorprendió con
una sonrisa tierna, tan íntima que me hubiera sonrojado de no tener
un gran autocontrol y capacidad de dominación de mí misma.
-Tú no eres ningún
juego para mí, bombón.
Puse los ojos en
blanco.
-¿Tenías que
cagarlo con lo de “bombón”?
Pero me incliné a
recompensarle aquella mínima declaración de intenciones con un
beso.
-Me irás
conociendo con el paso del tiempo.
Ya lo hacía, a mi
manera. Sabía que le gustaba patrullar solo, porque así podía
pensar en sus cosas y dejar que su atención fluyera como los ríos
de la ciudad, sabía que se permitía planear la mayor parte del
tiempo, sabía que le encantaba asustar a los míos dejando que sólo
su sombra se proyectara sobre ellos, semejante a los juegos de las
águilas y los conejos. Sabía también que prefería patrullar de
noche, porque la ciudad era particularmente hermosa desde las alturas
cuando se vestía con sus mejores galas y celebraba la oscuridad. En
ocasiones se daba la vuelta y contemplaba las estrellas tanto como
sus alas soportaban el peso de su cuerpo por encima de ellas.
Y sabía que venía
a la Base a verme sorteando los edificios a modo de obstáculos,
volando a toda velocidad, como un entrenamiento más.
También había
mucho de él que no sabía. Por ejemplo, cómo se llamaban sus
padres, a qué edad le habían implantado las alas, cómo había sido
su entrenamiento, cómo había hecho para sobrevivir en el aire
durante tantos años sin el más mínimo arañazo, cómo podía ser
tan creído, si había tenido novia, si tenía novia en ese momento y
también estaba engañando a alguien como yo... esos pequeños
detalles que la gente normal enseguida pregunta, pero que tú no
quieres sonsacar realmente. Tan sólo quieres que el otro se siente
una tarde contigo a charlar de esas pequeñas cosas, las manías, los
gustos, la familia, la historia, la vida, el futuro, los sueños, los
temores... y escuchar fascinada una perorata que a cualquiera tendría
aburrida, pero que a ti te parece la cosa más interesante del mundo.
Me disponía a
preguntarle algo sobre su pasado para tirarle de la lengua y que me
contara algo de un mundo tan desconocido como exótico, cuando decidí
que por aquel momento ya estaba bien. El sol había avanzado mucho,
en mi Base estarían preocupados por dónde estaría, y no quería
tenerlos a todos detrás de mí.
-¿Cómo vas con
tus planes de salvar el mundo?-dije, incorporándome y limpiándome
el trasero con unas sacudidas de las manos. Él echó un vistazo a
mis partes posteriores, sonrió, negó con la cabeza ante una idea
que pareció surgir en su mente como un cactus plantado en medio del
desierto por nadie sabía quién, y me miró a los ojos.
-Voy bien. Estoy
convenciendo a algunos. No son muchos, pero... poco a poco. Cada
pluma cuenta-dijo, batiendo levemente la punta de las alas, a las que
la hierba parecía adorar particularmente.
Hice una mueca,
divertida.
-¿Te importa si te
copio la frase? Es muy graciosa.
-¿Sabes qué es
graciosa? Tu cara-respondió, poniéndose en pie de un brinco y
sobrepasándome de nuevo con su altura. No era muy alto (estaba
segura de que Taylor era más alto que él), pero lo era bastante
para sacarme una cabeza y contemplarme desde arriba con aires de
suficiencia, que portaba como un aura.
Alcé los brazos.
-Si me disculpas,
tendré que interrumpir tu diversión. Tengo que volver a casa.
-Sí, no vaya a ser
que tu novio venga a buscarte y te encuentre aquí siendo una
traidora.
-Es un consuelo que
traicione con estilo.
Su rostro se
iluminó con una mueca de niño travieso.
-¿Es eso un
cumplido?
-Mis pantalones son
geniales. Mejores de los que suelo llevar. Son de marca, ¿sabes?
Robados la temporada pasada.
Exhaló aire por la
nariz, sin poder creerse que, por una vez, no se le considerara lo
más bonito del lugar. Una cosa era que lo fuera y otra muy distinta
que yo fuera a decírselo.
-Voy a ir
contigo-sentenció cuando me giré y comencé a andar hacia el camino
del que nos habíamos separado, sin creer realmente que fuera a
hacerlo. Alcé una ceja y me volví.
-¿Ah, sí?
-Sí. Quiero ver
qué cara ponen cuando descubran que te has tirado al enemigo.
-Sé disimular esto
mucho mejor que tú-respondí, saltando el arbusto que nos había
ocultado de miradas indiscretas y girándome a mirarlo. Se estaba
poniendo la sudadera, de modo que sus alas quedasen ocultas bajo la
tela de ésta. Cerró la cremallera y se dispuso a seguirme,
observando de vez en cuando al cielo, como temiendo que su yo más
sensato bajara volando y le arreara una buena tunda por irse con una
runner, con la runner que le había robado los documentos de la
Central y había escapado con unos cuantos que, aunque inútiles, no
dejaban de demostrar que mi intrusión era real.
-Por curiosidad,
Louis, ¿te echaron la bronca por no conseguir recuperar todos los
documentos?
Negó con la
cabeza.
-¿Y a ti por no
conseguirlos todos?
Me detuve un
segundo, queriendo borrarle la sonrisa cachonda de la tara de una
bofetada. Por suerte, me contuve, porque de hacerlo podrían
detenerme por ejercer la violencia en público, lo que podía
considerarse un acto revolucionario. Y si me detenían y descubrían
mi tatuajes, bueno... a Puck no le haría demasiada gracia que
saliéramos en las noticias.
-Eres un hijo de
puta con alas.
Alzó los hombros
tan alto que su cabeza bien podría haberse escondido en ellos.
-Puede. Pero al
menos yo no me declaro de forma tan cutre.
En el parque había
muchos objetos arrojadizos. Una lástima que la policía rondase
tanto por allí. El pájaro necesitaba una hostia bien dada.
Y sería un placer
ser yo quien se la diese.
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