lunes, 23 de diciembre de 2013

Mulán.

Ordené a Louis que se fuera antes de que llegara a la Base. Una cosa era que me hubieran devuelto la confianza depositada (confianza que me había ganado a pulso, y que, debido a mi intachable reputación y comportamiento debería haber aguantado más tiempo conmigo en lugar de abandonarme a la primera de cambio), y otra muy distinta era que fuera a abusar de ella, tirando de una cuerda cuya longitud y flexibilidad desconocía.
Me había acompañado por toda la ciudad, haciendo que yo me pusiera medio histérica, temiendo que uno de mis compañeros hubiera pedido un día de descanso y pudiera verme con el ángel. Por suerte, nadie nos vio, de modo que mis paranoias mentales fueron en vano.
Arrastré a Louis hasta un callejón que yo sabía que no tenía salida y lo coloqué al lado de un contenedor. Mientras que yo tenía la vista puesta en la calle por la que habíamos llegado hasta allí, él sólo veía el final del callejón, que se estiraba en una pared casi plana, difícil de escalar, hasta arañar por fin el cielo, mordisqueándolo en la azotea.
Parpadeé y me volví hacia él.
-A partir de aquí, voy sola-sentencié, asintiendo con la cabeza y arrugando la nariz, dándole a mi expresión una pizca de seguridad que no sentía. Lo único que quería era que se fuera de allí, su presencia me incriminaba, me molestaba...
… y me desconcentraba. Demasiado.
Por su rostro se extendió una sonrisa cínica, sin poder creerse que le estuviera dando esas órdenes con ese ímpetu.
-¿No se supone que los príncipes azules acompañan a sus princesas hasta el castillo?
Fruncí el ceño y me lo quedé mirando un par de segundos preciosos, en los que alguien podría haberme visto confraternizando con el enemigo, ganándome a pulso la tortura y posterior ejecución.
-¿Por qué me miras así?-gruñó él, a la defensiva. Me encogí de hombros y puse los ojos en blanco-. ¿Qué pasa? ¿Eres una heroína lo suficientemente decente como para no creer en los cuentos de hadas?
-Ningún cuento de hadas fue creíble, ni cuando los escribieron, ni cuando los recitaron, ni mucho menos ahora. Sobre todo ahora.
Se echó a reír.
-Eso debo concedértelo-musitó, mirando al cielo. Una parte de mí se relajó; al fin y al cabo, tenía dos dedos de frente y sabía que estaba corriendo peligro y me lo estaba haciendo correr a mí. Tragó saliva, la nuez de su cuello se movió verticalmente. Me puse de puntillas en un acto reflejo y lo besé. Bajó la cabeza y me miró.
-¿Seguro que no quieres que vaya contigo, Cenicienta?
-Siempre he sido más de Mulán-reconocí, encogiéndome de hombros y negando con la cabeza. Me capturó un mechón de pelo y me lo colocó detrás de la oreja. Jugueteé con su mano, sin atreverme a entrelazar mis dedos con los suyos, dado que, en caso de huida, nos restaría segundos preciados.
Siempre nos enseñaban eso en la Base, de hecho, era una de las lecciones más básicas para convertirte en runner: nunca, bajo ninguna circunstancia, debías pegarte a tu compañero de misión, ya que le dificultarías el trabajo y él te dificultaría el tuyo. Sólo en ocasiones de escalada lo bastante complicadas y delicadas como para necesitar estar unidos por cables estabas conectado físicamente a tu compañero. Pero ni esto se cumplía muchas veces; cuando la policía te pillaba en sitios que les cabreaban especialmente y no dabas opción a los agentes a mirar hacia otro lado, la regla máxima era muy sencilla.
Sálvese quien pueda.
A mí ya me habían soltado alguna vez mientras escalaba, y había sido problema mío salir de la escena del crimen lo más rápidamente posible. Se nos explicaba que éramos demasiado valiosos como para cumplir misiones demasiado complicadas solos, pero la realidad era que éramos lo suficientemente valiosos como para ser prescindibles, es decir, era mucho mejor que mataran a uno de los nuestros a que la policía no se hiciera con uno, sino con dos. Aquello sería intolerable, podrían darse casos que nos daba demasiado miedo contemplar, de manera que en nuestra cabeza caía como un halcón sobre sus presas la frase “patas, ¿para qué os quiero?” en cuanto nuestra libertad fingida estuviese en peligro, fuéramos solos o acompañados.
Claro que yo también había dejado solos a compañeros y había huido, volviendo sólo a buscarlos y reuniéndome con ellos cuando sabía que ya nadie les perseguía, o me perseguía a mí. A veces incluso había hecho de señuelo, sabiendo que yo tendría posibilidades en una persecución, pero mi acompañante no.
Eso a Puck le cabreaba mucho, pero yo no podía hacer otra cosa. Estaba en mi naturaleza querer a los que trabajaban conmigo.
Los vínculos afectivos eran tan útiles como perjudiciales, porque te hacían pensar rápido en el bienestar del otro, y te hacían mucho más complicado pensar en el propio. No podías cuidar de ti mismo si te estabas ocupando ya de otra persona, pero, ¿qué íbamos a hacerle? Mi madre no me había enviado con los nuestros sólo para que yo me comportara como una reina y una diva. Yo no era así, yo quería cuidar de los demás y proporcionarles una buena vida, aunque eso me convirtiera en una zorra temeraria en ocasiones.
El ángel me pellizcó el brazo y me miró con ojos hambrientos y curiosos. Sin darme cuenta, había alzado la vista y yo también estudiaba el cielo.
-Me gustaría saber en qué piensas-musitó, clavando sus ojos azul celeste en mí, despertando algo dormido en mi interior. Algo que había sido alimentado hacía no mucho y que, sin embargo, aún tenía hambre.
-Mucha gente querría estar en mi cabeza. Pero todos los que entrasen pagarían por salir. Sin excepción-aseguré, frotándome la frente y separándome un poco de él. Estiré los brazos, los balanceé adelante y atrás, hice círculos a mi alrededor, dando palmas, y silbé. Se echó a reír.
-¿Y ahora qué te pasa?
-Que pareces una cría pequeña.
-Algunos no hemos disfrutado de la infancia que seguro que has tenido-espeté, molesta de repente porque no tenía ni idea de lo que había visto, sentido, y lo que me habían quitado cuando todavía no tenía nada.
-Te sorprenderías-respondió, no demasiado seco, pero sí lo suficiente como para detener la disputa que yo ya quería mantener. Alcé las manos e hice un gesto con el pulgar hacia el techo. Una tubería se dejaba caer elegantemente (o no tanto) desde la azotea hasta el suelo. Me sería fácil coger impulso y subir arriba y, una vez allí, correr hasta la Base. Necesitaba un tiempo para pensar en qué iba a decirles a los demás sobre mi ausencia, y prepararme psicológicamente para enfrentarme la próxima vez a un ángel de verdad sin tener miedo de herir al mío.
Louis se echó a reír, asintió con la cabeza, murmuró un escueto “vale, lo capto” y se abrió la cremallera de la chaqueta. Dejó que sus alas, mucho mayores de como las recordaba, cubrieran todo el espacio a su alrededor, haciendo las veces de aura nívea y acolchada.
-No despegues aquí-le dije, girándome y caminando insinuante hacia las tuberías. No quise caminar así, no me hizo demasiada gracia contonearme como un pavo o una top model así delante de él, pero no pude evitarlo. Algo dentro de mí pidió que lo hiciera, y mi subconsciente, acostumbrado a trabajar conmigo y malcriándome por ello, fue en mi contra, obedeció a ese algo, y me dejó como una perra en celo que no soportaba alejarse del pájaro que al que acababa de follarse en un parque, como hacían los animales o los estúpidos adolescentes que pululaban por la ciudad, haciendo ruidos guturales parecidos a los del tigre, y demostrando que todavía les faltaba una cocción.
Escuché el aire sisear a mi alrededor y, un segundo después, mis pies se separaron del suelo. Grité, viendo cómo el cemento grisáceo, ensuciado por algunas bolsas de comida basura aquí, o una lata de refresco allá, se alejaba de mis pies, moviéndose como si de un monstruo de roquedo arrastrándose por el fango se tratase.
Después de ese grito, Louis no permitió que emitiera ningún otro sonido; me tapó la boca con la mano y gruñó algo que no conseguí entender, pues el silbido del aire me molestaba demasiado. Cerré los ojos, preparada para lanzarme al vacío, rezando porque no estuviera demasiado lejos, cuando sentí un pequeño impacto en mis pies.
-Me harías un gran favor si te quedaras rígida-ladró en mi oreja, yo obedecí, tensando mis músculos al máximo y poniéndome lo más recta que pude.
Nos depositó a toda velocidad en el suelo, haciendo que nos arrastráramos un par de metros por la inercia de la velocidad que habíamos alcanzado.
Observé las nubes, jadeante.
-¿A cuánto hemos ido?
-Poco-sentenció él, arrastrándose por el suelo-. Mierda-baló, mirándose las palmas de las manos, raspadas por el contacto con el suelo del techo de aquellos edificios bajos. Se habían enrojecido y, en algún punto, se habían convertido en manantiales de sangre. Se dio la vuelta, sus alas se relajaron, dejando que el polvo del lugar se incrustase en sus plumas, y se miró los pantalones. Todo parecía en orden; un poco sucio, pero en orden-. 20 kilómetros por hora, aproximadamente.
-¿A cuánto podéis llegar?
Me miró con una sonrisa de lobo incrustada en la cara. Eché mano de la pistola inconscientemente, segura de que se iba a lanzar a por mí y me iba a arrancar la cabeza con sus dientes, que, de repente, me parecieron más afilados que de costumbre.
¿Quieres calmarte? Sólo tiene alas, en lo demás es idéntico a ti.
Puede que un poco más alto.
Suspiré, sintiendo el contacto del arma fría contra mi piel y la yema de los dedos, y esperé.
-¿Por qué quieres saberlo? ¿No lo pone en los papeles que robaste y tus jefes te han mandado a seducirme?
-Creía que estábamos juntos en esto-respondí, limpiándome los pantalones y dándome cuenta de que no traía ropa para correr. Mierda-. Es sólo curiosidad.
Me contempló un momento en el más absoluto de los silencios.
-Un día eché una carrera con una amiga y... conseguimos alcanzar a un avión.
Alcé una ceja.
-¿Aterrizando?
Se echó a reír.
-Había despegado hacía cinco minutos del aeropuerto. Y nosotros salimos de nuestra Central. Que, como sabrás, está a varios kilómetros de distancia, y de donde salimos siempre en dirección contraria a cómo llegan los pájaros de hierro.
Abrí la boca, impresionada.
-¿Es en serio?
-Totalmente-dijo, dando un brinco y colocándose en pie. Sus alas temblaron, él las abrió y cerró varias veces, asegurándose de que no tenía nada. Con un fuerte impulso, salió disparado hacia arriba, tapando por un momento el sol con su silueta de ave rapaz para, a continuación, descender hasta flotar a un par de metros sobre el suelo. Se inclinó hacia mí.
-¿Podrás seguir sola, o quieres que te lleve?
-Es increíble que accedas a cosas así.
Se encogió de hombros, desviando su trayectoria e inclinándose más de la cuenta hacia mí.
-Y dicen que no quedan caballeros.
-Los mataron a todos-dije yo, sosteniendo su rostro entre mis manos y tirando de él hacia abajo. Nos besamos despacio; tenía demasiado miedo de entrelazar mis dedos en su pelo y hacer que se cayera, y estábamos demasiado separados como para profundizar más el beso. Necesitaría que me llevaras de vuelta al suelo ronroneó una gatita juguetona dentro de mí, pero me apresuré en descartar esa idea. Había vivido bien sin él, no lo necesitaba para nada. Bajarme de aquel tejado sería un paseo comparado con muchas misiones que había llevado a cabo sin ningún rasguño o mala caída.
Y, sin embargo, ahora estás aquí por una misión que te empezó a parecer sencilla cuando se complicó demasiado.
-¿Te veré esta noche?
Negó con la cabeza.
-Voy a tener que dejar de venir tan a menudo.
Se colocó perpendicular al suelo, pensé que iba a aterrizar. Después recordé la mueca de dolor que hizo una fracción de segundo antes de echar a volar, recordé lo que me había contado de lo doloroso que podía resultarle hacer movimientos bruscos con aquellos miembros de los que el resto de mortales carecían, y supe que sólo se preparaba para irse.
-¿Por qué? ¿Es que sospechan?
Negó con la cabeza. Eché a andar hacia el borde de la azotea, él me siguió, dejando una suave estela de sonidos de roce, como el frufrú de los vestidos que llevaban las runners cuando se retiraban y sus maridos iban a buscarlas. Nunca me imaginé que iba a escuchar ese sonido tan cerca de mí, parecía estar emitiéndolo yo.
-No, para nada. Es sólo que... necesito dormir.
-Ah-contesté, mirando la silueta de hongo surgido de una bomba atómica que tenía la Base. Mi cama era bastante ancha, lo suficiente para dormir dos personas. Apretadas, pero...-. Podrías dormir aquí-sugerí, metiendo las manos en los bolsillos.
-Pfjé-contestó él, negando con la cabeza. Aquella mezcla entre bufido y carcajada me atacó los nervios-. No, gracias. Prefiero poder despertarme, o hacerlo con la cabeza tranquila, no con una bala dentro. Pero gracias por la proposición. Es un detalle, runner.
Pisoteé una colilla de alguno de mis compañeros fumadores que había apurado hasta el último kilómetro para disfrutar de sus vicios prohibidos y, con la cabeza gacha, murmuré un asentimiento.
-No te deprimas, ¿quieres? Me verás pronto-volvió a besarme, y no esperó a que me despidiera. Giró en redondo y, dejándose caer con las alas cerradas por el callejón en el que nos habíamos metido antes, se impulsó y surcó el cielo en dirección a su casa.
¿No tendría nada que hacer?
Me acerqué al borde del edificio y escudriñé lo que había abajo. Un par de toldos en los que apoyarme para bajar, unas cajas en un lado, ropa tendida en otro... Podría tirarme sin sufrir demasiados daños.
O podría tirarme mal y abrirme la cabeza tan cerca de casa que mi fantasma se reiría de sí mismo durante eones.
Armándome de valor para saltar y hacer que el destino decidiera lo que le pareciera más conveniente, tardé mucho más que lo que solía hacerlo en escuchar los pasos que se acercaban a toda velocidad a mí.
Me giré con la mano en los lumbares, preparada para desenfundar la pistola y freír a quien fuera a tiros, justo cuando June daba un brinco que le hizo pasar de la azotea más cercana a la mía. Corrió hacia mí.
-¡Eh!
Se detuvo a unos diez metros de mí. Nos contemplamos un segundo. Ella llevaba la ropa cómoda que solíamos llevar cuando estábamos en las misiones: camiseta de tirantes, pantalones anchos, calzado cómodo y con suela pequeña, de goma para que no se nos clavaran cosas del suelo, y con dibujos para impedir que resbalásemos en las huidas. De su hombro colgaba una cinta, que pegaba el maletín que llevaba pegado a su cintura. Puso los brazos en jarras.
-¿Kat? ¿Qué haces aquí?
-Iba a preguntarte lo mismo-respondí yo, pero luego señalé el maletín, como diciendo que ya había encontrado la respuesta. June miró un segundo su carga, que parecía haber olvidado. Abrió los ojos y la boca, murmuró un profundo pero suave “ah” y asintió despacio.
-Vengo de una misión-explicó-. Bastante movidita, por cierto. Me pilló la poli entrando en una sala de archivos, y me intentaron freír a tiros. Por suerte, fui rápida y lista. Conseguí escapar.
-Me da la cabeza para llegar hasta eso, aunque no te lo creas-repliqué, irónica.
-Algunas somos buenas escapando y otras robando. Es una pena que no haya nadie con esos talentos combinados.
-Una verdadera lástima-coincidí, mirando la caída. De repente abrirme la cabeza resultaba muy apetecible; cualquier cosa mejor que estar allí, hablando con June, aguantando las ganas de pegarle un tiro y quedarme tan ancha. Dormiría bien por las noches si hiciera que una bala le atravesase la cabeza y luego arrastrara su cadáver alegando que la había encontrado en un contenedor. Sería creíble que la había matado la poli pero, claro, necesitaba pensar qué hacía con el maletín. No quería encargarme de su misión (y me harían hacerlo si la arrastraba), pero tampoco quería que fuera tan evidente que la asesina era yo, no un gilipollas de gatillo suelto con una placa de metal que acreditase que estaba autorizado a ir cargándose gente por doquier.
-Te toca explicarte-ordenó, tirando de la cinta de su maletín y observándome. Entrecerró ligeramente los ojos, estudiando cada pieza de mi vestuario, sin dejar escapar ningún detalle. Quise gritarle que, efectivamente, no estaba en una misión, y por eso no iba vestida como tal-. ¿Cómo es que te han dejado salir?
Eché memoria, y descubrí que June había estado fuera cuando me devolvieron la libertad para ir a donde me diera la gana y salir sin ningún escolta que pudiera dar fe de que yo tenía una vida tan aburrida como intachable.
-Pasé la prueba-dije a modo de respuesta. Frunció los labios, furiosa, al comprender que no había ganado la guerra, tal y como creyó cuando la colocaron en el equipo de élite para acabar con lo que pudiéramos de los ángeles y a mí me dejaron al margen-. Y estaba dando una vuelta, preparándome para lo de antes.
-Interesante-respondió, haciéndome cerrar la boca y evitándome más explicaciones que a mí no me apetecía inventar y ella no quería oír-. Y ahora, si me disculpas, tengo una cosa-palmeó su costado, toqueteando las correas del maletín y asegurándose de paso de que no se le soltaran, pues sería una verdadera pena quedar mal con los demás precisamente ahora que yo volvía a estar en auge y mis acciones cotizaban al alza en bolsa- que entregar. Nos vemos en casa.
Dibujé una sonrisa falsa en mi rostro y me hice a un lado. Ella sonrió, contenta de este gesto que parecía darle un estatus superior al mío, y pasó a mi lado a toda velocidad. Saltó sin vacilar, se apoyó en el toldo y se agarró a una ventana cuando éste la catapultó más lejos. Tras encaramarse a la pared, escaló de nuevo a la azotea. Se giró, hizo el saludo militar con la mano, y desapareció corriendo, sabedora, igual que yo, de que no iba a poder hacer lo que ella acababa de hacer. Mis vaqueros no me daban toda es movilidad, y mis Converse no permitirían un impulso tan grande ni una escalada tan fácil. Resignada, me tiré al vacío y, enganchando los dedos en la ropa tendida, aterricé suavemente en el suelo. Cuando solté la cuerda del tendal, ésta hizo lo que la de un arco, lazando al aire unos calcetines que no estaban bien sujetos. Miré en todas direcciones y corrí por las calles desiertas, preguntándome a qué se debía que no hubiera nadie en la calle.
Aquellos eran los suburbios de las calles anexas a la Base. Las familias de la mayoría de los runners vivían aquí. No tenían un nivel de vida demasiado malo, aunque tampoco nadaban en la abundancia. Simplemente tenían unas buenas casas y trabajos bastante decentes que les permitían llevar pan a su casa, además de la seguridad real que nosotros le proporcionábamos, y la ficticia que les otorgaba el tener unas identidad para el Gobierno. Vivían en el filo de dos mundos, disfrutando de las ventajas de ambos, pero alejados de sus inconvenientes. No tenían coches caros, ni televisión con infinidad de canales como los que habitaban las calles del centro, ni vestían ropa cara. Y, sin embargo, eran los que mejor vivía. Con eso a ellos les bastaba.
Las calles siempre bullían de actividad, y más a estas horas, cuando el sol estaba alto y los niños salían de la escuela. Siempre las llenaban los chillidos y las risas de los pequeños, bramando que aquello no era justo, que alguien había hecho trampa, que no habían perdido sino que habían dejado ganar a los demás por pena, o que tal juego les aburría y les apetecía cambiar. Las madres los controlaban, juntándose en grupos y riendo de las ocurrencias de los que, algún día, terminarían siendo como yo.
Los hombres también solían salir, concentrándose en las entradas de los bares, riendo y gritando porque algún equipo favorito nunca ganaba y, sin embargo, nunca llegando a las manos. Tenía en sus venas la sangre amante de la violencia que caracterizaba a los nuestros y hacía que se diferenciaran de los demás y, con todo, nunca hacían alarde de esas capacidades de las que carecían el resto de ciudadanos. Aunque antiguos runners, algunos no volvían a usar esa fuerza que les había salvado la vida en más de una ocasión.
Me detuve un momento, miré alrededor, sintiendo que nada estaba bien, hundiéndome en aquel silencio anormal y, entonces, lo escuché.
El sonido de gritos pasados.
El sonido que te instaba a correr.
No esperé a que ese sonido se repitiera; tras mirar a mi espalda, comprobar cada recoveco, eché a correr a toda velocidad, con los pulmones ardiendo, el corazón a punto de explotar, los ojos entrecerrados debido a la fuerza del viento en mis pupilas, las luz del sol reflejándose en las ventanas y cegándome mientras mis pies apenas tocaban el suelo, impulsándome cada vez más rápido.
No pasé por la zona por la que habían entrado los guardianes, y casi lo agradecí, porque seguramente estuviera llena de cadáveres.
Llegué a la valla que separaba el perímetro de la pequeña ciudad de runners, aglutinada por la ciudad más grande y horriblemente perfecta, apenas minutos después de bajar de aquel tejado en el que el pánico todavía no existía. El miedo no era buen escalador, y cuando estabas cerca del cielo, estabas a salvo.
Estuve a punto de saltar la valla cuando escuché ese pequeño bramido que indicaba que la corriente estaba encendida, y la corriente rara vez se encendía. Sólo en casos excepcionales, con demasiado aflujo de gente, como queriendo demostrar al Gobierno que allí no había nada que bien, que si habían cerrado la Base era por algo, y lo comprendíamos.
O en caso de ataques.
Segura de que alguien estaba a punto de encontrarme, corrí por todo el perímetro, buscando alguna manera de cruzar la valla, aun a sabiendas de que no iba a encontrar ningún sitio por el que pasar. La valla de la Base se había diseñado así: podías escapar rápidamente, pero entrar era otra historia, precisamente a la inversa de la Central de Pajarracos Express.
Con el aliento de mi perseguidor invisible en la nuca, erizándome hasta el último pelo del cuerpo, desesperada, grité con todas mis fuerzas. Grité todos los nombres que se me ocurrieron, y grité más fuerte cuando escuché los pasos detrás de mí. Cerré los ojos, me incliné hacia delante, sin tocar la valla, pero sintiendo la electricidad que manaba de ella tratando de alcanzarme. No pude parar de chillar, las lágrimas me recorrían la cara, ahogando mis ojos, empañando mi vista...
-Por favor, por favor, abridme-supliqué, y empecé a darle puñetazos al alambrado, haciendo caso omiso de las descargas, leves, pero molestas. La habían encendido hacía poco.
Pero la gente no se había ido hacía poco, eso lo sabía.
-Por favor-gemí, dejándome caer en el suelo, hincando las dos rodillas y abrazándome. Me dolía el vientre, iba a morir allí, o algo peor. Sí, seguramente algo peor, iban a capturarme y torturarme para que traicionara a los míos, justo ahora, ahora que había conseguido que volvieran a confiar en mí...
Ahora no, por favor, ahora no.
Una voz detrás de mí se abrió paso entre el torrente de pensamientos que me aterrorizaban.
-¿Cyntia? ¡Cyntia!
Levanté la vista y miré a mi salvador.
Taylor se inclinó hacia mí, me rodeó con sus brazos y me besó la frente, tranquilizándome con la calidez de su cuerpo. Sólo pude decir tres palabras.
-Sácame de aquí.

Y lo hizo, ganándose mi agradecimiento eterno.

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