domingo, 15 de diciembre de 2013

Lealtad.

Me quedé pensativa, mirando a las nubes, mientras Louis revolvía en los bolsillos de mi chaqueta hasta encontrar la cajetilla de tabaco.
-¿Puedo?-inquirió, alzando una ceja, sin saber si me apetecía romperle la cara o si, por el contrario, me había puesto de buen humor y tenía pensado permitirle que se excediera. Asentí con la cabeza, masajeándome el cuello, e hice un gesto con la mano en señal de que no me importaba en absoluto, a pesar de que él ya había encendido el mechero y la llama ya estaba muy cerca del pequeño asesino con vestido de novia.
Se tumbó sobre la hierba e inhaló el humo cancerígeno, sin importarle lo más mínimo que era posible que aquella fuera mi última cajetilla y tuviera que ir a robar más de camino a casa. ¿Qué más daba? Todo era más sencillo si podías volar.
Yo no podía dejar de pensar en las nubes, en lo libres que eran, en que podían pasar a través de cualquier cosa, porque eran a la vez agua, que fluía, y aire, que se colaba en el menor recoveco y llenaba de vida cualquier cosa. Podían ahogar a la gente si se les antojaba descargar la cantidad suficiente de agua como para provocar inundaciones, o podían matarlas de sed si no se dignaban a aparecer... o podían insuflarles vida proporcionándoles lluvias regulares y permanentes, que nadie echaría en falta durante un día, pero tampoco vería que sobrasen en una tarde.
Me mordí los labios y me concentré en acariciar la larga trenza, que ni me había molestado en deshacer mientras lo hacía con el ángel traidor que me convertía a mí también en una traidora.
-¿Qué pasa?
Negué con la cabeza.
-No lo entenderías.
-Puedes intentarlo.
Pero me quedé callada, vislumbrando un futuro que sabía que no iba a pasar. Podíamos huir. Yo marcaría los límites y el ritmo, dado que no podía volar. Él podría ir delante, ayudarme cuando los obstáculos fueran especialmente difíciles, y avisándome para sortearlos. Podría ayudarme si se lo proponía, y saldríamos rápidamente de aquella ciudad. Nunca había estado más allá de las fronteras de los distritos, pues abarcaban la ciudad en toda su extensión, pero, claro, cuando esta ciudad llega casi a los cientos de kilómetros de una punta a otra, y otros tantos de norte a sur, este a oeste, cualquier lugar era desconocido. Nadie conocía a nadie en la ciudad, ni mucho menos; apenas sólo sabían de los compañeros de escuela, de trabajo, de aquellos con los que se encontraban en la cafetería, de aquellos que se bajaban en la misma parada de metro, de aquellos que frecuentaban el mismo quiosco, incluso a los que veían en el cine, insulso e inútil, que más que arte se podría calificar de publicidad más duradera del Gobierno, siempre en la sombra y siempre acechando. No nos sería difícil camuflarnos entre esa sociedad, él podía esconder sus alas, y yo podía tapar mis tatuajes con maquillaje (había visto a chicas haciéndolo, y estaba segura de que mi madre lo hacía cuando salía a comprar la comida que necesitaba para alimentar a lo poco que quedaba de nuestra familia, rota y herida por la guerra a la que nos sometíamos sin disparar realmente nunca ninguna pistola), y sería cuestión de tiempo que la policía nos perdiera el rastro. Tal vez tuviéramos suerte y se nos diera por muertos, caídos en combates diferentes ambos dos y, sin lo hacíamos bien, saldríamos de la ciudad al mismo tiempo que nos celebraban los funerales; breves en mi caso, modestos, sin demasiado tiempo a pensar en lo buena o mala que había sido, sino con la imagen de un sustituto adecuado en la mente de todos y cada uno que se estuvieran despidiendo de mí, y seguramente triste en su caso, dado que, bueno... era caro, eso lo sabíamos. Era lo poco que sabíamos de los ángeles: resultaban muy costosos, cada uno era una joya en sí misma, y por eso se reservaban el derecho de mandarlos retirarse cuando las cosas se ponían demasiado feas con nosotros. Otra historia era, por supuesto, que ellos se retiraran. En el fondo cada uno hacía lo que le daba la gana, pues tú eras la única persona que iba a estar viviendo contigo todo el rato.
-¿Tengo que preocuparme por dejarte embarazada y que dentro de nueve meses me vengas con un crío con pico?-preguntó.
-Tomo la píldora.
Se me quedó mirando un segundo. Alzó las cejas y silbó.
-Vaya, bombón...
-No podemos permitirnos esas cosas en nuestro trabajo-dije, subiéndome la cremallera de la chaqueta y poniéndome de pie.
-¿Por qué?
-Las embarazadas son torpes.
Sí que era verdad que tarde o temprano tomábamos la decisión de dejar de drogarnos y permitir que la naturaleza siguiera su curso. En mi caso, especialmente, todos querían que dejara de medicarme y le permitiera a Taylor el tener la posibilidad de fecundarme. Todos fantaseaban con los hijos que podríamos tener, fruto de la unión de dos de los mejores de nuestra base: la más rápida, la mejor de todas, la de una estirpe mejor que la de los demás, la que tenía sangre incorrupta en sus venas, y el más fuerte, el mejor entrenado ,el más preparado y más listo de todos ellos, que vivía a base de ponerse en peligro y disfrutar de éste.
Sí, los hijos que podría tener con Taylor serían geniales.
Y la gente tenía prisa por que los tuviera, ya que, al fin y al cabo, cuanto más temprano empezara a procrear y quedarme embarazada, más hijos podría tener.
El problema era que yo no quería esta vida para ellos, y estaba convencida de que tendrían que vivirla, obligados por su sangre, por la madre que tenían, por la familia de la que procedían, por un padre que no tenía respeto alguno por los valores de la gente de a pie, que en ocasiones no protestaba porque sus ideales y su inteligencia les daba toquecitos en la espalda.
-Eh, no vale la pena-les decía esa vocecilla en la cabeza cuando iban a protestar, y lo veían, y se daban cuenta de que su conciencia tenía razón, y no hacían otra cosa más que asumir que las cosas eran así, no iban a cambiar por mucho empeño que le pusieran, y punto.
Taylor estaba empeñado en no darse cuenta de que yo aborrecía que me tratasen como a una vaca de buena genética, a la que sólo se utilizaba para parir terneros cuya carne se vendería sin duda al mejor postor por varios cientos de dólares.
La vaca también quería que la ordeñaran, no sólo que la utilizaran como útero caminante. Yo tenía mucho que ofrecer, lo estaba ofreciendo en ese momento, llevaba toda la vida ofreciéndolo porque se me había permitido, ya que “era demasiado joven para tener hijos aún, su potencial no estaba bien desarrollado”.
Además, no iba a parir guerreros. Tendría hijos si veía que las cosas iban bien, incluso los tendría y les permitiría trabajar en lo mismo que había trabajado yo, siempre y cuando hubiera podido mejorar las cosas.
Y las cosas no estaban mejorando, es más, cada día íbamos a peor, cada día fallábamos más, cada día desconfiábamos más los unos de nosotros, y cada día nos parecíamos más a eso contra lo que, se suponía, estábamos luchando.
-¿Te obligan?-preguntó él, tendiéndome el cigarro. Negué con la cabeza.
-No, de hecho-sonreí, cínica y cogiendo el pequeño asesino- quieren que deje de tomarla, pero...
-... pero no puedes arriesgarte a parir algo con pico. ¿Cómo lo explicarías?
Me eché a reír.
-No eres el centro del mundo.
-Puede, pero hace un poco estaba en el centro de tu ser, lo que viene a ser muy parecido.
Di una calada, divertida, y negué con la cabeza.
-No entiendes nada.
Sacudió la cabeza y alzó los hombros, clavando los ojos en las nubes que me habían servido de fuerza filósofa a mí también.
-Tampoco lo necesito-replicó, sonriendo sin dignarse a mirarme. Me odié a mí misma por permitir que tuviera razón; le había dado exactamente lo que quería a cambio de nada.
Bueno, nada... nada no.
Suspiré, le tendí de nuevo el cigarro y él lo rechazó con un movimiento de la mano. Lo apoyé en la hierba y lo aplasté con toda la fuerza de la que fui capaz.
-Uh, qué rebelde.
Me eché a reír.
-Cállate.
Nos quedamos un rato más así, los dos juntos, sin comentar nada, tan sólo disfrutando de la compañía del otro y de la posibilidad de que el silencio no nos hiciera ningún efecto... se sentía bien estar a su lado.
No tenía por qué pararme a pensar en que tal vez nos mandaran en una misión conjunta.
No tenía por qué pensar en que tal vez aquella fuera la última vez que estuviéramos juntos, porque nos fueran a matar en el instante más próximo.
No tenía que pensar en nada de ser una runner, porque yo a su lado, en ese momento, no era una runner, sino una de sus conquistas infinitas. Un nombre más engrosando una lista enorme.
Seamos francos: era muy guapo, y se notaba que tenía experiencia. Yo no era ninguna novata en esos temas (había tenido varios novios antes de Taylor, ninguna relación demasiado seria, pero no había llegado intacta al que se suponía que era mi novio oficial), pero no tenía la misma experiencia que él, eso se notaba.
La suya era la típica experiencia del don Juan que sabe adaptarse exactamente a la situación, a la chica, pero que disfruta adaptándose de todas las maneras. Había conseguido ese punto de equilibrio entre el placer propio y el disfrute ajeno sin hacer apenas esfuerzo.
Y eso me cabreaba.
Me cabreaba mucho que no me tuviera sobre aviso constantemente porque, al fin y al cabo, éramos enemigos, se suponía que no deberíamos estar allí juntos. Para empezar, no tendríamos que habernos acostado. Para seguir, no deberíamos haber intimado tanto.
Además, no tendría que haber ido corriendo a verlo, entristecida porque podía matar ángeles.
Debería estar contenta de serle útil a los míos y poder matar ángeles.
Pero, sobre todo, me cabreaba el hecho de estar a gusto con él.
Y ser una conspiradora, ya ni te cuento.
-Debería irme-murmuré para mis adentros, asintiendo con la cabeza, insuflándome ánimos, y levantándome para, a continuación, desperezarme.
-¿Llevas las bragas?
Le di una patada en las costillas, él se retorció de dolor, pero no demasiado. Gimió durante largo rato, hasta que se descontroló lo bastante para perder esa calidad de gemido herido y terminar siendo una carcajada burlona.
Quise arrancarle las alas por todo lo que me estaba haciendo y prenderles fuego allí mismo, delante de él y de todo el parque, con los niños corriendo con sus cometas persiguiéndoles (como había hecho él una vez conmigo), con los adolescentes enrollándose en los bancos, los ancianos dándoles de comer a las palomas, y los perros trotando tras las cosas que sus amos le lanzaban. Quería que todos vieran de lo que era capaz, que me tuvieran respeto, que no me cabrearan, que me tuvieran miedo.
Quería ver la cara de Louis cuando sus alas ardieran como si tuvieran gasolina y formaran una columna de humo que él nunca, jamás, podría volver a sobrevolar.
¿Quién gana ahora, Louis?
Y, sin embargo, ahí estaba otra vez esa pequeña sombra de mí, del amor que había sentido una vez antes de que me convirtieran en una asesina a sangre fría, cuando todavía creía en la bondad del as personas y que alguien que no te conocía no podía hacerte daño, recordándome qué era lo que sentía por él.
Aquella pequeña sombra que cuando hablaba sonaba igual que mi hermana pequeña antes de que la callaran para siempre era la que me explicaba cosas que, de no ser por ella, yo no habría entendido jamás.
Por qué, por ejemplo, ya no quería ir a misiones en las que hubiera riesgo de que un ángel apareciera y la lucha quedase garantizada, incluso en el hipotético caso de que consiguiera que me ofrecieran una así.
Por qué no podía dormir tranquila por las noches si sabía que Louis se había largado a hacer algún trabajo nocturno en el que podría correr peligro.
Por qué sólo me sentía a salvo no cuando estaba metida en un ascensor (lo conocíamos como el gran amigo del runner, ya que cuando entrabas en uno, las balas no te alcanzaban, y era demasiado difícil pararlo antes de que alcanzaras tu destino y pudieras escapar, ya no digamos echarlo abajo), sino cuando estaba en un espacio al aire libre, a poder ser en un tejado, en el que él pudiera verme y acercarse a mí.
Por qué no podía soportar la idea de encontrarme con un ángel en misión conjunta con un compañero runner y dejar que le disparara.
Por qué sus ojos me parecían tan bonitos.
Por qué creía que mi plato favorito eran sus labios.
Por qué sabía que las cosas con Taylor ya no iban a ser nunca iguales, y luchaba por disimular que las cosas estaban bien y que no había cambiado absolutamente nada, a veces con más triunfo, otras con menos.
Por qué de repente la traición ya no me parecía tan mala opción.
Por qué estaba con él allí en lugar de estar preparando mi próxima misión, que era, en teoría, con lo que más disfrutaba en el mundo.
-Te quiero-solté de repente, sin arrepentirme lo más mínimo por el efecto colateral que podría causar. Me daba igual cómo fuera su ego, me daba igual su reacción.
Podría traicionar a toda mi familia, a todos los que me importaban, podría traicionar a todo el mundo... pero no me iba a traicionar a mí misma.
Y tampoco iba a traicionarlo a él. Sentía que necesitaba saberlo. Y yo necesitaba decírselo.
Las comisuras de su boca se curvaron en una sonrisa condescendiente.
-Es difícil no hacerlo.
-No, pájaro. Te quiero de verdad. Y lo sabes. Lo sabes muy bien. Lo sabes de sobra, de hecho. Seguro que tienes miedo de que sea verdad, por todo lo que esto puede implicar, pero quiero que sepas que si vamos a jugar, voy a dejar que eches un vistazo a mis cartas. Ya conoces mi estrategia.
-Si estás esperando que te diga lo mismo, estás muy bien sentada.
-Me da igual lo que tú sientas, ¿vale? Pero esto ya no es una tontería para mí. No es ningún juego. Es más, seguramente nunca me lo tomé en serio como un juego-me encogí de hombros, y observé a las parejas revolcándose bajo aquella luz cálida, disfrutando de algo que yo nunca iba a tener.
Libertad mentida.
Pero era mejor que esclavitud conocida.
Preferiría mil veces haber nacido en otro lugar y no saber cómo se nos sometía, hasta qué punto éramos esclavos. Porque el que no sabe de su esclavitud nunca, jamás, es esclavo.
Yo también quería ser como aquellos infelices, que iban por la vida besándose, sin tener miedo de que alguien les disparara, sin preocuparse de vigilar cada entrada y encontrar cada salida en un tiempo récord, asegurándose una ruta de escape. Yo también necesitaba ese soplo de aire fresco que todo el mundo experimentaba durante toda su vida.
Correr estaba bien, pero en ocasiones lo mejor era caminar. Detenerse a mirar cosas bonitas, observar a los demás, comprar lo que quisieras, luchar por llegar a final de mes, no preocuparte porque alguien te hiciera daño, pues se suponía que la policía no iba a dispararte... todas esas cosas que veías y sabías que causaban placer, pero no podías imaginarte cuánto. Y todo eso dolía, dolía mucho, porque podías ver cómo los demás lo pasaban bien mientras tú sufrías, no hacías más que luchar por ellos sin que ellos conocieran tu guerra ni la apreciaran.
-No estamos en ningún juego, Cyntia. Aquí, si te matan, no puedes reiniciar la partida.
-Sabes a qué me refiero.
Me acarició la mejilla con la palma de la mano, yo le sostuve la mirada, segura de que no tenía nada que esconder.
Que me lea la mente si lo desea. Estoy limpia.
Por sus ojos cruzó una emoción a toda velocidad, rápida como los aviones que sobrevolaban las casas, que en ocasiones sorteaban los edificios por escasos metros, que pasaban entre ellos considerándolos túneles, y que conectaban los centros neurálgicos de la ciudad con los de otras ciudades, más grandes, más alejadas, más desconocidas... y esperaba que más libres.
Parpadeé, a la espera de que me soltara cualquier gilipollez pretenciosa de las suyas, aquellas a las que ya me tenía acostumbrada y que, de hecho, me habían llamado más la atención sobre él. Era curioso cómo podía pasar de darme asco a necesitarlo en apenas un segundo, e invertir el proceso a su antojo, sin importarle cuáles eran mis sentimientos, qué era lo que pasaba en mi interior, por qué no podía enfadarme del todo, aunque me cabrease como nada lo había hecho antes.
Me sorprendió con una sonrisa tierna, tan íntima que me hubiera sonrojado de no tener un gran autocontrol y capacidad de dominación de mí misma.
-Tú no eres ningún juego para mí, bombón.
Puse los ojos en blanco.
-¿Tenías que cagarlo con lo de “bombón”?
Pero me incliné a recompensarle aquella mínima declaración de intenciones con un beso.
-Me irás conociendo con el paso del tiempo.
Ya lo hacía, a mi manera. Sabía que le gustaba patrullar solo, porque así podía pensar en sus cosas y dejar que su atención fluyera como los ríos de la ciudad, sabía que se permitía planear la mayor parte del tiempo, sabía que le encantaba asustar a los míos dejando que sólo su sombra se proyectara sobre ellos, semejante a los juegos de las águilas y los conejos. Sabía también que prefería patrullar de noche, porque la ciudad era particularmente hermosa desde las alturas cuando se vestía con sus mejores galas y celebraba la oscuridad. En ocasiones se daba la vuelta y contemplaba las estrellas tanto como sus alas soportaban el peso de su cuerpo por encima de ellas.
Y sabía que venía a la Base a verme sorteando los edificios a modo de obstáculos, volando a toda velocidad, como un entrenamiento más.
También había mucho de él que no sabía. Por ejemplo, cómo se llamaban sus padres, a qué edad le habían implantado las alas, cómo había sido su entrenamiento, cómo había hecho para sobrevivir en el aire durante tantos años sin el más mínimo arañazo, cómo podía ser tan creído, si había tenido novia, si tenía novia en ese momento y también estaba engañando a alguien como yo... esos pequeños detalles que la gente normal enseguida pregunta, pero que tú no quieres sonsacar realmente. Tan sólo quieres que el otro se siente una tarde contigo a charlar de esas pequeñas cosas, las manías, los gustos, la familia, la historia, la vida, el futuro, los sueños, los temores... y escuchar fascinada una perorata que a cualquiera tendría aburrida, pero que a ti te parece la cosa más interesante del mundo.
Me disponía a preguntarle algo sobre su pasado para tirarle de la lengua y que me contara algo de un mundo tan desconocido como exótico, cuando decidí que por aquel momento ya estaba bien. El sol había avanzado mucho, en mi Base estarían preocupados por dónde estaría, y no quería tenerlos a todos detrás de mí.
-¿Cómo vas con tus planes de salvar el mundo?-dije, incorporándome y limpiándome el trasero con unas sacudidas de las manos. Él echó un vistazo a mis partes posteriores, sonrió, negó con la cabeza ante una idea que pareció surgir en su mente como un cactus plantado en medio del desierto por nadie sabía quién, y me miró a los ojos.
-Voy bien. Estoy convenciendo a algunos. No son muchos, pero... poco a poco. Cada pluma cuenta-dijo, batiendo levemente la punta de las alas, a las que la hierba parecía adorar particularmente.
Hice una mueca, divertida.
-¿Te importa si te copio la frase? Es muy graciosa.
-¿Sabes qué es graciosa? Tu cara-respondió, poniéndose en pie de un brinco y sobrepasándome de nuevo con su altura. No era muy alto (estaba segura de que Taylor era más alto que él), pero lo era bastante para sacarme una cabeza y contemplarme desde arriba con aires de suficiencia, que portaba como un aura.
Alcé los brazos.
-Si me disculpas, tendré que interrumpir tu diversión. Tengo que volver a casa.
-Sí, no vaya a ser que tu novio venga a buscarte y te encuentre aquí siendo una traidora.
-Es un consuelo que traicione con estilo.
Su rostro se iluminó con una mueca de niño travieso.
-¿Es eso un cumplido?
-Mis pantalones son geniales. Mejores de los que suelo llevar. Son de marca, ¿sabes? Robados la temporada pasada.
Exhaló aire por la nariz, sin poder creerse que, por una vez, no se le considerara lo más bonito del lugar. Una cosa era que lo fuera y otra muy distinta que yo fuera a decírselo.
-Voy a ir contigo-sentenció cuando me giré y comencé a andar hacia el camino del que nos habíamos separado, sin creer realmente que fuera a hacerlo. Alcé una ceja y me volví.
-¿Ah, sí?
-Sí. Quiero ver qué cara ponen cuando descubran que te has tirado al enemigo.
-Sé disimular esto mucho mejor que tú-respondí, saltando el arbusto que nos había ocultado de miradas indiscretas y girándome a mirarlo. Se estaba poniendo la sudadera, de modo que sus alas quedasen ocultas bajo la tela de ésta. Cerró la cremallera y se dispuso a seguirme, observando de vez en cuando al cielo, como temiendo que su yo más sensato bajara volando y le arreara una buena tunda por irse con una runner, con la runner que le había robado los documentos de la Central y había escapado con unos cuantos que, aunque inútiles, no dejaban de demostrar que mi intrusión era real.
-Por curiosidad, Louis, ¿te echaron la bronca por no conseguir recuperar todos los documentos?
Negó con la cabeza.
-¿Y a ti por no conseguirlos todos?
Me detuve un segundo, queriendo borrarle la sonrisa cachonda de la tara de una bofetada. Por suerte, me contuve, porque de hacerlo podrían detenerme por ejercer la violencia en público, lo que podía considerarse un acto revolucionario. Y si me detenían y descubrían mi tatuajes, bueno... a Puck no le haría demasiada gracia que saliéramos en las noticias.
-Eres un hijo de puta con alas.
Alzó los hombros tan alto que su cabeza bien podría haberse escondido en ellos.
-Puede. Pero al menos yo no me declaro de forma tan cutre.
En el parque había muchos objetos arrojadizos. Una lástima que la policía rondase tanto por allí. El pájaro necesitaba una hostia bien dada.

Y sería un placer ser yo quien se la diese.

2 comentarios:

  1. ¡Al fin he podido ponerme al día con los capítulos!
    Me he tenido que leer del tirón desde el segundo que subiste porque es que la universidad me tiene agobiada, y muy harta también.
    Pero bueno, que mi vida seguramente no te interese, solo decirte que escribes genial y estoy completamente enganchada a esta historia.
    Espero que subas pronto :)

    @SaraiLoveSlayer

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    1. Tu vida me interesa, lo menos que puedo hacer por ti es interesarme, dado que tú me lees, Sarai :D espero que no te estreses mucho, ya me contarás lo que me espera para el año que viene.
      Me alegro de que te guste :D mañana tienes nuevo capítulo :3

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