Me quedé pensativa, mirando a las
nubes, mientras Louis revolvía en los bolsillos de mi chaqueta hasta
encontrar la cajetilla de tabaco.
-¿Puedo?-inquirió, alzando una ceja,
sin saber si me apetecía romperle la cara o si, por el contrario, me
había puesto de buen humor y tenía pensado permitirle que se
excediera. Asentí con la cabeza, masajeándome el cuello, e hice un
gesto con la mano en señal de que no me importaba en absoluto, a
pesar de que él ya había encendido el mechero y la llama ya estaba
muy cerca del pequeño asesino con vestido de novia.
Se tumbó sobre la hierba e inhaló el
humo cancerígeno, sin importarle lo más mínimo que era posible que
aquella fuera mi última cajetilla y tuviera que ir a robar más de
camino a casa. ¿Qué más daba? Todo era más sencillo si podías
volar.
Yo no podía dejar de pensar en las
nubes, en lo libres que eran, en que podían pasar a través de
cualquier cosa, porque eran a la vez agua, que fluía, y aire, que se
colaba en el menor recoveco y llenaba de vida cualquier cosa. Podían
ahogar a la gente si se les antojaba descargar la cantidad suficiente
de agua como para provocar inundaciones, o podían matarlas de sed si
no se dignaban a aparecer... o podían insuflarles vida
proporcionándoles lluvias regulares y permanentes, que nadie echaría
en falta durante un día, pero tampoco vería que sobrasen en una
tarde.
Me mordí los labios y me concentré en
acariciar la larga trenza, que ni me había molestado en deshacer
mientras lo hacía con el ángel traidor que me convertía a mí
también en una traidora.
-¿Qué pasa?
Negué con la cabeza.
-No lo entenderías.
-Puedes intentarlo.
Pero me quedé callada, vislumbrando un
futuro que sabía que no iba a pasar. Podíamos huir. Yo marcaría
los límites y el ritmo, dado que no podía volar. Él podría ir
delante, ayudarme cuando los obstáculos fueran especialmente
difíciles, y avisándome para sortearlos. Podría ayudarme si se lo
proponía, y saldríamos rápidamente de aquella ciudad. Nunca había
estado más allá de las fronteras de los distritos, pues abarcaban
la ciudad en toda su extensión, pero, claro, cuando esta ciudad
llega casi a los cientos de kilómetros de una punta a otra, y otros
tantos de norte a sur, este a oeste, cualquier lugar era desconocido.
Nadie conocía a nadie en la ciudad, ni mucho menos; apenas sólo
sabían de los compañeros de escuela, de trabajo, de aquellos con
los que se encontraban en la cafetería, de aquellos que se bajaban
en la misma parada de metro, de aquellos que frecuentaban el mismo
quiosco, incluso a los que veían en el cine, insulso e inútil, que
más que arte se podría calificar de publicidad más duradera del
Gobierno, siempre en la sombra y siempre acechando. No nos sería
difícil camuflarnos entre esa sociedad, él podía esconder sus
alas, y yo podía tapar mis tatuajes con maquillaje (había visto a
chicas haciéndolo, y estaba segura de que mi madre lo hacía cuando
salía a comprar la comida que necesitaba para alimentar a lo poco
que quedaba de nuestra familia, rota y herida por la guerra a la que
nos sometíamos sin disparar realmente nunca ninguna pistola), y
sería cuestión de tiempo que la policía nos perdiera el rastro.
Tal vez tuviéramos suerte y se nos diera por muertos, caídos en
combates diferentes ambos dos y, sin lo hacíamos bien, saldríamos
de la ciudad al mismo tiempo que nos celebraban los funerales; breves
en mi caso, modestos, sin demasiado tiempo a pensar en lo buena o
mala que había sido, sino con la imagen de un sustituto adecuado en
la mente de todos y cada uno que se estuvieran despidiendo de mí, y
seguramente triste en su caso, dado que, bueno... era caro, eso lo
sabíamos. Era lo poco que sabíamos de los ángeles: resultaban muy
costosos, cada uno era una joya en sí misma, y por eso se reservaban
el derecho de mandarlos retirarse cuando las cosas se ponían
demasiado feas con nosotros. Otra historia era, por supuesto, que
ellos se retiraran. En el fondo cada uno hacía lo que le daba la
gana, pues tú eras la única persona que iba a estar viviendo
contigo todo el rato.
-¿Tengo que preocuparme por dejarte
embarazada y que dentro de nueve meses me vengas con un crío con
pico?-preguntó.
-Tomo la píldora.
Se me quedó mirando un segundo. Alzó
las cejas y silbó.
-Vaya, bombón...
-No podemos permitirnos esas cosas en
nuestro trabajo-dije, subiéndome la cremallera de la chaqueta y
poniéndome de pie.
-¿Por qué?
-Las embarazadas son torpes.
Sí que era verdad que tarde o temprano
tomábamos la decisión de dejar de drogarnos y permitir que la
naturaleza siguiera su curso. En mi caso, especialmente, todos
querían que dejara de medicarme y le permitiera a Taylor el tener
la posibilidad de fecundarme. Todos fantaseaban con los hijos que
podríamos tener, fruto de la unión de dos de los mejores de nuestra
base: la más rápida, la mejor de todas, la de una estirpe mejor que
la de los demás, la que tenía sangre incorrupta en sus venas, y el
más fuerte, el mejor entrenado ,el más preparado y más listo de
todos ellos, que vivía a base de ponerse en peligro y disfrutar de
éste.
Sí, los hijos que podría tener con
Taylor serían geniales.
Y la gente tenía prisa por que los
tuviera, ya que, al fin y al cabo, cuanto más temprano empezara a
procrear y quedarme embarazada, más hijos podría tener.
El problema era que yo no quería esta
vida para ellos, y estaba convencida de que tendrían que vivirla,
obligados por su sangre, por la madre que tenían, por la familia de
la que procedían, por un padre que no tenía respeto alguno por los
valores de la gente de a pie, que en ocasiones no protestaba porque
sus ideales y su inteligencia les daba toquecitos en la espalda.
-Eh, no vale la pena-les decía esa
vocecilla en la cabeza cuando iban a protestar, y lo veían, y se
daban cuenta de que su conciencia tenía razón, y no hacían otra
cosa más que asumir que las cosas eran así, no iban a cambiar por
mucho empeño que le pusieran, y punto.
Taylor estaba empeñado en no darse
cuenta de que yo aborrecía que me tratasen como a una vaca de buena
genética, a la que sólo se utilizaba para parir terneros cuya carne
se vendería sin duda al mejor postor por varios cientos de dólares.
La vaca también quería que la
ordeñaran, no sólo que la utilizaran como útero caminante. Yo
tenía mucho que ofrecer, lo estaba ofreciendo en ese momento,
llevaba toda la vida ofreciéndolo porque se me había permitido, ya
que “era demasiado joven para tener hijos aún, su potencial no
estaba bien desarrollado”.
Además, no iba a parir guerreros.
Tendría hijos si veía que las cosas iban bien, incluso los tendría
y les permitiría trabajar en lo mismo que había trabajado yo,
siempre y cuando hubiera podido mejorar las cosas.
Y las cosas no estaban mejorando, es
más, cada día íbamos a peor, cada día fallábamos más, cada día
desconfiábamos más los unos de nosotros, y cada día nos parecíamos
más a eso contra lo que, se suponía, estábamos luchando.
-¿Te obligan?-preguntó él,
tendiéndome el cigarro. Negué con la cabeza.
-No, de hecho-sonreí, cínica y
cogiendo el pequeño asesino- quieren que deje de tomarla, pero...
-... pero no puedes arriesgarte a parir
algo con pico. ¿Cómo lo explicarías?
Me eché a reír.
-No eres el centro del mundo.
-Puede, pero hace un poco estaba en el
centro de tu ser, lo que viene a ser muy parecido.
Di una calada, divertida, y negué con
la cabeza.
-No entiendes nada.
Sacudió la cabeza y alzó los hombros,
clavando los ojos en las nubes que me habían servido de fuerza
filósofa a mí también.
-Tampoco lo necesito-replicó,
sonriendo sin dignarse a mirarme. Me odié a mí misma por permitir
que tuviera razón; le había dado exactamente lo que quería a
cambio de nada.
Bueno, nada... nada no.
Suspiré, le tendí
de nuevo el cigarro y él lo rechazó con un movimiento de la mano.
Lo apoyé en la hierba y lo aplasté con toda la fuerza de la que fui
capaz.
-Uh, qué rebelde.
Me eché a reír.
-Cállate.
Nos quedamos un
rato más así, los dos juntos, sin comentar nada, tan sólo
disfrutando de la compañía del otro y de la posibilidad de que el
silencio no nos hiciera ningún efecto... se sentía bien estar a su
lado.
No tenía por qué
pararme a pensar en que tal vez nos mandaran en una misión conjunta.
No tenía por qué
pensar en que tal vez aquella fuera la última vez que estuviéramos
juntos, porque nos fueran a matar en el instante más próximo.
No tenía que
pensar en nada de ser una runner, porque yo a su lado, en ese
momento, no era una runner, sino una de sus conquistas infinitas. Un
nombre más engrosando una lista enorme.
Seamos francos: era
muy guapo, y se notaba que tenía experiencia. Yo no era ninguna
novata en esos temas (había tenido varios novios antes de Taylor,
ninguna relación demasiado seria, pero no había llegado intacta al
que se suponía que era mi novio oficial), pero no tenía la misma
experiencia que él, eso se notaba.
La suya era la
típica experiencia del don Juan que sabe adaptarse exactamente a la
situación, a la chica, pero que disfruta adaptándose de todas las
maneras. Había conseguido ese punto de equilibrio entre el placer
propio y el disfrute ajeno sin hacer apenas esfuerzo.
Y eso me cabreaba.
Me cabreaba mucho
que no me tuviera sobre aviso constantemente porque, al fin y al
cabo, éramos enemigos, se suponía que no deberíamos estar
allí juntos. Para empezar, no tendríamos que habernos acostado.
Para seguir, no deberíamos haber intimado tanto.
Además, no tendría
que haber ido corriendo a verlo, entristecida porque podía matar
ángeles.
Debería estar
contenta de serle útil a los míos y poder matar ángeles.
Pero, sobre todo,
me cabreaba el hecho de estar a gusto con él.
Y ser una
conspiradora, ya ni te cuento.
-Debería
irme-murmuré para mis adentros, asintiendo con la cabeza,
insuflándome ánimos, y levantándome para, a continuación,
desperezarme.
-¿Llevas las
bragas?
Le di una patada en
las costillas, él se retorció de dolor, pero no demasiado. Gimió
durante largo rato, hasta que se descontroló lo bastante para perder
esa calidad de gemido herido y terminar siendo una carcajada burlona.
Quise arrancarle
las alas por todo lo que me estaba haciendo y prenderles fuego allí
mismo, delante de él y de todo el parque, con los niños corriendo
con sus cometas persiguiéndoles (como había hecho él una vez
conmigo), con los adolescentes enrollándose en los bancos, los
ancianos dándoles de comer a las palomas, y los perros trotando tras
las cosas que sus amos le lanzaban. Quería que todos vieran de lo
que era capaz, que me tuvieran respeto, que no me cabrearan, que me
tuvieran miedo.
Quería ver la cara
de Louis cuando sus alas ardieran como si tuvieran gasolina y
formaran una columna de humo que él nunca, jamás, podría volver a
sobrevolar.
¿Quién gana ahora, Louis?
Y, sin embargo, ahí
estaba otra vez esa pequeña sombra de mí, del amor que había
sentido una vez antes de que me convirtieran en una asesina a sangre
fría, cuando todavía creía en la bondad del as personas y que
alguien que no te conocía no podía hacerte daño, recordándome qué
era lo que sentía por él.
Aquella pequeña
sombra que cuando hablaba sonaba igual que mi hermana pequeña antes
de que la callaran para siempre era la que me explicaba cosas que, de
no ser por ella, yo no habría entendido jamás.
Por qué, por
ejemplo, ya no quería ir a misiones en las que hubiera riesgo de que
un ángel apareciera y la lucha quedase garantizada, incluso en el
hipotético caso de que consiguiera que me ofrecieran una así.
Por qué no podía
dormir tranquila por las noches si sabía que Louis se había largado
a hacer algún trabajo nocturno en el que podría correr peligro.
Por qué sólo me
sentía a salvo no cuando estaba metida en un ascensor (lo conocíamos
como el gran amigo del runner, ya que cuando entrabas en uno, las
balas no te alcanzaban, y era demasiado difícil pararlo antes de que
alcanzaras tu destino y pudieras escapar, ya no digamos echarlo
abajo), sino cuando estaba en un espacio al aire libre, a poder ser
en un tejado, en el que él pudiera verme y acercarse a mí.
Por qué no podía
soportar la idea de encontrarme con un ángel en misión conjunta con
un compañero runner y dejar que le disparara.
Por qué sus ojos
me parecían tan bonitos.
Por qué creía que
mi plato favorito eran sus labios.
Por qué sabía que
las cosas con Taylor ya no iban a ser nunca iguales, y luchaba por
disimular que las cosas estaban bien y que no había cambiado
absolutamente nada, a veces con más triunfo, otras con menos.
Por qué de repente
la traición ya no me parecía tan mala opción.
Por qué estaba con
él allí en lugar de estar preparando mi próxima misión, que era,
en teoría, con lo que más disfrutaba en el mundo.
-Te quiero-solté
de repente, sin arrepentirme lo más mínimo por el efecto colateral
que podría causar. Me daba igual cómo fuera su ego, me daba igual
su reacción.
Podría traicionar
a toda mi familia, a todos los que me importaban, podría traicionar
a todo el mundo... pero no me iba a traicionar a mí misma.
Y tampoco iba a
traicionarlo a él. Sentía que necesitaba saberlo. Y yo necesitaba
decírselo.
Las comisuras de su
boca se curvaron en una sonrisa condescendiente.
-Es difícil no
hacerlo.
-No, pájaro. Te
quiero de verdad. Y lo sabes. Lo sabes muy bien. Lo sabes de
sobra, de hecho. Seguro que tienes miedo de que sea verdad, por todo
lo que esto puede implicar, pero quiero que sepas que si vamos a
jugar, voy a dejar que eches un vistazo a mis cartas. Ya conoces mi
estrategia.
-Si estás
esperando que te diga lo mismo, estás muy bien sentada.
-Me da igual lo que
tú sientas, ¿vale? Pero esto ya no es una tontería para mí. No es
ningún juego. Es más, seguramente nunca me lo tomé en serio como
un juego-me encogí de hombros, y observé a las parejas revolcándose
bajo aquella luz cálida, disfrutando de algo que yo nunca iba a
tener.
Libertad mentida.
Pero era mejor que
esclavitud conocida.
Preferiría mil
veces haber nacido en otro lugar y no saber cómo se nos sometía,
hasta qué punto éramos esclavos. Porque el que no sabe de su
esclavitud nunca, jamás, es esclavo.
Yo también quería
ser como aquellos infelices, que iban por la vida besándose, sin
tener miedo de que alguien les disparara, sin preocuparse de vigilar
cada entrada y encontrar cada salida en un tiempo récord,
asegurándose una ruta de escape. Yo también necesitaba ese soplo de
aire fresco que todo el mundo experimentaba durante toda su vida.
Correr estaba bien,
pero en ocasiones lo mejor era caminar. Detenerse a mirar cosas
bonitas, observar a los demás, comprar lo que quisieras, luchar por
llegar a final de mes, no preocuparte porque alguien te hiciera daño,
pues se suponía que la policía no iba a dispararte... todas esas
cosas que veías y sabías que causaban placer, pero no podías
imaginarte cuánto. Y todo eso dolía, dolía mucho, porque podías
ver cómo los demás lo pasaban bien mientras tú sufrías, no hacías
más que luchar por ellos sin que ellos conocieran tu guerra ni la
apreciaran.
-No estamos en
ningún juego, Cyntia. Aquí, si te matan, no puedes reiniciar la
partida.
-Sabes a qué me
refiero.
Me acarició la
mejilla con la palma de la mano, yo le sostuve la mirada, segura de
que no tenía nada que esconder.
Que me lea la mente si lo desea.
Estoy limpia.
Por sus ojos cruzó
una emoción a toda velocidad, rápida como los aviones que
sobrevolaban las casas, que en ocasiones sorteaban los edificios por
escasos metros, que pasaban entre ellos considerándolos túneles, y
que conectaban los centros neurálgicos de la ciudad con los de otras
ciudades, más grandes, más alejadas, más desconocidas... y
esperaba que más libres.
Parpadeé, a la
espera de que me soltara cualquier gilipollez pretenciosa de las
suyas, aquellas a las que ya me tenía acostumbrada y que, de hecho,
me habían llamado más la atención sobre él. Era curioso cómo
podía pasar de darme asco a necesitarlo en apenas un segundo, e
invertir el proceso a su antojo, sin importarle cuáles eran mis
sentimientos, qué era lo que pasaba en mi interior, por qué no
podía enfadarme del todo, aunque me cabrease como nada lo había
hecho antes.
Me sorprendió con
una sonrisa tierna, tan íntima que me hubiera sonrojado de no tener
un gran autocontrol y capacidad de dominación de mí misma.
-Tú no eres ningún
juego para mí, bombón.
Puse los ojos en
blanco.
-¿Tenías que
cagarlo con lo de “bombón”?
Pero me incliné a
recompensarle aquella mínima declaración de intenciones con un
beso.
-Me irás
conociendo con el paso del tiempo.
Ya lo hacía, a mi
manera. Sabía que le gustaba patrullar solo, porque así podía
pensar en sus cosas y dejar que su atención fluyera como los ríos
de la ciudad, sabía que se permitía planear la mayor parte del
tiempo, sabía que le encantaba asustar a los míos dejando que sólo
su sombra se proyectara sobre ellos, semejante a los juegos de las
águilas y los conejos. Sabía también que prefería patrullar de
noche, porque la ciudad era particularmente hermosa desde las alturas
cuando se vestía con sus mejores galas y celebraba la oscuridad. En
ocasiones se daba la vuelta y contemplaba las estrellas tanto como
sus alas soportaban el peso de su cuerpo por encima de ellas.
Y sabía que venía
a la Base a verme sorteando los edificios a modo de obstáculos,
volando a toda velocidad, como un entrenamiento más.
También había
mucho de él que no sabía. Por ejemplo, cómo se llamaban sus
padres, a qué edad le habían implantado las alas, cómo había sido
su entrenamiento, cómo había hecho para sobrevivir en el aire
durante tantos años sin el más mínimo arañazo, cómo podía ser
tan creído, si había tenido novia, si tenía novia en ese momento y
también estaba engañando a alguien como yo... esos pequeños
detalles que la gente normal enseguida pregunta, pero que tú no
quieres sonsacar realmente. Tan sólo quieres que el otro se siente
una tarde contigo a charlar de esas pequeñas cosas, las manías, los
gustos, la familia, la historia, la vida, el futuro, los sueños, los
temores... y escuchar fascinada una perorata que a cualquiera tendría
aburrida, pero que a ti te parece la cosa más interesante del mundo.
Me disponía a
preguntarle algo sobre su pasado para tirarle de la lengua y que me
contara algo de un mundo tan desconocido como exótico, cuando decidí
que por aquel momento ya estaba bien. El sol había avanzado mucho,
en mi Base estarían preocupados por dónde estaría, y no quería
tenerlos a todos detrás de mí.
-¿Cómo vas con
tus planes de salvar el mundo?-dije, incorporándome y limpiándome
el trasero con unas sacudidas de las manos. Él echó un vistazo a
mis partes posteriores, sonrió, negó con la cabeza ante una idea
que pareció surgir en su mente como un cactus plantado en medio del
desierto por nadie sabía quién, y me miró a los ojos.
-Voy bien. Estoy
convenciendo a algunos. No son muchos, pero... poco a poco. Cada
pluma cuenta-dijo, batiendo levemente la punta de las alas, a las que
la hierba parecía adorar particularmente.
Hice una mueca,
divertida.
-¿Te importa si te
copio la frase? Es muy graciosa.
-¿Sabes qué es
graciosa? Tu cara-respondió, poniéndose en pie de un brinco y
sobrepasándome de nuevo con su altura. No era muy alto (estaba
segura de que Taylor era más alto que él), pero lo era bastante
para sacarme una cabeza y contemplarme desde arriba con aires de
suficiencia, que portaba como un aura.
Alcé los brazos.
-Si me disculpas,
tendré que interrumpir tu diversión. Tengo que volver a casa.
-Sí, no vaya a ser
que tu novio venga a buscarte y te encuentre aquí siendo una
traidora.
-Es un consuelo que
traicione con estilo.
Su rostro se
iluminó con una mueca de niño travieso.
-¿Es eso un
cumplido?
-Mis pantalones son
geniales. Mejores de los que suelo llevar. Son de marca, ¿sabes?
Robados la temporada pasada.
Exhaló aire por la
nariz, sin poder creerse que, por una vez, no se le considerara lo
más bonito del lugar. Una cosa era que lo fuera y otra muy distinta
que yo fuera a decírselo.
-Voy a ir
contigo-sentenció cuando me giré y comencé a andar hacia el camino
del que nos habíamos separado, sin creer realmente que fuera a
hacerlo. Alcé una ceja y me volví.
-¿Ah, sí?
-Sí. Quiero ver
qué cara ponen cuando descubran que te has tirado al enemigo.
-Sé disimular esto
mucho mejor que tú-respondí, saltando el arbusto que nos había
ocultado de miradas indiscretas y girándome a mirarlo. Se estaba
poniendo la sudadera, de modo que sus alas quedasen ocultas bajo la
tela de ésta. Cerró la cremallera y se dispuso a seguirme,
observando de vez en cuando al cielo, como temiendo que su yo más
sensato bajara volando y le arreara una buena tunda por irse con una
runner, con la runner que le había robado los documentos de la
Central y había escapado con unos cuantos que, aunque inútiles, no
dejaban de demostrar que mi intrusión era real.
-Por curiosidad,
Louis, ¿te echaron la bronca por no conseguir recuperar todos los
documentos?
Negó con la
cabeza.
-¿Y a ti por no
conseguirlos todos?
Me detuve un
segundo, queriendo borrarle la sonrisa cachonda de la tara de una
bofetada. Por suerte, me contuve, porque de hacerlo podrían
detenerme por ejercer la violencia en público, lo que podía
considerarse un acto revolucionario. Y si me detenían y descubrían
mi tatuajes, bueno... a Puck no le haría demasiada gracia que
saliéramos en las noticias.
-Eres un hijo de
puta con alas.
Alzó los hombros
tan alto que su cabeza bien podría haberse escondido en ellos.
-Puede. Pero al
menos yo no me declaro de forma tan cutre.
En el parque había
muchos objetos arrojadizos. Una lástima que la policía rondase
tanto por allí. El pájaro necesitaba una hostia bien dada.
Y sería un placer
ser yo quien se la diese.
¡Al fin he podido ponerme al día con los capítulos!
ResponderEliminarMe he tenido que leer del tirón desde el segundo que subiste porque es que la universidad me tiene agobiada, y muy harta también.
Pero bueno, que mi vida seguramente no te interese, solo decirte que escribes genial y estoy completamente enganchada a esta historia.
Espero que subas pronto :)
@SaraiLoveSlayer
Tu vida me interesa, lo menos que puedo hacer por ti es interesarme, dado que tú me lees, Sarai :D espero que no te estreses mucho, ya me contarás lo que me espera para el año que viene.
EliminarMe alegro de que te guste :D mañana tienes nuevo capítulo :3