jueves, 26 de diciembre de 2013

Morfeo me ama.

Antes que nada... NO. Esto no es Light Wings, a pesar de que salgan mis dos señores favoritos, aunque por separado. Es que, simplemente, el que reparta los sueños se ha portado muy bien conmigo estos dos últimos días, y necesito darle las gracias a mi manera. Lo que voy a escribir no va a tener la "calidad" que tienen mis historias, ni final ni nada. Son sueños y, a pesar de que mi historia más importante empezó así, estos van a quedarse tal y como están.

Sueño de nochebuena.

La mochila me pesaba en la espalda, pero eso no me impedía caminar hacia el instituto sin girarme de vez en cuando, buscando algo que, hasta que no lo encontré, realmente no supe qué era.
Sólo cuando lo vi con su camiseta negra, sus gafas de sol eternas que nunca se quitaba, aunque lloviera, y la gorra de béisbol azul, supe por qué me sentía de aquella manera. Necesitaba verlo. Siempre estaba necesitando verlo, y eso no parecía gustarle, ni entenderlo.
Me despedí de mi acompañante sin rostro y crucé la calle en dirección a él. Hizo una mueca, se quitó las gafas para comprobar que realmente era yo, y puso los ojos en blanco.
-Oye, Taylor, ¿qué pasa? ¿No somos lo bastante guays para ti?
Negó con la cabeza, riéndose. La nuez de su cuello bailó. No supe de dónde saqué el coraje para no quedarme mirando embobada sus facciones, pero la verdad es que en ese momento no necesité hacerlo. Simplemente no quería mirarlo como si fuera estúpida, y eso es lo que hice. Me controlé como pocas veces me había controlado en la vida.
-Si tú supieras.
-Podrías contármelo.
-¿Y si no quiero?
Dejé la mochila encima del capó de su coche y le lancé una mirada envenenada, notando cómo mi estómago se retorcía de puro enfado.
-Sabes que no me voy a ir.
Suspiró, miró el instituto, al que se suponía que debía estar preparándose para ir, y asintió despacio con la cabeza. Abrió la puerta del coche y yo me metí dentro, sentándome en el lado del copiloto, esperando que me echara a patadas, como había hecho con el resto de las chicas que habían intentado irse con él cuando él no quería compañía femenina, sino soledad humana, sólo rota por el contacto de algún vegetal o animal, si tenía suerte.
Cerré la puerta de un portazo y él arrancó sin permitirme siquiera ponerme el cinturón. Fue un trayecto movido, donde nos sumimos en un bosque que yo no estaba del todo segura de conocer. Las curvas mareaban mi sentido de la orientación; quisiera haber puesto la radio para que la velocidad se camuflara de simple aturdimiento pero, sencillamente, no pude. No quería desaprovechar ninguna posibilidad, por remota que fuese, de hablar con él y sonsacarle las respuestas que me merecía.
¿Por qué no iba a clase?
¿Por qué no contestaba a mis llamadas?
¿Por qué habíamos pasado de ser amigos, aunque no los más cercanos, a simplemente vernos de un extremo a otro de la calle, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo y él realmente no se percatara?
Y, sobre todo, ¿por qué se paseaba últimamente con un look de mafioso narcotraficante que te daba ganas de dar la vuelta y echar a correr en dirección contraria? Él nunca había despertado estos sentimientos en mí y, sin embargo, ahora no estaba demasiado cómoda yendo en el coche con él.
Giró repentinamente a la izquierda, llegando a un pueblo que se asemejaba más a una urbanización estadounidense de clase alta, con unas casas cuyas ventanas alojaban paredes, no como solía suceder con el resto de casas. Fruncí el ceño cuando abrió una puerta automática con un mando que salió de Dios sabía dónde, e hizo que el Audi (también negro, cómo no) entrara en el patio de esa casa.
Apagó el coche, abrió la puerta y salió con la elegancia de quien ha estado alguna vez en alguna premiére, frente a una cámara. Yo salí con el cuidado de quien se ha sacado la rótula alguna vez en su vida. Me colgué la mochila al hombro y casi no pude chillar cuando vi una bestia (oh, ¡negra!) correr hacia mí a toda velocidad, emitiendo todo tipo de ruidos letales. La bestia se abalanzó sobre mí, me hizo caer al suelo, y presumió de dientes, o más bien cuchillas clavadas a las encías, a escasos centímetros de mi cara. Yo apenas podía respirar, ya no hablemos de gritar. Miraba al rottweiler con ojos como platos, luchando desesperadamente por no llorar, porque los animales olían el miedo, y no quería morir, no allí, donde nadie me encontraría...
Taylor gruñó su nombre por lo bajo, y el animal dejó a su víctima, reticente, para gran alivio de ésta.
-¿Estás bien?
Asentí con la cabeza, incorporándome despacio.
-¿Puedes levantarte?
Volví a asentir, demasiado herida en mi más profundo orgullo como para hacer otra cosa. Él murmuró un "bien" y caminó hacia la casa, con el perro siguiéndole, pero pendiente a la vez de mí. Me merendaría si su dueño se alejaba lo suficiente.
Fui tras ellos, olvidando que había dejado la mochila en el suelo de piedras níveas sueltas, y entré en la casa. Cientos de cactus se distribuían por todas partes, haciendo las veces de paredes. No pude extrañarme más de que él viviera en un sitio así, o de que tuviera, siquiera, las llaves de un sitio como aquél.
Una señora, la típica madre estirada, a la que yo no conocía de nada, se acercó a mí. Me arrastró por la casa, me enseñó cada mueble, me habló de la historia familiar que se escondía detrás de cada fotografía, mientras su hijo no hacía más que protestar porque me estaba aburriendo. Aquellas cosas no eran de mi incumbencia. No quería saber eso.
¿Por qué le hablaba así a alguien que no era su madre?
La mujer no hizo el menor caso del chico, me llevó por cada rincón, haciendo que prácticamente me lo aprendiera de memoria, dándome tanta información que podría haber vendido la casa al mejor postor sin haber pisado jamás una agencia inmobiliaria... en el salón esperaban unos ancianos. El hombre fumaba en pipa, la mujer tejía algo. No era la familia de Taylor.
¿Qué hacíamos allí?
El sueño se desvaneció tal como había venido, dejando sólo fragmentos inconexos en mi cabeza. Creo que arreglé las cosas con Taylor, porque la única imagen lógica que recuerdo es a él sonriendo.

Sueño de Navidad.

Por fin había llegado el día.
10 de julio.
Y ya estaba en Madrid.
Me despertó el sol de la capital, que revolvió cada una de mis células hasta que me convertí en un manojo de nervios.
Pero era un manojo de nervios que sabía lo que quería.
Me eché a la calle rápidamente, quedé con mis amigas, Celia y Lara, con las que llevaba planeando ese día desde hacía casi un año. Quedaríamos en un lugar, iríamos a comer, correríamos a un Starbucks, y luego iríamos a la caza de los chicos.
No nos imaginábamos que nos encontraríamos con los chicos mucho antes de lo que creíamos.
Sorprendentemente, habíamos entrado en una especie de anfiteatro romano, con asientos bajos y escenario pequeño. Habíamos oído rumores de que allí iba a pasar algo interesante, y pensamos que sería divertido tratar de relajarnos antes del concierto. Obviamente los chicos no iban a aparecer en un anfiteatro en Madrid cuando tenían un concierto en un campo de fútbol esa misma noche.
Pues nos equivocamos. Después de pasear por cada rincón del lugar, entrando y saliendo de pasadizos casi secretos, llegamos a la zona donde sentarnos. Apenas habíamos posado el culo cuando se desató la locura: cientos de chicas atestaban el anfiteatro, todas muy guapas, todas expectantes, mientras nosotras sólo teníamos curiosidad. Por una esquina aparecieron cinco chicos que se parecían terriblemente a las estrellas a las que íbamos a ver.
Todo el anfiteatro se vino abajo cuando el público se levantó y se abalanzó hacia el escenario, tratando de alcanzarlos. Una de mis amigas me clavó la mano en el hombro, no estaba segura de si era Celia o Lara, aunque probablemente fuese la última. Yo no podía moverme, sólo podía mirarlos con ojos como platos. Estaban allí, estaban allí realmente, frente a mí, a unos pocos metros, y mis músculos no respondían.
-¡ERIKA, POR TU MADRE, LEVÁNTATE!-bramó Celia tirando de mí. Y yo lo hice. Y se lo agradecí infinitamente.
Los chicos cantaron una canción que apenas se escuchó entre los gritos histéricos, gritos a los que me sumé sin quererlo ni poder hacer nada por evitarlo. Luego, con sonrisas tatuadas permanentemente en sus caras, atravesaron la arena para dirigirse a la salida, colocada en el otro extremo del lugar por el que había entrado.
Tuvimos suerte, pues nosotras estábamos justo en esa zona. Con decenas de cuerpos apelotonándose a mi alrededor, apretándome las costillas contra la espina dorsal, me incliné en ángulos imposibles, estirando la mano, bramando nombres al azar, con la esperanza de que uno de ellos se detuviera.
-¡Liam! ¡Zayn! ¡Harry! ¡Niall! ¡Louis! ¡Liam!-repetía los nombres mecánicamente, sin entenderlos, haciendo de aquellas cinco palabras una palabra gigante, compuesta de cientos de sílabas: ¡Liamzaynharrynialllouisliamzaynharrynialllouis!
Alguien me tocó la mano, y todo a mi alrededor explotó en gritos enloquecidos. Hice lo posible por enfocar la vista, lo suficiente para ver a un Louis sonriente clavando sus ojos medio segundo en mí, mientras su mano estrechaba la mía, como diciendo "no dejaré que las demás te hundan".
Luego, sus ojos pasaron a otra, y a otra, su mano me abandonó, pero yo no podía dejar de sentir su contacto en la mía.
Lara y Celia me sacaron de allí sin que yo me enterara de nada y, cuando volví a hacer uso de razón, habíamos entrado en el Vicente Calderón, que estaba vacío. Caminamos por el césped, estudiando el estadio, señalando los lugares en los que nos íbamos a colocar. A Lara y a mí nos alegró el hecho de que el escenario estuviera bastante cerca de las zonas en las que íbamos a estar, cada una más alejada que la anterior. Ellas no paraban de hablar de que finalmente íbamos a ver bien, mientras en mi cabeza se repetía la imagen de mi chico favorito en el mundo clavando aquellos ojos suyos en los míos, y su mano finalizando un brazo cubierto de tatuajes acariciando brevemente la mía.
Sólo podía pensar en su brazo cubierto de tatuajes, con tanto detalle que el asunto cobraba una realidad nueva. Poco importaban los empujones, los insultos cuando nos quitaban el sitio o lo quitábamos nosotras, las carreras, el dolor de pecho cuando corrías a todo lo que tus piernas daban, la angustia de no tener un buen sitio, la confusión del primer momento, el dolor de las demás luchando por lo mismo que tú a costa tuya...
...todo eso se había hundido, estaba desapareciendo, sustituyéndose por su brazo, sus tatuajes. Aquella mano que me tocó.
No hace falta decir que esos regalos se agradecen.

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