Tamy abrió los ojos
después de lo que le pareció una eternidad y, para su sorpresa,
seguía metida en aquella esfera de luz blanca que había corrido
hacia ella durante sus últimos instantes de vida, que habían sido a
la vez meses y meses de intensa tortura en un cuerpo rebelde que no
hacía más que volverse contra ella, pues su ser estaba luchando por
salir de la asfixia permanente en la que se encontraba. Su cuerpo no
era más que una cárcel invisible, tan ancha que parecías no estar
encerrado, pero lo bastante pequeña como para notar los barrotes
rozando todos y cada uno de los extremos de la piel; sin apretar,
pero sin alejarse lo suficiente. Comprendió a qué se debía todo
aquello: ella, el verdadero ella,
no tenía cuerpo, no ib a tener fin, como lo había tenido la condena
a la que la sometieron, sin haber hecho realmente nada, sin haber
obtenido un juicio en el que le dijeran de qué era culpable y cuánto
tiempo debía estar sufriendo sin saberlo.
Antes
de morir, cuando le comunicaron a ella y a sus padres qué era lo que
le sucedía, las continuas migrañas, los cambios de humor, Tamy
había pensado mucho en qué era lo que podía sucederle, en lo mucho
que daría porque todo aquello terminara de una vez. Al fin y al
cabo, no se merecía lo que le había pasado, no recordaba que nadie
la señalara con el dedo y murmurara una única palabra “culpable”.
Y,
sin embargo, la culpabilidad estaba en sus venas, en la cárcel, y en
su composición. Su abuelo había muerto de lo mismo, su padre había
conseguido sortearlo, pero no había sido así con su tío, que se
había quedado también por el camino.
El
médico susurró una única palabra con semblante serio, una palabra
que en un principio no tenía sentido. ¿Qué tenía que ver un signo
del zodiaco que, para colmo, no era el suyo en todo esto? Era
Capricornio, no era cáncer. Y estuvo a punto de protestar cuando lo
entendió, gracias a las caras pálidas de sus padres, que no
esperaban que el gen maligno traspasara las fronteras del sexo y
lograra alcanzarla; en la mano lívida de su madre, con los nudillos
blancos como la cal, que la apretaba con fuerza, sin querer dejarla
ir, como si aquella pequeña palabra de seis letras fuera a
arrastrarla lejos de sí... como había pasado con su tío, y su
abuelo, y casi había sucedido con su padre.
Intentaron
de todo, pero nada resultó. Las expectativas de los médicos no eran
nada buenas, y terminaron confirmándose al luchar cada vez con más
ahínco y no conseguir nada más que pequeños atrasos. Su madre
había insistido en que probara todos los caminos, pero ella había
terminado cansándose de aquello. Quería que la dejaran vivir lo
poco que le quedaba, al fin y al cabo, sabía demasiado sobre la
muerte, ya que había presenciado la convalecencia de su abuelo que,
postrado en una cama, había dejado que su cuerpo le asesinara por
dentro, criando un monstruo que no hacía más que devorarlo,
mientras se afanaba en continuar respirando, corriendo a toda
velocidad en una carrera en la que iba último, gritando a pleno
pulmón para que le escucharan fuera de una sala insonorizada.
Y
ahora, todo ese sufrimiento, las luchas a lo que se había
enfrentado, no eran nada, se habían difuminado tal y como hacían
las nubes de gas de una fábrica que, a medida que escalaban por el
cielo, se fundían más en él. Tamy se encontraba ahora en una
especie de mar de luz, pero era una luz diferente a todas las que
había conocido cuando no estaba encerrada y su cuerpo dolía; era
una luz buena, a la que podías mirar directamente sin que te hiciera
el más mínimo daño, sin tener que entrecerrar los ojos. No cegaba,
tan sólo alimentaba.
-Así
es la muerte-dijo con una boca que ya ni estaba ahí, y meditó esas
palabras mientras rebotaban en su conciencia. Creía saberlo todo
sobre ella por el simple hecho de haberla tenido de cerca, pero nunca
la había experimentado realmente.
A
su mente acudió la imagen de una de las amigas de su madre hablando
con ésta cuando se suponía que la enferma no iba a poder
escucharlas. Ambas comentaban lo duro que estaba siendo todo, lo
injusto que era, que aquellas cosas no debían pasar, nadie debería
morirse tan joven, era una verdadera injusticia, ella lo sabía... y
Tamy había arrugado la nariz y había pensado “¿Cómo lo sabes?
¿Es que tú te has muerto alguna vez?”
Había
crecido con un retazo de verdad, considerando cosas que se daban por
sentadas, pero que nadie en realidad conocía con certeza. Fue
entonces cuando se dio cuenta de que tratar de describir la muerte
sin haberlo hecho primero era como tratar de adivinar el sabor de un
plato por la pinta que tenía. Tuvo ganas de echarse a reír de su
antiguo yo, que se había creído tan experto de aquellos temas,
porque le habían tocado de muy cerca; pero ahora sabía la verdad:
nadie tenía ninguna experiencia con la muerte, porque la muerte era
de cada uno. Cada uno podía tener una ligera idea, pero sólo una
vez iba a experimentar la muerte, y sería demasiado tarde para
volver atrás y decir a todos los que le discutieron su manera de ver
el mundo que se abría ante ella y decirles “¿Lo veis? Tenía
razón. Al final la muerte no es más que libertad”.
Sí,
libertad. Libertad para imaginar lo que podría haber pasado,
libertad para vivir una y otra vez vidas que nunca iban a ocurrir en
la realidad, libertad para revivir los recuerdos pasados, tanto los
presentes como los olvidados. Libertad para meditar, una y otra vez,
sobre lo que sucedía en el mundo. Libertad para cometer errores y
enmendarlos, acertar, y seguir escalando. Eso era la muerte; lo que
venía después de la vida, lo que todos se imaginaban, todos
terminaban probando: una segunda oportunidad de la que, aunque de
mentira, se aprovechaba hasta la última gota.
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