sábado, 21 de diciembre de 2013

La muerte hasta la última gota.

 Tamy abrió los ojos después de lo que le pareció una eternidad y, para su sorpresa, seguía metida en aquella esfera de luz blanca que había corrido hacia ella durante sus últimos instantes de vida, que habían sido a la vez meses y meses de intensa tortura en un cuerpo rebelde que no hacía más que volverse contra ella, pues su ser estaba luchando por salir de la asfixia permanente en la que se encontraba. Su cuerpo no era más que una cárcel invisible, tan ancha que parecías no estar encerrado, pero lo bastante pequeña como para notar los barrotes rozando todos y cada uno de los extremos de la piel; sin apretar, pero sin alejarse lo suficiente. Comprendió a qué se debía todo aquello: ella, el verdadero ella, no tenía cuerpo, no ib a tener fin, como lo había tenido la condena a la que la sometieron, sin haber hecho realmente nada, sin haber obtenido un juicio en el que le dijeran de qué era culpable y cuánto tiempo debía estar sufriendo sin saberlo.
Antes de morir, cuando le comunicaron a ella y a sus padres qué era lo que le sucedía, las continuas migrañas, los cambios de humor, Tamy había pensado mucho en qué era lo que podía sucederle, en lo mucho que daría porque todo aquello terminara de una vez. Al fin y al cabo, no se merecía lo que le había pasado, no recordaba que nadie la señalara con el dedo y murmurara una única palabra “culpable”.
Y, sin embargo, la culpabilidad estaba en sus venas, en la cárcel, y en su composición. Su abuelo había muerto de lo mismo, su padre había conseguido sortearlo, pero no había sido así con su tío, que se había quedado también por el camino.
El médico susurró una única palabra con semblante serio, una palabra que en un principio no tenía sentido. ¿Qué tenía que ver un signo del zodiaco que, para colmo, no era el suyo en todo esto? Era Capricornio, no era cáncer. Y estuvo a punto de protestar cuando lo entendió, gracias a las caras pálidas de sus padres, que no esperaban que el gen maligno traspasara las fronteras del sexo y lograra alcanzarla; en la mano lívida de su madre, con los nudillos blancos como la cal, que la apretaba con fuerza, sin querer dejarla ir, como si aquella pequeña palabra de seis letras fuera a arrastrarla lejos de sí... como había pasado con su tío, y su abuelo, y casi había sucedido con su padre.
Intentaron de todo, pero nada resultó. Las expectativas de los médicos no eran nada buenas, y terminaron confirmándose al luchar cada vez con más ahínco y no conseguir nada más que pequeños atrasos. Su madre había insistido en que probara todos los caminos, pero ella había terminado cansándose de aquello. Quería que la dejaran vivir lo poco que le quedaba, al fin y al cabo, sabía demasiado sobre la muerte, ya que había presenciado la convalecencia de su abuelo que, postrado en una cama, había dejado que su cuerpo le asesinara por dentro, criando un monstruo que no hacía más que devorarlo, mientras se afanaba en continuar respirando, corriendo a toda velocidad en una carrera en la que iba último, gritando a pleno pulmón para que le escucharan fuera de una sala insonorizada.
Y ahora, todo ese sufrimiento, las luchas a lo que se había enfrentado, no eran nada, se habían difuminado tal y como hacían las nubes de gas de una fábrica que, a medida que escalaban por el cielo, se fundían más en él. Tamy se encontraba ahora en una especie de mar de luz, pero era una luz diferente a todas las que había conocido cuando no estaba encerrada y su cuerpo dolía; era una luz buena, a la que podías mirar directamente sin que te hiciera el más mínimo daño, sin tener que entrecerrar los ojos. No cegaba, tan sólo alimentaba.
-Así es la muerte-dijo con una boca que ya ni estaba ahí, y meditó esas palabras mientras rebotaban en su conciencia. Creía saberlo todo sobre ella por el simple hecho de haberla tenido de cerca, pero nunca la había experimentado realmente.
A su mente acudió la imagen de una de las amigas de su madre hablando con ésta cuando se suponía que la enferma no iba a poder escucharlas. Ambas comentaban lo duro que estaba siendo todo, lo injusto que era, que aquellas cosas no debían pasar, nadie debería morirse tan joven, era una verdadera injusticia, ella lo sabía... y Tamy había arrugado la nariz y había pensado “¿Cómo lo sabes? ¿Es que tú te has muerto alguna vez?”
Había crecido con un retazo de verdad, considerando cosas que se daban por sentadas, pero que nadie en realidad conocía con certeza. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tratar de describir la muerte sin haberlo hecho primero era como tratar de adivinar el sabor de un plato por la pinta que tenía. Tuvo ganas de echarse a reír de su antiguo yo, que se había creído tan experto de aquellos temas, porque le habían tocado de muy cerca; pero ahora sabía la verdad: nadie tenía ninguna experiencia con la muerte, porque la muerte era de cada uno. Cada uno podía tener una ligera idea, pero sólo una vez iba a experimentar la muerte, y sería demasiado tarde para volver atrás y decir a todos los que le discutieron su manera de ver el mundo que se abría ante ella y decirles “¿Lo veis? Tenía razón. Al final la muerte no es más que libertad”.

Sí, libertad. Libertad para imaginar lo que podría haber pasado, libertad para vivir una y otra vez vidas que nunca iban a ocurrir en la realidad, libertad para revivir los recuerdos pasados, tanto los presentes como los olvidados. Libertad para meditar, una y otra vez, sobre lo que sucedía en el mundo. Libertad para cometer errores y enmendarlos, acertar, y seguir escalando. Eso era la muerte; lo que venía después de la vida, lo que todos se imaginaban, todos terminaban probando: una segunda oportunidad de la que, aunque de mentira, se aprovechaba hasta la última gota.

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