Mientras Taylor me ayudaba a cruzar el
alambrado, asegurándose de que no tocaba bajo ningún concepto las
vallas electrificadas, so pena de freírme como un pollo, pude
reflexionar sobre lo que había pasado.
La verdad es que me vino mejor de lo
que me hubiera atrevido a admitir, ya que pensar en el pasado, que no
podía afectarme a esas alturas, era mucho mejor que pensar en los
montones humeantes que había en la zona por las que la policía y
los guardianes habían entrado.
Temblando como una hoja, pasé entre
los escombros sin mirar atrás, tratando de centrarme en el
movimiento rítmico de mis pies, y luchando contra la certeza de que
si hubiera llegado un poco antes, probablemente me hubieran o
capturado o matado.
Los cambios fueron tan lentos que
nadie los notó, o al menos en un principio sucedió así. Empezaron
con simples instalaciones de cámaras, refuerzos en la seguridad de
las calles, para combatir una criminalidad que iba en aumento a
medida que el dinero iba valiendo cada vez menos, a la par que iba
siendo más y más difícil de conseguir. En una sociedad en la que
siempre se había dicho que cuanto más dinero circulara, menos
costaría, el malestar era evidente cuando todo eso era mentira. Cada
billete marcaba siempre una misma cifra, pero esa misma cifra no
podía darte lo mismo cada día. Así, poco a poco, los robos
comenzaron a ser más rápidos, y la gente se mataba, porque
preferían ser asesinos a morir de hambre, o a manos de un ladrón
nervioso que no sabía cómo hacer lo suyo.
La situación fue tan mal que los
dirigentes se vieron obligados a tomar cartas en el asunto, pero
estas cartas eran tan sutiles que nadie realmente las detectó hasta
que no se convirtieron en ases.
Las leyes empezaron a endurecerse poco
a poco, en la sombra, sin que nadie se molestara en pensar que
algunas cosas iban contra la Ley Suprema, o Constitución, como la
llamaban en aquella época. Muchas se retorcían por los entresijos
de las sombras de la Ley, aprovechando cada recoveco legal para
introducirse y tachar de delincuentes y criminales a los que antes
habían sido inocentes. Los juicios pasaron a un segundo plano,
llegando a ser necesarios cuando los delitos, o bien eran demasiado
gordos para evitar la atención de unos medios ya manipulados, o bien
eran demasiado nimios como para preocuparse realmente por ellos.
Esto le llevó al gobierno casi 20
años, de modo que, los que ya habían nacido en el período de los
cambios, no echaban de menos una cultura mucho más justa, aunque más
peligrosa.
El problema fue precisamente que la
rapidez de esos 20 años hizo que la juventud, que había disfrutado
de las libertades en la época en la que más cosas se almacenaban,
la infancia, protestara ahora porque quería que se cumplieran las
promesas que se les habían hecho cuando eran niños y todavía no
hacían otra cosa más que soñar con el mundo exterior al que un día
serían lanzados.
Al no cumplirse las promesas,
empezaron las revueltas. La gente que antes había sido sumisa pasó
a revolverse contra el sistema, clamando por algo robado
ilegítimamente con la firma de papeles que hicieran las cosas mucho
más legales. Al principio estas revueltas eran focos aislados que no
se conectaban entre sí, lo que hacía fácil que el Gobierno fuera
capaz de aplastarlas.
El problema surgió cuando alguien se
dio cuenta de que no era sólo en su barrio donde se arrestaba a la
gente por añorar el pasado, sino en toda la ciudad que, en aquella
época, era muchísimo menor a como lo era ahora.
Ese alguien, cuyo nombre no se
investigaba en los anales de la historia a pesar de ser el causante
de todo lo que conocíamos, reunió a todas las marchas, y convocó
manifestaciones multitudinarias.
Todas pacíficas.
Todas con muertos.
Y todos los muertos eran civiles.
La gente se asustó. Se aterrorizó
porque no había ningún límite; a veces por el simple hecho de
cruzarte con la manifestación la policía te cogía y era capaz de
matarte, tales eran las palizas que llegaban a dar. Los tiros se
convirtieron en el pan nuestro de cada día, con lo que la gente no
hacía más que morir. La mortalidad de policías era prácticamente
nula, ya que ellos controlaban todas las armas, y los ciudadanos sólo
podían defenderse con las manos y objetos arrojadizos que
encontrasen por ahí. Nada comparado, por supuesto, con una bala que
roza la velocidad del sonido.
Fue tal el miedo de la gente que aquel
líder glorioso tuvo que huir de la ciudad, sacado por la noche en
una lancha que no dejaría rastro, por miedo a que sus propios
seguidores se volvieran contra él. Los gritos de justicia que antes
se entonaban a las puertas del Gobierno ahora se volvían contra
aquel que había buscado la manera de liberar a sus iguales. Pasó de
ser héroe a un dictador que manipulaba a todos, llegando a los fines
más bajos y acudiendo a cada sentimiento que pudiera aprovechar para
su causa. Si no hubiera salido de la ciudad, aquel que conducía las
manifestaciones hubiera terminado siendo ejecutado debido a que se le
veía más bien como a un general del ejército que mandaba a los
muchachos a explotar las minas del suelo antes de pasar él y
asegurarse la vida.
Así, el Gobierno no tuvo que luchar
contra una revolución, como solía suceder en los libros que
prevenían de esto. Siempre se les tomaba por ciencia ficción, pero
pocos se atrevían a analizar el parecido de cada una de las naciones
de las que se hablaba con la que nosotros habitábamos.
Cuando la revolución se abortó antes
de nacer, el Gobierno se vio libre de todas aquellas tensiones. El
miedo de la gente le hacía pedir a gritos que detuviera toda aquella
barbarie. El precio de las cosas estaba por las nubes, y el trabajo
cada vez estaba peor pagado. En esa situación se hubieran dado un
montón de suicidios, de no haber sido porque se establecieron leyes
que permitían espiar a alguien las 24 horas del día.
La criminalidad alcanzó su punto
culminante un invierno particularmente frío, en el que las calles se
parecieron más al campo de batalla de una guerra civil que a las de
una ciudad pacífica.
Ese fue el escenario perfecto para que
el Gobierno aprobara su ley más famosa, con más detractores, y
menos criticada, precisamente porque nadie, absolutamente nadie, se
atrevía a ir contra ella.
La Ley de Genética Criminal.
Era una ley muy sencilla que se basaba
en varios principios genéticos. Al nacer, se obtenía una muestra de
sangre del bebé, se estudiaba cada nivel de hormonas de maldad y
bondad en su organismo durante un breve lapso de tiempo, y luego se
efectuaba su posterior valoración. Los padres no protestaban, tan
sólo se conformaban con que dejaran a los niños vivir su tiempo.
Si se encontraba el más mínimo
detalle de maldad en la sangre del pequeño, se le ponía un busca.
Si se creía que el pequeño podría
ser peligroso, se le modificaba la genética, otorgándole alguna
discapacidad que le impidiera ser un peligro para la salud pública.
Estas discapacidades iban de cualquier tipo al más elaborado: desde
una leve cojera que haría imposible una huida de la policía, hasta
ceguera, o incluso parálisis de algún miembro.
Por supuesto, a los padres se les
hacía creer que venía dado por complicaciones en el parto.
Los que más suerte tenían y no daban
signos de tener tendencias a terminar asesinando o robando no eran
tampoco liberados: se les hacía un estudio anual para asegurarse de
que ningún gen recesivo difícil de detectar surgiera en ellos y se
les alejaba inmediatamente de su entorno social para que no fueran
peligrosos. Cuando alguien está solo y asustado es cuando más
manipulable es.
Nadie sabía realmente qué les pasaba
a esos individuos.
Nadie salvo los que fundaron a los
runners y los mercenarios.
Se llevaban a los niños, o a los
adultos, lo mismo daba, a una zona desierta de la ciudad. Una zona en
la que hubiera vistas impresionantes, no para que disfrutaran de
visiones que les hicieran cambiar de naturaleza, sino para que fuera
fácil ver quién se acercaba.
Allí, se les pegaba un tiro en la
cabeza.
Y, por si aquello no fuera poco, se
les tiraba a un lago, en el que permanecerían hundidos de dos a
cuatro horas. Por si acaso.
La ciudad podría haber investigado
para saber qué ocurría con aquellos que se iban “de vacaciones”
y no volvían, pero prefirió apartar la vista y dejar que el
gobierno no hiciera otra cosa que colocarle anillos y pulseras que,
con su tintineo, harían saber a cualquiera dónde se encontraba
exactamente.
Pero siempre quedó alguien que
recordara a aquel líder heroico que tuvo que huir convertido en un
villano para que no se temiera por su vida. Ese alguien sabía la
verdad y, de hecho, había participado de ella con mucha atención,
comprobando cada uno de los niveles de malicia que había en alguien.
Curiosamente había trabajado en el
propio gobierno, siendo inspector de los análisis de sangre. Había
sido el encargado de acabar con todos los criminales, y su tarea se
volvió tan enloquecedora que terminó convirtiéndolo a él en el
mayor criminal de todos.
El Gobierno detectó el problema
demasiado tarde, cuando ese hombre ya había dejado embarazadas a las
suficientes mujeres como para que su sangre proliferara. Aquellas
mujeres consiguieron escapar de la ciudad, huyendo cada una en
dirección distinta, y se unieron fuera de sus fronteras. Dieron a
luz, criaron a sus hijos, y regresaron. La Ley de Genética Criminal
no se aplicaba a ellas ni a sus hijos, pues todos los archivos habían
sido borrados cuando el hombre que las dejó embarazadas murió.
Estas mujeres, a las que llamábamos
las Madres Videntes (dado que eran las únicas a las que la falsa
seguridad no había dejado ciegas) trabajaron en la sombra para crear
una sociedad que luchara contra el Gobierno de una forma tan sutil
como el cáncer atacaba un organismo. Sólo cuando el Gobierno notara
unas molestias sería cuando los opositores serían más fuertes que
él.
Los hijos de las Madres crecieron
juntos, y luego se separaron, tejiendo una enmarañada red alrededor
de la ciudad. Había focos en los que se concentraban dos, pero nunca
tres. Debían cubrir la máxima superficie posible, y se mandaban
mensajes con regularidad para saber qué había pasado con cada uno,
cuál era la situación en los sectores en los que se hallaban, cómo
mejorar, qué medidas tomar, cuál sería el primer ataque...
Dado que los medios de comunicación
estaban pinchados, había una única manera de intercambiar la
información.
Y se nos creó a nosotros, los
runners.
Al principio fuimos un experimento que
parecía prometedor. Seríamos guerreros que entrarían en el
Gobierno y lo harían estallar desde dentro. Éramos más terroristas
que mensajeros, siempre preparados para la acción, siempre viendo
las rutas de huida cuanto más escondidas estuvieran. Se nos
entrenaba mandando mensajes poco importantes, cada vez más rápido,
mientras los allegados a los traidores calculaban la manera de
contener un explosivo lo más fuerte posible en algo que nosotros
pudiéramos llevar.
El cáncer avanzaba lentamente, y
bastante bien.
El problema fue que se descubrió
demasiado pronto. Los traidores no estaban listos, las Madres habían
sido diezmadas por la muerte; apenas quedaban dos, demasiado alejadas
la una de la otra como para saber qué ocurriría con la causa que su
amante había iniciado y que tan justa les parecía.
Los explosivos pasaron a un segundo
plano, mientras la policía entraba en las casas de los traidores y
asaltaba los locales en los que conspiraban. Los envíos de
información eran tan importantes que se cambió la fuerza por la
velocidad. Así, se distinguió a los mercenarios, que luchaban por
defender la causa, de los runners, que se limitaban a transmitir
información, yendo demasiado rápido de un sitio para otro como para
meterse de lleno en la pelea e inclinar la balanza a un lado u a
otro, dependiendo de lo buena que fuera su actuación.
La separación fue tan drástica que
no fue hasta la época en que mi madre corría cuando se volvieron a
unir. Habían pasado casi cien años desde que se iniciaron los
cambios, y las Madres los recordaban a la perfección. Pudieron dejar
sus instrucciones, así como la versión de la historia que nadie iba
a contar.
Desde la muerte de la última de
ellas, los ataques disminuyeron drásticamente. Cuando yo nací,
apenas había enfrentamientos aislados.
Hoy, hacía años, prácticamente dos
décadas, del último. Yo era demasiado pequeña para recordarlo,
pero sabía de la angustia que causaba. Aquella era una de las causas
que había hecho que mis padres se alejaran del foco de la que había
sido antaño la residencia de alguno de los traidores. Mis padres
eran demasiado valiosos como para caer en malas manos, y debían
ocultarse. Me ocultaron a mí, ocultaron a mi hermana, pero nos
entrenaron en la sombra, temiendo que alguna vez el deber nos
obligara a volver a casa y defendernos.
El deber llamó a mi puerta cuando un
día mataron a mi hermana al encontrar el Gen Criminal. Mi madre me
mandó lejos, antes de que se manifestara en mí. Sabía que iba a
hacerlo, porque ella lo tenía.
Nunca supe cómo consiguió que no la
mataran en cuanto lo manifestó, del mismo modo que jamás supe por
qué nunca venían a por la gente de lo alrededores de la Base, a
pesar de que estaba segura de que todos manifestaban en mayor medid
el Gen.
Tal vez se hayan dado cuenta de su
error medité en silencio cuando
pasé por debajo del alambrado y corrí como si me fuera la vida en
ello hacia la base del edificio con forma de seta. Taylor se aseguró
de que no había nadie que pudiera hacerme daño, como el mercenario
que hubiera sido de seguir la división impuesta, y se apresuró a
seguirme al comprobar que estaba todo en calma.
Empujé las
puertas de cristal reforzado con la mano y luego esperé a que las
cámaras reconocieran mi rostro por algún portero ausente, y se
abrieran las puertas de acero. Taylor llegó a mi lado en el momento
en que los cerrojos de seguridad comenzaban a abrirse, lanzando
chasquidos que cortaban el silencio en dos.
-¿Cuándo
llegaron?-pregunté, notando un deje de pánico en la voz al
descubrir por primera vez que en los cristales había impactos de
bala. Seguramente hubieran recogido las pequeñas asesinas cuando los
guardias se fueron, seguros de que habría algo que se podría
aprovechar. Si había algo que escaseaba especialmente, más incluso
que los derechos civiles, era la munición.
Tal vez pudiera
conseguir que Louis me administrara una poca, pero, claro, ¿cómo
justificar los cargamentos de balas y demás que llevaría a casa
regularmente, de quién sabría dónde?
-Al poco de irte
tú. De hecho, apenas habías salido tú empezaron los primeros
disparos. Dios, Cyn-me cogió de las manos y apretó mis muñecas,
con los ojos llorosos. Yo hice lo posible por sostenerle la mirada,
sabiendo qué me iba a decir, y odiándome por lo que yo había hecho
mientras él sufría-, creí que te había perdido. Estuve a punto de
salir a por ti y abandonar a la gente. Creí que te habían cogido en
pleno fuego cruzado. Si te hubieran hecho algo...-negó con la
cabeza, la voz quebrada, la garganta tensa, como si apretando los
músculos de la faringe fuera a conseguir que se le deshiciera el
nudo que tenía en ella.
-Pero no me lo han
hecho-repliqué, sosteniendo su cara entre mis manos y besándolo en
la boca. La palabra que más odiaba atravesó mi mente en forma de
misil atómico. Explotó y formó una nube de culpabilidad con forma
de hongo dentro de mí, mientras yo luchaba por ignorar esto.
-Y me alegro por
ello.
-¿Falta alguien
más?
Asintió con la
cabeza con semblante serio. Señaló el panel de salidas que había
colgado en la pared del vestíbulo, en el que debíamos apuntar
nuestro nombre cuando nos íbamos y volverlo a anotar al salir.
Normalmente un principiante se encargaba de eso, pero en aquel
momento no había nadie apostado en el vestíbulo para registrar
nuestros movimientos. Así sabíamos quién faltaba y quién estaba
haciendo qué misión, a quién se podía llamar para que se
desviara... en caso de que toda la tecnología fallase o se
colapsase.
Me acerqué y
borré con la palma de la mano cubierta por el guante con el que me
ayudaba a deslizarme por las tuberías mi nombre escrito con letra
presurosa. Debían de haber habido muchas salidas cuando yo me fui,
pues la misma letra se lucía hasta en diez nombres, rodeando al mío
como las murallas de un castillo.
Tragué saliva.
-¿Todos estos?
-June ha vuelto
hace poco. De hecho fue ella la que tuvo la idea de poner la
electricidad en las vallas.
Puse los ojos en
blanco. Si no las habían puesto durante el ataque para que la gente
pudiera resguardarse en la Base, ¿por qué coño tendrían que
ponerlas después?
-June es imbécil.
Sólo os ha dicho que las encendáis cuando ha visto que venía tras
ella.
-¿Lo sabía?
-Nos hemos
encontrado en un tejado mientras veníamos. A las afueras del barrio.
Taylor frunció el
ceño y negó con la cabeza.
-Pero, ¿por qué?
-Colaborará con
ellos. ¿Y yo qué sé? Sólo sé que es imbécil-contesté,
mordiéndome la cara interna de la mejilla y pensando en por qué
nadie sería tan mezquino y tan cabrón de querer dejarme fuera con
la esperanza de que los guardianes volvieran y me capturaran. De
repente me apetecía pedirle a mi amante, el pájaro, que la cogiera
de los pelos, volara hasta una altura de unos mil metros, y la
soltara. Eso hacían algunas aves rapaces con sus presas. No estaría
mal ver cómo se daría en el mundo de los humanos, y menos ahora que
había humanos con alas.
Caminamos por los
pasillos en dirección a la parte de arriba de la Base,
encontrándonos con cada vez más gente asustada y conmocionada a
medida que avanzábamos. Las madres sostenían a sus niños con
fuerza, los hombres buscaban la manera de vengarse, trazando planes
que terminarían no realizando y bramando que había que ir a las
armas para luchar por la venganza. No parecían saber que ésta se
servía fría.
-¿Se sabe por qué
nos han atacado?
-Cuando empezaron
los disparos, Puck estaba en su centro de vigilancia controlando a
varios runners que, según tengo entendido, aún están fuera. Les
ordenó que se fueran a otros distritos y esperaran nuevas órdenes,
creo-se corrigió, frunciendo el ceño y apretando el botón del
ascensor, impaciente por que llegara-. Luego, corrió a poner a salvo
los documentos que trajiste el otro día, y después bajó a ayudar.
La poli ni siquiera trató de entrar en la Base, de forma que no
sabemos muy bien qué ha pasado, ni qué querían.
-¿Chivatazos de
drogas, tal vez?-sugerí. La gente de los suburbios del a Base no
solía traficar con esas cosas, pues sería atraer la atención, y la
atención siempre traía problemas. Sin embargo, en momentos de
necesidad, o cuando el gilipollas de turno necesitaba dinero y no lo
obtenía por otros medios...
-No. Están todos
limpios. En cuanto empezó la revuelta corrieron hacia aquí.
-¿Muertos?
-De momento no
sabemos nada. Desaparecidos, tal vez. La gente entró en masa en la
Base sin preocuparse de dónde estaban sus amigos. Fue cuando
consiguieron meterse dentro cuando se pusieron histéricos, pensando
que no iban a volver a ver a sus familias.
Fruncí el ceño,
sin saber a qué había venido todo eso.
-Creo que no han
venido a la Base porque no han podido, y no porque no lo tuvieran
planeado.
Tras haber entrado
en el ascensor, mi frase se quedó flotando en el aire cual pompa de
jabón. Taylor me miró un momento.
-¿Tú crees?
-Es muy extraño,
porque... bueno-me encogí de hombros, observando cómo el número
del ascensor iba cambiando a medida que la caja de metal ascendía
tirada por unos cables de acero invisibles, que le daban el aspecto
de estar bajo un hechizo mágico-, podrían haber esperado a que
hubiera mucha menos actividad, todos estuviéramos fuera, o algo así.
Seguro que tienen controlados nuestros horarios.
Hizo una mueca.
-No me gusta esa
idea de que tal vez nos controlen más de lo que creemos.
-A mí lo que no
me gusta es el hecho de que estoy segura de que es verdad.
Gruñó por lo
bajo, como el animal cuyo nombre llevaba.
-¿Al cien por
cien?
-Ciento diez.
-Joder, Kat.
-Lo sé,
Wolf-repliqué.
Negó con la
cabeza.
-¿Cómo de
exactos serán esos horarios que tienen de nosotros?
-Lo bastante como
para saber que éste era un momento pésimo para asaltarnos. ¿Nunca
te has parado a pensar que es muy raro que jamás nos hayan atacado
por la noche?
Su silencio me
demostró que no lo era.
-Créeme, saben de
los sistemas de seguridad que tenemos aquí, y saben que cuando más
difícil resulta controlarlos es cuando pasan cosas como esta.
Seguramente ahora estén planeando atacar desde otro lugar, y
nosotros no nos daremos cuenta hasta que los tengamos
encima-murmuré-. Cabe mencionar, además, que con toda esta gente
por aquí, es casi imposible que nos defendamos como es debido.
Se abrió la
puerta del ascensor y él se escurrió por ella. Yo me quedé dentro
de la caja, vacilando, pensando en cada cosa que había sucedido. No
podía ser casual, siempre se planificaban mucho más los actos, y
más cuando se trataba de nosotros.
-¿No vienes?
-Tengo que
cambiarme de ropa. No puedo ir así por ahí, no después de saber lo
mucho que me cuesta correr por las paredes con los vaqueros-respondí,
señalando mi indumentaria. Taylor bajó la vista y me estudió de
arriba a abajo, aprobando lo que veía.
-Me parece que te
queda bien, pero... sí, práctico, lo que se dice práctico, es
poco. Cuando termines, ven a verme.
-De
acuerdo-repliqué con una sonrisa, rezando porque no fuera lo fría
que me sentía por dentro. Él se dio la vuelta y caminó por el
pasillo mientas las puertas se cerraban.
Me metí en la
habitación y lo primero que hice fue comprobar que las plumas de los
cajones estaban en su sitio. Por si acaso, las hundí aún más entre
la poca ropa que tenía. Luego me desnudé y me metí en el baño.
Estudié mi
rostro, que seguía siendo el mismo de siempre: mismo pelo castaño
rojizo bajo esa luz, pelirrojo cuando salía a la calle, mismos ojos,
misma expresión, misma mirada...
Y seguía sin ser
la misma, había algo en mí que no encajaba. Me toqué la boca,
sintiendo los labios de los dos fundiéndose con los míos, besándome
los labios y adorando mi piel cuando se acostaron conmigo. Me toqué
el cuello, que, incansables, no habían dejado de acariciar.
Me deshice la
trenza y me la volví a hacer, apretándola cada vez más.
La sombra de la
traición no era visible cuando te mirabas en el espejo, pero tenía
que haber algo que delatara su presencia.
Y estaba decidida
a encontrar ese algo antes de volver a mis tareas de siempre. Era
necesario que lo hiciera, y más ahora, cuando todos me necesitaban.
Supliqué que
Louis se encontrara bien mientras me vestía y, cuando comencé a
ayudar a las familias a reunirse, deseé que tuviera planeado venir a
visitarme esa noche para contarle lo que había sucedido. Me sentía
mejor cuando él estaba a mi lado.
Pero me tocó
dormir sola.
No sé de donde sacas la inspiración pero cuando la sacas creas historias tan fantásticas como esta, en serio donde as comprado este don?? Porque ya me gustaría tenerlo yo.. @LauraTrashorras Sigue así eres genial ;D
ResponderEliminarawww muchas gracias vida ♥
Eliminaruuuuuh Louis no ha venido a dormir... Eso es que algo sabia jajaja
ResponderEliminarOtro capitulo genialoso Eri. Me ha encantado!! (y que venga ya el siguiente capitulo que me muero de ganaaaas)
Me parece super guay todo ese sistema que tiennen montado y la forma en la que lo has pensado todo super bien!! Es todo tan retorcido pero a la vez simple. Mola!! ajaja
muchos besoos Erikina
Gracias :3
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