domingo, 8 de diciembre de 2013

Demonio.

No teníamos a los mejores runners porque se nos seleccionase mejor que en el resto de Bases, donde en ocasiones bastaba con que quisieras entrar y pasaras una pequeña prueba que demostrase que eras acto para el puesto, sino que nos permitíamos seleccionar mejor a los candidatos a entraren nuestra base porque teníamos el distrito más difícil y, además, éramos los mejores.
Éramos los mejores porque nos entrenaban los mejores, y, así, las técnicas que se utilizaban eran las más innovadoras: rara vez la Sección Coliflor no tenía un artefacto que en otro distrito diera ventaja. Casi siempre se repartían las ganancias según se iban consiguiendo y necesitando, y todos admitían que nosotros éramos los que mejor partido le íbamos a sacar a los botines que se lograban cuando se asaltaba una sección importante del Gobierno, que tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza como para añadir el robo de alguno de sus juguetitos de guerra urbana a los problemas de los que ocuparse.
Así era, por ejemplo, como nos habíamos hecho con el simulador.
El simulador no era otra cosa que una cámara con asientos, inspirados por una película de finales del milenio pasado, en los cuales había una especie de jeringas que conectaban las cabezas entre sí con una red general, todo esto controlado por un ordenador al servicio de varios de nuestros expertos informáticos que, casualmente, eran siempre los encargados de mandar al traste la seguridad que hacía imposible que nuestros robos se efectuaran.
Los informáticos trabajaban muy duro para crear un mundo virtual lo más parecido a la ciudad en la que vivíamos posible, con el único fin de hacer que pudiéramos entrenar cuando las condiciones climáticas o incluso nuestro propio cuerpo no nos lo permitía. Las lesiones demasiado fuertes podían mantenernos inactivos una temporada, y la única y recién descubierta manera de que no nos volviéramos locos no era otra que preparar el simulador para que nuestra mente, siempre al límite, no dejara jamás de pensar como lo hacía la de un runner.
Era la mente lo que nos hacía distinguirnos de la sociedad, lo que nos hacía hacer cosas que nadie más se atrevería hacer. El cuerpo era el medio de que la mente llegara a rincones que jamás se hubieran propuesto, y ese don de abstraernos que sólo nosotros poseíamos se guardaba, tal como se haría con el mayor de los tesoros del reino más rico que hubiera existido jamás. Nos encargábamos de mimar a la mente por medio de los entrenamientos, la preparábamos junto con el cuerpo para enfrentarnos a nuestras primeras misiones. Después, cuando el cuerpo no daba para más, la mente continuaba desarrollándose.
El principal problema de las caídas eran las lesiones. El principal problema de las lesiones era la inactividad del cuerpo. El principal problema del cuerpo era el retraso que había con la mente, cuya hambre voraz había que seguir alimentando. Y el simulador era la mejor manera.
Cada uno tenía su propio personaje, que era una copia casi idéntica de nosotros mismos; lo único que le faltaba era la serie de intrincados tatuajes, tan complicados que a los informáticos no les merecía la pena prepararlos. Ralentizaban demasiado el curso del ordenador.
Así, sin apenas misiones interesantes a las que enfrentarme, había sido como yo me había mantenido en la línea de la élite de mi sección: a base de ir al simulador cada vez que alguien decía que no había más misiones para mí. Era cierto que se habían ido complicando con el paso del tiempo, pero sentía (y, en cierto modo, era así) que yo no era más que un gráfico de estadísticos, cuyo punto máximo se encontraba en la misión que fallé (la única que había fallado en mi vida, y así era como decidían pagármelo); la misión en la que había conocido a mi amante con alas, al chico que había conseguido poner mi mundo patas arriba.
Louis no sólo había hecho que yo tuviera que meterme en el ordenador y estar al servicio de lso informáticos, que veían en mí una gran oportunidad para entrenarse y mejorar sus obstáculos, sino que había hecho que yo tuviera que crear una muralla entre la cabeza a la que podían acceder éstos cuando quisieran, y la cabeza en la que se guardaba toda la verdad.
-No puedes entrar ahí como si nada y decirles que quieres volver a pelear-me había dicho una vez, mientras nos revolcábamos en la cama, sin darme lo que yo llevaba tiempo deseando: acostarme con él-. Y menos ahora. No se fían de ti, pero no puedes arriesgarte a perder eso que te hace especial, bombón-alegó, besándome y despertando hasta la última terminación nerviosa de mi cuerpo, que ardió como en un incendio.
-Necesito esos planos-había replicado yo, encorvando la espalda y pegándome aún más a él, hierro y aluminio convirtiéndose en acero.
-Estoy en ello-se limitó a responder, metiendo su mano debajo de mi camiseta y dando por terminada la conversación.
De modo que allí estaba, luchando por escapar de una fábrica hipotética de armas, en la que había desactivado las máquinas, consiguiendo cabrear a los guardias, y luchando a la vez por no dejar a mis pensamientos vagabundear demasiado.
Gruñí por lo bajo cuando me topé de frente con una pared de varios metros de alto; demasiados como para escalarla, y sin ningún saliente que hiciera posible la subida. Escuchaba los pasos de los guardias de seguridad, armados con pistolas, acercarse a toda velocidad hacia mí.
Me giré en redondo y me encaramé a las estanterías donde cajas y más cajas con objetos que mantendrían al Gobierno en su lugar de monopolio vital, haciendo de los ciudadanos (tuve una ligera conciencia de un “nosotros” que rara vez me asaltaba; yo no me consideraba esclava del Gobierno, y, sin embargo, como mi ángel había dicho lo éramos, todos lo éramos en mayor o menor medida) mercancía con la que traficar y a la que manipular.
Los pasos cada vez se acercaban más, y la estantería parecía no ir a acabarse nunca.
Encontré un hueco en el que introducirme justo en el instante en que los guardias doblaban a la esquina y llegaban al estrecho pasillo en el que me había escondido yo.
Pegué la espalda a la pared de la estantería, clavé los pies en la caja, y me incliné un poco hacia un lado para observarlos.
Como no eran guardias naturales, sino artificiales que sabían exactamente de mi posición, tenían todos las armas preparadas para freírme a tiros.
Nadie desaprovechó sus balas: todas impactaron en mí, y la que me sacó de esa simulación fue una que me atravesó el cráneo, abollando la pared detrás de mí.
Abrí los ojos, que no recordaba haber cerrado, y me encontré con la luz cegadora de los fluorescentes del techo de una de las salas de simulación. Heather y Morris, dos hackers gemelos, chocaban los cinco y se felicitaban efusivamente por haber acabado conmigo.
Me incorporé sin hacer caso del dolor lacerante que me produjo desprender la nuca de esa especie de espada circular en la que me encontraba conectada a la máquina.
-¡Bastardos! ¡Perros!
Pero ellos estaban demasiado ocupados celebrando una victoria inmerecida como para dejar que les amargase el día.
-¡Lo he hecho bien! ¡Estaba haciendo esa putísima mierda bien! ¡Jamás tendrían las armas preparadas para disparar de esa manera! ¡¡Y absolutamente nadie tiene esos reflejos como para empezar a disparar una décima de segundo antes de que yo me asomara!!
Que yo dijera eso tenía mucho mérito, pues los runners éramos famosos (lo seríamos en el caso de que la gente pudiera saber de nosotros, sólo unos pocos ciudadanos habían oído hablar de gente que corría por los tejados y hacía saltos impensables, y todos creían que éramos producto de la imaginación de un chiflado; tanto mejor) por nuestros reflejos. Educados desde la más tierna infancia, los que mejores reflejos teníamos éramos capaces de vislumbrar la trayectoria deu na bala antes incluso de que nuestro oponente se decidiera a apretar el gatillo. No teníamos visiones, pero una intuición que nos esforzábamos en desarrollar (una de las principales armas de la mente runner que no debíamos abandonar bajo ninguna circunstancia), y que se compenetraba con chutes de adrenalina que nuestro sistema hormonal nos proporcionaba cuando más jodidos nos veíamos, nunca estaba de más para un campo de batalla en el que en raras ocasiones llevabas armas de fuego, igual que en raras ocasiones tus enemigos se las dejaban en su casa.
-Oh, Kat, relájate. Sólo estábamos practicando contigo.
-No soy vuestro puto conejillo de Indias. Merezco un trato comprensivo.
-Estábamos poniendo a prueba un nuevo programa de visión para los agentes, no nos odies-replicó Heather, sonriendo con petulancia y aleteando con sus pestañas, que podrían competir con los edificios que cada noche hacían cortes en el cielo teñido de rosa con el amanecer, arrancándole retazos de luz y cambiándolos por tonos negros imposibles-. Y tú eras la mejor para entrenarlos.
-¿Funciona el jodido programa?
Morris asintió con la cabeza; su pelo marrón chocolate, corto para evitarle problemas en la programación, brilló como si emitiera luz propia.
-Perdona que lo hayamos utilizado contigo, Kat, pero eres la mejor en esto.
-Menos mal que sigo siendo la mejor en algo-respondí, volviendo a tumbarme, estirando las piernas un poco, notando un pequeño desgarro en los glúteos, que protestaban por tanto tiempo detenidos, y gimiendo.
-¿Aún no te permiten volver a las misiones?-inquirió su hermana, jugando con la coleta rizada y rubia (nadie en la Base sabía quién se teñía de los dos a ciencia cierta, ya que nadie había encontrado nunca una factura en la que se reflejara un gasto en tinte marrón o rubio, y que uno de los gemelos robara el tinte era algo remotamente probable, ya que apenas salían de la Base, y cuando lo hacían no era para más que para colocar nuevos dispositivos demasiado complicados de programar para los demás, o para echar un vistazo a las nuevas adquisiciones), y apoyándose en el teclado del ordenador, siempre con cuidado de no darle a ninguna tecla y hacer que su precioso mundo digital de desintegrara.
-Si me dejaran, ¿creéis que estaría aquí con vosotros, en lugar de yendo a donde la acción verdadera se encuentra y sintiendo otra vez cómo me duele mi propio cuerpo, y no un conjunto de píxeles?
-Tu álter ego no es sólo un conjunto de píxeles.
-Mi álter ego es mierda-le corregí a Morris, y le señalé los tatuajes que me adornaban el brazo. Seguramente era eso lo que más me dolía de mi pequeño simulacro; que no era yo y que no se esforzaba en serlo.
Heather silbó, llamando a la paz.
-Sabes por qué no le ponemos los tatuajes. Llevamos semanas trabajando en ello, pero todavía no hemos encontrado la manera de hacer copias idénticas de nosotros y que el ordenador mantenga su velocidad.
-¿Qué prefieres-espetó Morris, alzando una ceja-, entrenar bien o ser una copia idéntica a ti misma?
-Entrenar.
-Pues es lo que hay-sentenció, colocándose de nuevo los auriculares con micrófono incorporado (probablemente era lo único que tenía en común con los controladores), y haciéndole un gesto con los dedos índice y corazón unidos y estirados a su hermana. Hice que mi cuello crujiera y volví a tumbarme sobre la aguja, que ahora se había guardado en el asiento, por lo que parecía la más normal de las sillas de dentista. Tragué saliva.
-Siento que esto tenga que ser así, Kat-dijo Heather en mi oído mientras notaba cómo se preparaban para sacar la aguja y transportarme de nuevo a aquel lugar de ensueño y, sin embargo, tan horrible-. Seguro que consigues volver a donde estabas dentro de poco.
-Las misiones que me dan son cada vez mejores. Ahora ya me puedo alejar un kilómetro de la base cuando voy sola.
Qué triste era el haber llegado a atravesar la ciudad entera y seguir manteniendo la confianza de toda tu Base y encontrarte ahora con que a duras penas te dejaban alejarte un kilómetro de casa por miedo a que confraternizaras demasiado con el enemigo.
-Es un comiendo-se entrometió Morris, al que mandé callar un segundo antes de encontrarme en uno de los paseos marítimos de la ciudad, con unas aceras paralelas a la playa. Alcé la vista, y, con las manos de visera, alejando mis ojos de los rayos de sol rabiosos, contemplé una flecha que flotaba, dándoselas de gema verde voladora, en el techo de un edificio.
-Ahí tienes un maletín-informó la voz de uno de los gemelos, pero que no logré situar. A veces se agradecía que te alejasen tanto de tu yo real que te costara distinguir quién te hablaba, a pesar de que se suponía que tenías que distinguirlo a la perfección: los continuos comentarios del resto de informáticos sobre tus constantes vitales y el grado de dificultad del medio al que ibas a enfrentarte, a la vez que la carga de tu personaje, podían ponerte de los nervios.
Y yo casi había pegado a uno de mis informáticos la última vez, pues no soportaba la tensión de mantener una amistad rallana en el noviazgo con el que se suponía que debía ser mi archienemigo, engañando a mi novio y a toda la gente que me importaba, a lo que había que añadir el ser degradada injustamente (había dejado que Louis se me acercara después de que me colocaran en la más baja posición de la escala que había liderado hasta hacía muy poco tiempo) y el tener que luchar de manera continua por obtener misiones que no fueran de crío de dos años al que a duras penas le dejan doblar la esquina para ir a una tienda de caramelos.
Que en la ciudad ya no hubiera criminalidad no implicaba que las madres dejaran a sus hijos alejarse de ellas felizmente. Algunas cosas, simplemente, nunca cambiaban.
Me dispuse a caminar directamente hacia el edificio cuando vi un coche patrulla de la policía, con las luces bermellón y azul encendidas, a la espera de que yo me acercara lo suficiente como para darles la oportunidad de estrenar sus preciosas pistolas recién salidas de la fábrica en la que hacía escasos minutos me habían atravesado el cerebro.
Estaban mirando hacia mí.
-Seguís haciendo trampa-le grité al cielo, y escuché un par de risas.
-Sólo lo estamos haciendo más interesante-parecieron contestar las nubes.
-E injusto.
Giré la calle y, zizagueando entre edificios, llegué a mi punto de salida. Escalé como loca, sin importarme que pudiera estar agotando las energías de ese cuerpo de mentira, y, cuando llegué al tejado, me quedé paralizada de pánico.
Una sombra con forma de pájaro cubría la mitad de la azotea.
Y no había ningún pájaro de ese tamaño.
Me contuve para no gritar su nombre y miré hacia arriba, justo en el instante en que el ángel plegaba sus alas y se lanzaba en picado hacia mí. Tenía en la mano una especie de espada curva, con la que podría atravesarme a la perfección, a pesar de no ser la espada a la que nos tenían acostumbrados las pocas películas que se producían y emitían de la sociedad antes de que todo cambiara.
En su caída consiguió hipnotizarme, y por mi mente cruzaba un único pensamiento, que rebotaba constantemente, eco en una montaña, amplificándose a medida que se alejaba.
Louis no, Louis no, Louis no, Louis no... supliqué como se había rezado antes en las antiguas misas. Cualquier cosa menos él, por favor, que no se hubieran hecho con sus retratos, que no hubieran accedido a mi memoria y hubieran rescatado su cara... no podría dispararle a él, no podía imaginarme disparándole, no podía hacerle daño, no podía ni quería, ni me atrevía a pensar en ello, porque pensar en que en algún plano de alguna dimensión, cualquiera que fuera, por falsa e irreal, me dolía en el alma, hacía que se me desgarrase.
No me permití seguir contemplándolo: me lancé hacia delante en el momento en que iba a impactar contra mí y corrí hacia la gema esmeralda flotante, que se mantenía impertérrita, sin hacer caso de lo que sucedía a su alrededor.
El suelo del techo tembló cuando el ángel chocó contra el suelo en el que hacía escasos segundos me había encontrado yo. Gruñó algo en el momento en que yo entraba en el campo de acción de la esmeralda, pero...
… no pasó nada.
Miré a mi alrededor, aterrorizada, esperando encontrarme con algo que accionar, algo que me dijera qué debía hacer, pero todo se mantenía igual, impasible. La cosa no iba con ello.
Comprendí con pesar que mi misión no era recoger ningún maletín, ni desactivar ninguna mina que pisaría un compañero en algún momento.
Tenía que ganarme la confianza de los de arriba.
Debía ganarme su respeto.
Eché mano de la pistola que siempre llevaba a la cintura, en la parte trasera para no dispararla durante mis frenéticas carreras, y encañoné al ángel, que se retorcía sin piedad por el suelo. Parecía más una serpiente ahogando a un ratón a base de estrujarlo más y más que una criatura humana con alas.
Como si esperase a que yo me considerara preparada para una pelea digna y equilibrada, el ángel levantó la cabeza del suelo, al que casi estaba devorando, y sonrió con fiereza.
A pesar de sus alas níveas, con plumaje suave, a pesar del disfraz, no era un ángel. Era un demonio.
Abrió las alas en todo su esplendor y me miró un segundo, segundo que yo malgasté pensando en el alivio que me produjo que no se pareciera a Louis más que en el contorno de su cuerpo contra el cielo azul. Levanté el arma demasiado tarde, porque el ángel ya había escalado por una escalera invisible, solamente reservada para los que podían nadar en el aire, y contemplé embobada cómo volvía a por mí.
Kat. Kat. Va a dolerte. En serio, nena. Te va a doler. Mueve el culo.
Cerré la boca y me tiré a un lado, con tan mala suerte o tan poca destreza que mi pistola cayó deslizándose hacia el borde del abismo. El ángel golpeó la azotea, pero esta vez con menos fuerza, ya que le había dado tiempo a frenar. Se impulsó de nuevo hacia arriba mientras yo corría a todo lo que mis pobres piernas digitales daban en dirección a mi pistola.
Me tiré al suelo, arrastrándome por la inercia hasta el borde de la azotea, y alcancé la pistola, a pocos centímetros de una caída libre que me habría dejado a solas con el monstruo.
Sus alas hacían rugir y silbar el aire, en una tormenta ruidosa que no hacía más que infundir pánico y terror.
Levanté la pistola y, casi sin mirar, disparé.
El ángel cayó con todo su cuerpo presionándome hacia abajo; notaba la trenza colgar del precipicio. Volví a disparar, una, dos, tres veces... y por fin el ángel se quedó inmóvil, sin fuerzas para seguir luchando por una vida que ya no le pertenecía.
Tomé aire y lo solté despacio, apartando el cadáver rubí, del que manaba sangre en forma de río del manantial de su vientre, en el que había abierto un boquete considerable, y cerré los ojos.



Todavía sentía los besos vacíos de Taylor en mis labios cuando Louis se dejó caer a mi lado en la hierba, desplegando las alas y poniéndose la chaqueta, para que nadie sospechara de él.
Cuando salí de la simulación, descubrí a casi toda la Base esperando a que despertara para recibirme con los brazos abiertos como a una heroína de guerra. Me alzaron sobre sus cabezas, me mantearon y vitorearon mi nombre y mi apodo. Me llevaron a uno de los despachos más importantes, donde Taylor me esperaba con una sonrisa radiante, y me besó en los labios, acariciándome la cintura de una manera posesiva que nunca, jamás, había detectado en él. Sonreía de orgullo, y también de alivio, porque había demostrado que no estaba de parte de los pájaros, sino de la nuestra, siempre, y que aún era capaz de matar si me lo proponía.
Pero no sólo Taylor me estaba esperando allí, sino Puck, y todos los que estaban por encima de mí y decidían a quién le correspondía qué misión, cuándo se realizaba, cómo se realizaba... y todos seguían sonriendo mientras yo contenía las ganas de vomitar.
Puck me había puesto la mano en el hombro, y murmuró tres palabras que me apuñalaron el estómago:
-Bienvenida a casa.
Yo había hecho lo posible por sonreír, había asentido con la cabeza, había dado las gracias y, disfrutando de la nueva y recuperada confianza, había pedido un rato para estar sola, organizar mis ideas y celebrar que volvía a ser la de siempre.
Subí a mi habitación, cogí la pluma de Louis, y me marché de la Base en dirección al parque más alejado de allí, pero no lo suficiente como para que sospecharan.
Me había sentado en un montículo desde el que se veía toda la superficie verde y había acariciado la pluma con los labios, murmurando su nombre varias veces, apremiándolo a llegar.
Y, por fin, estaba allí.
-¿Qué pasa?-inquirió, pues siempre lo llamaba para emergencias.
Apoyé la cabeza en su hombro y rompí a llorar. Él se quedó quieto, sin saber muy bien qué era lo que se esperaba que hiciera en ese caso y, finalmente, me acarició los hombros y me besó la cabeza.
-Eh, eh, bombón, cálmate. Respira. ¿Qué...?
-Quiero hacerlo-dije entre hipidos, pestañeando rápidamente para que se enfocara y desapareciera la película de agua, la cascada a través de la que lo veía, y estudiar su expresión.
-¿Qué?-repitió.
-Estamos solos. Y lo necesito. Te necesito.
Sin necesitar que le dijera nada más, nos arrastró despacio hacia unos arbustos, escondiéndonos de ojos curiosos. Me besó la boca, los ojos, el cuello, temiendo hacer algo que me entristeciera aun más.
Pero yo lo necesitaba como necesitas al oxígeno; me sentía exhausta, como el buzo que sale a la superficie después de unos angustiosos segundos en el que cree que no lo va a conseguir, cuando ya no tiene aire en los pulmones y nada más le impulsa que el miedo a morir, se agarra a la vida con uñas y dientes...
Le quité la chaqueta mientras él me tumbaba en el suelo y metía sus manos por debajo de mi camiseta, explorando. No parecía darse cuenta de que me había puesto vaqueros por primera vez en muchos años.
-¿Segura?
-No estamos en casa, y es lo que queremos-respondí, tratando de echar de mi cabeza al fantasma de la asesina de ángeles, virtuales o no (poco importaba eso), en la que me había convertido en la última hora. Mordí sus labios, él respondió con igual pasión, me quitó la camiseta, yo le quité la suya, y no nos dimos tiempo a contemplarnos el uno al otro, ni siquiera una fracción de segundo. Metió su mano en mis vaqueros, atravesó la frontera de mis bragas y me acarició con manos de experto... y no me importó realmente que lo fuera. Me daba absolutamente igual. Me estaba distrayendo, y se lo agradecía.
Le desabroché el cinturón, tiré de sus pantalones, y le ayudé a quitarle los míos. Nos miramos un segundo a los ojos, él me acarició la mejilla sonrojada por lo que estaba pasando y lo que iba a pasar, me besó la frente, y entró en mí.
Cerré los ojos y clavé las manos en la tierra, hundiendo las uñas en las raíces de la hierba que hacía las veces de alfombra verde. Me mordí el labio y dejé escapar un gemido ahogado mientras me movía acompañando sus movimientos.
Él me besó el cuello, el hombro, siguió bajando por mi brazo para luego pasar a mi costado, y subir más, y más, y aceleraba, cada vez iba más rápido, y yo me sentía como si hubiera echado a volar, y volábamos juntos, muy alto, yo tenía mis propias alas, y no iba a poder hacerle daño, porque era parte de mí, yo le quería, dios, le quería, no podía negar, eso, a pesar de que estaba tan mal, era tan bueno, y...
… y me consolaba saber que, si le quería, no iba a poder matarlo nunca.
Al menos, esperaba no tener que hacerlo.


2 comentarios:

  1. Genial!!De vecina a vecina (soy gallega :)) lo haces de puta madre yo no podria hacer que los lectores comprendieran perfectamente los problemas y sentimientos de la protagonista. En serio Erikina en serio si llegas a hacer un libro te aseguro que al comprarlo no me arrepentiria, en serio es que lo haces de **ta madre!! @LauraTrashorras

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