No teníamos a los mejores runners
porque se nos seleccionase mejor que en el resto de Bases, donde en
ocasiones bastaba con que quisieras entrar y pasaras una pequeña
prueba que demostrase que eras acto para el puesto, sino que nos
permitíamos seleccionar mejor a los candidatos a entraren nuestra
base porque teníamos el distrito más difícil y, además, éramos
los mejores.
Éramos los mejores porque nos
entrenaban los mejores, y, así, las técnicas que se utilizaban eran
las más innovadoras: rara vez la Sección Coliflor no tenía un
artefacto que en otro distrito diera ventaja. Casi siempre se
repartían las ganancias según se iban consiguiendo y necesitando, y
todos admitían que nosotros éramos los que mejor partido le íbamos
a sacar a los botines que se lograban cuando se asaltaba una sección
importante del Gobierno, que tenía demasiadas preocupaciones en la
cabeza como para añadir el robo de alguno de sus juguetitos de
guerra urbana a los problemas de los que ocuparse.
Así era, por ejemplo, como nos
habíamos hecho con el simulador.
El simulador no era otra cosa que una
cámara con asientos, inspirados por una película de finales del
milenio pasado, en los cuales había una especie de jeringas que
conectaban las cabezas entre sí con una red general, todo esto
controlado por un ordenador al servicio de varios de nuestros
expertos informáticos que, casualmente, eran siempre los encargados
de mandar al traste la seguridad que hacía imposible que nuestros
robos se efectuaran.
Los informáticos trabajaban muy duro
para crear un mundo virtual lo más parecido a la ciudad en la que
vivíamos posible, con el único fin de hacer que pudiéramos
entrenar cuando las condiciones climáticas o incluso nuestro propio
cuerpo no nos lo permitía. Las lesiones demasiado fuertes podían
mantenernos inactivos una temporada, y la única y recién
descubierta manera de que no nos volviéramos locos no era otra que
preparar el simulador para que nuestra mente, siempre al límite, no
dejara jamás de pensar como lo hacía la de un runner.
Era la mente lo que nos hacía
distinguirnos de la sociedad, lo que nos hacía hacer cosas que nadie
más se atrevería hacer. El cuerpo era el medio de que la mente
llegara a rincones que jamás se hubieran propuesto, y ese don de
abstraernos que sólo nosotros poseíamos se guardaba, tal como se
haría con el mayor de los tesoros del reino más rico que hubiera
existido jamás. Nos encargábamos de mimar a la mente por medio de
los entrenamientos, la preparábamos junto con el cuerpo para
enfrentarnos a nuestras primeras misiones. Después, cuando el cuerpo
no daba para más, la mente continuaba desarrollándose.
El principal problema de las caídas
eran las lesiones. El principal problema de las lesiones era la
inactividad del cuerpo. El principal problema del cuerpo era el
retraso que había con la mente, cuya hambre voraz había que seguir
alimentando. Y el simulador era la mejor manera.
Cada uno tenía su propio personaje,
que era una copia casi idéntica de nosotros mismos; lo único que le
faltaba era la serie de intrincados tatuajes, tan complicados que a
los informáticos no les merecía la pena prepararlos. Ralentizaban
demasiado el curso del ordenador.
Así, sin apenas misiones interesantes
a las que enfrentarme, había sido como yo me había mantenido en la
línea de la élite de mi sección: a base de ir al simulador cada
vez que alguien decía que no había más misiones para mí. Era
cierto que se habían ido complicando con el paso del tiempo, pero
sentía (y, en cierto modo, era así) que yo no era más que un
gráfico de estadísticos, cuyo punto máximo se encontraba en la
misión que fallé (la única
que había fallado en mi vida, y así era como decidían pagármelo);
la misión en la que había conocido a mi amante con alas, al chico
que había conseguido poner mi mundo patas arriba.
Louis no sólo
había hecho que yo tuviera que meterme en el ordenador y estar al
servicio de lso informáticos, que veían en mí una gran oportunidad
para entrenarse y mejorar sus obstáculos, sino que había hecho que
yo tuviera que crear una muralla entre la cabeza a la que podían
acceder éstos cuando quisieran, y la cabeza en la que se guardaba
toda la verdad.
-No puedes entrar
ahí como si nada y decirles que quieres volver a pelear-me había
dicho una vez, mientras nos revolcábamos en la cama, sin darme lo
que yo llevaba tiempo deseando: acostarme con él-. Y menos ahora. No
se fían de ti, pero no puedes arriesgarte a perder eso que te hace
especial, bombón-alegó, besándome y despertando hasta la última
terminación nerviosa de mi cuerpo, que ardió como en un incendio.
-Necesito esos
planos-había replicado yo, encorvando la espalda y pegándome aún
más a él, hierro y aluminio convirtiéndose en acero.
-Estoy en ello-se
limitó a responder, metiendo su mano debajo de mi camiseta y dando
por terminada la conversación.
De modo que allí
estaba, luchando por escapar de una fábrica hipotética de armas, en
la que había desactivado las máquinas, consiguiendo cabrear a los
guardias, y luchando a la vez por no dejar a mis pensamientos
vagabundear demasiado.
Gruñí por lo bajo
cuando me topé de frente con una pared de varios metros de alto;
demasiados como para escalarla, y sin ningún saliente que hiciera
posible la subida. Escuchaba los pasos de los guardias de seguridad,
armados con pistolas, acercarse a toda velocidad hacia mí.
Me giré en redondo
y me encaramé a las estanterías donde cajas y más cajas con
objetos que mantendrían al Gobierno en su lugar de monopolio vital,
haciendo de los ciudadanos (tuve una ligera conciencia de un
“nosotros” que rara vez me asaltaba; yo no me consideraba esclava
del Gobierno, y, sin embargo, como mi ángel había dicho lo éramos,
todos lo éramos en mayor o menor medida) mercancía con la que
traficar y a la que manipular.
Los pasos cada vez
se acercaban más, y la estantería parecía no ir a acabarse nunca.
Encontré un hueco
en el que introducirme justo en el instante en que los guardias
doblaban a la esquina y llegaban al estrecho pasillo en el que me
había escondido yo.
Pegué la espalda a
la pared de la estantería, clavé los pies en la caja, y me incliné
un poco hacia un lado para observarlos.
Como no eran
guardias naturales, sino artificiales que sabían exactamente de mi
posición, tenían todos las armas preparadas para freírme a tiros.
Nadie desaprovechó
sus balas: todas impactaron en mí, y la que me sacó de esa
simulación fue una que me atravesó el cráneo, abollando la pared
detrás de mí.
Abrí los ojos, que
no recordaba haber cerrado, y me encontré con la luz cegadora de los
fluorescentes del techo de una de las salas de simulación. Heather y
Morris, dos hackers gemelos, chocaban los cinco y se felicitaban
efusivamente por haber acabado conmigo.
Me incorporé sin
hacer caso del dolor lacerante que me produjo desprender la nuca de
esa especie de espada circular en la que me encontraba conectada a la
máquina.
-¡Bastardos!
¡Perros!
Pero ellos estaban
demasiado ocupados celebrando una victoria inmerecida como para dejar
que les amargase el día.
-¡Lo
he hecho bien! ¡Estaba haciendo esa putísima mierda bien! ¡Jamás
tendrían las armas preparadas para disparar de esa manera! ¡¡Y
absolutamente nadie tiene
esos reflejos como para empezar a disparar una décima de segundo
antes de que yo me asomara!!
Que yo dijera eso
tenía mucho mérito, pues los runners éramos famosos (lo seríamos
en el caso de que la gente pudiera saber de nosotros, sólo unos
pocos ciudadanos habían oído hablar de gente que corría por los
tejados y hacía saltos impensables, y todos creían que éramos
producto de la imaginación de un chiflado; tanto mejor) por nuestros
reflejos. Educados desde la más tierna infancia, los que mejores
reflejos teníamos éramos capaces de vislumbrar la trayectoria deu
na bala antes incluso de que nuestro oponente se decidiera a apretar
el gatillo. No teníamos visiones, pero una intuición que nos
esforzábamos en desarrollar (una de las principales armas de la
mente runner que no debíamos abandonar bajo ninguna circunstancia),
y que se compenetraba con chutes de adrenalina que nuestro sistema
hormonal nos proporcionaba cuando más jodidos nos veíamos, nunca
estaba de más para un campo de batalla en el que en raras ocasiones
llevabas armas de fuego, igual que en raras ocasiones tus enemigos se
las dejaban en su casa.
-Oh, Kat, relájate.
Sólo estábamos practicando contigo.
-No soy vuestro
puto conejillo de Indias. Merezco un trato comprensivo.
-Estábamos
poniendo a prueba un nuevo programa de visión para los agentes, no
nos odies-replicó Heather, sonriendo con petulancia y aleteando con
sus pestañas, que podrían competir con los edificios que cada noche
hacían cortes en el cielo teñido de rosa con el amanecer,
arrancándole retazos de luz y cambiándolos por tonos negros
imposibles-. Y tú eras la mejor para entrenarlos.
-¿Funciona el
jodido programa?
Morris asintió con
la cabeza; su pelo marrón chocolate, corto para evitarle problemas
en la programación, brilló como si emitiera luz propia.
-Perdona que lo
hayamos utilizado contigo, Kat, pero eres la mejor en esto.
-Menos mal que sigo
siendo la mejor en algo-respondí, volviendo a tumbarme, estirando
las piernas un poco, notando un pequeño desgarro en los glúteos,
que protestaban por tanto tiempo detenidos, y gimiendo.
-¿Aún no te
permiten volver a las misiones?-inquirió su hermana, jugando con la
coleta rizada y rubia (nadie en la Base sabía quién se teñía de
los dos a ciencia cierta, ya que nadie había encontrado nunca una
factura en la que se reflejara un gasto en tinte marrón o rubio, y
que uno de los gemelos robara el tinte era algo remotamente probable,
ya que apenas salían de la Base, y cuando lo hacían no era para más
que para colocar nuevos dispositivos demasiado complicados de
programar para los demás, o para echar un vistazo a las nuevas
adquisiciones), y apoyándose en el teclado del ordenador, siempre
con cuidado de no darle a ninguna tecla y hacer que su precioso mundo
digital de desintegrara.
-Si me
dejaran, ¿creéis que estaría aquí con vosotros, en lugar de yendo
a donde la acción verdadera se
encuentra y sintiendo otra vez cómo me duele mi propio cuerpo, y no
un conjunto de píxeles?
-Tu álter ego no
es sólo un conjunto de píxeles.
-Mi álter ego es
mierda-le corregí a Morris, y le señalé los tatuajes que me
adornaban el brazo. Seguramente era eso lo que más me dolía de mi
pequeño simulacro; que no era yo y que no se esforzaba en serlo.
Heather silbó,
llamando a la paz.
-Sabes por qué no
le ponemos los tatuajes. Llevamos semanas trabajando en ello, pero
todavía no hemos encontrado la manera de hacer copias idénticas de
nosotros y que el ordenador mantenga su velocidad.
-¿Qué
prefieres-espetó Morris, alzando una ceja-, entrenar bien o ser una
copia idéntica a ti misma?
-Entrenar.
-Pues es lo que
hay-sentenció, colocándose de nuevo los auriculares con micrófono
incorporado (probablemente era lo único que tenía en común con los
controladores), y haciéndole un gesto con los dedos índice y
corazón unidos y estirados a su hermana. Hice que mi cuello crujiera
y volví a tumbarme sobre la aguja, que ahora se había guardado en
el asiento, por lo que parecía la más normal de las sillas de
dentista. Tragué saliva.
-Siento que esto
tenga que ser así, Kat-dijo Heather en mi oído mientras notaba cómo
se preparaban para sacar la aguja y transportarme de nuevo a aquel
lugar de ensueño y, sin embargo, tan horrible-. Seguro que consigues
volver a donde estabas dentro de poco.
-Las misiones que
me dan son cada vez mejores. Ahora ya me puedo alejar un kilómetro
de la base cuando voy sola.
Qué triste era el
haber llegado a atravesar la ciudad entera y seguir manteniendo la
confianza de toda tu Base y encontrarte ahora con que a duras penas
te dejaban alejarte un kilómetro de casa por miedo a que
confraternizaras demasiado con el enemigo.
-Es un comiendo-se
entrometió Morris, al que mandé callar un segundo antes de
encontrarme en uno de los paseos marítimos de la ciudad, con unas
aceras paralelas a la playa. Alcé la vista, y, con las manos de
visera, alejando mis ojos de los rayos de sol rabiosos, contemplé
una flecha que flotaba, dándoselas de gema verde voladora, en el
techo de un edificio.
-Ahí tienes un
maletín-informó la voz de uno de los gemelos, pero que no logré
situar. A veces se agradecía que te alejasen tanto de tu yo real que
te costara distinguir quién te hablaba, a pesar de que se suponía
que tenías que distinguirlo a la perfección: los continuos
comentarios del resto de informáticos sobre tus constantes vitales y
el grado de dificultad del medio al que ibas a enfrentarte, a la vez
que la carga de tu personaje, podían ponerte de los nervios.
Y yo
casi había pegado a uno de mis informáticos la última vez, pues no
soportaba la tensión de mantener una amistad rallana en el noviazgo
con el que se suponía que debía ser mi archienemigo, engañando a
mi novio y a toda la gente que me importaba, a lo que había que
añadir el ser degradada injustamente (había dejado que Louis se me
acercara después de que me colocaran en la más baja posición de la
escala que había liderado hasta hacía muy poco tiempo) y el tener
que luchar de manera continua por obtener misiones que no fueran de
crío de dos años al que a duras penas le dejan doblar la esquina
para ir a una tienda de caramelos.
Que en la ciudad ya
no hubiera criminalidad no implicaba que las madres dejaran a sus
hijos alejarse de ellas felizmente. Algunas cosas, simplemente, nunca
cambiaban.
Me dispuse a
caminar directamente hacia el edificio cuando vi un coche patrulla de
la policía, con las luces bermellón y azul encendidas, a la espera
de que yo me acercara lo suficiente como para darles la oportunidad
de estrenar sus preciosas pistolas recién salidas de la fábrica en
la que hacía escasos minutos me habían atravesado el cerebro.
Estaban mirando
hacia mí.
-Seguís haciendo
trampa-le grité al cielo, y escuché un par de risas.
-Sólo lo estamos
haciendo más interesante-parecieron contestar las nubes.
-E injusto.
Giré la calle y,
zizagueando entre edificios, llegué a mi punto de salida. Escalé
como loca, sin importarme que pudiera estar agotando las energías de
ese cuerpo de mentira, y, cuando llegué al tejado, me quedé
paralizada de pánico.
Una sombra con
forma de pájaro cubría la mitad de la azotea.
Y no había ningún
pájaro de ese tamaño.
Me contuve para no
gritar su nombre y miré hacia arriba, justo en el instante en que el
ángel plegaba sus alas y se lanzaba en picado hacia mí. Tenía en
la mano una especie de espada curva, con la que podría atravesarme a
la perfección, a pesar de no ser la espada a la que nos tenían
acostumbrados las pocas películas que se producían y emitían de la
sociedad antes de que todo cambiara.
En su caída
consiguió hipnotizarme, y por mi mente cruzaba un único
pensamiento, que rebotaba constantemente, eco en una montaña,
amplificándose a medida que se alejaba.
Louis no, Louis no, Louis no, Louis
no... supliqué como se había
rezado antes en las antiguas misas. Cualquier cosa menos él, por
favor, que no se hubieran hecho con sus retratos, que no hubieran
accedido a mi memoria y hubieran rescatado su cara... no podría
dispararle a él, no podía imaginarme disparándole, no podía
hacerle daño, no podía ni quería, ni me atrevía a pensar en ello,
porque pensar en que en algún plano de alguna dimensión, cualquiera
que fuera, por falsa e irreal, me dolía en el alma, hacía que se me
desgarrase.
No me permití
seguir contemplándolo: me lancé hacia delante en el momento en que
iba a impactar contra mí y corrí hacia la gema esmeralda flotante,
que se mantenía impertérrita, sin hacer caso de lo que sucedía a
su alrededor.
El suelo del techo
tembló cuando el ángel chocó contra el suelo en el que hacía
escasos segundos me había encontrado yo. Gruñó algo en el momento
en que yo entraba en el campo de acción de la esmeralda, pero...
… no pasó nada.
Miré a mi
alrededor, aterrorizada, esperando encontrarme con algo que accionar,
algo que me dijera qué debía hacer, pero todo se mantenía igual,
impasible. La cosa no iba con ello.
Comprendí con
pesar que mi misión no era recoger ningún maletín, ni desactivar
ninguna mina que pisaría un compañero en algún momento.
Tenía que ganarme
la confianza de los de arriba.
Debía ganarme su
respeto.
Eché mano de la
pistola que siempre llevaba a la cintura, en la parte trasera para no
dispararla durante mis frenéticas carreras, y encañoné al ángel,
que se retorcía sin piedad por el suelo. Parecía más una serpiente
ahogando a un ratón a base de estrujarlo más y más que una
criatura humana con alas.
Como si esperase a
que yo me considerara preparada para una pelea digna y equilibrada,
el ángel levantó la cabeza del suelo, al que casi estaba devorando,
y sonrió con fiereza.
A pesar de sus alas
níveas, con plumaje suave, a pesar del disfraz, no era un ángel.
Era un demonio.
Abrió las alas en
todo su esplendor y me miró un segundo, segundo que yo malgasté
pensando en el alivio que me produjo que no se pareciera a Louis más
que en el contorno de su cuerpo contra el cielo azul. Levanté el
arma demasiado tarde, porque el ángel ya había escalado por una
escalera invisible, solamente reservada para los que podían nadar en
el aire, y contemplé embobada cómo volvía a por mí.
Kat. Kat. Va a dolerte. En serio,
nena. Te va a doler. Mueve el culo.
Cerré la boca y me
tiré a un lado, con tan mala suerte o tan poca destreza que mi
pistola cayó deslizándose hacia el borde del abismo. El ángel
golpeó la azotea, pero esta vez con menos fuerza, ya que le había
dado tiempo a frenar. Se impulsó de nuevo hacia arriba mientras yo
corría a todo lo que mis pobres piernas digitales daban en dirección
a mi pistola.
Me tiré al suelo,
arrastrándome por la inercia hasta el borde de la azotea, y alcancé
la pistola, a pocos centímetros de una caída libre que me habría
dejado a solas con el monstruo.
Sus alas hacían
rugir y silbar el aire, en una tormenta ruidosa que no hacía más
que infundir pánico y terror.
Levanté la pistola
y, casi sin mirar, disparé.
El ángel cayó con
todo su cuerpo presionándome hacia abajo; notaba la trenza colgar
del precipicio. Volví a disparar, una, dos, tres veces... y por fin
el ángel se quedó inmóvil, sin fuerzas para seguir luchando por
una vida que ya no le pertenecía.
Tomé aire y lo
solté despacio, apartando el cadáver rubí, del que manaba sangre
en forma de río del manantial de su vientre, en el que había
abierto un boquete considerable, y cerré los ojos.
Todavía sentía
los besos vacíos de Taylor en mis labios cuando Louis se dejó caer
a mi lado en la hierba, desplegando las alas y poniéndose la
chaqueta, para que nadie sospechara de él.
Cuando salí de la
simulación, descubrí a casi toda la Base esperando a que despertara
para recibirme con los brazos abiertos como a una heroína de guerra.
Me alzaron sobre sus cabezas, me mantearon y vitorearon mi nombre y
mi apodo. Me llevaron a uno de los despachos más importantes, donde
Taylor me esperaba con una sonrisa radiante, y me besó en los
labios, acariciándome la cintura de una manera posesiva que nunca,
jamás, había detectado en él. Sonreía de orgullo, y también de
alivio, porque había demostrado que no estaba de parte de los
pájaros, sino de la nuestra, siempre, y que aún era capaz de matar
si me lo proponía.
Pero no sólo
Taylor me estaba esperando allí, sino Puck, y todos los que estaban
por encima de mí y decidían a quién le correspondía qué misión,
cuándo se realizaba, cómo se realizaba... y todos seguían
sonriendo mientras yo contenía las ganas de vomitar.
Puck me había
puesto la mano en el hombro, y murmuró tres palabras que me
apuñalaron el estómago:
-Bienvenida a casa.
Yo había hecho lo
posible por sonreír, había asentido con la cabeza, había dado las
gracias y, disfrutando de la nueva y recuperada confianza, había
pedido un rato para estar sola, organizar mis ideas y celebrar que
volvía a ser la de siempre.
Subí a mi
habitación, cogí la pluma de Louis, y me marché de la Base en
dirección al parque más alejado de allí, pero no lo suficiente
como para que sospecharan.
Me había sentado
en un montículo desde el que se veía toda la superficie verde y
había acariciado la pluma con los labios, murmurando su nombre
varias veces, apremiándolo a llegar.
Y, por fin, estaba
allí.
-¿Qué
pasa?-inquirió, pues siempre lo llamaba para emergencias.
Apoyé la cabeza en
su hombro y rompí a llorar. Él se quedó quieto, sin saber muy bien
qué era lo que se esperaba que hiciera en ese caso y, finalmente, me
acarició los hombros y me besó la cabeza.
-Eh, eh, bombón,
cálmate. Respira. ¿Qué...?
-Quiero
hacerlo-dije entre hipidos, pestañeando rápidamente para que se
enfocara y desapareciera la película de agua, la cascada a través
de la que lo veía, y estudiar su expresión.
-¿Qué?-repitió.
-Estamos solos. Y
lo necesito. Te necesito.
Sin necesitar que
le dijera nada más, nos arrastró despacio hacia unos arbustos,
escondiéndonos de ojos curiosos. Me besó la boca, los ojos, el
cuello, temiendo hacer algo que me entristeciera aun más.
Pero yo lo
necesitaba como necesitas al oxígeno; me sentía exhausta, como el
buzo que sale a la superficie después de unos angustiosos segundos
en el que cree que no lo va a conseguir, cuando ya no tiene aire en
los pulmones y nada más le impulsa que el miedo a morir, se agarra a
la vida con uñas y dientes...
Le quité la
chaqueta mientras él me tumbaba en el suelo y metía sus manos por
debajo de mi camiseta, explorando. No parecía darse cuenta de que me
había puesto vaqueros por primera vez en muchos años.
-¿Segura?
-No estamos en
casa, y es lo que queremos-respondí, tratando de echar de mi cabeza
al fantasma de la asesina de ángeles, virtuales o no (poco importaba
eso), en la que me había convertido en la última hora. Mordí sus
labios, él respondió con igual pasión, me quitó la camiseta, yo
le quité la suya, y no nos dimos tiempo a contemplarnos el uno al
otro, ni siquiera una fracción de segundo. Metió su mano en mis
vaqueros, atravesó la frontera de mis bragas y me acarició con
manos de experto... y no me importó realmente que lo fuera. Me daba
absolutamente igual. Me estaba distrayendo, y se lo agradecía.
Le desabroché el
cinturón, tiré de sus pantalones, y le ayudé a quitarle los míos.
Nos miramos un segundo a los ojos, él me acarició la mejilla
sonrojada por lo que estaba pasando y lo que iba a pasar, me besó la
frente, y entró en mí.
Cerré los ojos y
clavé las manos en la tierra, hundiendo las uñas en las raíces de
la hierba que hacía las veces de alfombra verde. Me mordí el labio
y dejé escapar un gemido ahogado mientras me movía acompañando sus
movimientos.
Él me besó el
cuello, el hombro, siguió bajando por mi brazo para luego pasar a mi
costado, y subir más, y más, y aceleraba, cada vez iba más rápido,
y yo me sentía como si hubiera echado a volar, y volábamos juntos,
muy alto, yo tenía mis propias alas, y no iba a poder hacerle daño,
porque era parte de mí, yo le quería, dios, le quería, no
podía negar, eso, a pesar de que estaba tan mal, era tan bueno, y...
… y me consolaba
saber que, si le quería, no iba a poder matarlo nunca.
Al menos, esperaba
no tener que hacerlo.
Genial!!De vecina a vecina (soy gallega :)) lo haces de puta madre yo no podria hacer que los lectores comprendieran perfectamente los problemas y sentimientos de la protagonista. En serio Erikina en serio si llegas a hacer un libro te aseguro que al comprarlo no me arrepentiria, en serio es que lo haces de **ta madre!! @LauraTrashorras
ResponderEliminarawww muchas gracias ♥
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