miércoles, 22 de mayo de 2013

The queen is dead.


Me habían avisado, me lo habían dicho, y yo había sido tan estúpida de pensar que no iba por mí, que yo era intocable, invencible. Y no era así, ni de lejos.
-¿Qué problema hay en que esté embarazada? Hacéis que aborte, y listo.
-Sólo Caroline puede hacerle algo. Son las reglas: cada una se encarga de su propia sustituta.
-Además, eso no es lo que nos preocupa. Lo del bebé tiene solución. Es lo que significa lo que nos da miedo.
-¿Y qué significa, si puede saberse?
-No lo vimos venir. Es la primera vez que nos pasa-Eleanor se llevó una mano a la frente, apoyó los codos en las rodillas y se echó a llorar. Danielle le dio unas palmadas y le acarició la espalda.
-Cálmate, El.
-Dani, ¿qué pasa?
-Deberíamos haberlo visto. Deberíamos saber que pasaría. A partir de ahora sois impredecibles. 
Se me secó la garganta.
-Totalmente impredecibles.
Y llevaban razón. Porque, ¿quién iba a decirme a mí que una noche de febrero iba a estar intentando matarme, porque ya no tenía ninguna razón por la que seguir viva? ¿Quién me iba a decir que iba a ser yo la que lo alejara de mí, y que no sería él el que se daría cuenta de que yo no me lo merecía? Había leído una vez en Twitter que un corazón no muere cuando deja de latir; muere cuando sus latidos no tienen sentido.
Ya no era necesario que mi corazón latiera; sus latidos no tenían sentido.
Nunca iba a querer a nadie como había querido a Louis. Así que, dado que ya no había razón por la que debería quererle, lo mejor era dejar de gastar oxígeno.

Las cosas habían empezado a ir mal después de que yo apareciera en casa de los chicos, apenas dos días después de empezar las clases. Ellos se habían mostrado estupefactos al verme,  pero Noemí, que había terminado saliéndose con la suya y siendo ella la que se mudara con la banda, pues su madre le había echado de casa por culpa del bebé que llevaba en su vientre y que nadie excepto ella quería, se había limitado a cerrar la boca. Le había contado lo mínimo de por qué estaba allí, aunque le había dicho la razón principal, y estaba segura de que le iría con el cuento al que todavía era mi novio por aquel entonces nada más verlo entrar por la puerta. Pero, sorprendentemente, no lo había hecho. Se había quedado callada y había encogido los hombros, diciendo que no le había dicho nada de por qué estaba allí.
Oí la puerta del baño abrirse un segundo antes de que su voz flotara hasta mí.
-Soy yo.
-Vale-asentí, volviendo a poner el agua para que cayera por el teléfono de la ducha, y no por el grifo. Mientras sujetaba el chorro para que cayera sobre mi cabeza y me deleitaba con la calidez del agua lamiendo mi pelo y corriendo por mi cuerpo, pensé en cómo habían cambiado las cosas desde el pasado junio: la yo de entonces ni siquiera podía contemplar la idea de ser amiga de un grupo de chicos; debido a mi aspecto tan sólo podía aspirar a, a lo sumo, un par; y ahora cinco chavales podían entrar y salir del baño mientras yo me duchaba, me daba un baño o lo que fuera.
El proceso siempre era el mismo (sospechaba que antes de entrar se detenían a escuchar correr al agua para asegurarse de que no veían nada que no debieran): la puerta se abría, una voz masculina musitaba soy yo, y yo debía reconocer la voz, o bien, soy Zayn/Harry/Liam/Niall/Louis. Y sólo en este último caso yo podía salir y entrar de la ducha sin preocuparme de nada ya que, al fin y al cabo, mi novio me había visto desnuda más de una vez. En algunos casos, incluso decidía sorprenderme y hacerme sonreír entrando a "ahorrar agua" conmigo.
-¿Te importa que me duche contigo?-preguntó. Me eché a reír, solté un perezoso qué va, y afiné el oído para escuchar el suave susurro que hacía la ropa al deslizarse por su piel a medida que se iba desvistiendo. De un salto, Louis entró en la bañera y cerró la cortina. Me recorrió rápidamente con la mirada, como cerciorándose de que no era ni Alba ni Noe, y me besó suavemente.
Lo chisqué con el teléfono de la ducha. Se rió, me lo arrebató, se cobró su venganza y se lo pasó por encima una vez se dio por satisfecho.
Algo captó su atención cuando volvió a mirarme.
Algo en mí.
Colocó el teléfono de la ducha en el soporte y se me quedó mirando. Con un dedo recorrió mi costado, dibujando exactamente la silueta del gran moratón estampado allí.
Tantos mimos me habían hecho bajar la guardia, había terminado cometiendo un error que en mi casa jamás sucedería. Claro que también había destapado sin querer las muñecas y había enseñado los tatuajes.
Caí en la cuenta de que, desde que había llegado a Londres, no lo habíamos hecho.
Su mano bajó hasta mi cadera, perseguida por sus ojos. Yo respiraba por la boca, jadeando, sabiendo lo que vendría a continuación. Se pondría como loco, como era natural, y me juraría que haría pagar a cada persona que había hecho posible todo aquello. A continuación, recorrió mis piernas, con cardenales que me hacían parecer un dálmata.
Su mirada perspicaz se plantó en mi mejilla hinchada, y mi labio cortado. Ahí fue cuando la coartada que me había preparado para no formular respuestas a las preguntas obligatorias, la teoría que el tropezón por las escaleras, ese intencionado tropezón, me había ocultado, se evaporó igual que el agua que flotaba hasta el techo.
Cuando frunció el ceño noté cómo quemaban, cuánto dolían, aquellas marcas, como si le hubiera dado a algún interruptor que me devolviera mis recuerdos.
-¿Quién te ha hecho eso?-la palma de su mano acunó mi mejilla buena, sus dedos acariciaban mi nuca. Incliné la cabeza hacia ese lado, disfrutando de la calidez de su mano, y cerré los ojos, sumida en mis pensamientos.
Me había estirado durante la comida para coger la botella de agua, y mi madre enseguida había clavado los ojos en mi muñeca.
-¿Qué tienes ahí? ¿Qué te has pintado?
Sabía de sobra que odiaba que me pintaran las manos, por eso le extrañaba tanto lo que lucía mi cuerpo. Tiré rápidamente de las mangas de mi pijama, pero ya era tarde. Mi padre me cogió el brazo. Deslizó despacio la prenda hasta el codo. La pequeña D apareció a la vista de todo el mundo.
Odiaban los tatuajes. No tenía permiso para hacérmelos. Y me los había hecho. Era una gilipollas si me creía con el derecho a hacer lo que me diera la gana, no mientras estuviera en su casa. Yo contesté. Siempre contestaba, sobre todo desde que tenía un novio de 21 años que era capaz de sacarle los intestinos a alguien si yo se lo pedía. Y llegó la primera bofetada, la que me tiró al suelo. Y la otra. Y las demás. Las patadas. Todo. Lo de siempre. A lo que se suponía que me había acostumbrado, lo que en una época había dejado de sentir... pero mi padre parecía decidido a dejarme él también su propio tatuaje a base de golpes. Mi madre había conseguido pararlo antes de que sangrara, lo cual había sido un milagro. Yo me había levantado, había corrido a mi habitación y había cerrado la puerta. Coloqué una silla para que no pudieran abrirla, preparé la mochila y salí como un bólido con mi pasaporte y los pocos ahorros en metálico que tenía en la mano, decidida a no volver, chillando que me largaba de aquella puta casa, que me iba a donde realmente me querían.
Corrí como una puta desgraciada por las calles de mi ciudad hasta estar segura de que me alejaba lo suficiente de casa. Di varios rodeos por lugares donde vivía gente que yo conocía, y terminé cogiendo un taxi. No fui directamente al aeropuerto: esperé al último vuelo de la tarde dirección Londres, sólo para asegurarme de que mis padres no estarían allí cuando yo llegara. El vuelo se fue atrasando hasta la madrugada. Cogí el avión. Me dormí allí, cosa que nunca hacía. Desembarqué. Y, antes de ir a casa de los chicos sin nada pensado, decidí ir a un hotel, dormir un poco, y entrar en casa con alguna excusa creíble.
Abrí los ojos, volviendo a la realidad. Ahora estaba segura. O eso creía.
Al ver que cuando abría los ojos no tenía pensado decir nada, lo entendió. Su otra mano se posó delicadamente en la otra mejilla, obligándome a nadar en aquellos ojos azules.
-¿Por qué no me dijiste nada?
Me encogí de hombros, moví las costillas al hacerlo, e hice una mueca de dolor.
-No quería que te enfadaras.
-¿Y que me preocupara?
Le besé en los labios.
-Tampoco.
Nos duchamos en silencio, él observó los cardenales que tenía en la espalda, los que yo nunca llegaría a ver.
-Voy a terminar matándolo-musitó para sí más que para mí. Una parte de mí deseó que así fuera.

Y, sin embargo, otra gran parte tampoco quería que hiciera nada. Me acerqué a él mientras se ponía los pantalones y le besé la espalda.
-¿Tienes la regla de verdad?
Negué con la cabeza, pegando mi mejilla contra su la piel debajo de su omóplato. Suspiró, se alejó un poco para ponerse la camiseta y se miró en el espejo. Acarició mis manos rodeando su cintura.
-No necesitabas mentirme.
-Te cabrearías.
-¿Como ahora?
-¿Lo estás?
-¿Te pegan una paliza, y pretendes que no me cabree? La verdad es que no sé de dónde saco fuerzas para no largarme ya mismo a España.
Le obligué a girarse, lo miré a los ojos y me puse de puntillas para besarlo.
-Hazme el amor-le pedí. Se me quedó mirando.
-Te voy a hacer daño.
-No importa.
-A mí sí.
-Hazme el amor-le repetí, acariciándole el pelo, que aún goteaba agua. Suspiró, pasándose una mano por él. Le mordisqueé el labio.
-Estás jugando sucio.
Sonreí, y, envuelta en la toalla, lo arrastré hasta su habitación, donde me la quitó despacio, se quitó la ropa, y lo hicimos muy lentamente, poniendo él mucho cuidado en no tocar mis moratones, por miedo a que me quejara.
Él también estaba jugando sucio, pero yo no lo sabía aún. Por aquel entonces, ya me estaba engañando.

El mismo día que sería el último, horas antes.
Colgué el teléfono y eché el pestillo del baño, sentándome después en la taza y mirando el fondo de pantalla que había puesto. Me llevé una mano a la frente y me la rasqué, intentando saber por qué me había mentido. Todavía tenía las palabras de Simon resonando en mi cabeza, preguntándome por qué no había aceptado el contrato con una discográfica más modesta que la de los chicos, pero que aun así movía millones de euros al año. No me habría cabreado tanto de haber sabido que había tenido una oferta de otro lugar, pero que los chicos me habían engañado y habían hecho que fuera a un estudio a grabar maquetas para demostrarles a los de Syco que estaban equivocados, que Simon se había equivocado y que yo realmente valía. Desbloqueé el teléfono, toqué el icono de la agenda y me quedé quieta un rato, mordiéndome el labio hasta prácticamente hacerme sangre, con los ojos fijos en su nombre.
Habían financiado lo que habían costado las primeras maquetas, por lo que seguramente perderían dinero, en lugar de haber consentido que otros corrieran con los gastos. Y quería saber por qué.
Pulsé la palabra Louis, mi favorita en aquel mundo, y me llevé el móvil al oído. Esperé dos toques hasta que lo cogiera.
-Nena-saludó. Cerré los ojos.
-Acabo de hablar con Simon. ¿Por qué no me lo habéis dicho?-pregunté con calma.
-¿Decirte qué?
-Louis. No seas cínico. Mi disco. La otra discográfica. ¿Por qué?
Nos fuimos deslizando poco a poco hacia la pelea, algo a lo que estábamos acostumbrándonos de una manera muy peligrosa. Cerré los ojos con fuerza mientras escuchaba sus excusas: en Syco verían lo buena que era, querrían ficharme, trabajaría con los chicos, no estaría con la discográfica, tal vez incluso tuviera una gira conjunta con ellos...
-Yo quería estar contigo, Lou. Y ahora no sé qué pensar. ¿Cuánto llevas mintiéndome? ¿Cuándo os dijo Simon que no?
-Al mes o así de que hicieras la actuación-confesó, suspirando a su vez. Me mordí el labio. Deseaba tenerlo delante, que se echara a reír y me dijera es broma, joder.
-No puedo confiar en ti, Louis. No después de esto.
-Te estaba protegiendo. Querías hacer música. Y querías hacerlo con nosotros.
Y la discusión empezó con una simple frase, una frase que nos dolió a ambos.
-¡A mí me la suda la música, Louis, joder! ¡Yo quería estar contigo!
Seguramente que hablara en pasado lo había precipitado todo.
-A mí no-gruñó con ese tono que ya había escuchado varias veces, la última, cuando tuvimos la bronca del siglo cuando le dije que volvía a España porque no podía hacer vida allí, mi lugar estaba en mi país, al menos hasta que me graduara y acabara el instituto. Entonces, sería libre. Pero no antes. Y recordaba haber agarrado el pomo de la puerta mientras él bajaba las escaleras a la carrera, preguntándome a voces si quería que me matasen. Me había girado, lo había mirado de arriba a abajo con tanto veneno en la mirada que bien podría haber tumbado a un búfalo, de no estar cierto búfalo cavernario acostumbrado a todos y cada uno de mis gestos y a amarlos en silencio, y le había gritado que era una pena que no nos hubiéramos casado y que él no fuera a cobrar pensión de viudedad. Me llamó retrasada. Abrí la puerta y le dije que era un cabrón gilipollas. Eché a correr por la calle, pero me detuve a un par de manzanas. Lo tenía detrás de mí, a diez metros. Se me quedó mirando con los brazos en jarras, mientras sonreía con una sonrisa cínica y medio Londres estaba pendiente de nosotros.
-¿No me vas a dar un beso de despedida?
Había corrido a sus brazos, lo había besado como si no hubiera mañana, y él mismo me acompañó al aeropuerto, cogiendo el vuelo posterior al de Alba. Sorprendentemente, había sobrevivido a una paliza para ver una disculpa que era única en su especie. Pero había sobrevivido para ser yo misma la que me quitara la vida un par de semanas después, no más tarde
-Me dedico a ella, ¿sabes?-bufó al otro lado del teléfono.
-Deberías dedicarte a mí también-espeté, en un alarde de orgullo desconocido en mí cuando se trataba de Louis. Y él se cabreó. Y yo me cabreé. Y empezamos a gritarnos. A gritarnos de verdad, a darnos unas voces que nadie nunca jamás podría (ni debía igualar). Colgué el teléfono, me quité el anillo y lo tiré contra el espejo de tanta rabia que sentía, rompiéndolo en mil pedazos, simulando el estado de mi corazón en ese momento. Me apreté contra la puerta del baño, deslizándome despacio con la espalda pegada a ella, llorando a lágrima viva.
Tras lo que me pareció media hora de tratar de controlar mis sentimientos, e intentar calmarme, cogí el teléfono y lo llamé. No podíamos acabar así, por teléfono. No, me negaba. No podíamos acabar, punto, pero ni por asomo de aquella manera.
Mientras escuchaba miles de veces a la chica decir que el número al que había llamado estaba apagado o fuera de cobertura, me sumí en recuerdos que casi hacían mejor ahogándome.
Me encogí de hombros y me mordí el labio inferior, en un gesto más indeciso que coqueto. 
-Es sólo que no soporto esto, Lou. No soporto esperar.
Estábamos en su casa, en aquel fin de semana tras Navidad, hablando del asunto de Simon, de lo que él ya sabía y se negaba a contarme.  Más tarde lo descubriría yo por mi cuenta, y rompería mi relación con la persona más maravillosa y perfecta jamás vista.
Asintió y me acarició el cuello. Noté sus dedos sobre mi piel a pesar de que ya ni era mío, ni estaba a mi lado.
-Lo sé. Sé de qué me hablas.
Aparté la cara, pero me tomó la mandíbula para obligarme a mirarlo.
-Esperé un año entero, un larguísimo año, tras 23 horas que parecieron milenios-como esos minutos entre llamada y llamada que tenían como única función recordarme que había apagado el móvil porque no quería aguantarme más, ya se había librado de mí, se había a-ca-ba-do-. Pero, ¿sabes qué fue lo peor?
Negué con la cabeza, tomó mi rostro entre sus manos y me miró con ojos brillantes. Iba a echar mucho de menos esos ojos.
-Tú-No, lágrimas, ahora no-. Te estuve esperando 20 años. 20 largos años. A veces me pregunto cómo he vivido tanto tiempo sin ti.
Sonreí, bajé los ojos, azorada, y él buscó mi mirada. Ahora me odiaba por haber perdido preciosos segundos en los que podría haber contemplado aquél rostro que todavía me pertenecía.
-Es la verdad. Pero, ¿sabes qué? La espera ha merecido la pena. Cuando tienes que esperar más es cuando eso que esperas es mejor.
Le acaricié el cuello, me incliné hacia él y nos besamos lentamente, declarándome a él y él declarándose a mí mejor de lo que haríamos con palabras.
Fueron las últimas palabras que pronunció en su recuerdo las que me hicieron darme cuenta de que yo ya no pintaba nada allí. Nadie, absolutamente nadie, podría superarlo a él. Y estaba jodida. Porque había aprendido a amarlo como si fuera a ser mío para siempre, y cuando yo aprendía algo, lo interiorizaba tanto que me lo grababa en el alma a fuego cual tatuaje... igual que su nombre estaba en mi corazón, ocupándolo, negándose a irse jamás.
Me limpié las lágrimas y eché el pestillo. Tenía que acabarlo. Podrían encontrarme después, tendrían todo el tiempo del mundo para encontrarme. Empecé a recoger los pedazos de espejo, con un único pensamiento rebotándome la cabeza. Se acabó, se acabó, se acabó.
Y luego, éste fue sustituido por otro.
Déjame cortarme, Eleanor, deja que me corten.
Las pequeñas heridas se cerraban tan rápido como se abrían, dejándome sola con mi dolor. Ni cicatrices, ni sangre, ni nada.
Pero Eleanor terminó rindiéndose. Yo era más fuerte que ella y, como me habían dicho cuando Danielle se volvió loca y fue a por Alba a su casa, podía ganarla en una pelea si realmente lo deseaba.
Y sentir cómo me caía al vacío y me rodeaba una negrura infinita en la que ya no sentía ningún tipo de dolor, ni físico, ni sentimental, ni nada, donde sólo flotaba hasta el fin de los tiempos, donde cualquier recuerdo era tan sólo una ilusión, era lo que más deseaba.
Tenía experiencia en que mis sueños se hicieran realidad. El mayor de todos se había realizado el 24 de diciembre de 1991. El segundo acababa de romperse. Ahora el tercero crecía hasta ser el principal. El último. El auténtico.
El final.

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