Me habían avisado, me lo habían dicho, y yo había sido tan
estúpida de pensar que no iba por mí, que yo era intocable, invencible. Y no
era así, ni de lejos.
-¿Qué problema
hay en que esté embarazada? Hacéis que aborte, y listo.
-Sólo Caroline
puede hacerle algo. Son las reglas: cada una se encarga de su propia sustituta.
-Además, eso no
es lo que nos preocupa. Lo del bebé tiene solución. Es lo que significa lo que
nos da miedo.
-¿Y qué
significa, si puede saberse?
-No lo vimos venir.
Es la primera vez que nos pasa-Eleanor se llevó una mano a la frente, apoyó los
codos en las rodillas y se echó a llorar. Danielle le dio unas palmadas y le
acarició la espalda.
-Cálmate, El.
-Dani, ¿qué
pasa?
-Deberíamos
haberlo visto. Deberíamos saber que pasaría. A partir de ahora sois
impredecibles.
Se me secó la
garganta.
-Totalmente
impredecibles.
Y llevaban razón.
Porque, ¿quién iba a decirme a mí que una noche de febrero iba a estar
intentando matarme, porque ya no tenía ninguna razón por la que seguir viva?
¿Quién me iba a decir que iba a ser yo la que lo alejara de mí, y que no sería
él el que se daría cuenta de que yo no me lo merecía? Había leído una vez en
Twitter que un corazón no muere cuando deja de latir; muere cuando sus latidos
no tienen sentido.
Ya no era
necesario que mi corazón latiera; sus latidos no tenían sentido.
Nunca iba a querer
a nadie como había querido a Louis. Así que, dado que ya no había razón por la
que debería quererle, lo mejor era dejar de gastar oxígeno.
Las cosas habían
empezado a ir mal después de que yo apareciera en casa de los chicos, apenas
dos días después de empezar las clases. Ellos se habían mostrado estupefactos
al verme, pero Noemí, que había terminado saliéndose con la suya y siendo
ella la que se mudara con la banda, pues su madre le había echado de casa por
culpa del bebé que llevaba en su vientre y que nadie excepto ella quería, se
había limitado a cerrar la boca. Le había contado lo mínimo de por qué estaba
allí, aunque le había dicho la razón principal, y estaba segura de que le iría
con el cuento al que todavía era mi novio por aquel entonces nada más verlo
entrar por la puerta. Pero, sorprendentemente, no lo había hecho. Se había
quedado callada y había encogido los hombros, diciendo que no le había dicho
nada de por qué estaba allí.
Oí la puerta del
baño abrirse un segundo antes de que su voz flotara hasta mí.
-Soy yo.
-Vale-asentí,
volviendo a poner el agua para que cayera por el teléfono de la ducha, y no por
el grifo. Mientras sujetaba el chorro para que cayera sobre mi cabeza y me
deleitaba con la calidez del agua lamiendo mi pelo y corriendo por mi cuerpo,
pensé en cómo habían cambiado las cosas desde el pasado junio: la yo de
entonces ni siquiera podía contemplar la idea de ser amiga de un grupo de
chicos; debido a mi aspecto tan sólo podía aspirar a, a lo sumo, un par; y
ahora cinco chavales podían entrar y salir del baño mientras yo me duchaba, me
daba un baño o lo que fuera.
El proceso siempre
era el mismo (sospechaba que antes de entrar se detenían a escuchar correr al
agua para asegurarse de que no veían nada que no debieran): la puerta se abría,
una voz masculina musitaba soy
yo, y yo debía reconocer la voz, o bien, soy
Zayn/Harry/Liam/Niall/Louis. Y sólo en este último caso yo podía salir y
entrar de la ducha sin preocuparme de nada ya que, al fin y al cabo, mi novio
me había visto desnuda más de una vez. En algunos casos, incluso decidía
sorprenderme y hacerme sonreír entrando a "ahorrar agua" conmigo.
-¿Te importa que
me duche contigo?-preguntó. Me eché a reír, solté un perezoso qué va, y afiné el oído
para escuchar el suave susurro que hacía la ropa al deslizarse por su piel a
medida que se iba desvistiendo. De un salto, Louis entró en la bañera y cerró
la cortina. Me recorrió rápidamente con la mirada, como cerciorándose de que no
era ni Alba ni Noe, y me besó suavemente.
Lo chisqué con el
teléfono de la ducha. Se rió, me lo arrebató, se cobró su venganza y se lo pasó
por encima una vez se dio por satisfecho.
Algo captó su
atención cuando volvió a mirarme.
Algo en mí.
Colocó el teléfono
de la ducha en el soporte y se me quedó mirando. Con un dedo recorrió mi
costado, dibujando exactamente la silueta del gran moratón estampado allí.
Tantos mimos me
habían hecho bajar la guardia, había terminado cometiendo un error que en mi
casa jamás sucedería. Claro que también había destapado sin querer las muñecas
y había enseñado los tatuajes.
Caí en la cuenta
de que, desde que había llegado a Londres, no lo habíamos hecho.
Su mano bajó hasta
mi cadera, perseguida por sus ojos. Yo respiraba por la boca, jadeando,
sabiendo lo que vendría a continuación. Se pondría como loco, como era natural,
y me juraría que haría pagar a cada persona que había hecho posible todo
aquello. A continuación, recorrió mis piernas, con cardenales que me hacían
parecer un dálmata.
Su mirada
perspicaz se plantó en mi mejilla hinchada, y mi labio cortado. Ahí fue cuando
la coartada que me había preparado para no formular respuestas a las preguntas
obligatorias, la teoría que el tropezón por las escaleras, ese intencionado
tropezón, me había ocultado, se evaporó igual que el agua que flotaba hasta el
techo.
Cuando frunció el
ceño noté cómo quemaban, cuánto dolían, aquellas marcas, como si le hubiera
dado a algún interruptor que me devolviera mis recuerdos.
-¿Quién te ha
hecho eso?-la palma de su mano acunó mi mejilla buena, sus dedos acariciaban mi
nuca. Incliné la cabeza hacia ese lado, disfrutando de la calidez de su mano, y
cerré los ojos, sumida en mis pensamientos.
Me había estirado
durante la comida para coger la botella de agua, y mi madre enseguida había
clavado los ojos en mi muñeca.
-¿Qué tienes ahí?
¿Qué te has pintado?
Sabía de sobra que
odiaba que me pintaran las manos, por eso le extrañaba tanto lo que lucía mi
cuerpo. Tiré rápidamente de las mangas de mi pijama, pero ya era tarde. Mi
padre me cogió el brazo. Deslizó despacio la prenda hasta el codo. La pequeña D
apareció a la vista de todo el mundo.
Odiaban los
tatuajes. No tenía permiso para hacérmelos. Y me los había hecho. Era una
gilipollas si me creía con el derecho a hacer lo que me diera la gana, no
mientras estuviera en su casa. Yo contesté. Siempre contestaba, sobre todo
desde que tenía un novio de 21 años que era capaz de sacarle los intestinos a
alguien si yo se lo pedía. Y llegó la primera bofetada, la que me tiró al
suelo. Y la otra. Y las demás. Las patadas. Todo. Lo de siempre. A lo que se
suponía que me había acostumbrado, lo que en una época había dejado de
sentir... pero mi padre parecía decidido a dejarme él también su propio tatuaje
a base de golpes. Mi madre había conseguido pararlo antes de que sangrara, lo
cual había sido un milagro. Yo me había levantado, había corrido a mi
habitación y había cerrado la puerta. Coloqué una silla para que no pudieran
abrirla, preparé la mochila y salí como un bólido con mi pasaporte y los pocos
ahorros en metálico que tenía en la mano, decidida a no volver, chillando que
me largaba de aquella puta casa, que me iba a donde realmente me querían.
Corrí como una
puta desgraciada por las calles de mi ciudad hasta estar segura de que me
alejaba lo suficiente de casa. Di varios rodeos por lugares donde vivía gente
que yo conocía, y terminé cogiendo un taxi. No fui directamente al aeropuerto:
esperé al último vuelo de la tarde dirección Londres, sólo para asegurarme de
que mis padres no estarían allí cuando yo llegara. El vuelo se fue atrasando
hasta la madrugada. Cogí el avión. Me dormí allí, cosa que nunca hacía.
Desembarqué. Y, antes de ir a casa de los chicos sin nada pensado, decidí ir a
un hotel, dormir un poco, y entrar en casa con alguna excusa creíble.
Abrí los ojos,
volviendo a la realidad. Ahora estaba segura. O eso creía.
Al ver que cuando
abría los ojos no tenía pensado decir nada, lo entendió. Su otra mano se posó
delicadamente en la otra mejilla, obligándome a nadar en aquellos ojos azules.
-¿Por qué no me
dijiste nada?
Me encogí de
hombros, moví las costillas al hacerlo, e hice una mueca de dolor.
-No quería que te
enfadaras.
-¿Y que me
preocupara?
Le besé en los
labios.
-Tampoco.
Nos duchamos en
silencio, él observó los cardenales que tenía en la espalda, los que yo nunca
llegaría a ver.
-Voy a terminar
matándolo-musitó para sí más que para mí. Una parte de mí deseó que así fuera.
Y, sin embargo,
otra gran parte tampoco quería que hiciera nada. Me acerqué a él mientras se
ponía los pantalones y le besé la espalda.
-¿Tienes la regla
de verdad?
Negué con la
cabeza, pegando mi mejilla contra su la piel debajo de su omóplato. Suspiró, se
alejó un poco para ponerse la camiseta y se miró en el espejo. Acarició mis
manos rodeando su cintura.
-No necesitabas
mentirme.
-Te cabrearías.
-¿Como ahora?
-¿Lo estás?
-¿Te pegan una
paliza, y pretendes que no me cabree? La verdad es que no sé de dónde saco
fuerzas para no largarme ya mismo a España.
Le obligué a
girarse, lo miré a los ojos y me puse de puntillas para besarlo.
-Hazme el amor-le
pedí. Se me quedó mirando.
-Te voy a hacer
daño.
-No importa.
-A mí sí.
-Hazme el amor-le
repetí, acariciándole el pelo, que aún goteaba agua. Suspiró, pasándose una
mano por él. Le mordisqueé el labio.
-Estás jugando
sucio.
Sonreí, y,
envuelta en la toalla, lo arrastré hasta su habitación, donde me la quitó
despacio, se quitó la ropa, y lo hicimos muy lentamente, poniendo él mucho
cuidado en no tocar mis moratones, por miedo a que me quejara.
Él también estaba
jugando sucio, pero yo no lo sabía aún. Por aquel entonces, ya me estaba
engañando.
El mismo día
que sería el último, horas antes.
Colgué el teléfono
y eché el pestillo del baño, sentándome después en la taza y mirando el fondo
de pantalla que había puesto. Me llevé una mano a la frente y me la rasqué,
intentando saber por qué me había mentido. Todavía tenía las palabras de Simon
resonando en mi cabeza, preguntándome por qué no había aceptado el contrato con
una discográfica más modesta que la de los chicos, pero que aun así movía
millones de euros al año. No me habría cabreado tanto de haber sabido que había
tenido una oferta de otro lugar, pero que los chicos me habían engañado y
habían hecho que fuera a un estudio a grabar maquetas para demostrarles a los
de Syco que estaban equivocados, que Simon se había equivocado y que yo
realmente valía. Desbloqueé el teléfono, toqué el icono de la agenda y me quedé
quieta un rato, mordiéndome el labio hasta prácticamente hacerme sangre, con
los ojos fijos en su nombre.
Habían financiado
lo que habían costado las primeras maquetas, por lo que seguramente perderían
dinero, en lugar de haber consentido que otros corrieran con los gastos. Y
quería saber por qué.
Pulsé la palabra
Louis, mi favorita en aquel mundo, y me llevé el móvil al oído. Esperé dos
toques hasta que lo cogiera.
-Nena-saludó.
Cerré los ojos.
-Acabo de hablar
con Simon. ¿Por qué no me lo habéis dicho?-pregunté con calma.
-¿Decirte qué?
-Louis. No seas
cínico. Mi disco. La otra discográfica. ¿Por qué?
Nos fuimos deslizando
poco a poco hacia la pelea, algo a lo que estábamos acostumbrándonos de una
manera muy peligrosa. Cerré los ojos con fuerza mientras escuchaba sus excusas:
en Syco verían lo buena que era, querrían ficharme, trabajaría con los chicos,
no estaría con la discográfica, tal vez incluso tuviera una gira conjunta con
ellos...
-Yo quería estar
contigo, Lou. Y ahora no sé qué pensar. ¿Cuánto llevas mintiéndome? ¿Cuándo os
dijo Simon que no?
-Al mes o así de
que hicieras la actuación-confesó, suspirando a su vez. Me mordí el labio.
Deseaba tenerlo delante, que se echara a reír y me dijera es broma, joder.
-No puedo confiar
en ti, Louis. No después de esto.
-Te estaba
protegiendo. Querías hacer música. Y querías hacerlo con nosotros.
Y la discusión
empezó con una simple frase, una frase que nos dolió a ambos.
-¡A mí me la suda
la música, Louis, joder! ¡Yo quería estar contigo!
Seguramente que
hablara en pasado lo había precipitado todo.
-A mí no-gruñó con
ese tono que ya había escuchado varias veces, la última, cuando tuvimos la
bronca del siglo cuando le dije que volvía a España porque no podía hacer vida
allí, mi lugar estaba en mi país, al menos hasta que me graduara y acabara el
instituto. Entonces, sería libre. Pero no antes. Y recordaba haber agarrado el
pomo de la puerta mientras él bajaba las escaleras a la carrera, preguntándome
a voces si quería que me matasen. Me había girado, lo había mirado de arriba a
abajo con tanto veneno en la mirada que bien podría haber tumbado a un búfalo,
de no estar cierto búfalo cavernario acostumbrado a todos y cada uno de mis
gestos y a amarlos en silencio, y le había gritado que era una pena que no nos
hubiéramos casado y que él no fuera a cobrar pensión de viudedad. Me llamó
retrasada. Abrí la puerta y le dije que era un cabrón gilipollas. Eché a correr
por la calle, pero me detuve a un par de manzanas. Lo tenía detrás de mí, a
diez metros. Se me quedó mirando con los brazos en jarras, mientras sonreía con
una sonrisa cínica y medio Londres estaba pendiente de nosotros.
-¿No me vas a dar
un beso de despedida?
Había corrido a
sus brazos, lo había besado como si no hubiera mañana, y él mismo me acompañó
al aeropuerto, cogiendo el vuelo posterior al de Alba. Sorprendentemente, había
sobrevivido a una paliza para ver una disculpa que era única en su especie.
Pero había sobrevivido para ser yo misma la que me quitara la vida un par de
semanas después, no más tarde
-Me dedico a ella,
¿sabes?-bufó al otro lado del teléfono.
-Deberías
dedicarte a mí también-espeté, en un alarde de orgullo desconocido en mí cuando
se trataba de Louis. Y él se cabreó. Y yo me cabreé. Y empezamos a gritarnos. A
gritarnos de verdad, a darnos unas voces que nadie nunca jamás podría (ni debía
igualar). Colgué el teléfono, me quité el anillo y lo tiré contra el espejo de
tanta rabia que sentía, rompiéndolo en mil pedazos, simulando el estado de mi
corazón en ese momento. Me apreté contra la puerta del baño, deslizándome
despacio con la espalda pegada a ella, llorando a lágrima viva.
Tras lo que me
pareció media hora de tratar de controlar mis sentimientos, e intentar
calmarme, cogí el teléfono y lo llamé. No podíamos acabar así, por teléfono.
No, me negaba. No podíamos acabar, punto, pero ni por asomo de aquella manera.
Mientras escuchaba
miles de veces a la chica decir que el número al que había llamado estaba
apagado o fuera de cobertura, me sumí en recuerdos que casi hacían mejor
ahogándome.
Me encogí de
hombros y me mordí el labio inferior, en un gesto más indeciso que
coqueto.
-Es sólo que no
soporto esto, Lou. No soporto esperar.
Estábamos en su
casa, en aquel fin de semana tras Navidad, hablando del asunto de Simon, de lo
que él ya sabía y se negaba a contarme. Más tarde lo descubriría yo por
mi cuenta, y rompería mi relación con la persona más maravillosa y perfecta
jamás vista.
Asintió y me
acarició el cuello. Noté sus dedos sobre mi piel a pesar de
que ya ni era mío, ni estaba a mi lado.
-Lo sé. Sé de
qué me hablas.
Aparté la cara,
pero me tomó la mandíbula para obligarme a mirarlo.
-Esperé un año
entero, un larguísimo año, tras 23 horas que parecieron milenios-como esos minutos entre llamada y llamada
que tenían como única función recordarme que había apagado el móvil porque no
quería aguantarme más, ya se había librado de mí, se había a-ca-ba-do-.
Pero, ¿sabes qué fue lo peor?
Negué con la
cabeza, tomó mi rostro entre sus manos y me miró con ojos brillantes. Iba a echar mucho de menos esos ojos.
-Tú-No, lágrimas, ahora no-. Te estuve
esperando 20 años. 20 largos años. A veces me pregunto cómo he vivido tanto
tiempo sin ti.
Sonreí, bajé
los ojos, azorada, y él buscó mi mirada. Ahora me odiaba por haber perdido
preciosos segundos en los que podría haber contemplado aquél rostro que todavía
me pertenecía.
-Es la verdad.
Pero, ¿sabes qué? La espera ha merecido la pena. Cuando tienes que esperar más
es cuando eso que esperas es mejor.
Le acaricié el
cuello, me incliné hacia él y nos besamos lentamente, declarándome a él y él
declarándose a mí mejor de lo que haríamos con palabras.
Fueron las últimas
palabras que pronunció en su recuerdo las que me hicieron darme cuenta de que
yo ya no pintaba nada allí. Nadie, absolutamente nadie, podría superarlo a él.
Y estaba jodida. Porque había aprendido a amarlo como si fuera a ser mío para
siempre, y cuando yo aprendía algo, lo interiorizaba tanto que me lo grababa en
el alma a fuego cual tatuaje... igual que su nombre estaba en mi corazón,
ocupándolo, negándose a irse jamás.
Me limpié las
lágrimas y eché el pestillo. Tenía que acabarlo. Podrían encontrarme después,
tendrían todo el tiempo del mundo para encontrarme. Empecé a recoger los
pedazos de espejo, con un único pensamiento rebotándome la cabeza. Se acabó, se acabó, se acabó.
Y luego, éste fue
sustituido por otro.
Déjame cortarme,
Eleanor, deja que me corten.
Las pequeñas
heridas se cerraban tan rápido como se abrían, dejándome sola con mi dolor. Ni
cicatrices, ni sangre, ni nada.
Pero Eleanor
terminó rindiéndose. Yo era más fuerte que ella y, como me habían dicho cuando
Danielle se volvió loca y fue a por Alba a su casa, podía ganarla en una pelea
si realmente lo deseaba.
Y sentir cómo me
caía al vacío y me rodeaba una negrura infinita en la que ya no sentía ningún
tipo de dolor, ni físico, ni sentimental, ni nada, donde sólo flotaba hasta el
fin de los tiempos, donde cualquier recuerdo era tan sólo una ilusión, era lo
que más deseaba.
Tenía experiencia
en que mis sueños se hicieran realidad. El mayor de todos se había realizado el
24 de diciembre de 1991. El segundo acababa de romperse. Ahora el tercero
crecía hasta ser el principal. El último. El auténtico.
El final.
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