domingo, 24 de noviembre de 2013

Tonos de gris.

Louis siguió con sus visitas nocturnas, a pesar de que yo prefería que no lo hiciera. Tan sólo quería que no encontráramos en mis misiones, que estuviéramos un poco juntos, no lo bastante para que en la central, Puck se diera cuenta de que había apagado el comunicador que traía metido en el oído para escuchar las instrucciones que me daba, pero sí lo suficiente como para saber que estábamos bien, qué nos había pasado durante la ausencia del otro, y qué misiones tendríamos los días siguientes, tratando de cruzar nuestros caminos, esperando un nuevo encuentro que terminaba adelantándose.
A la mañana siguiente de su primera visita nocturna, cuando descubrí el poder de la pluma, algunos runners habían entrado en mi habitación después de que no contestara a las llamadas de nadie. Taylor había sido el encargado de echar abajo la puerta y zarandearme hasta que me espabilé lo suficiente como para ponerle un cuchillo a escasos centímetros de la garganta. Podría haberlo matado allí, y tal vez hubiera sido lo mejor. No me habrían juzgado si se me hubiera escapado la mano porque, al fin y al cabo, había entrado en mi habitación cuando estaba dormida, con la guardia baja, y tenía todo el derecho del mundo a defenderme tal y como me habían entrenado.
La rabia en sus ojos me hizo malinterpretar su gesto. Creí que sabía lo del ángel. Creí que venía a matarme, y después exhibiría mi cadáver en alto, cual trofeo de guerra, para demostrarles a los demás que no deberían pasarse de listos. La confianza era algo que se ganaba cada día, y se perdía en un escaso segundo, que no compensaba en absoluto el continuo pulso que echábamos los unos con los otros en aquella lucha por la supervivencia en la que estábamos sumidos. 
Ese día solamente pude tragar saliva, dejarme caer en la cama, con el cuchillo a mi lado, cerca, muy cerca de mi rostro, esperando que él me diera el golpe de gracia, que fuera rápido, que no me odiara lo suficiente como para poder deleitarse con una tortura más que merecida.
Sin embargo, su semblante se reblandeció un poco. Los dos aprendices que había traído consigo, seguramente para demostrarles qué hacer, y desde luego no por voluntad propia, parecieron suspirar. No iban a ver un asesinato de un runner a manos de otro. Al menos, no esa mañana.
-¿Qué pasa?
-Llegas tarde.
-Tarde, ¿a qué?-repliqué yo, incorporándome y pasándome el pelo a un lado del cuerpo, con el cuello a modo de barrera que impedía que se fuera a otro lugar. Escudriñé a los aprendices, los dos chicos, los dos con las neuronas revolucionadas, ya que no se molestaron en disimular el interés que mi cuerpo les inspiraba. Me incorporé, ignorando sus ojos clavados en mí, y molesta porque Taylor no hiciera otra cosa que imitarlos, en lugar de ponerlos en su sitio, y me fui a poner la ropa.
Para que vieran que no les tenía miedo, ni me daba vergüenza lo que pudieran pensar de mí, ni estaba incómoda en su presencia, me quité la camiseta y me quedé con los pechos al aire. 
Taylor no tardó ni dos segundos en interponerse entre los dos aprendices y yo, que se inclinaron cada uno a un lado del cuerpo de mi novio, demasiado hambrientos como para dejar pasar tal banquete con tal de eludir una pelea.
-Salid fuera-ordenó Taylor, girándose un momento, pero siempre con su pecho pegado al mío. Los aprendices refunfuñaron, pero obedecieron, cerrando la puerta tras de sí-. ¿Se puede saber qué te pasa?
Puse los ojos  en blanco y me aparté de él. Sin embargo, me tomó de la cintura y tiró de mí, colocando mi pecho contra el suyo. Pudo notar mi respiración agitada contra su clavícula, y yo noté los latidos desbocados de su corazón contra la mía.
Subió por mi espalda desnuda, recorriendo el camino que tantas veces había hecho. Suspiré, cerré los ojos y dejé que me besara. El ángel, sospechosamente, había abandonado mi mente, por lo que pude disfrutar de ese beso como si fuera inocente, y fiel a mi novio.
Cuando quise darme cuenta, estaba bajando mis manos hacia sus pantalones y desabrochándole el cinturón, que no llevaba demasiado holgado, aunque sí lo suficiente como para poder respirar con toda su capacidad pectoral.
-No podemos ahora, Cyn.
-Uno rápido-supliqué, bajándome las bragas con las que había dormido (¿me había vestido cuando vino el ángel? ¿O me lo había quitado estando él en la habitación? ¿O...?) y bajándole también sus pantalones. Sonreí al notar que, en el fondo, deseaba esto tanto como yo.
Me alzó sobre su cadera y me clavó contra él, sin permitirme saborearlo, disfrutar del momento. Grité en su boca y él gimió en la mía, mordiéndome, poseyéndome en la parte en la que más le deseaba y le sentía. Me moví a su ritmo, notando cómo me llenaba con cada embestida, persiguiendo a un enemigo imaginario en la carrera más importante de todas, por encima de las que hacía diariamente, más importante que la más importante y peligrosa de todas.
Sus manos bajaron hasta mis piernas y me acarició la cara interna de las ingles, volviéndome más loca aún. Nos tiró sobre la cama y siguió montándome, y yo a él, igual que hubiéramos hecho si lleváramos años sin vernos.
Noté cómo se derramaba en mi interior, y, al cabo de unos segundos, yo hacía lo mismo, chillando su nombre, dejando que me mordiera los pechos, clavando las uñas en la cama aún sin hacer, y que no se haría hasta la noche, según ya sabía.
Me dejó una buena marca en el hombro.
-Eres mía-gruñó.Yo sonreí como una boba, me vestí despacio, disfrutando de cada momento de desnudez y lo que producía en él, y gemí cuando se inclinó hacia mí y me devoró la boca, ansioso.
-Ahoraque llegamos tarde-dijo, pero el enfado matutino, ese que tenía todos los días y solamente mi cuerpo conseguía eliminar, había desaparecido sin dejar rastro.
-¿Qué pasa?
-Informe de misiones. Hay una nueva.
Asentí con la cabeza, me calcé las Converse (siempre llevábamos Converse, era lo que nos diferenciaba de los ángeles. Ellos también corrían, pero no tanto como nosotros, y necesitaban un calzado más ligero. Por eso llevaban Vans. Nosotros íbamos con Converse ya que sujetaban mejor el pie, era más fácil correr con ellas, y era más complicado que se nos salieran), y salí tras él. Los dos aprendices nos miramos con una sonrisa estúpida. Estuve por levantarme la camiseta y darles el gusto de dejar que me miraran bien antes de cruzarles la cara, pero no lo hice por respeto a Taylor. En aquel momento aún no había considerado la posibilidad de que, de hecho, ya le había puesto los cuernos con el ángel.
Varias veces.
Incluso en mi propia cama.
Aunque en mi defensa diré que el único en haber conseguido llevarme a la cama y hacer que separara las piernas con gusto fue él, mi novio oficial, no el chico al que podrías desplumar y rellenar por dentro para servirlo asado el día de Acción de Gracias, que seguía celebrándose sin sentido alguno. 
¿Gracias por qué? ¿Por permitir que nos sometieran como a esclavos y negarnos la libertad, el mayor de todos los derechos, el único derecho que era totalmente nuestro? ¿El único derecho que existía, en realidad? 
¿O dábamos gracias al Gobierno porque nos permitiera existir en la sombra, masacrándonos si cometíamos algún error?
Recorrí los pasillos como si en realidad fuera la ama del lugar, y aún no me hubieran quitado todo lo que tenía por cosas que no había hecho. No había traicionado a los míos, no iba a traicionarlos, simplemente iba a cuidar de ellos, conseguir que se hicieran un hueco en la sociedad. En el fondo no quería que mis hijos, si alguna vez era capaz de renunciar a simular que volaba de la azotea de un edificio al otro y cambiar toda esa libertad, el único vestigio que quedaba de lo que había tenido la sociedad hasta no hacía mucho, por una barriga que durante 9 meses no pararía de crecer, vivieran en la misma lucha continua que vivía yo. 
La guerra es honorable cuando la duchas tú.
La guerra es una mierda cuando tu familia está involucrada.
La guerra es un monstruo al que hay que detener cuando son tus propios hijos los que están al frente de eso.
Mamá me había enseñado todo eso antes de que me fuera de casa. Me había educado para que amara correr, pero también para que aborreciera la muerte. Ella entendía a nuestros enemigos de una manera nueva, que nunca antes nadie había concebido, y seguramente nadie volvería a concebir: eran personas como nosotros, y tan sólo querían sobrevivir, igual que nosotros. No hacía falta que corriera la sangre si nadie disparaba contra nadie.
El problema era que las cosas no eran como mi madre me las había explicado, y la gente como nosotros se mataba, porque en el  fondo comprendíamos que no había lugar para todos los que nacíamos, de modo que no íbamos a morir cuando nos tocara, envejecidos frente a un televisor que pondría programas buenos, en una nación que permitiría a sus habitantes saber qué ocurría a cada momento, sin una censura que dijera qué se podía decir y qué no. Alguien iba a matarnos antes de que pudiéramos vivir todo eso, incluso en el hipotético caso de que todas esas situaciones se dieran.
Sumida en mis pensamientos, seguí a Taylor y el resto de comitivas de runners, venidos de todos los puntos de la Base con una dirección común, un único destino: la Sala Maestra de Reuniones, la madre de todas las salas, que ocupaba casi la totalidad de un piso de ancho, y tres de alto. Tenía la capacidad justa para todos los runners, con derecho a asiento para el que acabara de llegar de una misión y estuviera demasiado cansado.  Nadie nos decía dónde nos podíamos colocar ni qué lugares debíamos ocupar, pero nosotros sabíamos cuáles eran nuestras posibilidades y a qué sitio debíamos ir. Los runners más experimentados iban delante, los mejores inmediatamente detrás, después los normales, luego los mediocres, y, en última instancia, los aprendices. Daba igual tu estado físico en ese instante: un lesionado, el mejor de su especialidad, podía colocarse en primera plana, incluso delante del mejor de los aprendices, algo que cabreaba soberanamente a todos los demás. 
A todos nos molestaba que un tullido de mierda que no podía hacer mucho por nosotros se colocara frente a nosotros, excepto cuando tú eras ese tullido.
Yo misma había tenido una mala caída hacía tiempo, y había estado un par de meses prácticamente inmovilizada, de modo que me había especializado en los análisis de planos y sistemas de seguridad de los lugares a los que había que entrar. Por eso se me permitía colocarme de las primeras, porque era la mejor de mi sección, una de las mejores de mi Base, y, además, había trabajado durante un tiempo informando al resto de la situación de sus carreras.
Me uní a la turba curiosa, convertida en una marea humana en la pequeña entrada del lugar. La idea era que fuera difícil el acceso y la salida, para evitar una huida masiva en el caso de que hubiera una invasión (los que habían construido y diseñado la base eran unos paranoicos), de modo que pelearíamos como fieras y, probablemente, ganaríamos.
Después de verme arrastrada, empujada, insultada, y de haber devuelto cada insulto, empujón y codazo, había conseguido atravesar el pequeño pasillo y entrar en aquel lugar, más parecido a un auditorio que a otra cosa. Sin vacilar, me encaminé hacia delante.
Puck me detuvo a medio camino, interponiéndose entre mi objetivo y yo.
-¿Qué haces?
Fruncí el ceño y abrí los brazos.
-¿Ir a mi puesto?
Negó con la cabeza y me señaló el fondo, donde los aprendices se apretujaban los unos contra los otros. De las cómodas butacas que ocupábamos los que habíamos conseguido "graduarnos" a los bancos sin respaldo en que se apelotonaban los nuevos había una gran diferencia. Diferencia que yo no estaba dispuesta a afrontar.
-¿Va en serio?
Asintió con la cabeza, con un gesto de fingido pesar que me hizo querer sacarle los intestinos a base de arañarle la piel del vientre con las uñas.
-Puck...-empecé a protestar, negando con la cabeza. Los demás runners hacían círculos alrededor de nosotros, demasiado ocupados en ir a colocarse rápidamente como para pararse a ver el patético espectáculo del que yo misma era la protagonista principal.
-Cállate, Kat, y haz lo que te digo. Vete atrás. Habrá gente que se ofenderá si ocupas tu puesto como si nada hubiera pasado.
Puse los ojos en blanco, le dediqué un dulce "que te jodan" y me giré en redondo, azotándolo con mi trenza rubí. Caminé muy digna, con la cabeza alta, hacia el fondo de la sala. Pero, conservando un poco de sentido común, y dejando ver que no iban a poder conmigo tan fácilmente, me apoyé en la pared del pequeño pasillo que conducía a la puerta y crucé los brazos, esperando a que apagaran las luces con una presentación de diapositivas, que solía ser para lo que nos llevaban allí. En el resto de ocasiones de necesidad, el boca a boca sería mucho más rápido.
Sin embargo, no se apagó ninguna luz. Puck y algunos de los controladores subieron al pequeño escenario, tan pequeño que resultaba ridículo frente al espacio dedicado al público, y empezó a hablar sin esperar a que los demás se sumieran en un silencio absoluto.
Me deslicé por la pared hasta quedarme sentada en el suelo, con las piernas cruzadas y los codos apoyados en las rodillas, aburrida de toda la charla insustancial que tendría que soportar... sola.
Después de casi media hora explicando los detalles de los resultados de las misiones (la mía fue, cómo no, la última, ya que era la más importante, además del fracaso más estrepitoso), y de muchísimas miradas condescendientes, o incluso de lástima cuando Puck hizo referencia a mí, el discurso llegó a unos tintes desconocidos hasta la fecha.
-Sabéis por qué estamos aquí. Sabéis por qué sobrevivimos aún. Los ángeles son muy pocos, y no tienen la fuerza que tenemos nosotros. No darán a basto para matarnos si nos mantenemos unidos, si no dejamos que nos hagan fallar. No podemos permitirnos el lujo de dormirnos, porque, chicos... cuando abramos los ojos, podrían estar delante de nosotros, esperando a ver nuestra expresión mientras nos dan el golpe de gracia. Debemos estar unidos.
¿A qué venía toda esa cháchara? ¿Al final resultaba que me había convertido en una traidora sin que nadie me hubiera juzgado? Qué guay. Bien. Genial. 
Lo mejor de todo era que ahora todo el mundo evitaba mirarme, nadie se atrevía a girar la cabeza, con la esperanza de que yo no notara que se me estaba insultando descaradamente. Podía ver mi cara en la mente de todos, como si de un retrato conjunto se tratara. 
No importaba nada de lo que había hecho por ellos, no importaba a cuántas personas, a veces incluso inocentes que representaban un peligro mínimo, pero peligro al fin y al cabo, había matado para que ellos pudieran vivir. Eso no importaba, ya nada lo hacía, lo que contaba en ese instante no era otra cosa que el hecho de que no había muerto a manos de un ángel.
Puck anunció que había unas nuevas misiones, mucho más complicadas, en marcha. Necesitarían a los mejores de los mejores, colaboraríamos distrito con distrito, sin importar las rivalidades económicas que teníamos entre nosotros. Nada de eso contaba, excepto una cosa: había que ir a por los ángeles, había que destruirlos, masacrarlos... antes de que convirtieran en traidores a más gente.
Apenas empezó a decir nombres, segura de que no me iba a mencionar, me levanté y salí fuera. Los pasillos estaban desiertos, todo el mundo estaba concentrado en la reunión, y nadie notaría mi ausencia. O, en el caso de que alguien se diera cuenta de que yo faltaba, puede que ese alguien llegara a alegrarse.
Con pensamientos venenosos en la cabeza, fantaseando con cerrar las puertas, prender fuego a la base y escapar de allí, ir a refugiarme en algún lugar en el que me dieran una oportunidad y escucharan lo que debía decir, subí a mi habitación, y me quedé encerrada todo el día, estudiando planos de la ciudad, reservando misiones para los próximos días, y preparando los simuladores en los que me metería.
Cuando el sol estaba poniéndose, y yo me estaba quedando dormida, acusando la falta de sueño, un ligero cambio en la luz que entraba del pasillo por debajo de la puerta me llamó la atención. Miré hacia la rendija por la que se colaba la luz en el momento en que alguien introducía un papel por debajo. El papel se quedó a pocos centímetros de la puerta, impulsado por una mano experta en lo que hacía. Después, la luz volvió a su brillo normal. El mensajero fantasma se había ido.
Me levanté y me incliné hacia el papel, recogiéndolo con desconfianza. Era un trozo arrancado de una libreta de hoja cuadriculada, de aquellas que ya solamente usábamos nosotros, pues hasta los niños más pobres tenían aparatos en los que escribir.
Estudié los bordes, ligeramente arrugados. No podía estar recién escrita; alguien se la había metido en el bolsillo, probablemente en el trasero, a juzgar por el estado en que se encontraba la hoja.
Tomé aire y me decidí a abrirla. Con mucho cuidado, temiendo que me fuera a morder o algo por el estilo, abrí los pliegues y los alisé.
En tinta azul, escrita apresuradamente, había una frase:
"Las cosas no siempre blancas o negras; a veces tienen sutiles tonos de gris".
Fruncí el ceño y me abalancé hacia la puerta, abriéndola en tromba. La transición que había por el pasillo no se vio alterada por mi comportamiento aunque, en realidad, debería haberlo hecho. La gente pasaba de mí.
Volví a mirar el papel, lo examiné, y terminé haciéndolo una bola. Lo lancé a la otra esquina de la habitación.
Y, cuando llegó Louis, al caer la noche y bajar el ritmo de actividad que había en la Base, cuando todo el mundo estaba durmiendo y los que estaban en misiones ya se encontraban lejos, le señalé el papel arrugado con el dedo.
Él lo desenvolvió mientras sus alas se escondían en su cuerpo. Se quitó la sudadera y se la volvió a colocar, haciéndose pasar por alguien normal, y sonrió.
-No le veo la gracia-dije.
-Yo sí. ¿No lo entiendes?
-¿Debería, pájaro? No estoy de humor para enigmas. Habla por el pico que nadie te ha dado.
-Esto-dijo, cogiendo el papel entre los dedos índice y corazón, como se haría con un cigarro-, es la señal de que no eres la única dispuesta a terminar con toda la mierda que hay entre nosotros.
Suspiré, frotándome la sien.
-Eres muy optimista. Para mí significa más bien "ten mucho cuidado, porque a la mínima de cambio puedes pasar de ser una traidora a una puta traidora. Ándate con ojo".
Se encogió de hombros, y yo me pregunté qué efecto hubiera tenido en sus alas de haberlas llevado desplegadas o, por lo menos, libres.
-¿Un mal día?
-Una mala vida, más bien.
Sonrió.
-¿Quieres que me vaya para no complicar las cosas?-señaló con el pulgar la puerta.
-No-sacudí la cabeza, toqueteándome la trenza, nerviosa-. Quiero que te quedes.
Así empezó nuestra tradición nocturna.
Y ahí empezaron a complicarse muchísimo más las cosas.

4 comentarios:

  1. Me encaanta!! Señoras y señores he aqui una futura escritora!! En serio lo haces genial ;) -@LauraTrashorras

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  2. Erikina, no se como cojones (con perdón) te lo montas, pero en serio, plantéate lo de escribir un libro, porque poca gente escribe tan bien como tú lo haces.
    Porque esto que tu escribes no es una fic, es una historia en condiciones, con su argumentazo en toda regla y su todo. Que Estephenie Meyer debería montarte un altar (que no va a ser tan genial como el que te monté yo con Our Moment, pero es un altar) porque te lo digo en serio, de leonesa a asturiana, de vecina a vecina (de comunidad) Erikina, ERES MUY GRANDE!!
    Sigue así, no cambies NUNCA, y ya sabes que aquí estoy para lo que necesites, aunque a veces me ponga un pelín (o un muchín) pesada.
    <3

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    Respuestas
    1. Aw gracias Mari (se escribe Stephenie pero como sé que vienes con buena intención, te perdono) aunque tampoco creo que mis historias sean para tanto

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