martes, 31 de diciembre de 2013

2014, here we go.

Cuando algo te hace bien y te ayuda a recordar las cosas malas, que te hacen más fuerte, no deberías dejar de hacerlo. Eso es lo principal que he aprendido este año.
Eso, y que no puedes juzgar a la gente por sus apariencias o lo que alguien diga sobre ellos. Crees que los conoces, y resulta que no es así.
El caso es que hay que probarlo todo en tu propia piel, no debes dejar que los demás te hagan tener una pequeña idea de cómo son las cosas.
Este no ha sido mi mejor año, y, sin embargo, ha sido bueno. Teatro sigue como siempre, seguimos siendo una piña que se cierra cada vez que tenemos que salir al escenario, sigo con las esperanzas de conseguir algún abrazo, he seguido en un fandom en el que me encuentro a gusto y, además, he conseguido dar carpetazo a muchas cosas que antes me dolían y que ahora no lo hacen. Ahora soy una guerrera, ahora tengo la piel más fuerte, canta Demi. Y yo me siento realmente así.
Este año ha sido cuando por fin he llegado a darme cuenta de que puedo ser como yo quiera, sin dejar de ser yo. He conseguido armarme de valor y conseguir que no me importe lo que los demás piensen de mí.
Tengo que dar las gracias, además, por los pasos que he dado este año, que me han hecho crecer: como persona, como amiga, como artista... como todo. He dejado de juzgar a las personas, he dejado de fiarme de lo que los demás me digan, he empezado a tener más fe en mí misma, y he mejorado en lo que empecé a hacer en 2012.
Seguramente el blog en sí mismo, y Twitter, sea lo que más importante ha sido este año, junto con esos cinco chicos que me han hecho conocer a un montón de gente sin la cual ahora no estaría nada a gusto: Lara, Celia, Inés, Patri, Salo, Paula, Sandra, Mayte, Andrea, Jon... tantas personas y tantos buenos momentos que les debo sólo a ellos, que consiguieron sacarme de un fandom casi muerto y meterme en uno vivo y más real que el aire que tocas. Las cosas se rompen, pero con ellos no importa.
Y a este 2013 le tengo que agradecer especialmente el haber conseguido que mujeres fantásticas como Cher, Amy, Lauren y Lisa Cimorelli, sepan que existo y me hayan premiado con su follow, que cada día me maravilla más.
Aquí, además, está la novela. Más bien estaba, lo cual me pone triste y a la vez me alegra, porque Its 1D bitches ha sido una de las mejores cosas que he hecho este año. Sé que me quejaba muchas veces de la preocupación rayana en la obsesión que tenía por estar escribiendo 24 horas, pero eso está bien. Te hace ver que lo que te apasiona y te llama te hará mejor a cada paso que das, y me alegra creer que he mejorado, y que hay diferencia entre el primer capítulo de la novela y el último. Luego llegó Light Wings, y después vendrá Chasing the stars, con la que volveré a mi primera novela a mi manera, retomándolo todo y al a vez trastocándolo. Y, para colmo, este año pasé de una url que me gustaba a otra que me encanta, mejorando poco a poco.
Seguramente el mejor momento del año haya sido ese 28 de septiembre a las 11 de la mañana, cuando mi madre llegó a casa con esos dos pedazos de papel con un título tan esperanzador como excitante: One Direction Where We Are Tour. Realmente las ambiciones se cumplen y se hacen realidad.
Pero también han pasado cosas malas, o no demasiado buenas: empecemos por marzo. El mismo día en que salía el vídeo de One Way Or Another, seguramente mi favorito de los chicos, descubría que mis huesos no estaban en su mejor momento, y mi rótula quería una fiesta que yo no podía darle. Estuve dos semanas en la cama, no me puedo quejar, porque hice lo que quería durante esas dos semanas. El problema es que ahora vivo con miedo a que algo malo pase.
Y llegó julio. El 13 de julio una noticia horrible sacudía al mundo y a mí por dentro. Cory estaba muerto, se había ido para siempre, y lo peor es que lo hacía en un momento demasiado dulce para todos los fans de su serie, Glee. La serie dejó de tener esa luminosidad que la había caracterizado siempre, y nosotros no podíamos hacer otra cosa que negarnos a creer la verdad: Cory sólo cantaba en vídeos, no tenía canciones futuras que interpretar. "Está muerto, y lo único que nos queda de él es su voz en nuestras cabezas". Y realmente es así, y eso es lo que más me ha dolido este año.
Ha muerto mucha gente, gente más o menos importante, como Mandela, un faro de esperanza en plena tormenta, pero hay que seguir adelante. Tus amigos te ayudarán, y Laura, Alba, Irene, Ange, Adri, Vir,  me están ayudando mucho. Son de lo mejor que me llevo de este año, he vivido muchas cosas gracias a ellos: las noches en mi pueblo con las chicas, en el pueblo de Alba, en casa de Laura, salir por ahí, ir de compras con Irene, ir al concierto de Paula Rojo con ella, pensar en los planes del concierto con Ange que finalmente no podrán ser, pero que serán algún día... cosas que hacen que merezca la pena seguir adelante.
Alegrarte de poder despedir un año más, porque hay gente que no puede hacerlo.
Y ese es el mejor regalo.
Hasta siempre, 2013.

lunes, 30 de diciembre de 2013

Ataque.

 Mientras Taylor me ayudaba a cruzar el alambrado, asegurándose de que no tocaba bajo ningún concepto las vallas electrificadas, so pena de freírme como un pollo, pude reflexionar sobre lo que había pasado.
La verdad es que me vino mejor de lo que me hubiera atrevido a admitir, ya que pensar en el pasado, que no podía afectarme a esas alturas, era mucho mejor que pensar en los montones humeantes que había en la zona por las que la policía y los guardianes habían entrado.
Temblando como una hoja, pasé entre los escombros sin mirar atrás, tratando de centrarme en el movimiento rítmico de mis pies, y luchando contra la certeza de que si hubiera llegado un poco antes, probablemente me hubieran o capturado o matado.
Los cambios fueron tan lentos que nadie los notó, o al menos en un principio sucedió así. Empezaron con simples instalaciones de cámaras, refuerzos en la seguridad de las calles, para combatir una criminalidad que iba en aumento a medida que el dinero iba valiendo cada vez menos, a la par que iba siendo más y más difícil de conseguir. En una sociedad en la que siempre se había dicho que cuanto más dinero circulara, menos costaría, el malestar era evidente cuando todo eso era mentira. Cada billete marcaba siempre una misma cifra, pero esa misma cifra no podía darte lo mismo cada día. Así, poco a poco, los robos comenzaron a ser más rápidos, y la gente se mataba, porque preferían ser asesinos a morir de hambre, o a manos de un ladrón nervioso que no sabía cómo hacer lo suyo.
La situación fue tan mal que los dirigentes se vieron obligados a tomar cartas en el asunto, pero estas cartas eran tan sutiles que nadie realmente las detectó hasta que no se convirtieron en ases.
Las leyes empezaron a endurecerse poco a poco, en la sombra, sin que nadie se molestara en pensar que algunas cosas iban contra la Ley Suprema, o Constitución, como la llamaban en aquella época. Muchas se retorcían por los entresijos de las sombras de la Ley, aprovechando cada recoveco legal para introducirse y tachar de delincuentes y criminales a los que antes habían sido inocentes. Los juicios pasaron a un segundo plano, llegando a ser necesarios cuando los delitos, o bien eran demasiado gordos para evitar la atención de unos medios ya manipulados, o bien eran demasiado nimios como para preocuparse realmente por ellos.
Esto le llevó al gobierno casi 20 años, de modo que, los que ya habían nacido en el período de los cambios, no echaban de menos una cultura mucho más justa, aunque más peligrosa.
El problema fue precisamente que la rapidez de esos 20 años hizo que la juventud, que había disfrutado de las libertades en la época en la que más cosas se almacenaban, la infancia, protestara ahora porque quería que se cumplieran las promesas que se les habían hecho cuando eran niños y todavía no hacían otra cosa más que soñar con el mundo exterior al que un día serían lanzados.
Al no cumplirse las promesas, empezaron las revueltas. La gente que antes había sido sumisa pasó a revolverse contra el sistema, clamando por algo robado ilegítimamente con la firma de papeles que hicieran las cosas mucho más legales. Al principio estas revueltas eran focos aislados que no se conectaban entre sí, lo que hacía fácil que el Gobierno fuera capaz de aplastarlas.
El problema surgió cuando alguien se dio cuenta de que no era sólo en su barrio donde se arrestaba a la gente por añorar el pasado, sino en toda la ciudad que, en aquella época, era muchísimo menor a como lo era ahora.
Ese alguien, cuyo nombre no se investigaba en los anales de la historia a pesar de ser el causante de todo lo que conocíamos, reunió a todas las marchas, y convocó manifestaciones multitudinarias.
Todas pacíficas.
Todas con muertos.
Y todos los muertos eran civiles.
La gente se asustó. Se aterrorizó porque no había ningún límite; a veces por el simple hecho de cruzarte con la manifestación la policía te cogía y era capaz de matarte, tales eran las palizas que llegaban a dar. Los tiros se convirtieron en el pan nuestro de cada día, con lo que la gente no hacía más que morir. La mortalidad de policías era prácticamente nula, ya que ellos controlaban todas las armas, y los ciudadanos sólo podían defenderse con las manos y objetos arrojadizos que encontrasen por ahí. Nada comparado, por supuesto, con una bala que roza la velocidad del sonido.
Fue tal el miedo de la gente que aquel líder glorioso tuvo que huir de la ciudad, sacado por la noche en una lancha que no dejaría rastro, por miedo a que sus propios seguidores se volvieran contra él. Los gritos de justicia que antes se entonaban a las puertas del Gobierno ahora se volvían contra aquel que había buscado la manera de liberar a sus iguales. Pasó de ser héroe a un dictador que manipulaba a todos, llegando a los fines más bajos y acudiendo a cada sentimiento que pudiera aprovechar para su causa. Si no hubiera salido de la ciudad, aquel que conducía las manifestaciones hubiera terminado siendo ejecutado debido a que se le veía más bien como a un general del ejército que mandaba a los muchachos a explotar las minas del suelo antes de pasar él y asegurarse la vida.
Así, el Gobierno no tuvo que luchar contra una revolución, como solía suceder en los libros que prevenían de esto. Siempre se les tomaba por ciencia ficción, pero pocos se atrevían a analizar el parecido de cada una de las naciones de las que se hablaba con la que nosotros habitábamos.
Cuando la revolución se abortó antes de nacer, el Gobierno se vio libre de todas aquellas tensiones. El miedo de la gente le hacía pedir a gritos que detuviera toda aquella barbarie. El precio de las cosas estaba por las nubes, y el trabajo cada vez estaba peor pagado. En esa situación se hubieran dado un montón de suicidios, de no haber sido porque se establecieron leyes que permitían espiar a alguien las 24 horas del día.
La criminalidad alcanzó su punto culminante un invierno particularmente frío, en el que las calles se parecieron más al campo de batalla de una guerra civil que a las de una ciudad pacífica.
Ese fue el escenario perfecto para que el Gobierno aprobara su ley más famosa, con más detractores, y menos criticada, precisamente porque nadie, absolutamente nadie, se atrevía a ir contra ella.
La Ley de Genética Criminal.
Era una ley muy sencilla que se basaba en varios principios genéticos. Al nacer, se obtenía una muestra de sangre del bebé, se estudiaba cada nivel de hormonas de maldad y bondad en su organismo durante un breve lapso de tiempo, y luego se efectuaba su posterior valoración. Los padres no protestaban, tan sólo se conformaban con que dejaran a los niños vivir su tiempo.
Si se encontraba el más mínimo detalle de maldad en la sangre del pequeño, se le ponía un busca.
Si se creía que el pequeño podría ser peligroso, se le modificaba la genética, otorgándole alguna discapacidad que le impidiera ser un peligro para la salud pública. Estas discapacidades iban de cualquier tipo al más elaborado: desde una leve cojera que haría imposible una huida de la policía, hasta ceguera, o incluso parálisis de algún miembro.
Por supuesto, a los padres se les hacía creer que venía dado por complicaciones en el parto.
Los que más suerte tenían y no daban signos de tener tendencias a terminar asesinando o robando no eran tampoco liberados: se les hacía un estudio anual para asegurarse de que ningún gen recesivo difícil de detectar surgiera en ellos y se les alejaba inmediatamente de su entorno social para que no fueran peligrosos. Cuando alguien está solo y asustado es cuando más manipulable es.
Nadie sabía realmente qué les pasaba a esos individuos.
Nadie salvo los que fundaron a los runners y los mercenarios.
Se llevaban a los niños, o a los adultos, lo mismo daba, a una zona desierta de la ciudad. Una zona en la que hubiera vistas impresionantes, no para que disfrutaran de visiones que les hicieran cambiar de naturaleza, sino para que fuera fácil ver quién se acercaba.
Allí, se les pegaba un tiro en la cabeza.
Y, por si aquello no fuera poco, se les tiraba a un lago, en el que permanecerían hundidos de dos a cuatro horas. Por si acaso.
La ciudad podría haber investigado para saber qué ocurría con aquellos que se iban “de vacaciones” y no volvían, pero prefirió apartar la vista y dejar que el gobierno no hiciera otra cosa que colocarle anillos y pulseras que, con su tintineo, harían saber a cualquiera dónde se encontraba exactamente.
Pero siempre quedó alguien que recordara a aquel líder heroico que tuvo que huir convertido en un villano para que no se temiera por su vida. Ese alguien sabía la verdad y, de hecho, había participado de ella con mucha atención, comprobando cada uno de los niveles de malicia que había en alguien.
Curiosamente había trabajado en el propio gobierno, siendo inspector de los análisis de sangre. Había sido el encargado de acabar con todos los criminales, y su tarea se volvió tan enloquecedora que terminó convirtiéndolo a él en el mayor criminal de todos.
El Gobierno detectó el problema demasiado tarde, cuando ese hombre ya había dejado embarazadas a las suficientes mujeres como para que su sangre proliferara. Aquellas mujeres consiguieron escapar de la ciudad, huyendo cada una en dirección distinta, y se unieron fuera de sus fronteras. Dieron a luz, criaron a sus hijos, y regresaron. La Ley de Genética Criminal no se aplicaba a ellas ni a sus hijos, pues todos los archivos habían sido borrados cuando el hombre que las dejó embarazadas murió.
Estas mujeres, a las que llamábamos las Madres Videntes (dado que eran las únicas a las que la falsa seguridad no había dejado ciegas) trabajaron en la sombra para crear una sociedad que luchara contra el Gobierno de una forma tan sutil como el cáncer atacaba un organismo. Sólo cuando el Gobierno notara unas molestias sería cuando los opositores serían más fuertes que él.
Los hijos de las Madres crecieron juntos, y luego se separaron, tejiendo una enmarañada red alrededor de la ciudad. Había focos en los que se concentraban dos, pero nunca tres. Debían cubrir la máxima superficie posible, y se mandaban mensajes con regularidad para saber qué había pasado con cada uno, cuál era la situación en los sectores en los que se hallaban, cómo mejorar, qué medidas tomar, cuál sería el primer ataque...
Dado que los medios de comunicación estaban pinchados, había una única manera de intercambiar la información.
Y se nos creó a nosotros, los runners.
Al principio fuimos un experimento que parecía prometedor. Seríamos guerreros que entrarían en el Gobierno y lo harían estallar desde dentro. Éramos más terroristas que mensajeros, siempre preparados para la acción, siempre viendo las rutas de huida cuanto más escondidas estuvieran. Se nos entrenaba mandando mensajes poco importantes, cada vez más rápido, mientras los allegados a los traidores calculaban la manera de contener un explosivo lo más fuerte posible en algo que nosotros pudiéramos llevar.
El cáncer avanzaba lentamente, y bastante bien.
El problema fue que se descubrió demasiado pronto. Los traidores no estaban listos, las Madres habían sido diezmadas por la muerte; apenas quedaban dos, demasiado alejadas la una de la otra como para saber qué ocurriría con la causa que su amante había iniciado y que tan justa les parecía.
Los explosivos pasaron a un segundo plano, mientras la policía entraba en las casas de los traidores y asaltaba los locales en los que conspiraban. Los envíos de información eran tan importantes que se cambió la fuerza por la velocidad. Así, se distinguió a los mercenarios, que luchaban por defender la causa, de los runners, que se limitaban a transmitir información, yendo demasiado rápido de un sitio para otro como para meterse de lleno en la pelea e inclinar la balanza a un lado u a otro, dependiendo de lo buena que fuera su actuación.
La separación fue tan drástica que no fue hasta la época en que mi madre corría cuando se volvieron a unir. Habían pasado casi cien años desde que se iniciaron los cambios, y las Madres los recordaban a la perfección. Pudieron dejar sus instrucciones, así como la versión de la historia que nadie iba a contar.
Desde la muerte de la última de ellas, los ataques disminuyeron drásticamente. Cuando yo nací, apenas había enfrentamientos aislados.
Hoy, hacía años, prácticamente dos décadas, del último. Yo era demasiado pequeña para recordarlo, pero sabía de la angustia que causaba. Aquella era una de las causas que había hecho que mis padres se alejaran del foco de la que había sido antaño la residencia de alguno de los traidores. Mis padres eran demasiado valiosos como para caer en malas manos, y debían ocultarse. Me ocultaron a mí, ocultaron a mi hermana, pero nos entrenaron en la sombra, temiendo que alguna vez el deber nos obligara a volver a casa y defendernos.
El deber llamó a mi puerta cuando un día mataron a mi hermana al encontrar el Gen Criminal. Mi madre me mandó lejos, antes de que se manifestara en mí. Sabía que iba a hacerlo, porque ella lo tenía.
Nunca supe cómo consiguió que no la mataran en cuanto lo manifestó, del mismo modo que jamás supe por qué nunca venían a por la gente de lo alrededores de la Base, a pesar de que estaba segura de que todos manifestaban en mayor medid el Gen.
Tal vez se hayan dado cuenta de su error medité en silencio cuando pasé por debajo del alambrado y corrí como si me fuera la vida en ello hacia la base del edificio con forma de seta. Taylor se aseguró de que no había nadie que pudiera hacerme daño, como el mercenario que hubiera sido de seguir la división impuesta, y se apresuró a seguirme al comprobar que estaba todo en calma.
Empujé las puertas de cristal reforzado con la mano y luego esperé a que las cámaras reconocieran mi rostro por algún portero ausente, y se abrieran las puertas de acero. Taylor llegó a mi lado en el momento en que los cerrojos de seguridad comenzaban a abrirse, lanzando chasquidos que cortaban el silencio en dos.
-¿Cuándo llegaron?-pregunté, notando un deje de pánico en la voz al descubrir por primera vez que en los cristales había impactos de bala. Seguramente hubieran recogido las pequeñas asesinas cuando los guardias se fueron, seguros de que habría algo que se podría aprovechar. Si había algo que escaseaba especialmente, más incluso que los derechos civiles, era la munición.
Tal vez pudiera conseguir que Louis me administrara una poca, pero, claro, ¿cómo justificar los cargamentos de balas y demás que llevaría a casa regularmente, de quién sabría dónde?
-Al poco de irte tú. De hecho, apenas habías salido tú empezaron los primeros disparos. Dios, Cyn-me cogió de las manos y apretó mis muñecas, con los ojos llorosos. Yo hice lo posible por sostenerle la mirada, sabiendo qué me iba a decir, y odiándome por lo que yo había hecho mientras él sufría-, creí que te había perdido. Estuve a punto de salir a por ti y abandonar a la gente. Creí que te habían cogido en pleno fuego cruzado. Si te hubieran hecho algo...-negó con la cabeza, la voz quebrada, la garganta tensa, como si apretando los músculos de la faringe fuera a conseguir que se le deshiciera el nudo que tenía en ella.
-Pero no me lo han hecho-repliqué, sosteniendo su cara entre mis manos y besándolo en la boca. La palabra que más odiaba atravesó mi mente en forma de misil atómico. Explotó y formó una nube de culpabilidad con forma de hongo dentro de mí, mientras yo luchaba por ignorar esto.
-Y me alegro por ello.
-¿Falta alguien más?
Asintió con la cabeza con semblante serio. Señaló el panel de salidas que había colgado en la pared del vestíbulo, en el que debíamos apuntar nuestro nombre cuando nos íbamos y volverlo a anotar al salir. Normalmente un principiante se encargaba de eso, pero en aquel momento no había nadie apostado en el vestíbulo para registrar nuestros movimientos. Así sabíamos quién faltaba y quién estaba haciendo qué misión, a quién se podía llamar para que se desviara... en caso de que toda la tecnología fallase o se colapsase.
Me acerqué y borré con la palma de la mano cubierta por el guante con el que me ayudaba a deslizarme por las tuberías mi nombre escrito con letra presurosa. Debían de haber habido muchas salidas cuando yo me fui, pues la misma letra se lucía hasta en diez nombres, rodeando al mío como las murallas de un castillo.
Tragué saliva.
-¿Todos estos?
-June ha vuelto hace poco. De hecho fue ella la que tuvo la idea de poner la electricidad en las vallas.
Puse los ojos en blanco. Si no las habían puesto durante el ataque para que la gente pudiera resguardarse en la Base, ¿por qué coño tendrían que ponerlas después?
-June es imbécil. Sólo os ha dicho que las encendáis cuando ha visto que venía tras ella.
-¿Lo sabía?
-Nos hemos encontrado en un tejado mientras veníamos. A las afueras del barrio.
Taylor frunció el ceño y negó con la cabeza.
-Pero, ¿por qué?
-Colaborará con ellos. ¿Y yo qué sé? Sólo sé que es imbécil-contesté, mordiéndome la cara interna de la mejilla y pensando en por qué nadie sería tan mezquino y tan cabrón de querer dejarme fuera con la esperanza de que los guardianes volvieran y me capturaran. De repente me apetecía pedirle a mi amante, el pájaro, que la cogiera de los pelos, volara hasta una altura de unos mil metros, y la soltara. Eso hacían algunas aves rapaces con sus presas. No estaría mal ver cómo se daría en el mundo de los humanos, y menos ahora que había humanos con alas.
Caminamos por los pasillos en dirección a la parte de arriba de la Base, encontrándonos con cada vez más gente asustada y conmocionada a medida que avanzábamos. Las madres sostenían a sus niños con fuerza, los hombres buscaban la manera de vengarse, trazando planes que terminarían no realizando y bramando que había que ir a las armas para luchar por la venganza. No parecían saber que ésta se servía fría.
-¿Se sabe por qué nos han atacado?
-Cuando empezaron los disparos, Puck estaba en su centro de vigilancia controlando a varios runners que, según tengo entendido, aún están fuera. Les ordenó que se fueran a otros distritos y esperaran nuevas órdenes, creo-se corrigió, frunciendo el ceño y apretando el botón del ascensor, impaciente por que llegara-. Luego, corrió a poner a salvo los documentos que trajiste el otro día, y después bajó a ayudar. La poli ni siquiera trató de entrar en la Base, de forma que no sabemos muy bien qué ha pasado, ni qué querían.
-¿Chivatazos de drogas, tal vez?-sugerí. La gente de los suburbios del a Base no solía traficar con esas cosas, pues sería atraer la atención, y la atención siempre traía problemas. Sin embargo, en momentos de necesidad, o cuando el gilipollas de turno necesitaba dinero y no lo obtenía por otros medios...
-No. Están todos limpios. En cuanto empezó la revuelta corrieron hacia aquí.
-¿Muertos?
-De momento no sabemos nada. Desaparecidos, tal vez. La gente entró en masa en la Base sin preocuparse de dónde estaban sus amigos. Fue cuando consiguieron meterse dentro cuando se pusieron histéricos, pensando que no iban a volver a ver a sus familias.
Fruncí el ceño, sin saber a qué había venido todo eso.
-Creo que no han venido a la Base porque no han podido, y no porque no lo tuvieran planeado.
Tras haber entrado en el ascensor, mi frase se quedó flotando en el aire cual pompa de jabón. Taylor me miró un momento.
-¿Tú crees?
-Es muy extraño, porque... bueno-me encogí de hombros, observando cómo el número del ascensor iba cambiando a medida que la caja de metal ascendía tirada por unos cables de acero invisibles, que le daban el aspecto de estar bajo un hechizo mágico-, podrían haber esperado a que hubiera mucha menos actividad, todos estuviéramos fuera, o algo así. Seguro que tienen controlados nuestros horarios.
Hizo una mueca.
-No me gusta esa idea de que tal vez nos controlen más de lo que creemos.
-A mí lo que no me gusta es el hecho de que estoy segura de que es verdad.
Gruñó por lo bajo, como el animal cuyo nombre llevaba.
-¿Al cien por cien?
-Ciento diez.
-Joder, Kat.
-Lo sé, Wolf-repliqué.
Negó con la cabeza.
-¿Cómo de exactos serán esos horarios que tienen de nosotros?
-Lo bastante como para saber que éste era un momento pésimo para asaltarnos. ¿Nunca te has parado a pensar que es muy raro que jamás nos hayan atacado por la noche?
Su silencio me demostró que no lo era.
-Créeme, saben de los sistemas de seguridad que tenemos aquí, y saben que cuando más difícil resulta controlarlos es cuando pasan cosas como esta. Seguramente ahora estén planeando atacar desde otro lugar, y nosotros no nos daremos cuenta hasta que los tengamos encima-murmuré-. Cabe mencionar, además, que con toda esta gente por aquí, es casi imposible que nos defendamos como es debido.
Se abrió la puerta del ascensor y él se escurrió por ella. Yo me quedé dentro de la caja, vacilando, pensando en cada cosa que había sucedido. No podía ser casual, siempre se planificaban mucho más los actos, y más cuando se trataba de nosotros.
-¿No vienes?
-Tengo que cambiarme de ropa. No puedo ir así por ahí, no después de saber lo mucho que me cuesta correr por las paredes con los vaqueros-respondí, señalando mi indumentaria. Taylor bajó la vista y me estudió de arriba a abajo, aprobando lo que veía.
-Me parece que te queda bien, pero... sí, práctico, lo que se dice práctico, es poco. Cuando termines, ven a verme.
-De acuerdo-repliqué con una sonrisa, rezando porque no fuera lo fría que me sentía por dentro. Él se dio la vuelta y caminó por el pasillo mientas las puertas se cerraban.
Me metí en la habitación y lo primero que hice fue comprobar que las plumas de los cajones estaban en su sitio. Por si acaso, las hundí aún más entre la poca ropa que tenía. Luego me desnudé y me metí en el baño.
Estudié mi rostro, que seguía siendo el mismo de siempre: mismo pelo castaño rojizo bajo esa luz, pelirrojo cuando salía a la calle, mismos ojos, misma expresión, misma mirada...
Y seguía sin ser la misma, había algo en mí que no encajaba. Me toqué la boca, sintiendo los labios de los dos fundiéndose con los míos, besándome los labios y adorando mi piel cuando se acostaron conmigo. Me toqué el cuello, que, incansables, no habían dejado de acariciar.
Me deshice la trenza y me la volví a hacer, apretándola cada vez más.
La sombra de la traición no era visible cuando te mirabas en el espejo, pero tenía que haber algo que delatara su presencia.
Y estaba decidida a encontrar ese algo antes de volver a mis tareas de siempre. Era necesario que lo hiciera, y más ahora, cuando todos me necesitaban.
Supliqué que Louis se encontrara bien mientras me vestía y, cuando comencé a ayudar a las familias a reunirse, deseé que tuviera planeado venir a visitarme esa noche para contarle lo que había sucedido. Me sentía mejor cuando él estaba a mi lado.

Pero me tocó dormir sola.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Morfeo me ama.

Antes que nada... NO. Esto no es Light Wings, a pesar de que salgan mis dos señores favoritos, aunque por separado. Es que, simplemente, el que reparta los sueños se ha portado muy bien conmigo estos dos últimos días, y necesito darle las gracias a mi manera. Lo que voy a escribir no va a tener la "calidad" que tienen mis historias, ni final ni nada. Son sueños y, a pesar de que mi historia más importante empezó así, estos van a quedarse tal y como están.

Sueño de nochebuena.

La mochila me pesaba en la espalda, pero eso no me impedía caminar hacia el instituto sin girarme de vez en cuando, buscando algo que, hasta que no lo encontré, realmente no supe qué era.
Sólo cuando lo vi con su camiseta negra, sus gafas de sol eternas que nunca se quitaba, aunque lloviera, y la gorra de béisbol azul, supe por qué me sentía de aquella manera. Necesitaba verlo. Siempre estaba necesitando verlo, y eso no parecía gustarle, ni entenderlo.
Me despedí de mi acompañante sin rostro y crucé la calle en dirección a él. Hizo una mueca, se quitó las gafas para comprobar que realmente era yo, y puso los ojos en blanco.
-Oye, Taylor, ¿qué pasa? ¿No somos lo bastante guays para ti?
Negó con la cabeza, riéndose. La nuez de su cuello bailó. No supe de dónde saqué el coraje para no quedarme mirando embobada sus facciones, pero la verdad es que en ese momento no necesité hacerlo. Simplemente no quería mirarlo como si fuera estúpida, y eso es lo que hice. Me controlé como pocas veces me había controlado en la vida.
-Si tú supieras.
-Podrías contármelo.
-¿Y si no quiero?
Dejé la mochila encima del capó de su coche y le lancé una mirada envenenada, notando cómo mi estómago se retorcía de puro enfado.
-Sabes que no me voy a ir.
Suspiró, miró el instituto, al que se suponía que debía estar preparándose para ir, y asintió despacio con la cabeza. Abrió la puerta del coche y yo me metí dentro, sentándome en el lado del copiloto, esperando que me echara a patadas, como había hecho con el resto de las chicas que habían intentado irse con él cuando él no quería compañía femenina, sino soledad humana, sólo rota por el contacto de algún vegetal o animal, si tenía suerte.
Cerré la puerta de un portazo y él arrancó sin permitirme siquiera ponerme el cinturón. Fue un trayecto movido, donde nos sumimos en un bosque que yo no estaba del todo segura de conocer. Las curvas mareaban mi sentido de la orientación; quisiera haber puesto la radio para que la velocidad se camuflara de simple aturdimiento pero, sencillamente, no pude. No quería desaprovechar ninguna posibilidad, por remota que fuese, de hablar con él y sonsacarle las respuestas que me merecía.
¿Por qué no iba a clase?
¿Por qué no contestaba a mis llamadas?
¿Por qué habíamos pasado de ser amigos, aunque no los más cercanos, a simplemente vernos de un extremo a otro de la calle, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo y él realmente no se percatara?
Y, sobre todo, ¿por qué se paseaba últimamente con un look de mafioso narcotraficante que te daba ganas de dar la vuelta y echar a correr en dirección contraria? Él nunca había despertado estos sentimientos en mí y, sin embargo, ahora no estaba demasiado cómoda yendo en el coche con él.
Giró repentinamente a la izquierda, llegando a un pueblo que se asemejaba más a una urbanización estadounidense de clase alta, con unas casas cuyas ventanas alojaban paredes, no como solía suceder con el resto de casas. Fruncí el ceño cuando abrió una puerta automática con un mando que salió de Dios sabía dónde, e hizo que el Audi (también negro, cómo no) entrara en el patio de esa casa.
Apagó el coche, abrió la puerta y salió con la elegancia de quien ha estado alguna vez en alguna premiére, frente a una cámara. Yo salí con el cuidado de quien se ha sacado la rótula alguna vez en su vida. Me colgué la mochila al hombro y casi no pude chillar cuando vi una bestia (oh, ¡negra!) correr hacia mí a toda velocidad, emitiendo todo tipo de ruidos letales. La bestia se abalanzó sobre mí, me hizo caer al suelo, y presumió de dientes, o más bien cuchillas clavadas a las encías, a escasos centímetros de mi cara. Yo apenas podía respirar, ya no hablemos de gritar. Miraba al rottweiler con ojos como platos, luchando desesperadamente por no llorar, porque los animales olían el miedo, y no quería morir, no allí, donde nadie me encontraría...
Taylor gruñó su nombre por lo bajo, y el animal dejó a su víctima, reticente, para gran alivio de ésta.
-¿Estás bien?
Asentí con la cabeza, incorporándome despacio.
-¿Puedes levantarte?
Volví a asentir, demasiado herida en mi más profundo orgullo como para hacer otra cosa. Él murmuró un "bien" y caminó hacia la casa, con el perro siguiéndole, pero pendiente a la vez de mí. Me merendaría si su dueño se alejaba lo suficiente.
Fui tras ellos, olvidando que había dejado la mochila en el suelo de piedras níveas sueltas, y entré en la casa. Cientos de cactus se distribuían por todas partes, haciendo las veces de paredes. No pude extrañarme más de que él viviera en un sitio así, o de que tuviera, siquiera, las llaves de un sitio como aquél.
Una señora, la típica madre estirada, a la que yo no conocía de nada, se acercó a mí. Me arrastró por la casa, me enseñó cada mueble, me habló de la historia familiar que se escondía detrás de cada fotografía, mientras su hijo no hacía más que protestar porque me estaba aburriendo. Aquellas cosas no eran de mi incumbencia. No quería saber eso.
¿Por qué le hablaba así a alguien que no era su madre?
La mujer no hizo el menor caso del chico, me llevó por cada rincón, haciendo que prácticamente me lo aprendiera de memoria, dándome tanta información que podría haber vendido la casa al mejor postor sin haber pisado jamás una agencia inmobiliaria... en el salón esperaban unos ancianos. El hombre fumaba en pipa, la mujer tejía algo. No era la familia de Taylor.
¿Qué hacíamos allí?
El sueño se desvaneció tal como había venido, dejando sólo fragmentos inconexos en mi cabeza. Creo que arreglé las cosas con Taylor, porque la única imagen lógica que recuerdo es a él sonriendo.

Sueño de Navidad.

Por fin había llegado el día.
10 de julio.
Y ya estaba en Madrid.
Me despertó el sol de la capital, que revolvió cada una de mis células hasta que me convertí en un manojo de nervios.
Pero era un manojo de nervios que sabía lo que quería.
Me eché a la calle rápidamente, quedé con mis amigas, Celia y Lara, con las que llevaba planeando ese día desde hacía casi un año. Quedaríamos en un lugar, iríamos a comer, correríamos a un Starbucks, y luego iríamos a la caza de los chicos.
No nos imaginábamos que nos encontraríamos con los chicos mucho antes de lo que creíamos.
Sorprendentemente, habíamos entrado en una especie de anfiteatro romano, con asientos bajos y escenario pequeño. Habíamos oído rumores de que allí iba a pasar algo interesante, y pensamos que sería divertido tratar de relajarnos antes del concierto. Obviamente los chicos no iban a aparecer en un anfiteatro en Madrid cuando tenían un concierto en un campo de fútbol esa misma noche.
Pues nos equivocamos. Después de pasear por cada rincón del lugar, entrando y saliendo de pasadizos casi secretos, llegamos a la zona donde sentarnos. Apenas habíamos posado el culo cuando se desató la locura: cientos de chicas atestaban el anfiteatro, todas muy guapas, todas expectantes, mientras nosotras sólo teníamos curiosidad. Por una esquina aparecieron cinco chicos que se parecían terriblemente a las estrellas a las que íbamos a ver.
Todo el anfiteatro se vino abajo cuando el público se levantó y se abalanzó hacia el escenario, tratando de alcanzarlos. Una de mis amigas me clavó la mano en el hombro, no estaba segura de si era Celia o Lara, aunque probablemente fuese la última. Yo no podía moverme, sólo podía mirarlos con ojos como platos. Estaban allí, estaban allí realmente, frente a mí, a unos pocos metros, y mis músculos no respondían.
-¡ERIKA, POR TU MADRE, LEVÁNTATE!-bramó Celia tirando de mí. Y yo lo hice. Y se lo agradecí infinitamente.
Los chicos cantaron una canción que apenas se escuchó entre los gritos histéricos, gritos a los que me sumé sin quererlo ni poder hacer nada por evitarlo. Luego, con sonrisas tatuadas permanentemente en sus caras, atravesaron la arena para dirigirse a la salida, colocada en el otro extremo del lugar por el que había entrado.
Tuvimos suerte, pues nosotras estábamos justo en esa zona. Con decenas de cuerpos apelotonándose a mi alrededor, apretándome las costillas contra la espina dorsal, me incliné en ángulos imposibles, estirando la mano, bramando nombres al azar, con la esperanza de que uno de ellos se detuviera.
-¡Liam! ¡Zayn! ¡Harry! ¡Niall! ¡Louis! ¡Liam!-repetía los nombres mecánicamente, sin entenderlos, haciendo de aquellas cinco palabras una palabra gigante, compuesta de cientos de sílabas: ¡Liamzaynharrynialllouisliamzaynharrynialllouis!
Alguien me tocó la mano, y todo a mi alrededor explotó en gritos enloquecidos. Hice lo posible por enfocar la vista, lo suficiente para ver a un Louis sonriente clavando sus ojos medio segundo en mí, mientras su mano estrechaba la mía, como diciendo "no dejaré que las demás te hundan".
Luego, sus ojos pasaron a otra, y a otra, su mano me abandonó, pero yo no podía dejar de sentir su contacto en la mía.
Lara y Celia me sacaron de allí sin que yo me enterara de nada y, cuando volví a hacer uso de razón, habíamos entrado en el Vicente Calderón, que estaba vacío. Caminamos por el césped, estudiando el estadio, señalando los lugares en los que nos íbamos a colocar. A Lara y a mí nos alegró el hecho de que el escenario estuviera bastante cerca de las zonas en las que íbamos a estar, cada una más alejada que la anterior. Ellas no paraban de hablar de que finalmente íbamos a ver bien, mientras en mi cabeza se repetía la imagen de mi chico favorito en el mundo clavando aquellos ojos suyos en los míos, y su mano finalizando un brazo cubierto de tatuajes acariciando brevemente la mía.
Sólo podía pensar en su brazo cubierto de tatuajes, con tanto detalle que el asunto cobraba una realidad nueva. Poco importaban los empujones, los insultos cuando nos quitaban el sitio o lo quitábamos nosotras, las carreras, el dolor de pecho cuando corrías a todo lo que tus piernas daban, la angustia de no tener un buen sitio, la confusión del primer momento, el dolor de las demás luchando por lo mismo que tú a costa tuya...
...todo eso se había hundido, estaba desapareciendo, sustituyéndose por su brazo, sus tatuajes. Aquella mano que me tocó.
No hace falta decir que esos regalos se agradecen.

martes, 24 de diciembre de 2013

Veintidós.

Hubo un tiempo en que creía saber todo sobre las personas, creía conocerlas a la perfección, y estaba segura de algo: la gente era mala por naturaleza.
Estaba rodeada de envidia, de malicia, de juegos clandestinos que cuentan más que los reales, de carreras que no gana el más rápido, sino el más astuto y el que mejor conoce el terreno, de sonrisas que escondían cosas corruptas. Estaba viviendo en un mundo enfermo que se marchitaba a cada minuto que pasaba, sin ninguna esperanza de que algo cambiara y las cosas pudieran iluminarse, hasta que llegaste tú.
Tú, con tu sonrisa, con esos ojos que invitan a imaginar, con esa manera de ser que puede iluminar toda una ciudad, compitiendo con una tormenta eléctrica que amenaza con sumirla en la oscuridad. Tú, que me has enseñado que la bondad todavía sobrevive y puede extenderse si haces lo correcto.
Tú, que me has enseñado que hay que vivir rápido, pasárselo bien, y ser un poco travieso. Tú, que has hecho que sea quien yo quiero ser, que sea libre de los demás y no me importe nada de lo que ellos digan, pues a ti tampoco te importa.
Eres el mayor modelo a seguir que nadie pueda tener. Pero para mí eres mucho más que eso. No sólo eres alguien con una voz preciosa, alguien con una personalidad que admiro, alguien con una fortaleza increíble. También eres mi primer amor.
Siempre me había creído enamorada cuando era pequeña, persiguiendo sueños que no se iban a cumplir. Quería una familia futura con ese alguien que se me colocaba delante y cuyas virtudes se sobreponían a sus defectos. Sin embargo, ahora es cuando me doy cuenta de qué es el verdadero amor, y lo veo cuando estoy contigo.
El amor es querer que tú seas feliz aunque no sea conmigo, alegrarme de que lo seas aunque no sepas que yo existo. El amor es todo lo que me lleva a luchar por hacer lo posible por un día estar entre tus brazos; lo que me hace desear ese día porque sé que será el más importante, a pesar de que tú probablemente no te acuerdes de mí apenas pasen 10 minutos. Para mí eso es el amor. Tú eres el amor, Louis.
Sé que no voy a querer a nadie como te quiero a ti, y eso me asusta a la vez que me alivia. Me asusta porque nunca podré vivir una vida que estoy esperando con impaciencia, y me alivia porque, en el fondo, sé que sólo tú mereces que alguien te quiera como lo hago yo.
Eres verdadero oro, la mejor joya que nadie pueda haber visto nunca.
Por favor, no cambies nunca. Te prometo que yo no lo haré.
Te quiero mucho, Tommo. Felices 22.
"Crece, pero que nunca muera el niño que hay en ti"



 dueña del vídeo

You gotta love them.


 
Otherwise you won't enjoy life.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Mulán.

Ordené a Louis que se fuera antes de que llegara a la Base. Una cosa era que me hubieran devuelto la confianza depositada (confianza que me había ganado a pulso, y que, debido a mi intachable reputación y comportamiento debería haber aguantado más tiempo conmigo en lugar de abandonarme a la primera de cambio), y otra muy distinta era que fuera a abusar de ella, tirando de una cuerda cuya longitud y flexibilidad desconocía.
Me había acompañado por toda la ciudad, haciendo que yo me pusiera medio histérica, temiendo que uno de mis compañeros hubiera pedido un día de descanso y pudiera verme con el ángel. Por suerte, nadie nos vio, de modo que mis paranoias mentales fueron en vano.
Arrastré a Louis hasta un callejón que yo sabía que no tenía salida y lo coloqué al lado de un contenedor. Mientras que yo tenía la vista puesta en la calle por la que habíamos llegado hasta allí, él sólo veía el final del callejón, que se estiraba en una pared casi plana, difícil de escalar, hasta arañar por fin el cielo, mordisqueándolo en la azotea.
Parpadeé y me volví hacia él.
-A partir de aquí, voy sola-sentencié, asintiendo con la cabeza y arrugando la nariz, dándole a mi expresión una pizca de seguridad que no sentía. Lo único que quería era que se fuera de allí, su presencia me incriminaba, me molestaba...
… y me desconcentraba. Demasiado.
Por su rostro se extendió una sonrisa cínica, sin poder creerse que le estuviera dando esas órdenes con ese ímpetu.
-¿No se supone que los príncipes azules acompañan a sus princesas hasta el castillo?
Fruncí el ceño y me lo quedé mirando un par de segundos preciosos, en los que alguien podría haberme visto confraternizando con el enemigo, ganándome a pulso la tortura y posterior ejecución.
-¿Por qué me miras así?-gruñó él, a la defensiva. Me encogí de hombros y puse los ojos en blanco-. ¿Qué pasa? ¿Eres una heroína lo suficientemente decente como para no creer en los cuentos de hadas?
-Ningún cuento de hadas fue creíble, ni cuando los escribieron, ni cuando los recitaron, ni mucho menos ahora. Sobre todo ahora.
Se echó a reír.
-Eso debo concedértelo-musitó, mirando al cielo. Una parte de mí se relajó; al fin y al cabo, tenía dos dedos de frente y sabía que estaba corriendo peligro y me lo estaba haciendo correr a mí. Tragó saliva, la nuez de su cuello se movió verticalmente. Me puse de puntillas en un acto reflejo y lo besé. Bajó la cabeza y me miró.
-¿Seguro que no quieres que vaya contigo, Cenicienta?
-Siempre he sido más de Mulán-reconocí, encogiéndome de hombros y negando con la cabeza. Me capturó un mechón de pelo y me lo colocó detrás de la oreja. Jugueteé con su mano, sin atreverme a entrelazar mis dedos con los suyos, dado que, en caso de huida, nos restaría segundos preciados.
Siempre nos enseñaban eso en la Base, de hecho, era una de las lecciones más básicas para convertirte en runner: nunca, bajo ninguna circunstancia, debías pegarte a tu compañero de misión, ya que le dificultarías el trabajo y él te dificultaría el tuyo. Sólo en ocasiones de escalada lo bastante complicadas y delicadas como para necesitar estar unidos por cables estabas conectado físicamente a tu compañero. Pero ni esto se cumplía muchas veces; cuando la policía te pillaba en sitios que les cabreaban especialmente y no dabas opción a los agentes a mirar hacia otro lado, la regla máxima era muy sencilla.
Sálvese quien pueda.
A mí ya me habían soltado alguna vez mientras escalaba, y había sido problema mío salir de la escena del crimen lo más rápidamente posible. Se nos explicaba que éramos demasiado valiosos como para cumplir misiones demasiado complicadas solos, pero la realidad era que éramos lo suficientemente valiosos como para ser prescindibles, es decir, era mucho mejor que mataran a uno de los nuestros a que la policía no se hiciera con uno, sino con dos. Aquello sería intolerable, podrían darse casos que nos daba demasiado miedo contemplar, de manera que en nuestra cabeza caía como un halcón sobre sus presas la frase “patas, ¿para qué os quiero?” en cuanto nuestra libertad fingida estuviese en peligro, fuéramos solos o acompañados.
Claro que yo también había dejado solos a compañeros y había huido, volviendo sólo a buscarlos y reuniéndome con ellos cuando sabía que ya nadie les perseguía, o me perseguía a mí. A veces incluso había hecho de señuelo, sabiendo que yo tendría posibilidades en una persecución, pero mi acompañante no.
Eso a Puck le cabreaba mucho, pero yo no podía hacer otra cosa. Estaba en mi naturaleza querer a los que trabajaban conmigo.
Los vínculos afectivos eran tan útiles como perjudiciales, porque te hacían pensar rápido en el bienestar del otro, y te hacían mucho más complicado pensar en el propio. No podías cuidar de ti mismo si te estabas ocupando ya de otra persona, pero, ¿qué íbamos a hacerle? Mi madre no me había enviado con los nuestros sólo para que yo me comportara como una reina y una diva. Yo no era así, yo quería cuidar de los demás y proporcionarles una buena vida, aunque eso me convirtiera en una zorra temeraria en ocasiones.
El ángel me pellizcó el brazo y me miró con ojos hambrientos y curiosos. Sin darme cuenta, había alzado la vista y yo también estudiaba el cielo.
-Me gustaría saber en qué piensas-musitó, clavando sus ojos azul celeste en mí, despertando algo dormido en mi interior. Algo que había sido alimentado hacía no mucho y que, sin embargo, aún tenía hambre.
-Mucha gente querría estar en mi cabeza. Pero todos los que entrasen pagarían por salir. Sin excepción-aseguré, frotándome la frente y separándome un poco de él. Estiré los brazos, los balanceé adelante y atrás, hice círculos a mi alrededor, dando palmas, y silbé. Se echó a reír.
-¿Y ahora qué te pasa?
-Que pareces una cría pequeña.
-Algunos no hemos disfrutado de la infancia que seguro que has tenido-espeté, molesta de repente porque no tenía ni idea de lo que había visto, sentido, y lo que me habían quitado cuando todavía no tenía nada.
-Te sorprenderías-respondió, no demasiado seco, pero sí lo suficiente como para detener la disputa que yo ya quería mantener. Alcé las manos e hice un gesto con el pulgar hacia el techo. Una tubería se dejaba caer elegantemente (o no tanto) desde la azotea hasta el suelo. Me sería fácil coger impulso y subir arriba y, una vez allí, correr hasta la Base. Necesitaba un tiempo para pensar en qué iba a decirles a los demás sobre mi ausencia, y prepararme psicológicamente para enfrentarme la próxima vez a un ángel de verdad sin tener miedo de herir al mío.
Louis se echó a reír, asintió con la cabeza, murmuró un escueto “vale, lo capto” y se abrió la cremallera de la chaqueta. Dejó que sus alas, mucho mayores de como las recordaba, cubrieran todo el espacio a su alrededor, haciendo las veces de aura nívea y acolchada.
-No despegues aquí-le dije, girándome y caminando insinuante hacia las tuberías. No quise caminar así, no me hizo demasiada gracia contonearme como un pavo o una top model así delante de él, pero no pude evitarlo. Algo dentro de mí pidió que lo hiciera, y mi subconsciente, acostumbrado a trabajar conmigo y malcriándome por ello, fue en mi contra, obedeció a ese algo, y me dejó como una perra en celo que no soportaba alejarse del pájaro que al que acababa de follarse en un parque, como hacían los animales o los estúpidos adolescentes que pululaban por la ciudad, haciendo ruidos guturales parecidos a los del tigre, y demostrando que todavía les faltaba una cocción.
Escuché el aire sisear a mi alrededor y, un segundo después, mis pies se separaron del suelo. Grité, viendo cómo el cemento grisáceo, ensuciado por algunas bolsas de comida basura aquí, o una lata de refresco allá, se alejaba de mis pies, moviéndose como si de un monstruo de roquedo arrastrándose por el fango se tratase.
Después de ese grito, Louis no permitió que emitiera ningún otro sonido; me tapó la boca con la mano y gruñó algo que no conseguí entender, pues el silbido del aire me molestaba demasiado. Cerré los ojos, preparada para lanzarme al vacío, rezando porque no estuviera demasiado lejos, cuando sentí un pequeño impacto en mis pies.
-Me harías un gran favor si te quedaras rígida-ladró en mi oreja, yo obedecí, tensando mis músculos al máximo y poniéndome lo más recta que pude.
Nos depositó a toda velocidad en el suelo, haciendo que nos arrastráramos un par de metros por la inercia de la velocidad que habíamos alcanzado.
Observé las nubes, jadeante.
-¿A cuánto hemos ido?
-Poco-sentenció él, arrastrándose por el suelo-. Mierda-baló, mirándose las palmas de las manos, raspadas por el contacto con el suelo del techo de aquellos edificios bajos. Se habían enrojecido y, en algún punto, se habían convertido en manantiales de sangre. Se dio la vuelta, sus alas se relajaron, dejando que el polvo del lugar se incrustase en sus plumas, y se miró los pantalones. Todo parecía en orden; un poco sucio, pero en orden-. 20 kilómetros por hora, aproximadamente.
-¿A cuánto podéis llegar?
Me miró con una sonrisa de lobo incrustada en la cara. Eché mano de la pistola inconscientemente, segura de que se iba a lanzar a por mí y me iba a arrancar la cabeza con sus dientes, que, de repente, me parecieron más afilados que de costumbre.
¿Quieres calmarte? Sólo tiene alas, en lo demás es idéntico a ti.
Puede que un poco más alto.
Suspiré, sintiendo el contacto del arma fría contra mi piel y la yema de los dedos, y esperé.
-¿Por qué quieres saberlo? ¿No lo pone en los papeles que robaste y tus jefes te han mandado a seducirme?
-Creía que estábamos juntos en esto-respondí, limpiándome los pantalones y dándome cuenta de que no traía ropa para correr. Mierda-. Es sólo curiosidad.
Me contempló un momento en el más absoluto de los silencios.
-Un día eché una carrera con una amiga y... conseguimos alcanzar a un avión.
Alcé una ceja.
-¿Aterrizando?
Se echó a reír.
-Había despegado hacía cinco minutos del aeropuerto. Y nosotros salimos de nuestra Central. Que, como sabrás, está a varios kilómetros de distancia, y de donde salimos siempre en dirección contraria a cómo llegan los pájaros de hierro.
Abrí la boca, impresionada.
-¿Es en serio?
-Totalmente-dijo, dando un brinco y colocándose en pie. Sus alas temblaron, él las abrió y cerró varias veces, asegurándose de que no tenía nada. Con un fuerte impulso, salió disparado hacia arriba, tapando por un momento el sol con su silueta de ave rapaz para, a continuación, descender hasta flotar a un par de metros sobre el suelo. Se inclinó hacia mí.
-¿Podrás seguir sola, o quieres que te lleve?
-Es increíble que accedas a cosas así.
Se encogió de hombros, desviando su trayectoria e inclinándose más de la cuenta hacia mí.
-Y dicen que no quedan caballeros.
-Los mataron a todos-dije yo, sosteniendo su rostro entre mis manos y tirando de él hacia abajo. Nos besamos despacio; tenía demasiado miedo de entrelazar mis dedos en su pelo y hacer que se cayera, y estábamos demasiado separados como para profundizar más el beso. Necesitaría que me llevaras de vuelta al suelo ronroneó una gatita juguetona dentro de mí, pero me apresuré en descartar esa idea. Había vivido bien sin él, no lo necesitaba para nada. Bajarme de aquel tejado sería un paseo comparado con muchas misiones que había llevado a cabo sin ningún rasguño o mala caída.
Y, sin embargo, ahora estás aquí por una misión que te empezó a parecer sencilla cuando se complicó demasiado.
-¿Te veré esta noche?
Negó con la cabeza.
-Voy a tener que dejar de venir tan a menudo.
Se colocó perpendicular al suelo, pensé que iba a aterrizar. Después recordé la mueca de dolor que hizo una fracción de segundo antes de echar a volar, recordé lo que me había contado de lo doloroso que podía resultarle hacer movimientos bruscos con aquellos miembros de los que el resto de mortales carecían, y supe que sólo se preparaba para irse.
-¿Por qué? ¿Es que sospechan?
Negó con la cabeza. Eché a andar hacia el borde de la azotea, él me siguió, dejando una suave estela de sonidos de roce, como el frufrú de los vestidos que llevaban las runners cuando se retiraban y sus maridos iban a buscarlas. Nunca me imaginé que iba a escuchar ese sonido tan cerca de mí, parecía estar emitiéndolo yo.
-No, para nada. Es sólo que... necesito dormir.
-Ah-contesté, mirando la silueta de hongo surgido de una bomba atómica que tenía la Base. Mi cama era bastante ancha, lo suficiente para dormir dos personas. Apretadas, pero...-. Podrías dormir aquí-sugerí, metiendo las manos en los bolsillos.
-Pfjé-contestó él, negando con la cabeza. Aquella mezcla entre bufido y carcajada me atacó los nervios-. No, gracias. Prefiero poder despertarme, o hacerlo con la cabeza tranquila, no con una bala dentro. Pero gracias por la proposición. Es un detalle, runner.
Pisoteé una colilla de alguno de mis compañeros fumadores que había apurado hasta el último kilómetro para disfrutar de sus vicios prohibidos y, con la cabeza gacha, murmuré un asentimiento.
-No te deprimas, ¿quieres? Me verás pronto-volvió a besarme, y no esperó a que me despidiera. Giró en redondo y, dejándose caer con las alas cerradas por el callejón en el que nos habíamos metido antes, se impulsó y surcó el cielo en dirección a su casa.
¿No tendría nada que hacer?
Me acerqué al borde del edificio y escudriñé lo que había abajo. Un par de toldos en los que apoyarme para bajar, unas cajas en un lado, ropa tendida en otro... Podría tirarme sin sufrir demasiados daños.
O podría tirarme mal y abrirme la cabeza tan cerca de casa que mi fantasma se reiría de sí mismo durante eones.
Armándome de valor para saltar y hacer que el destino decidiera lo que le pareciera más conveniente, tardé mucho más que lo que solía hacerlo en escuchar los pasos que se acercaban a toda velocidad a mí.
Me giré con la mano en los lumbares, preparada para desenfundar la pistola y freír a quien fuera a tiros, justo cuando June daba un brinco que le hizo pasar de la azotea más cercana a la mía. Corrió hacia mí.
-¡Eh!
Se detuvo a unos diez metros de mí. Nos contemplamos un segundo. Ella llevaba la ropa cómoda que solíamos llevar cuando estábamos en las misiones: camiseta de tirantes, pantalones anchos, calzado cómodo y con suela pequeña, de goma para que no se nos clavaran cosas del suelo, y con dibujos para impedir que resbalásemos en las huidas. De su hombro colgaba una cinta, que pegaba el maletín que llevaba pegado a su cintura. Puso los brazos en jarras.
-¿Kat? ¿Qué haces aquí?
-Iba a preguntarte lo mismo-respondí yo, pero luego señalé el maletín, como diciendo que ya había encontrado la respuesta. June miró un segundo su carga, que parecía haber olvidado. Abrió los ojos y la boca, murmuró un profundo pero suave “ah” y asintió despacio.
-Vengo de una misión-explicó-. Bastante movidita, por cierto. Me pilló la poli entrando en una sala de archivos, y me intentaron freír a tiros. Por suerte, fui rápida y lista. Conseguí escapar.
-Me da la cabeza para llegar hasta eso, aunque no te lo creas-repliqué, irónica.
-Algunas somos buenas escapando y otras robando. Es una pena que no haya nadie con esos talentos combinados.
-Una verdadera lástima-coincidí, mirando la caída. De repente abrirme la cabeza resultaba muy apetecible; cualquier cosa mejor que estar allí, hablando con June, aguantando las ganas de pegarle un tiro y quedarme tan ancha. Dormiría bien por las noches si hiciera que una bala le atravesase la cabeza y luego arrastrara su cadáver alegando que la había encontrado en un contenedor. Sería creíble que la había matado la poli pero, claro, necesitaba pensar qué hacía con el maletín. No quería encargarme de su misión (y me harían hacerlo si la arrastraba), pero tampoco quería que fuera tan evidente que la asesina era yo, no un gilipollas de gatillo suelto con una placa de metal que acreditase que estaba autorizado a ir cargándose gente por doquier.
-Te toca explicarte-ordenó, tirando de la cinta de su maletín y observándome. Entrecerró ligeramente los ojos, estudiando cada pieza de mi vestuario, sin dejar escapar ningún detalle. Quise gritarle que, efectivamente, no estaba en una misión, y por eso no iba vestida como tal-. ¿Cómo es que te han dejado salir?
Eché memoria, y descubrí que June había estado fuera cuando me devolvieron la libertad para ir a donde me diera la gana y salir sin ningún escolta que pudiera dar fe de que yo tenía una vida tan aburrida como intachable.
-Pasé la prueba-dije a modo de respuesta. Frunció los labios, furiosa, al comprender que no había ganado la guerra, tal y como creyó cuando la colocaron en el equipo de élite para acabar con lo que pudiéramos de los ángeles y a mí me dejaron al margen-. Y estaba dando una vuelta, preparándome para lo de antes.
-Interesante-respondió, haciéndome cerrar la boca y evitándome más explicaciones que a mí no me apetecía inventar y ella no quería oír-. Y ahora, si me disculpas, tengo una cosa-palmeó su costado, toqueteando las correas del maletín y asegurándose de paso de que no se le soltaran, pues sería una verdadera pena quedar mal con los demás precisamente ahora que yo volvía a estar en auge y mis acciones cotizaban al alza en bolsa- que entregar. Nos vemos en casa.
Dibujé una sonrisa falsa en mi rostro y me hice a un lado. Ella sonrió, contenta de este gesto que parecía darle un estatus superior al mío, y pasó a mi lado a toda velocidad. Saltó sin vacilar, se apoyó en el toldo y se agarró a una ventana cuando éste la catapultó más lejos. Tras encaramarse a la pared, escaló de nuevo a la azotea. Se giró, hizo el saludo militar con la mano, y desapareció corriendo, sabedora, igual que yo, de que no iba a poder hacer lo que ella acababa de hacer. Mis vaqueros no me daban toda es movilidad, y mis Converse no permitirían un impulso tan grande ni una escalada tan fácil. Resignada, me tiré al vacío y, enganchando los dedos en la ropa tendida, aterricé suavemente en el suelo. Cuando solté la cuerda del tendal, ésta hizo lo que la de un arco, lazando al aire unos calcetines que no estaban bien sujetos. Miré en todas direcciones y corrí por las calles desiertas, preguntándome a qué se debía que no hubiera nadie en la calle.
Aquellos eran los suburbios de las calles anexas a la Base. Las familias de la mayoría de los runners vivían aquí. No tenían un nivel de vida demasiado malo, aunque tampoco nadaban en la abundancia. Simplemente tenían unas buenas casas y trabajos bastante decentes que les permitían llevar pan a su casa, además de la seguridad real que nosotros le proporcionábamos, y la ficticia que les otorgaba el tener unas identidad para el Gobierno. Vivían en el filo de dos mundos, disfrutando de las ventajas de ambos, pero alejados de sus inconvenientes. No tenían coches caros, ni televisión con infinidad de canales como los que habitaban las calles del centro, ni vestían ropa cara. Y, sin embargo, eran los que mejor vivía. Con eso a ellos les bastaba.
Las calles siempre bullían de actividad, y más a estas horas, cuando el sol estaba alto y los niños salían de la escuela. Siempre las llenaban los chillidos y las risas de los pequeños, bramando que aquello no era justo, que alguien había hecho trampa, que no habían perdido sino que habían dejado ganar a los demás por pena, o que tal juego les aburría y les apetecía cambiar. Las madres los controlaban, juntándose en grupos y riendo de las ocurrencias de los que, algún día, terminarían siendo como yo.
Los hombres también solían salir, concentrándose en las entradas de los bares, riendo y gritando porque algún equipo favorito nunca ganaba y, sin embargo, nunca llegando a las manos. Tenía en sus venas la sangre amante de la violencia que caracterizaba a los nuestros y hacía que se diferenciaran de los demás y, con todo, nunca hacían alarde de esas capacidades de las que carecían el resto de ciudadanos. Aunque antiguos runners, algunos no volvían a usar esa fuerza que les había salvado la vida en más de una ocasión.
Me detuve un momento, miré alrededor, sintiendo que nada estaba bien, hundiéndome en aquel silencio anormal y, entonces, lo escuché.
El sonido de gritos pasados.
El sonido que te instaba a correr.
No esperé a que ese sonido se repitiera; tras mirar a mi espalda, comprobar cada recoveco, eché a correr a toda velocidad, con los pulmones ardiendo, el corazón a punto de explotar, los ojos entrecerrados debido a la fuerza del viento en mis pupilas, las luz del sol reflejándose en las ventanas y cegándome mientras mis pies apenas tocaban el suelo, impulsándome cada vez más rápido.
No pasé por la zona por la que habían entrado los guardianes, y casi lo agradecí, porque seguramente estuviera llena de cadáveres.
Llegué a la valla que separaba el perímetro de la pequeña ciudad de runners, aglutinada por la ciudad más grande y horriblemente perfecta, apenas minutos después de bajar de aquel tejado en el que el pánico todavía no existía. El miedo no era buen escalador, y cuando estabas cerca del cielo, estabas a salvo.
Estuve a punto de saltar la valla cuando escuché ese pequeño bramido que indicaba que la corriente estaba encendida, y la corriente rara vez se encendía. Sólo en casos excepcionales, con demasiado aflujo de gente, como queriendo demostrar al Gobierno que allí no había nada que bien, que si habían cerrado la Base era por algo, y lo comprendíamos.
O en caso de ataques.
Segura de que alguien estaba a punto de encontrarme, corrí por todo el perímetro, buscando alguna manera de cruzar la valla, aun a sabiendas de que no iba a encontrar ningún sitio por el que pasar. La valla de la Base se había diseñado así: podías escapar rápidamente, pero entrar era otra historia, precisamente a la inversa de la Central de Pajarracos Express.
Con el aliento de mi perseguidor invisible en la nuca, erizándome hasta el último pelo del cuerpo, desesperada, grité con todas mis fuerzas. Grité todos los nombres que se me ocurrieron, y grité más fuerte cuando escuché los pasos detrás de mí. Cerré los ojos, me incliné hacia delante, sin tocar la valla, pero sintiendo la electricidad que manaba de ella tratando de alcanzarme. No pude parar de chillar, las lágrimas me recorrían la cara, ahogando mis ojos, empañando mi vista...
-Por favor, por favor, abridme-supliqué, y empecé a darle puñetazos al alambrado, haciendo caso omiso de las descargas, leves, pero molestas. La habían encendido hacía poco.
Pero la gente no se había ido hacía poco, eso lo sabía.
-Por favor-gemí, dejándome caer en el suelo, hincando las dos rodillas y abrazándome. Me dolía el vientre, iba a morir allí, o algo peor. Sí, seguramente algo peor, iban a capturarme y torturarme para que traicionara a los míos, justo ahora, ahora que había conseguido que volvieran a confiar en mí...
Ahora no, por favor, ahora no.
Una voz detrás de mí se abrió paso entre el torrente de pensamientos que me aterrorizaban.
-¿Cyntia? ¡Cyntia!
Levanté la vista y miré a mi salvador.
Taylor se inclinó hacia mí, me rodeó con sus brazos y me besó la frente, tranquilizándome con la calidez de su cuerpo. Sólo pude decir tres palabras.
-Sácame de aquí.

Y lo hizo, ganándose mi agradecimiento eterno.

sábado, 21 de diciembre de 2013

La muerte hasta la última gota.

 Tamy abrió los ojos después de lo que le pareció una eternidad y, para su sorpresa, seguía metida en aquella esfera de luz blanca que había corrido hacia ella durante sus últimos instantes de vida, que habían sido a la vez meses y meses de intensa tortura en un cuerpo rebelde que no hacía más que volverse contra ella, pues su ser estaba luchando por salir de la asfixia permanente en la que se encontraba. Su cuerpo no era más que una cárcel invisible, tan ancha que parecías no estar encerrado, pero lo bastante pequeña como para notar los barrotes rozando todos y cada uno de los extremos de la piel; sin apretar, pero sin alejarse lo suficiente. Comprendió a qué se debía todo aquello: ella, el verdadero ella, no tenía cuerpo, no ib a tener fin, como lo había tenido la condena a la que la sometieron, sin haber hecho realmente nada, sin haber obtenido un juicio en el que le dijeran de qué era culpable y cuánto tiempo debía estar sufriendo sin saberlo.
Antes de morir, cuando le comunicaron a ella y a sus padres qué era lo que le sucedía, las continuas migrañas, los cambios de humor, Tamy había pensado mucho en qué era lo que podía sucederle, en lo mucho que daría porque todo aquello terminara de una vez. Al fin y al cabo, no se merecía lo que le había pasado, no recordaba que nadie la señalara con el dedo y murmurara una única palabra “culpable”.
Y, sin embargo, la culpabilidad estaba en sus venas, en la cárcel, y en su composición. Su abuelo había muerto de lo mismo, su padre había conseguido sortearlo, pero no había sido así con su tío, que se había quedado también por el camino.
El médico susurró una única palabra con semblante serio, una palabra que en un principio no tenía sentido. ¿Qué tenía que ver un signo del zodiaco que, para colmo, no era el suyo en todo esto? Era Capricornio, no era cáncer. Y estuvo a punto de protestar cuando lo entendió, gracias a las caras pálidas de sus padres, que no esperaban que el gen maligno traspasara las fronteras del sexo y lograra alcanzarla; en la mano lívida de su madre, con los nudillos blancos como la cal, que la apretaba con fuerza, sin querer dejarla ir, como si aquella pequeña palabra de seis letras fuera a arrastrarla lejos de sí... como había pasado con su tío, y su abuelo, y casi había sucedido con su padre.
Intentaron de todo, pero nada resultó. Las expectativas de los médicos no eran nada buenas, y terminaron confirmándose al luchar cada vez con más ahínco y no conseguir nada más que pequeños atrasos. Su madre había insistido en que probara todos los caminos, pero ella había terminado cansándose de aquello. Quería que la dejaran vivir lo poco que le quedaba, al fin y al cabo, sabía demasiado sobre la muerte, ya que había presenciado la convalecencia de su abuelo que, postrado en una cama, había dejado que su cuerpo le asesinara por dentro, criando un monstruo que no hacía más que devorarlo, mientras se afanaba en continuar respirando, corriendo a toda velocidad en una carrera en la que iba último, gritando a pleno pulmón para que le escucharan fuera de una sala insonorizada.
Y ahora, todo ese sufrimiento, las luchas a lo que se había enfrentado, no eran nada, se habían difuminado tal y como hacían las nubes de gas de una fábrica que, a medida que escalaban por el cielo, se fundían más en él. Tamy se encontraba ahora en una especie de mar de luz, pero era una luz diferente a todas las que había conocido cuando no estaba encerrada y su cuerpo dolía; era una luz buena, a la que podías mirar directamente sin que te hiciera el más mínimo daño, sin tener que entrecerrar los ojos. No cegaba, tan sólo alimentaba.
-Así es la muerte-dijo con una boca que ya ni estaba ahí, y meditó esas palabras mientras rebotaban en su conciencia. Creía saberlo todo sobre ella por el simple hecho de haberla tenido de cerca, pero nunca la había experimentado realmente.
A su mente acudió la imagen de una de las amigas de su madre hablando con ésta cuando se suponía que la enferma no iba a poder escucharlas. Ambas comentaban lo duro que estaba siendo todo, lo injusto que era, que aquellas cosas no debían pasar, nadie debería morirse tan joven, era una verdadera injusticia, ella lo sabía... y Tamy había arrugado la nariz y había pensado “¿Cómo lo sabes? ¿Es que tú te has muerto alguna vez?”
Había crecido con un retazo de verdad, considerando cosas que se daban por sentadas, pero que nadie en realidad conocía con certeza. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tratar de describir la muerte sin haberlo hecho primero era como tratar de adivinar el sabor de un plato por la pinta que tenía. Tuvo ganas de echarse a reír de su antiguo yo, que se había creído tan experto de aquellos temas, porque le habían tocado de muy cerca; pero ahora sabía la verdad: nadie tenía ninguna experiencia con la muerte, porque la muerte era de cada uno. Cada uno podía tener una ligera idea, pero sólo una vez iba a experimentar la muerte, y sería demasiado tarde para volver atrás y decir a todos los que le discutieron su manera de ver el mundo que se abría ante ella y decirles “¿Lo veis? Tenía razón. Al final la muerte no es más que libertad”.

Sí, libertad. Libertad para imaginar lo que podría haber pasado, libertad para vivir una y otra vez vidas que nunca iban a ocurrir en la realidad, libertad para revivir los recuerdos pasados, tanto los presentes como los olvidados. Libertad para meditar, una y otra vez, sobre lo que sucedía en el mundo. Libertad para cometer errores y enmendarlos, acertar, y seguir escalando. Eso era la muerte; lo que venía después de la vida, lo que todos se imaginaban, todos terminaban probando: una segunda oportunidad de la que, aunque de mentira, se aprovechaba hasta la última gota.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Lealtad.

Me quedé pensativa, mirando a las nubes, mientras Louis revolvía en los bolsillos de mi chaqueta hasta encontrar la cajetilla de tabaco.
-¿Puedo?-inquirió, alzando una ceja, sin saber si me apetecía romperle la cara o si, por el contrario, me había puesto de buen humor y tenía pensado permitirle que se excediera. Asentí con la cabeza, masajeándome el cuello, e hice un gesto con la mano en señal de que no me importaba en absoluto, a pesar de que él ya había encendido el mechero y la llama ya estaba muy cerca del pequeño asesino con vestido de novia.
Se tumbó sobre la hierba e inhaló el humo cancerígeno, sin importarle lo más mínimo que era posible que aquella fuera mi última cajetilla y tuviera que ir a robar más de camino a casa. ¿Qué más daba? Todo era más sencillo si podías volar.
Yo no podía dejar de pensar en las nubes, en lo libres que eran, en que podían pasar a través de cualquier cosa, porque eran a la vez agua, que fluía, y aire, que se colaba en el menor recoveco y llenaba de vida cualquier cosa. Podían ahogar a la gente si se les antojaba descargar la cantidad suficiente de agua como para provocar inundaciones, o podían matarlas de sed si no se dignaban a aparecer... o podían insuflarles vida proporcionándoles lluvias regulares y permanentes, que nadie echaría en falta durante un día, pero tampoco vería que sobrasen en una tarde.
Me mordí los labios y me concentré en acariciar la larga trenza, que ni me había molestado en deshacer mientras lo hacía con el ángel traidor que me convertía a mí también en una traidora.
-¿Qué pasa?
Negué con la cabeza.
-No lo entenderías.
-Puedes intentarlo.
Pero me quedé callada, vislumbrando un futuro que sabía que no iba a pasar. Podíamos huir. Yo marcaría los límites y el ritmo, dado que no podía volar. Él podría ir delante, ayudarme cuando los obstáculos fueran especialmente difíciles, y avisándome para sortearlos. Podría ayudarme si se lo proponía, y saldríamos rápidamente de aquella ciudad. Nunca había estado más allá de las fronteras de los distritos, pues abarcaban la ciudad en toda su extensión, pero, claro, cuando esta ciudad llega casi a los cientos de kilómetros de una punta a otra, y otros tantos de norte a sur, este a oeste, cualquier lugar era desconocido. Nadie conocía a nadie en la ciudad, ni mucho menos; apenas sólo sabían de los compañeros de escuela, de trabajo, de aquellos con los que se encontraban en la cafetería, de aquellos que se bajaban en la misma parada de metro, de aquellos que frecuentaban el mismo quiosco, incluso a los que veían en el cine, insulso e inútil, que más que arte se podría calificar de publicidad más duradera del Gobierno, siempre en la sombra y siempre acechando. No nos sería difícil camuflarnos entre esa sociedad, él podía esconder sus alas, y yo podía tapar mis tatuajes con maquillaje (había visto a chicas haciéndolo, y estaba segura de que mi madre lo hacía cuando salía a comprar la comida que necesitaba para alimentar a lo poco que quedaba de nuestra familia, rota y herida por la guerra a la que nos sometíamos sin disparar realmente nunca ninguna pistola), y sería cuestión de tiempo que la policía nos perdiera el rastro. Tal vez tuviéramos suerte y se nos diera por muertos, caídos en combates diferentes ambos dos y, sin lo hacíamos bien, saldríamos de la ciudad al mismo tiempo que nos celebraban los funerales; breves en mi caso, modestos, sin demasiado tiempo a pensar en lo buena o mala que había sido, sino con la imagen de un sustituto adecuado en la mente de todos y cada uno que se estuvieran despidiendo de mí, y seguramente triste en su caso, dado que, bueno... era caro, eso lo sabíamos. Era lo poco que sabíamos de los ángeles: resultaban muy costosos, cada uno era una joya en sí misma, y por eso se reservaban el derecho de mandarlos retirarse cuando las cosas se ponían demasiado feas con nosotros. Otra historia era, por supuesto, que ellos se retiraran. En el fondo cada uno hacía lo que le daba la gana, pues tú eras la única persona que iba a estar viviendo contigo todo el rato.
-¿Tengo que preocuparme por dejarte embarazada y que dentro de nueve meses me vengas con un crío con pico?-preguntó.
-Tomo la píldora.
Se me quedó mirando un segundo. Alzó las cejas y silbó.
-Vaya, bombón...
-No podemos permitirnos esas cosas en nuestro trabajo-dije, subiéndome la cremallera de la chaqueta y poniéndome de pie.
-¿Por qué?
-Las embarazadas son torpes.
Sí que era verdad que tarde o temprano tomábamos la decisión de dejar de drogarnos y permitir que la naturaleza siguiera su curso. En mi caso, especialmente, todos querían que dejara de medicarme y le permitiera a Taylor el tener la posibilidad de fecundarme. Todos fantaseaban con los hijos que podríamos tener, fruto de la unión de dos de los mejores de nuestra base: la más rápida, la mejor de todas, la de una estirpe mejor que la de los demás, la que tenía sangre incorrupta en sus venas, y el más fuerte, el mejor entrenado ,el más preparado y más listo de todos ellos, que vivía a base de ponerse en peligro y disfrutar de éste.
Sí, los hijos que podría tener con Taylor serían geniales.
Y la gente tenía prisa por que los tuviera, ya que, al fin y al cabo, cuanto más temprano empezara a procrear y quedarme embarazada, más hijos podría tener.
El problema era que yo no quería esta vida para ellos, y estaba convencida de que tendrían que vivirla, obligados por su sangre, por la madre que tenían, por la familia de la que procedían, por un padre que no tenía respeto alguno por los valores de la gente de a pie, que en ocasiones no protestaba porque sus ideales y su inteligencia les daba toquecitos en la espalda.
-Eh, no vale la pena-les decía esa vocecilla en la cabeza cuando iban a protestar, y lo veían, y se daban cuenta de que su conciencia tenía razón, y no hacían otra cosa más que asumir que las cosas eran así, no iban a cambiar por mucho empeño que le pusieran, y punto.
Taylor estaba empeñado en no darse cuenta de que yo aborrecía que me tratasen como a una vaca de buena genética, a la que sólo se utilizaba para parir terneros cuya carne se vendería sin duda al mejor postor por varios cientos de dólares.
La vaca también quería que la ordeñaran, no sólo que la utilizaran como útero caminante. Yo tenía mucho que ofrecer, lo estaba ofreciendo en ese momento, llevaba toda la vida ofreciéndolo porque se me había permitido, ya que “era demasiado joven para tener hijos aún, su potencial no estaba bien desarrollado”.
Además, no iba a parir guerreros. Tendría hijos si veía que las cosas iban bien, incluso los tendría y les permitiría trabajar en lo mismo que había trabajado yo, siempre y cuando hubiera podido mejorar las cosas.
Y las cosas no estaban mejorando, es más, cada día íbamos a peor, cada día fallábamos más, cada día desconfiábamos más los unos de nosotros, y cada día nos parecíamos más a eso contra lo que, se suponía, estábamos luchando.
-¿Te obligan?-preguntó él, tendiéndome el cigarro. Negué con la cabeza.
-No, de hecho-sonreí, cínica y cogiendo el pequeño asesino- quieren que deje de tomarla, pero...
-... pero no puedes arriesgarte a parir algo con pico. ¿Cómo lo explicarías?
Me eché a reír.
-No eres el centro del mundo.
-Puede, pero hace un poco estaba en el centro de tu ser, lo que viene a ser muy parecido.
Di una calada, divertida, y negué con la cabeza.
-No entiendes nada.
Sacudió la cabeza y alzó los hombros, clavando los ojos en las nubes que me habían servido de fuerza filósofa a mí también.
-Tampoco lo necesito-replicó, sonriendo sin dignarse a mirarme. Me odié a mí misma por permitir que tuviera razón; le había dado exactamente lo que quería a cambio de nada.
Bueno, nada... nada no.
Suspiré, le tendí de nuevo el cigarro y él lo rechazó con un movimiento de la mano. Lo apoyé en la hierba y lo aplasté con toda la fuerza de la que fui capaz.
-Uh, qué rebelde.
Me eché a reír.
-Cállate.
Nos quedamos un rato más así, los dos juntos, sin comentar nada, tan sólo disfrutando de la compañía del otro y de la posibilidad de que el silencio no nos hiciera ningún efecto... se sentía bien estar a su lado.
No tenía por qué pararme a pensar en que tal vez nos mandaran en una misión conjunta.
No tenía por qué pensar en que tal vez aquella fuera la última vez que estuviéramos juntos, porque nos fueran a matar en el instante más próximo.
No tenía que pensar en nada de ser una runner, porque yo a su lado, en ese momento, no era una runner, sino una de sus conquistas infinitas. Un nombre más engrosando una lista enorme.
Seamos francos: era muy guapo, y se notaba que tenía experiencia. Yo no era ninguna novata en esos temas (había tenido varios novios antes de Taylor, ninguna relación demasiado seria, pero no había llegado intacta al que se suponía que era mi novio oficial), pero no tenía la misma experiencia que él, eso se notaba.
La suya era la típica experiencia del don Juan que sabe adaptarse exactamente a la situación, a la chica, pero que disfruta adaptándose de todas las maneras. Había conseguido ese punto de equilibrio entre el placer propio y el disfrute ajeno sin hacer apenas esfuerzo.
Y eso me cabreaba.
Me cabreaba mucho que no me tuviera sobre aviso constantemente porque, al fin y al cabo, éramos enemigos, se suponía que no deberíamos estar allí juntos. Para empezar, no tendríamos que habernos acostado. Para seguir, no deberíamos haber intimado tanto.
Además, no tendría que haber ido corriendo a verlo, entristecida porque podía matar ángeles.
Debería estar contenta de serle útil a los míos y poder matar ángeles.
Pero, sobre todo, me cabreaba el hecho de estar a gusto con él.
Y ser una conspiradora, ya ni te cuento.
-Debería irme-murmuré para mis adentros, asintiendo con la cabeza, insuflándome ánimos, y levantándome para, a continuación, desperezarme.
-¿Llevas las bragas?
Le di una patada en las costillas, él se retorció de dolor, pero no demasiado. Gimió durante largo rato, hasta que se descontroló lo bastante para perder esa calidad de gemido herido y terminar siendo una carcajada burlona.
Quise arrancarle las alas por todo lo que me estaba haciendo y prenderles fuego allí mismo, delante de él y de todo el parque, con los niños corriendo con sus cometas persiguiéndoles (como había hecho él una vez conmigo), con los adolescentes enrollándose en los bancos, los ancianos dándoles de comer a las palomas, y los perros trotando tras las cosas que sus amos le lanzaban. Quería que todos vieran de lo que era capaz, que me tuvieran respeto, que no me cabrearan, que me tuvieran miedo.
Quería ver la cara de Louis cuando sus alas ardieran como si tuvieran gasolina y formaran una columna de humo que él nunca, jamás, podría volver a sobrevolar.
¿Quién gana ahora, Louis?
Y, sin embargo, ahí estaba otra vez esa pequeña sombra de mí, del amor que había sentido una vez antes de que me convirtieran en una asesina a sangre fría, cuando todavía creía en la bondad del as personas y que alguien que no te conocía no podía hacerte daño, recordándome qué era lo que sentía por él.
Aquella pequeña sombra que cuando hablaba sonaba igual que mi hermana pequeña antes de que la callaran para siempre era la que me explicaba cosas que, de no ser por ella, yo no habría entendido jamás.
Por qué, por ejemplo, ya no quería ir a misiones en las que hubiera riesgo de que un ángel apareciera y la lucha quedase garantizada, incluso en el hipotético caso de que consiguiera que me ofrecieran una así.
Por qué no podía dormir tranquila por las noches si sabía que Louis se había largado a hacer algún trabajo nocturno en el que podría correr peligro.
Por qué sólo me sentía a salvo no cuando estaba metida en un ascensor (lo conocíamos como el gran amigo del runner, ya que cuando entrabas en uno, las balas no te alcanzaban, y era demasiado difícil pararlo antes de que alcanzaras tu destino y pudieras escapar, ya no digamos echarlo abajo), sino cuando estaba en un espacio al aire libre, a poder ser en un tejado, en el que él pudiera verme y acercarse a mí.
Por qué no podía soportar la idea de encontrarme con un ángel en misión conjunta con un compañero runner y dejar que le disparara.
Por qué sus ojos me parecían tan bonitos.
Por qué creía que mi plato favorito eran sus labios.
Por qué sabía que las cosas con Taylor ya no iban a ser nunca iguales, y luchaba por disimular que las cosas estaban bien y que no había cambiado absolutamente nada, a veces con más triunfo, otras con menos.
Por qué de repente la traición ya no me parecía tan mala opción.
Por qué estaba con él allí en lugar de estar preparando mi próxima misión, que era, en teoría, con lo que más disfrutaba en el mundo.
-Te quiero-solté de repente, sin arrepentirme lo más mínimo por el efecto colateral que podría causar. Me daba igual cómo fuera su ego, me daba igual su reacción.
Podría traicionar a toda mi familia, a todos los que me importaban, podría traicionar a todo el mundo... pero no me iba a traicionar a mí misma.
Y tampoco iba a traicionarlo a él. Sentía que necesitaba saberlo. Y yo necesitaba decírselo.
Las comisuras de su boca se curvaron en una sonrisa condescendiente.
-Es difícil no hacerlo.
-No, pájaro. Te quiero de verdad. Y lo sabes. Lo sabes muy bien. Lo sabes de sobra, de hecho. Seguro que tienes miedo de que sea verdad, por todo lo que esto puede implicar, pero quiero que sepas que si vamos a jugar, voy a dejar que eches un vistazo a mis cartas. Ya conoces mi estrategia.
-Si estás esperando que te diga lo mismo, estás muy bien sentada.
-Me da igual lo que tú sientas, ¿vale? Pero esto ya no es una tontería para mí. No es ningún juego. Es más, seguramente nunca me lo tomé en serio como un juego-me encogí de hombros, y observé a las parejas revolcándose bajo aquella luz cálida, disfrutando de algo que yo nunca iba a tener.
Libertad mentida.
Pero era mejor que esclavitud conocida.
Preferiría mil veces haber nacido en otro lugar y no saber cómo se nos sometía, hasta qué punto éramos esclavos. Porque el que no sabe de su esclavitud nunca, jamás, es esclavo.
Yo también quería ser como aquellos infelices, que iban por la vida besándose, sin tener miedo de que alguien les disparara, sin preocuparse de vigilar cada entrada y encontrar cada salida en un tiempo récord, asegurándose una ruta de escape. Yo también necesitaba ese soplo de aire fresco que todo el mundo experimentaba durante toda su vida.
Correr estaba bien, pero en ocasiones lo mejor era caminar. Detenerse a mirar cosas bonitas, observar a los demás, comprar lo que quisieras, luchar por llegar a final de mes, no preocuparte porque alguien te hiciera daño, pues se suponía que la policía no iba a dispararte... todas esas cosas que veías y sabías que causaban placer, pero no podías imaginarte cuánto. Y todo eso dolía, dolía mucho, porque podías ver cómo los demás lo pasaban bien mientras tú sufrías, no hacías más que luchar por ellos sin que ellos conocieran tu guerra ni la apreciaran.
-No estamos en ningún juego, Cyntia. Aquí, si te matan, no puedes reiniciar la partida.
-Sabes a qué me refiero.
Me acarició la mejilla con la palma de la mano, yo le sostuve la mirada, segura de que no tenía nada que esconder.
Que me lea la mente si lo desea. Estoy limpia.
Por sus ojos cruzó una emoción a toda velocidad, rápida como los aviones que sobrevolaban las casas, que en ocasiones sorteaban los edificios por escasos metros, que pasaban entre ellos considerándolos túneles, y que conectaban los centros neurálgicos de la ciudad con los de otras ciudades, más grandes, más alejadas, más desconocidas... y esperaba que más libres.
Parpadeé, a la espera de que me soltara cualquier gilipollez pretenciosa de las suyas, aquellas a las que ya me tenía acostumbrada y que, de hecho, me habían llamado más la atención sobre él. Era curioso cómo podía pasar de darme asco a necesitarlo en apenas un segundo, e invertir el proceso a su antojo, sin importarle cuáles eran mis sentimientos, qué era lo que pasaba en mi interior, por qué no podía enfadarme del todo, aunque me cabrease como nada lo había hecho antes.
Me sorprendió con una sonrisa tierna, tan íntima que me hubiera sonrojado de no tener un gran autocontrol y capacidad de dominación de mí misma.
-Tú no eres ningún juego para mí, bombón.
Puse los ojos en blanco.
-¿Tenías que cagarlo con lo de “bombón”?
Pero me incliné a recompensarle aquella mínima declaración de intenciones con un beso.
-Me irás conociendo con el paso del tiempo.
Ya lo hacía, a mi manera. Sabía que le gustaba patrullar solo, porque así podía pensar en sus cosas y dejar que su atención fluyera como los ríos de la ciudad, sabía que se permitía planear la mayor parte del tiempo, sabía que le encantaba asustar a los míos dejando que sólo su sombra se proyectara sobre ellos, semejante a los juegos de las águilas y los conejos. Sabía también que prefería patrullar de noche, porque la ciudad era particularmente hermosa desde las alturas cuando se vestía con sus mejores galas y celebraba la oscuridad. En ocasiones se daba la vuelta y contemplaba las estrellas tanto como sus alas soportaban el peso de su cuerpo por encima de ellas.
Y sabía que venía a la Base a verme sorteando los edificios a modo de obstáculos, volando a toda velocidad, como un entrenamiento más.
También había mucho de él que no sabía. Por ejemplo, cómo se llamaban sus padres, a qué edad le habían implantado las alas, cómo había sido su entrenamiento, cómo había hecho para sobrevivir en el aire durante tantos años sin el más mínimo arañazo, cómo podía ser tan creído, si había tenido novia, si tenía novia en ese momento y también estaba engañando a alguien como yo... esos pequeños detalles que la gente normal enseguida pregunta, pero que tú no quieres sonsacar realmente. Tan sólo quieres que el otro se siente una tarde contigo a charlar de esas pequeñas cosas, las manías, los gustos, la familia, la historia, la vida, el futuro, los sueños, los temores... y escuchar fascinada una perorata que a cualquiera tendría aburrida, pero que a ti te parece la cosa más interesante del mundo.
Me disponía a preguntarle algo sobre su pasado para tirarle de la lengua y que me contara algo de un mundo tan desconocido como exótico, cuando decidí que por aquel momento ya estaba bien. El sol había avanzado mucho, en mi Base estarían preocupados por dónde estaría, y no quería tenerlos a todos detrás de mí.
-¿Cómo vas con tus planes de salvar el mundo?-dije, incorporándome y limpiándome el trasero con unas sacudidas de las manos. Él echó un vistazo a mis partes posteriores, sonrió, negó con la cabeza ante una idea que pareció surgir en su mente como un cactus plantado en medio del desierto por nadie sabía quién, y me miró a los ojos.
-Voy bien. Estoy convenciendo a algunos. No son muchos, pero... poco a poco. Cada pluma cuenta-dijo, batiendo levemente la punta de las alas, a las que la hierba parecía adorar particularmente.
Hice una mueca, divertida.
-¿Te importa si te copio la frase? Es muy graciosa.
-¿Sabes qué es graciosa? Tu cara-respondió, poniéndose en pie de un brinco y sobrepasándome de nuevo con su altura. No era muy alto (estaba segura de que Taylor era más alto que él), pero lo era bastante para sacarme una cabeza y contemplarme desde arriba con aires de suficiencia, que portaba como un aura.
Alcé los brazos.
-Si me disculpas, tendré que interrumpir tu diversión. Tengo que volver a casa.
-Sí, no vaya a ser que tu novio venga a buscarte y te encuentre aquí siendo una traidora.
-Es un consuelo que traicione con estilo.
Su rostro se iluminó con una mueca de niño travieso.
-¿Es eso un cumplido?
-Mis pantalones son geniales. Mejores de los que suelo llevar. Son de marca, ¿sabes? Robados la temporada pasada.
Exhaló aire por la nariz, sin poder creerse que, por una vez, no se le considerara lo más bonito del lugar. Una cosa era que lo fuera y otra muy distinta que yo fuera a decírselo.
-Voy a ir contigo-sentenció cuando me giré y comencé a andar hacia el camino del que nos habíamos separado, sin creer realmente que fuera a hacerlo. Alcé una ceja y me volví.
-¿Ah, sí?
-Sí. Quiero ver qué cara ponen cuando descubran que te has tirado al enemigo.
-Sé disimular esto mucho mejor que tú-respondí, saltando el arbusto que nos había ocultado de miradas indiscretas y girándome a mirarlo. Se estaba poniendo la sudadera, de modo que sus alas quedasen ocultas bajo la tela de ésta. Cerró la cremallera y se dispuso a seguirme, observando de vez en cuando al cielo, como temiendo que su yo más sensato bajara volando y le arreara una buena tunda por irse con una runner, con la runner que le había robado los documentos de la Central y había escapado con unos cuantos que, aunque inútiles, no dejaban de demostrar que mi intrusión era real.
-Por curiosidad, Louis, ¿te echaron la bronca por no conseguir recuperar todos los documentos?
Negó con la cabeza.
-¿Y a ti por no conseguirlos todos?
Me detuve un segundo, queriendo borrarle la sonrisa cachonda de la tara de una bofetada. Por suerte, me contuve, porque de hacerlo podrían detenerme por ejercer la violencia en público, lo que podía considerarse un acto revolucionario. Y si me detenían y descubrían mi tatuajes, bueno... a Puck no le haría demasiada gracia que saliéramos en las noticias.
-Eres un hijo de puta con alas.
Alzó los hombros tan alto que su cabeza bien podría haberse escondido en ellos.
-Puede. Pero al menos yo no me declaro de forma tan cutre.
En el parque había muchos objetos arrojadizos. Una lástima que la policía rondase tanto por allí. El pájaro necesitaba una hostia bien dada.

Y sería un placer ser yo quien se la diese.