viernes, 26 de junio de 2015

Chicken stuffed with mozzarella wrapped in parma ham with a side of homemade mash.

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Mi habitación no dejaba de cambiar. Siempre había algo nuevo que aparecía como por arte de magia, una especie de hongo particularmente bonito que hacía su acto de presencia cada vez que volvía de un viaje.
            Pero esta vez era distinto: algo no terminaba de cuadrar. Incluso en la mayor de las oscuridades un poco de luz lunar se filtraba por el techo, como si de la azotea hubiera surgido un hueco, y las luces de mi ciudad ya no dieran abasto para acabar con la luz que provenía de los demás cuerpos celestes.
            Me arrastré para encender la luz, con las energías renovadas de quien se acaba de despertar de una pesadilla y se sabe seguro en su cama, calentita y cómoda, a encender la luz y ver qué era lo que iba mal.
            Bueno, todo iba mal.
            Aquella no era mi habitación.
            Y mi pesadilla era de aquellas lo bastante poderosas como para no poder escapar de ella ni aún abriendo los ojos y echando a andar lejos de las sábanas, la cama, la habitación y la casa que las contenía a todas.
            Todo era  real, Inglaterra era real, mi exilio era real, el fin de mi vida como la había conocido era real… todo era un asco, de lo primero a lo último, por mucho que las paredes intentaran parecerse a las mías con las fotos gigantes que emulaban las que había hecho colgar en mi habitación, para contemplar la gloria pasada y tratar de imitarla, celebrarla y reproducirla en la medida de lo posible.
            Fallaban, evidentemente, y lo único que conseguían era añadirle un toque aún más triste a la historia que me había tocado vivir; era como si alguien añadiera un bolso horrible a un conjunto ya de por sí horroroso y, para colmo, lo completara con unos zapatos que nada tenían que ver con el estilo de lo que se estaba llevando.
            Como llevar un bolso con estampado floral, al más puro estilo hippie, con un vestido de tubo de cuero negro y unos playeros de los de salir a correr al parque.
            Aquello era una catástrofe en toda regla, y me había tocado vivirla a mí, sin haber hecho (casi) nada malo en mi vida, y, desde luego, nada malo para merecérmelo.
            Con los ojos picándome como pocas veces me habían picado y el ardor de mil infiernos en la córnea y la garganta, conseguí arrastrarme fuera de la cama, considerando el suicidio seriamente. Sería un buen castigo para mis padres por haberme enviado allí; casi podía ver a mi madre, rota de dolor, doblarse sobre mi ataúd abierto, acariciándome el pelo y rogándome que todo fuera mentira, mientras mi padre le acariciaba a ella la espalda y le suplicaba que fuera fuerte, que se quedase con él, que no iban a poder con eso solos…
            Pero no. Por muy mal que me hubieran hecho mis padres, por muy lejos que me hubieran mandado y profundo me hubiesen intentado hundir, yo no era de las que se suicidaban. La vida no era demasiado dura como para poder conmigo, y nadie era lo bastante importante como para renunciar a lo único que poseía y que nadie me podía quitar, por muchos esfuerzos que pusieran en ello: a mí misma.
            Sin saber todavía cómo lo conseguí, abrí la pequeña puerta que daba a las escaleras que me conducirían al pasillo y me deslicé por ellas, sin apenas ver por culpa de los océanos rabiosos que se formaban en mi cara y que amenazaban con desbordarse y ahogar la poca tierra que quedaba sobre ellos.
            Una nota me esperaba al final de la escalera, colocada en el suelo de manera que me fuese imposible verla:
            “Te he dejado un sándwich en la nevera. Sólo tienes que calentarlo. Que duermas bien.”
            Y nada más.
            Desde luego, Erika se lo curraba.
            Recogí el papel, hice de él una bolita y, a mi pesar, y sobre todo por no tener un rumbo fijo, me dirigí a la cocina, con el estómago protestando por tenerlo tantas horas sin darle de comer.
            La casa estaba en la oscuridad más absoluta y, dado que todavía no había podido inspeccionarla a fondo a pesar del tour vespertino, tuve que avanzar prácticamente a ciegas, con las manos extendidas delante de mí. Qué lástima no haberme fijado en dónde estaban los interruptores de la luz: podría haber encendido cada puta bombilla de mi prisión y asegurarme de que todo el mundo se  enterase de que estaba despierta y lista para llevarme por delante a cuantos más, mejor.
            Pero, claro, no había tenido tiempo a fijarme en la distribución de la electricidad cuando Tommy había sido quien me había llevado por allí.
            Para mi disgusto, una parte de mí se retorció de placer, una parte de mí que había permanecido callada, en un silencio tan absoluto que me había olvidado de que estaba allí. Incluso podías olvidarte de que vivías con un dragón si éste dejaba de respirar y tú cerrabas los ojos.
            Tommy… con los pies siguiendo el suelo de las escaleras, mi mente vagabundeó por el paseo que había hecho esa misma tarde por allí, cómo me había hartado a mirarle el culo, cómo habían sido sus brazos alrededor de los míos cuando llegó su padre...
            Tal vez mi encarcelamiento tuviese algún punto bueno, por pequeño que fuera. Y, desde luego, debía aprovecharlo.
            Pero no hoy. Hoy era el día de rebozarme en mi propio sufrimiento y bañarme en la autocompasión, lamentando mi fortuna y mi desdicha, lamentando que cualquier zorra más o menos mona se estuviese haciendo en ese instante con las portadas en las revistas que había conseguido yo meses atrás gracias al sudor de mi frente (o la longitud de mis piernas; no estaba claro).
            Entré en la cocina y me dirigí derechita a la nevera; cuál fue mi sorpresa cuando me encontré un sándwich envuelto en plástico de tal forma que parecía una tienda de campaña india con un palillo haciendo las veces de soporte fundamental. Además, en un papel atravesado por el palillo como la vela de un barco era atravesada por un mástil, alguien había garabateado mi nombre a toda prisa, seguramente  antes de irse a dormir. Saqué el plato, lo desenvolví, lo metí en el microondas y me abrí una cerveza para contemplar emborrachándome cómo mi comida/desayuno/cena/lo que fuera daba vueltas y más vueltas.
            Saqué el bocadillo antes de que terminara, pero fui lo bastante rencorosa como para permitir que el microondas detuviera su cuenta atrás y llenara la casa, sumida en su infinito silencio, con unos pitidos que se tuvieron que oír incluso en la luna. Asentí con la cabeza, satisfecha conmigo misma, y me senté en la mesa que había justo en el centro de la sala.
            Dando el primer bocado de lo que resultaría uno de los mejores sándwiches que había probado en mi vida (eso tenía que concedérselo a la reina de mi prisión), desbloqueé el móvil y le mandé un mensaje de texto a Zoe.
            -Dime que estás despierta. Mi casa no es una casa. Me voy a suicidar. ¿Quieres presenciarlo y subirlo a Youtube para hacerme viral?
            No había tragado aún mi bocado cuando me vibró y silbó el móvil con su respuesta.
            -No me lo perdería por nada del mundo, mi vida-replicó ella, y, antes de que pudiera acceder a su número para poder empezar una video llamada, ella ya estaba solicitando una.
            Uno no sabe cuánto echa de menos su casa, su ciudad, su país, su continente, hasta que no ve a su mejor amigo por primera vez a través de la pantalla de un teléfono.
            Los ojos verdes de Zoe brillaron por sí solos cuando se encendió mi pantalla y pudo verme. Sonrió con tristeza y sacudió la mano; una línea blanca muy nítida le serpenteaba en dirección a la oreja. Se había puesto cascos.
            Nadie más, salvo ella, me oiría llorar si empezaba a hacerlo.
            Seguramente lo hubiera hecho a posta.
            -Hola, mi amor-susurró, y eso fue lo que hizo falta para que el Niágara se desbordara.
            Esperó con una paciencia casi desconocida en ella, dándome tiempo para calmarme, aclarar mis ideas y elegir las palabras con las que iba a describir mi pesadilla. Aunque las palabras tardaron en salir a la superficie, como si de anclas se tratasen, finalmente pude sacar la cabeza del agua y llenar los pulmones de aire, siempre ante su atenta mirada, cargada de compresión.
            -Todo esto es horrible, Zoe. No creo que sobreviva ni una semana. Ojalá me atragantara con el bocadillo-me lamenté, dándole un nuevo mordisco al sándwich y esperando que mi cuerpo se equivocase, se estropease y metiera la comida donde debía ir el aire. Pero no fue así; uno no podía controlar el instinto de supervivencia, y mucho menos el correcto funcionamiento de sus órganos vitales.
            -No digas eso, mujer-susurró ella, acomodándose uno de los auriculares al oído-. Ven, te diré lo que haremos. Vas a buscar un sofá, vas a poner la tele, en el Cosmopolitan, y comentaremos el primer reality que encontremos.
            -¿Y si resulta que no están echando ningún reality?
            Alzó una ceja roja.
            -Cariño, estamos hablando de la Cosmo. Siempre hay realities, créeme.
            Sin tenerlas todas conmigo, conseguí arrastrarme fuera de la cocina y dejarme caer en el salón. Me estiré para coger el mando de la tele mientras el móvil descansaba a mi lado, con la pantalla vuelta hacia arriba, de manera que Zoe tuviera una vista perfecta del techo de mi cárcel.
            -Es bastante alto.
            -Es una casa de dos pisos y encima de mí no hay nada-repliqué, limpiándome las mejillas con el dorso de la mano y respirando profundamente. Busqué el canal en silencio, con Zoe tecleando en su móvil y levantando la vista de vez en cuando para comprobar que seguía respirando y que no me había ahogado entre mis lágrimas, lo cual sonaba demasiado bonito como para poder ser real.
            -No debes agobiarte, ¿vale? Londres es un sitio lleno de oportunidades. Hay un montón de editoriales asentadas ahí, y agencias de modelos, y sedes de marcas internacionales; alguien se enterará de que estás ahí y la ciudad se convertirá en un doble de Nueva York.
            -Nueva York no tiene dobles.
            -Algo se podrá hacer, mujer. Terminarás disfrutando.
            -Tú no estás conmigo-musité por lo bajo, pero ella me escuchó, y una radiante sonrisa se extendió por su rostro, empujando a las pecas hacia la cadena montañosa que eran sus mofletes.
            -Estaremos juntas aunque nos separen océanos, ¿vale, Di? Tú sólo sé tú misma, búscate la vida, asegúrate de que haces todo lo que debes hacer. No puedes perderte, no después de todo el trabajo que te ha llevado encontrarte.
            -Nunca has estado sola.
            -Todo el mundo está solo. Las únicas personas que nos acompañan desde que nacemos hasta que morimos, sin darnos un segundo de descanso, somos nosotros mismos. Mientras te tengas a ti misma, estarás bien-razonó, tumbándose en su cama y doblando las piernas hasta ponerlas perpendiculares al suelo. Se oyó un chasquido y su plano se llenó de luz y ruido, haciendo que su piel se volviera de una porcelana formada casi exclusivamente por nieve.
            Y, entonces, empezó el lento proceso de tranquilizarme y sonsacarme cosas de cómo había sido mi primer día en “la metrópoli”, como se empeñó en llamarla. Le agradecí especialmente que no se acercara, ni siquiera le echara un vistazo, a la Libreta, demostrándome que todo lo que le dijera se quedaría allí.
            Tras casi una hora mordisqueando el sándwich, rogando por que nunca se acabara, y comentando los programas que se iban sucediendo lentamente, se oyó un ruido en su habitación, a miles y miles de kilómetros de mí. Zoe se incorporó un momento y asintió con la cabeza a unas palabras que apenas conseguí escuchar. Limpié la pantalla del ordenador, a la que la había trasladado, mientras ella fruncía el ceño y volví a asentir, después de suspirar.
            -Mi madre quiere que la acompañe de compras.
            -No me dejes.
            -Seguro que hay algo que hay algo con lo que te puedas entretener. Como los brazos del hijo de Louis-sugirió, alzando una ceja y guiñándome un ojo a la vez. Me arrepentí en ese instante de haberle hablado sobre Tommy, haberle contado cómo eran sus brazos y lo mucho que me habían gustado, cómo me había apetecido que el viaje en taxi se detuviera un momento para poder apagar el volcán que había en mí y volver a convertirme en la Islandia que me había propuesto ser. Sabía que no lo dejaría pasar y que, siempre que tuviera la ocasión, me sacaría el tema y me obligaría a centrarme en elaborar un plan con el que arrastrarlo hasta mi cama, o, si lo prefería, convertirlo en uno de mis novios.
            Pero no, no podía atarme a nada, no podía ser feliz en Inglaterra. Debía obligarme a mí misma a tener la vista siempre fija al otro lado del mundo, en Nueva York, y centrar cada gota de energía en volver a casa. ¿Podía pasármelo bien? Evidentemente. ¿Iba a pasármelo lo mejor posible? Era bastante probable.
            ¿Le cogería cariño a ese asqueroso país? Ni de coña.
            Skype me informó de que Zoe había colgado después de una larga retahíla de insultos en los que “puta” fue el más bonito. Me dejó sola en la oscuridad de la noche, únicamente rota por la televisión, cuyo contenido se volvió tan poco interesante como una hormiga en el camino de un león.
            Me quedé allí plantada, con la televisión llenando mi inexistencia, y el ordenador calentándome las piernas desnudas. Sabía de sobra que no iba a poder dormir, y que si subía y me metía en la cama lo único que haría sería dar vueltas y más vueltas, preguntándome cómo había podido llegar hasta allí (aunque lo sabía de sobra, y me pesaba en la conciencia si me atrevía a mirar a ese rincón oscuro), si mi vida volvería a recuperar el sentido, y si podría sobrevivir en una habitación que pretendía ser una imitación de la mía, aunque con una tristeza inherente que me provocaba arcadas.
            Terminé poniéndome una sudadera para aliviar el frío que se me había instalado en el alma. Descubrí después de pasármela por dentro y percatarme de su olor (sabía que lo había olido varias veces en mi infancia, pero no lograba situarlo), que era gris. El color de mi estado de ánimo en ese momento.
            Llevaba una eternidad sola cuando un ruido detrás de mí me hizo congelarme enel sitio. Ya estaba. Los ingleses eran gente estúpida; seguramente no conectasen alarmas por la noche para evitar robos. Había entrado un ladrón en la casa y me mataría; me degollaría, seguramente. Mejor: así les daría trabajo a Louis y Erika, que  tendrían que limpiar mi sangre si querían volver a usar sus queridos muebles, y me convertiría en el fantasma que planearía sobre las vidas de mis padres, recordándoles que, por intentar quitarme la felicidad para darme una lección, habían acabado perdiendo la suya.
            -¿Diana?
            Era increíble que los ladrones me reconocieran hasta por la espalda, a esas horas de la noche. Cerré los ojos, deseando que me matara a pesar de saber quién era. Seguramente no lo haría; la gente que robaba tenía un gusto especial para las cosas bonitas, y desde luego yo lo era. Pero, ¿quién sabe? Tal vez el instinto de supervivencia que no había querido ahogarme sería bastante para eliminar un poco de la belleza de ese mundo y dejarlo más desértico de lo que ya estaba.
            Me giré despacio, esperando que quien hubiera entrado leyera la súplica en mis ojos. Quería irme, pero no entre sufrimiento. Algo rápido bastaría.
            Pero no había nadie en la cristalera de la parte trasera de la casa, ni tampoco en el hall. La voz había venido de un punto más alto, más a uno de los extremos de la habitación.
            Cuando me volví, Louis estaba allí, en la escalera, frotándose la cara y contemplándome como quien contempla a un fantasma.
            -¿Qué haces ahí?
            -No podía dormir. Jet lag. ¿Y tú?
            -Voy a trabajar.
            -¿A estas horas?
            -Cuando me sale-respondió él, encogiéndose de hombros y terminando de bajar la escalera-. ¿Quieres  compañía?
            A pesar de ser perfectamente consciente de las lágrimas que me bajaban por la cara, me encogí de hombros y me volví hacia la tele. Escuché atentamente sus pasos en dirección al fondo de la estancia, bajando unas escaleras, una puerta que se abría, silencio varios segundos, y luego a él volviendo, descalzo, para sentarse en el mismo sofá que yo, pero en un extremo, dándome la libertad de salvar la distancia o de dejarlo allí.
            -¿Qué es eso?-pregunté, señalando la libreta en un golpe maestro que alejaría la atención de mí y la centraría en él.
            -Mi trabajo.
            -Creía que eras profesor.
            -Y yo que eras lista-respondió, mordiendo un bolígrafo que había traído consigo y pasando páginas, buscando algo que no consiguió encontrar.
            -¿Corriges libretas de madrugada?
            -No corrijo libretas. Ni de madrugada ni de día. Lo que hago es componer-respondió, alzando la vista por fin y dejándome de piedra en el sitio.
            Tenía los ojos de Tommy.
            O, mejor dicho, Tommy tenía sus ojos.
            Eran exactamente iguales.
            No podrías distinguir al hijo del padre si fuera por su mirada.
            Aparté rápido la vista, como si fuera a hacerme daño el mirarlo fijamente durante un rato. Finalmente, casi sin darme cuenta de lo que hacía, bajé el volumen de la televisión varios puntos, mientras él se mordía las uñas y pasaba páginas de la libreta a toda velocidad, rascándose la cabeza y con las manos bailando hábilmente entre sus escritos.
            -No me molesta el ruido.
            -¿Seguro?-inquirí, complacida de que, después de todo, pudiera preocuparme por alguien que no fuera yo, estando en mi situación. Sí, los Tomlinson tenían algo en las venas que te obligaba a buscar su confort.
            Volvió a alzar la vista y a clavarme sendos glaciares que, sorprendentemente, derrochaban calidez.
            -Soy padre. De 4 hijos. Y mi mujer es española. Créeme, estoy acostumbrado al ruido. Y me gusta-sonrió, encogiéndose de hombros.
            Le devolví la sonrisa, la segunda sonrisa de la noche, y la primera dirigida a uno de mis verdaderos captores.
            -¿Qué te molesta?
            Se encogió de hombros, volviendo a sus hojas.
            -Que Eri me mande lavar los platos. Sabe que lo odio. O poner la lavadora. Me gusta tender. O fregar la casa. Pero odio lavar los putos platos y odio poner la puta lavadora. O que Dan me pida que juegue con él cuando juegan los Rovers. O cuando Astrid se empecina en ver dibujos animados cuando hay fútbol. O que Tommy no quiera que vaya a sus partidos porque “le pongo nervioso”-puso los ojos en blanco; yo intenté imaginarme a una joven versión de sí mismo peleándose contra su versión actual por cosas que no podía esbozar en mi cabeza-. O que Eleanor se pasee por ahí con sus novios y me los restriegue en la cara y que Eri no me deje hacer nada. O cuando… bueno, eso es privado-susurró, echándome un rápido vistazo por el rabillo del ojo- A Eri no le gustaría que te lo dijera.
            -Realmente te cae mal tu mujer.
            -Es la clave de durar con alguien: ser incapaz de soportarlo-asintió, para luego echarse a reír.
            -Me refiero a para componer.
            Chasqueó la lengua, formuló un suave “ah” y se quedó callado un momento.
            -Supongo… que que no me salga nada. O peor, que tenga tantas ideas en la cabeza que no sepa por cuál empezar. Eso, y cuando se me escapan las palabras entre los dedos. Me pongo como una fiera. Seguramente Harry te haya hablado de las veces en que me encerraba en el bus para escribir y terminaba llamándolos por teléfono cada dos minutos porque no se me ocurría qué palabra rimaba con “alcachofa”.
            -¿Usáis esa palabra en alguna canción?
            -Es un ejemplo, Diana-puso los ojos en blanco, pero la sonrisa no se borró de su rostro-. ¿Qué pasa? ¿No eres fan nuestra?
            Y, milagro de la naturaleza, me puse roja. Noté cómo me ardían las mejillas ante su mirada de curiosidad, que se volvió divertida nada más ver mi metamorfosis a un volcán.
            -¿Eso es un “no”?
            -Eso es un “de hecho, sí, y de hecho, tú eres mi favorito”.
            Se quedó callado, contemplándome mientras yo luchaba por contener la lava de mis mejillas. Y luego, para mi asombro, se inclinó hacia mí y me dio un abrazo.
            -No me esperaría menos de la hija de Harry. Él siempre ha sido listo, así que no veo por qué tú no deberías serlo. Pero, dime, ¿qué es lo que ha hecho que me hayas elegido a mí? Y no digas que soy el más guapo, porque eso es un hecho. Además, estando con gente como Zayn o Niall en un grupo tampoco tiene mucho mérito. 
            -¿Qué hay de Liam?
            -¿Que qué hay de Liam? Te puedo decir que Liam guapo no es-aseguró, asintiendo con la cabeza y alzando las cejas, como tantas veces lo había visto hacer en los vídeos que, de vez en cuando, mamá había rescatado cuando yo era pequeña y me había invitado a ver.
            -Es por esto. Eres gracioso. Y sincero. Siempre. Como aquella vez que estabais en una entrevista y Liam no había ido porque estaba en un avión para ver antes a Alba y, cuando os preguntaron por él, dijiste “no le salió de los cojones venir”.
            -Sí, siempre me ha costado mucho morderme la lengua, aunque eso no es sinceridad, eso es más bien ser gilipollas. Pero-hizo una pausa dramática-en mi defensa diré que Liam no consiguió pegarme. Será más alto, pero yo soy más rápido. ¿Me pasas el ordenador?
            Asentí con la cabeza, viendo cómo se lo depositaba en el regazo mientras el programa que había estado viendo tocaba a su fin.
            -¿El Grammy también te molesta?
            Sus manos se detuvieron en pleno tecleo, y sus ojos volaron hacia mí, intentando descifrar algo que yo no estaba dispuesta a contar.
            -¿Cómo sabes lo del Grammy?
            -Me llamó mucho la atención que no lo tuvieras a la vista, ¿sabes? Papá lo tiene en la estantería más alta y visible de la casa. Es lo primero que ves al entrar, y lo último que ves antes de salir. Es como una cruz en una iglesia: lo vigila todo.
            -Bueno-encogió los hombros, pero no volvió a lo que estaba escribiendo-. Me imagino que cada uno lo interpreta de manera diferente-al ver mi expresión de no entender a qué se refería, se apresuró a explicar-: para Harry es un recuerdo de todo lo que conseguimos, una especie de recompensa por todo el esfuerzo y los sacrificios que tuvimos que hacer  trabajando. Con eso no quiero decir que nuestro trabajo no fuera el mejor del mundo, pero siempre tienes que renunciar a algo para conseguir otra cosa. Y yo… yo lo veo más como la sombra de un pasado al que, seguramente, nunca pueda alcanzar de nuevo. Es justo lo que tú has dicho: una cruz. Y ya sabes quién murió en una cruz.
            -Pero… eso sería como si yo escondiera mi portada de Septiembre con la Vogue. Es mi gran hazaña.
            -Ya, Diana, el problema es… que mi gran hazaña no está en ningún cajón. Están en el piso de arriba, durmiendo. Los cinco.
            -Lo que daría yo por ser la gran hazaña de papá…
            -Y lo eres. Te ha puesto en su vitrina, a su modo. Compartirte con el mundo, dejar que hagas lo que quieras y que seas feliz, es la manera que tiene de celebrar que te tiene, Diana. Puede que lo entiendas, algún día, si decides ser madre.
            -Lo disimula bastante bien, mandándome a la otra punta del mundo y castigándome. Inglaterra es mi cajón, y me ha cerrado tan fuerte que sé que la habitación tiene la llave echada.
            -Puede que tenga mi Grammy escondido en un cajón, pero te aseguro que lo saco de vez en cuando y me aseguro de limpiarlo a conciencia y de que todavía brille. Inglaterra será tu cajón, pero nosotros vamos a ser el trapo que te limpie y te devuelva el brillo con el que llegaste a tus padres.
            Me miré los pies, decidida a no creer nada de lo que Louis me dijera.
            -Oye-murmuró, dejando a un lado el ordenador y poniéndome una mano en el hombro, una mano cálida y tierna a la que le agradecí el mero hecho de existir-. No te ha rechazado nadie, ¿vale? No sé qué has hecho, ni qué te ha pasado, sólo sé que Harry me pidió que cuidara de ti como si fueras hija mía. Y yo le dije “la cuidaré mejor, Haz”. Y él me respondió, y estoy seguro de que fue después de sacudir la cabeza y sonreír “es imposible, Lou. Es lo que más quiero; es mi única hija. Sé que si la tratas como yo tratase a los tuyos, no habría manera de que estuviese en buenas manos”. Entiendes-me pasó el dorso de la mano por la mejilla; estaba llorando, otra vez-. Eres su única hija. ¿Sabes lo que se quiere a un hijo? ¿Sabes lo que duele separase de ellos? ¿Tienes idea de cómo te angustia el dejarlos solos, o dejarlos marchar? Imagínate lo que te quieren tus padres, si están dispuestos a pasar por el infierno mil y una veces durante los días que estés conmigo, sólo para que tú puedas ir al cielo.
            Me acarició la mejilla, y odié la manera en que mi cabeza se balanceó para seguir la línea caliente de su mano. Habían pasado tantas cosas que ya no sabía qué era verdad y qué era mentira, pero, ¿qué importaba eso? Estaba triste, y no tenía a mis padres para consolarme.
            -¿Tienes hambre?-espetó de repente, sin venir a cuento. Asentí despacio; tal vez un estómago lleno me ayudase a calmarme un poco-. Pues ven. Te prepararé algo que le preparé a Harry hace mucho tiempo. Fue mi primera comida, ¿sabes? Y me quedó deliciosa, aunque esté feo que yo lo diga.
            -¿Qué es?
            -¿Cómo que qué es? ¿Es que tu puto padre no te lo ha dicho? ¿Ese gilipollas no te ha contado nunca la historia de mi plato?-entrecerró los ojos al ver, mientras me arrastraba a la cocina, cómo negaba con la cabeza-. Será hijo de puta. Décadas de amistad para que ahora me dé la espalda. Cría unicornios y te pincharán con su cuerno.
            Me hizo sentarme en una de las sillas de la mesa que se alzaba en solitario en medio de la cocina mientras él abría la nevera y se inclinaba a sacar cosas y más cosas (sobre todo recipientes llenos de comida, como si alimentaran a 60 personas y no a 6). Después de colocar varias bolsas en la encimera y asentir con la cabeza a cada una de ellas, abrió varios cajones y alacenas y comenzó a sacar platos y cuchillos, tenedores y cucharas.
-¿Qué vas a hacer?
-Si tu padre no te lo ha dicho nunca, quiero que sea una sorpresa-replicó, sin siquiera girarse.
            De manera que me tuvo allí, sentada, mirando cómo cocinaba sin darme ni una sola pista de lo que iba a terminar probando, con la excepción de lo que podía deducir yo: pollo, queso…
            Me recordaba a algo, pero no sabía a qué.
            Y, después de media hora llenando y vaciando ollas y demás platos, se giró hacia mí con gesto triunfal y colocó sendos platos repletos de comida encima de la mesa.
            -¿Qué es?-pregunté, echándome el pelo a un lado e ignorando los rugidos de mi estómago. Podía ser veneno. Así se libraría del problema que yo representaba.
            -Es pollo relleno con queso mozarella y recubierto con jamón de Parma. Con puré. Casero, como habrás podido comprobar.
            Alcé las cejas.
            -Impresionante.
            -¿Harry no te ha hablado nunca de esto?
            -No-murmuré, atacando el plato y probando una de las cosas más ricas que me había metido en la boca en toda mi vida. Cerré los ojos-. Aunque creo que sé por qué.
            -¿Sí?-musitó él, pinchando un trozo mucho más pequeño que se había servido para acompañarme y que no comiera sola. Tenía que reconocer que me gustaba el detalle.
            -Está muy rico-dije, sonriendo con la boca llena. Me daba igual todo, si era de mala educación o si se me caía un poco de comida. De verdad que lo estaba; era delicioso, y tenía que asegurarme de que él lo sabía para que siguiera haciéndolo… no sé, dos veces al día.
            -Me alegro-replicó, con una sonrisa tan amplia que me explicó a la perfección por qué nadie querría destrozarse la figura quedándose embarazada hasta 4 veces.
            -¿Sueles cocinar tú?
            -No, normalmente lo hace Eri. Ya sabes, porque está en casa por las mañanas. Luego nos repartimos las tareas de tarde, y eso, pero normalmente es ella la que cocina. Por eso de ser española, y tal.
            -Mamá también cocina a veces. Los sábados. Son los días que más me gustan-confesé, arrastrando un trozo de jamón por el queso que sangraba el pollo y metiéndomelo en la boca.
            -¿Y qué te cocina?
            -Pues… depende del día. Pero me gusta mucho cuando hace paella.
            -Eri casi nunca la hace. No le gusta, y a mí no me da más.
            -¿Y tortilla? ¿Hacéis tortilla?
            Puso los ojos en blanco.
            -Evidentemente. Mis hijos son medio españoles. Les viene en la sangre pedir tortilla. Tú también eres medio española-espetó, abriendo los ojos como si acabara de hacer el descubrimiento del siglo. Sí, era medio española, una parte de mí le pertenecía a un país que habría visitado a lo sumo 10 veces, y la mitad había sido por motivos profesionales… mamá no se llevaba bien con la abuela, y el viaje era demasiado largo para estar yendo y viniendo de Nueva York a España, de modo que eran los abuelos los que venían para disfrutar de las Navidades de Times Square, si no íbamos a Inglaterra a visitar a la otra abuela-. Me imagino que por eso te gusta.
            -¿A ti no? Es de lo mejor que hay en el mundo.
            -Me gusta la comida que tienen, ¿vale? Es muy variada y eso, pero… no es la gran cosa. Son mejores las croquetas.
            -No creo ni que sean españolas.
            -Tal vez no, pero Eri las hace con un queso de color azul que hay en Asturias…
            -¿Queso azul? Qué. Asco.
            -No te creas-contestó-. Le dan un toque fuerte, pero están muy buenas. Y les pone jamón. Eso siempre ayuda. Saben cómo cocinar, los españoles.
            -¿Te enseñó ella?
            -De hecho, fui yo quien la enseñó a ella a cocinar. Cuando se vino a vivir conmigo, apenas era capaz de freír un huevo-sonrió, toqueteando una botella de cerveza en la que no había reparado hasta entonces-. En ese sentido es como mi hija… en ese y en muchos otros. Se podría decir que yo le he enseñado la mayoría de las cosas que sabe.
            -Siempre me ha gustado tu lado humilde y modesto, ¿sabes? Papá y mamá hablan maravillas de ti.
            Se echó a reír.
            -Tendrías que ver cómo estaba cuando llegó a mí y cómo la ayudé a salir del cascarón. Le enseñé de música, le enseñé de cocina, le enseñé el inglés que sólo aprendes estando con un nativo… incluso tiene mi acento, aunque ella lo cierra más para hacerme de rabiar-se encogió de hombros-. Y la enseñé a cocinar, un inglés enseñando a una española a cocinar.
            -Sí, es raro, sobre todo porque tú eres el chico y ella es la chica. Las cosas solían ir al revés.
            -Oye, tampoco soy del Cretácico, ¿vale, Diana? Apuesto a que tu padre también cocina de vez en cuando.
            -Pero papá es más joven que tú.
            Se me quedó mirando.
            -Le saco 3 años.
           Noté cómo el calor del estómago, feliz por la comida, me subía hasta las mejillas.
            -Bueno, pero cuando erais pequeños seguro que las cosas estaban menos repartidas.
            -Pasara lo que pasase, a ella siempre le iba a enseñar a cocinar un hombre. Era su padre el que se quedaba en casa con ella mientras su madre trabajaba, así que la cosa estaba entre mi suegro o yo.
            -Y ella, ¿te enseñó algo?
            -Hizo lo que pudo con el español, pero por lo demás… si ella fue en ese sentido como una hija, o una hermana pequeña, yo sería como un nieto. Le dio la vuelta a mi mundo. A todo. 180º de cambio. Las cosas complicadas se volvieron sencillas y las sencillas se volvieron complicadas. Eso es lo que me gusta de ella, que hace que me lo cuestione todo.
            -Yo no creo que pudiera vivir cuestionándomelo todo.
            -Es más divertido de lo que suena. Mira, cuando se estrenó Jurassic World, me arrastró al cine a verla. 3 veces. Y no se movía viendo la película. Al empezar los créditos, se levantaba en silencio, me cogía de la mano y nos íbamos del cine. Y nada más llegar al coche, cerrar la puerta y ponerse las gafas de sol, empezaba con su retahíla de preguntas: “¿crees que se podrá llegar a eso un día? ¿Cuánto tardarán? ¿Se descontrolaría realmente? Estaría bien, ¿verdad? Molaría tener un Tiranosaurio como mascota, aunque, bueno, un poco más pequeño y un poco más manso. ¿Seguiríamos en la misma posición en la cadena alimentaria si volvieran los dinosaurios?”, y yo me quedaba callado y la escuchaba divagar, y pensaba “¿cómo puede alguien tan pequeño estar tan lleno de ideas y de dudas?”.
            -Yo procuro vivir el día a día y pensar en mis cosas y poco más.
            -Yo también, pero un día se lo tuve que preguntar. Y ella me miró y me dijo “joder, Louis, ser curioso es precisamente lo que significa ser humano”. Y sacudió la cabeza y me dio un beso en la mejilla como si yo fuera el niño de 5 años que no para de hacer preguntas y ella la madre cansada.
            -¿Cuántos años tenía cuando pasó eso?
            -Ella tenía 18 y yo 23.
            -¿Y con 18 ya decía esas cosas?
            -Hay gente que nace sabia-se limitó a decir.
            -Ir 3 veces a ver una película de dinosaurios sólo para reflexionar me parece un poco surrealista.
            -Luego llegó Star Wars y quien la arrastró al cine fui yo. 4 veces. No podía permitir que los lagartos nos pasaran en taquilla. Me odió mucho cuando superaron su récord; estuvo sin hablarme 4 días, uno por cada vez que habíamos ido al cine. Hasta que conseguí que me perdonara.
            -¿Cómo?
            -Le dije: “oye, Eri, ¿sabes qué sería cojonudo? Dinosaurios jedis. Imagínatelo: que la fuerza esté en tus diminutas manos, Tiranosaurio”. Y se echó a reír, y me contestó “quiero a Spielberg, pero te quiero más a ti”-se encogió de hombros, una sonrisa luchando por nacer en sus labios-. Y entonces comprendí que tenía razón, y que escuchar y ser curioso es lo que realmente mueve el mundo. No se habría descubierto el fuego si nadie se hubiera acercado a él. Yo no estaría aquí si nadie, alguna vez, hubiera chocado dos rocas hace muchísimo tiempo para ver cómo sonaban. No habríamos llegado a Marte si nadie se hubiera preguntado qué hay más allá de nuestro planeta. Y tú no estarías donde estás si nadie se hubiera preguntado quién eras, o de dónde habías sacado el jersey que llevabas en tal sitio, Diana. Somos eso: curiosidad entre curiosidad entre curiosidad. Ni siquiera tiene por qué ser científica; basta con que sea el preguntarse por qué, a pesar de estar lejos de tu casa y de tus amigos, todavía eres capaz de sonreír cuando estás con mi hijo.
            Sentí cómo toda la sangre huía de mi rostro. ¿Qué? Yo… o sea, a ver, los brazos de Tommy estaban bien, y me había gustado estar con él, pero de ahí a… tanto, pues tampoco. Tenía claro a quién iba a elegir si me daban la oportunidad de escoger entre Nueva York y él.
            -Yo… no… ¿qué?-me revolví en la sudadera, tapándome las manos con los puños de ésta. Él dio un sorbo a la cerveza, sonriendo mientras me miraba por encima de la botella.
            -He visto cómo lo miras cuando crees que nadie te mira, y lo peor, cómo te mira él.
            O sea, que él me mira de una manera determinada.
            De repente toda la sangre de mi cuerpo se plantó en mi rostro, como si quisiera escuchar mejor.
            -Pero no es por él por lo que estás aquí, ¿vale? Es por ti. Y Tommy… él también está perdido. Podéis buscar juntos, pero no es al otro al que tenéis que encontrar.
            -Es guapo, pero… tampoco es para tanto.
            -Por favor, chiquilla, es mi hijo. Alguna ventaja tiene que tener llevar mis genes, ¿no?
            Y se terminó el plato de un último pinchazo con el tenedor, dejándome a mí mirando el mío en silencio, preguntándome que era aquello que se me revolvía en lo más profundo de mi ser.

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