martes, 23 de junio de 2015

Delicruxes.

             Ayer, terminé un viaje que había hecho cuando era pequeña; tanto, que apenas había disfrutado de los paisajes que me ofrecía, los lagos, los árboles, las montañas, los valles y las nubes que iban por encima. Iba tan obcecada en llegar a mi meta que no me di cuenta de que ésta no era lo importante (y que tampoco era nada que ni yo ni nadie no esperase ya), sino la propia travesía en sí.
               Pero ayer, ayer fue cuando llegué a la meta después de una caminata en la que, a diferencia de cómo hice más de diez, diez, nueve, y siete años atrás, no iba mirándome los pies, asegurándome de no tropezar, como si estuviera en una carrera de obstáculos, sino que iba con la cabeza bien alta, estudiándolo todo por primera o segunda vez, dependiendo de lo que hubiera visto por el rabillo del ojo, con la seguridad del turista que vuelve a una ciudad cuyas calles ha peinado y en la que ahora se permite no estudiar cada baldosa levantada.
               Y lo que vi me asombró. No recordaba la gran mayoría de cosas que se omitieron en las películas, a las que sigo considerando, por cierto, una gran adaptación, dado que es imposible poner cada palabra y cada coma de algo que te lleva por lo menos un día en dos escasas horas.
               Me encontré con palabras que no pensé que hubiera leído nunca, con frases que resonaban en mi cabeza como el rostro de alguien con quien jugaste en el parque, con personajes mucho más pulidos e imperfectos de lo que jamás podría soñar pero que, aun así, se hacían querer, u odiar, cada uno a su manera y con más intensidad. Hay cientos y cientos de puentes, continuos paralelismos, metáforas en lagos cuya superficie confundes con un espejo… y todo eso, y más, en unos libros “para niños”, que consiguen atraparte cual canto de sirena.
               Me alegro de no ser una niña para leer estos libros “para niños”, porque sólo no siendo niña puedes ver el auténtico alcance que tienen, y, aunque disfrutes como uno, te atreves a sumergirte y bucear más profundo que la superficie de olas, para encontrarte con las barreras de coral.
               No he llorado, Jo. Lo siento, pero no he sido capaz; los ojos de algunos brillan con los fantasmas de su pasado; los otros, se quedan secos porque tenemos la capacidad emocional de un ladrillo. Sólo con un salto de la Torre de Astronomía, diez años después, como la primera vez, aunque esta vez no me obligué a ir al baño para secarme las lágrimas, avergonzada de descubrir que yo también tenía un alma. Esta vez he seguido leyendo, porque la vida continúa, no puede pararse ante nada para que todo siga bien. Y todo está bien, créeme. Tengo que agradecerte el no haber terminado esta saga con un “y Harry se despertó en la alacena bajo la escalera; todo había sido un sueño” (¿cómo de jodida habría estado mi vida si esto hubiera sido finalmente así?).
               Tengo que agradecerte el haberme enseñado que queda tanta magia en este mundo como yo desee que lo haga, y que el hecho de que algo suceda sólo en mi cabeza no significa que no sea real. Que todos tenemos lados buenos y lados malos, y que una luz y una sombra se compenetran a la perfección, siendo partes de un todo que no existiría de desmembrarse. Que una acción final, un acto de valentía, no justifica una vida de odio, aunque sí una duda y un sentimiento de culpa pueden cambiar el curso de los hechos y la perspectiva de uno.
               Pero, sobre todo, tengo que agradecerte que hayas sido el paso definitivo a ser la persona que soy hoy: una persona curiosa, ávida de aprender y de devorar libros, una Ravenclaw en toda regla a pesar de que, en un ataque de ira, cerrase mi cuenta en Pottermore y contestara la próxima vez como una Gryffindor para poder elegir casa (si Harry pudo, ¿por qué yo no? No somos tan diferentes, no entiendo a qué los privilegios). Soy, gracias a tus siete tomos, una lectora, alguien que viaja a rincones insospechados, que conoce criaturas y personas que de otra manera jamás existirían, gracias a ti.
               La niña que devoraba tus libros en su cama con los auriculares puestos, atronando música en inglés a modo de escudo, pues no la entendía, te da las gracias.
               La chica que ha leído los libros en el idioma en que los has escrito, que una vez fue puente y ahora es escudo, te da las gracias.
               La mujer que algún día volverá a estos libros para recuperar la juventud, la esperanza, y el rumbo y las respuestas en su vida de aquello que tiene claro, te da las gracias.
               La anciana que releerá en su lecho de muerte aquellos semestres en los que el Niño que Sobrevivió estaba en casa y se sentía en casa, aceptado por una vez, te da las gracias.
               Puede que no sea una bruja, y que no tenga varita, y que nunca haya estado en Hogwarts ni haya cruzado el andén, pero eso no me hace falta para saber que tú eres el Dumbledore de mi vida, ese alguien a quien admirar, que tu varita no es de saúco ni de sauce, sino de plástico, y su corazón no es de dragón ni de pelo de unicornio ni de pluma de fénix, sino de tinta… ni que también tienes horrocruxes, y también has tenido que matar a gente para poder hacerlos, pero estos son buenos, y también son siete.

               Gracias por recordarme encender esa luz que, en tiempos oscuros, me devolvió la felicidad; después de todo este tiempo, después de quedarme con Harry hasta el final, y de ir contigo hasta el final que tú decidas… siempre.


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