domingo, 6 de diciembre de 2015

La verdadera importancia de París.

Seguramente nunca te hayas parado a levantar la vista para mirar al cielo un día de verano, de noche despejada, en el que las estrellas brillan en todo su esplendor. Puede que nunca hayas querido ir al desierto, porque es allí donde más vas a ver, ni que nunca hayas agradecido tener una noche una casa en el campo para poder verlas, sin recortes por los rascacielos, sin farolas que las ahoguen.
De esa manera, puedo entender que sientas que cualquier cosa puede acabar con tu mundo, que una mirada y una risa a la vez pueden significar que tu vida está a punto de desmoronarse, que desear llorar en un momento determinado es sinónimo de que nunca vas a volver a ser feliz.
Porque eso quiere decir que nunca te has dado cuenta de lo bonito que es todo lo que te rodea. Incluso una simple gota puede arreglar tu día, si te haces con el perfume adecuado. Hasta una pestaña puede servir para pedir un deseo; no necesitas que, por alguna razón astronómica, una partícula de polvo se estrelle contra la atmósfera, la apuñale igual que una flecha a una manzana, y brille en los últimos momentos de su vida. Y lo bueno de la pestaña es que no tienes que levantar la mirada buscando, con el deseo ya preparado.
Tal vez nunca hayas estado en un autobús lleno de gente, cada uno con su música repiqueteándole dentro del cráneo, y te hayas parado a pensar en la infinidad de cosas que han tenido que pasar para que todos coincidáis allí, con independencia de si vais a interactuar o no. El mero hecho de que estés escuchando música ya es un pequeño milagro: has tenido que encontrar a ese artista, para ello has tenido que estar en el momento adecuado en el momento adecuado; a su vez, escuchar la canción idónea para engancharte; a su vez, que él o ella la hubiera grabado, previamente compuesto y previamente pensado, y así, hasta el final de los tiempos, en los que el universo era más pequeño que un átomo y, un día, decidió explotar.
Cuida tus actos. No eres más que un microbio en un planeta minúsculo que gira alrededor de una estrella mediana, tirando a pequeña, en un sistema que sinceramente no es tan importante, sino más bien escaso, y que ni siquiera oscila en torno a varios centros, que está en los suburbios de una galaxia que no hace más que girar, alejándose de las demás hasta que llegue un punto en el que, probablemente, sea imposible que se vea en el cielo a otras estrellas más que nuestras compañeras de barrio; una galaxia que, de la misma forma, no tiene nada de especial, y no es ni de coña la más grande que se haya visto, ni la más moderna, ni la más antigua. Pero, aun así, cuida tus actos.
Perteneces a la única especie de microbios conscientes de lo que les rodea, los únicos microbios con capacidad para hacer lo mejor que puede hacer ningún ser vivo: tener curiosidad, y la posibilidad, por muy pequeña que sea, de saciarla. Pero no te engañes: esa curiosidad no te da derecho a destruir todo lo que te rodea. Eres un microbio, sí, pero hasta en el más pequeño de los charcos habitan millones de microorganismos, cada uno necesitando de los demás para sobrevivir.
No la cagues, cuida a los demás. Cuida esta motita de polvo en la que vivimos, que gira en torno a una estrella mediocre, en un vecindario mediocre, en una galaxia enfadada con las demás. No eres un dios, no vives en un Olimpo como pudieron creer tus ancestros.
¿O ese Olimpo es, tal vez, la mediocridad en la que vives? ¿Que algo sea muy corriente le arrebata la belleza?
¿Las estrellas dejan de ser hermosas sólo porque salgan cada noche, las vean 7 mil millones de pares de ojos?
No eres un dios… pero puedes conseguir milagros.

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