Me
las apañé para convencerme a mí mismo a las tres y media de que no iba a volver
a verla.
Lo más gracioso es que ni
siquiera me preocupé por el coche: me producía muchísima más ansiedad
imaginándomela llegando a casa, sonriéndole a un tío sin rostro, besándolo en
los labios y diciéndole “se lo ha tragado, me va a convertir en su reina
particular, o algo por el estilo”, y desnudándose para él, y tirándoselo en el
suelo del salón, un salón semejante a aquel en que me había encerrado…
¿Cómo puedes tener celos de
alguien que no existe por alguien que no te pertenece?
Eché cálculos mentales, miré
varias veces en Google el tiempo que le llevaría llegar en coche desde mi casa
hasta la suya, que situé en el punto más alejado de Kinglinton para no hacerme
demasiadas ilusiones. Incluso probé a ponerla en el centro del pueblo y ver qué
sucedía, pero siempre lo mismo: casi dos horas de ida, otras dos de vuelta; un
poco más el volver, porque el tráfico que entraba en Londres era superior al
que salía de ella.
No comí nada; cuando me daba
ansiedad, se me cerraba el estómago y era incapaz de meterme aunque fuera un
estúpido vaso de agua. Y, si era tan imbécil de desobedecer lo que me decía mi
cuerpo, terminaba vomitando.
Pero fumé como no había fumado en
mi vida. El reloj iba avanzando mientras yo consumía cigarrillos a la velocidad
de la luz, con la vista fija en la televisión, sin ver nada de lo que se
desarrollaba en la pantalla. Me tragaba el humo de varias caladas y no lo
soltaba, me ponía a toser, lo expulsaba como podía, me lloraban los ojos,
dejaba el cigarro en el cenicero, esperaba a expulsarlo todo… y otra vez a
fumar.
A las cinco de la tarde ya estaba
que me subía por las paredes.
A las seis, no podía con mi vida.
A las siete, pensé en salir a
buscarla, a pesar de que ni sabía dónde vivía, ni tenía manera de averiguarla.
Ni siquiera sabía su apellido.
A las ocho, me harté de mirar el
móvil y tratar de escuchar mi voz interior, de suplicarle a mi dios, al de
cualquiera, que me hiciera teclear un número al azar y escuchara su voz.
A las nueve, estaba a un pelo de
tirarme por la ventana por haberme permitido ser tan gilipollas, haber
consentido que se fuera sola, no haberle pedido el número, ni su nombre en
Facebook, ni haber puesto un gps en el coche para ver dónde estaba…
Ya me había quedado sin uñas que
morder antes de la hora de comer, cuando me apoltroné en el sofá y me decidí a
permanecer tranquilo, a confiar en los astros. Si me la habían devuelto, sería
por algo.
Me había quedado mirando la
libreta de las canciones, pensativo. Algo en mi interior bullía como el magma
por debajo de la corteza.
Y, joder, Sherezade me estaba
convirtiendo en un puto volcán. Me estiré y rellené una hoja en menos de 10
minutos, me la quedé mirando, negué con la cabeza con frustración y la rompí.
Escribí otra.
Lo que viene bien para el arte no
viene bien para el alma, y viceversa, y yo me estaba volviendo loco al comienzo
de la tarde. Me pasaba las manos por el pelo, encendía un cigarro tras otro… y
no paraba de escribir, escribir, y escribir.
¿Y si no vuelve?, empezaba una voz en mi cabeza, la que siempre se
callaba en cuanto me metía un poco de nicotina en el cuerpo.
Claro que va a volver, tío, quiere tu pasta.
Pero,
¿y si no vuelve, y manda a un abogado a por la pasta, y no me deja verla
mientras el crío crece dentro de ella? Estudia derecho, seguro que conoce a
alguien.
Joder,
joder, joder. Tenía conciencia, no quería que lo pasara mal; era tan gilipollas
que accedería a darle lo que me pidiera, incluso si no lo hacía en persona.
No podría vivir sabiendo que, por
mi culpa, ella no se podía dar caprichos. Yo se los daría, me daba igual si se
negaba a volver a verme.
Se los concedería incluso si en
esos momentos se estaba tirando a otro siempre que volviera a dormir a casa.