domingo, 4 de mayo de 2014

Antiqua.

No era hasta cuando llegaban las subastas cuando realmente echabas de menos los lujos que poseían todos los habitantes de la ciudad, por pobres que fueran. Lo digital era el pan nuestro de cada día más allá de las vallas que encerraban nuestra libertad, y lo moderno era algo tan natural como que el sol saliera por el este o que los pájaros emigrasen cuando se acercaba el frío. Lo bueno de una ciudad obsesionada con la digitalización era que esta era tan barata, que no era difícil encontrar un ordenador de última generación, con pantalla holográfica táctil, en las casas más humildes de nuestra ciudad.
Pero, claro, no tenías estos lujos cuando eras un forajido al otro lado de la ley. Y eso terminaba notándose en los momentos cruciales, como aquel.
Las subastas se caracterizaban por haberse creado en una época en la que los runners tenían serias esperanzas, tan importantes y vitales como sueños infantiles, de que tarde o temprano alcanzaríamos (y, si teníamos suerte, superaríamos) a la ciudad que se alzaba más allá de nuestra Base y nuestros pequeños suburbios, el gran organismo sano dentro del cual había pequeños focos cancerígenos aislados, es decir, nosotros. Los tumores llegarían a conectarse en un fenómeno más parecido a la metástasis de lo que a nosotros nos gustaría y, tras muchos intentos del Gobierno para detenernos, finalmente conseguiríamos empodrecer la ciudad dentro de la que vivíamos, ese organismo que se jactaba de su salubridad. La ciudad enfermaría, nosotros nos haríamos fuertes, nos conectaríamos, y todo gracias a la electrónica que desarrollaríamos dentro de nuestras bases, contemplando únicamente las incursiones exteriores en zonas de investigación para observar, nunca para llevarnos nada, y mucho menos para equiparnos.
Y según esto nosotros ya deberíamos ser la quinta generación de reyes del mambo. Pero la realidad era bien distinta: dicha digitalización, la Revolución de Píxeles, como a veces la llamaban los entrenadores para que los aprendices se hicieran a una idea de lo iluso de este proyecto, jamás llegó a ocurrir. Nos quedamos estancados en la sociedad, mirando embobados cómo los demás crecían y crecían mientras nosotros nos reducíamos a poco más que ladrones digitales, que necesitaban desesperadamente las investigaciones de los demás para poder desarrollarse. La vida del runner medio de mi época era muy triste.
Todo esto viene a cuento de que las subastas se habían pensado como el no va más de la informática, con lo que se nos haría muy fácil saber cuál era el mejor y a qué lugar pertenecía. Cientos de equipos de la más alta tecnología harían de esto un proceso rápido, sencillo y sorprendentemente eficaz.
Si los primeros runners vieran que todavía recurríamos a las luchas propias de las civilizaciones que habían poblado el mundo y creado imperios alrededor de un mar que se situaba más allá del océano que bañaba las costas de la ciudad, probablemente hubieran querido suicidarse. No les culparía. Yo misma lo hubiera hecho de haberme encontrado con que mis sueños se esfumaban en el aire y presentaban una realidad patética y antigua como pocas cosas quedaban aún en el mundo, pequeñas reminiscencias que hacían las veces de recuerdos de la barbarie irredenta en la que habíamos vivido hasta hacía poco tiempo, cuando el Gobierno nos salvó y con mano benevolente nos aplastó como a las alimañas que éramos. Debería darnos vergüenza protestar porque su puño seductor nos estaba asfixiando. Éramos unos desagradecidos y merecíamos la erradicación.
Parpadeé, contemplando mi reflejo en el espejo y preguntándome si alguna vez volvería a verme como me había visto hasta hacía poco tiempo, cuando el mundo no estaba patas arriba, yo no era una traidora y mi corazón no se encontraba dividido y roto por dentro. Mejor que roto, podre... sí, “putrefacción” era la palabra que estaba buscando para aquello.
Me coloqué el top especial, reservado sólo para las más renombradas corredoras de toda mi Base, me até con fuerza la goma del pelo alrededor de la trenza que acababa de renovar, me di la vuelta y salí por la puerta con la cabeza tan alta que podía pegar en el techo con la frente.
Qué grande era el orgullo y qué mal me lo iba a hacer pasar esos días, mientras me peleaba con los demás para ver si era tan buena como me creía y si merecía realmente el estatus que tenía entre los míos. Me sentía igual que una abeja reina obligada a elaborar miel otra vez, recordando la época en la que estaba rodeada de pordioseros y su esencia se colaba en sus entrañas y apenas la dejaba vivir.
De verdad, las subastas estaban bien, pero estarían mejor si no te jugases tu personalidad y el respeto de los demás en una única prueba. Yo era partidaria de mantenerlas, pero sólo utilizarlas para selección en casos en los que no hubiera orientación alguna. Y, contando con los expedientes completísimos que teníamos, aquello no sería necesario jamás. Es decir, ¿para qué querían saber los vigilantes realmente cuántos kilómetros habías recorrido en total a lo largo de toda tu vida, escaladas incluidas, si luego te metían en una sala a que te pelearas con los demás? ¿Para qué cojones nos estaban tocando todo el día los huevos con nuestras estadísticas si luego ellos eran los primeros en pasárselos por el forro? Era asqueroso.
Sumida en mis pensamientos, me metí en el ascensor con otros tantos runners, deseosa de quitar todo aquello de delante lo antes posible. Por desgracia, no iba a ser posible, ya que participaba en casi todas las pruebas, y me iba a llevar tiempo clasificarme.
Nadie en el ascensor habló. Nadie se atrevía a cruzar palabra. Nadie quería realmente hablar de la subasta con ésta tan cerca. Era un tema tabú, reservado sólo para los jueces que decidirían quién merecía la pena y quién daba asco.
El silencio de los ascensores en aquellas temporadas era lo que daba más asco.
Cuando por fin la caja metálica trepadora se detuvo, salimos lentamente; algunos incluso arrastraban los pies. No les apetecía en absoluto aventurarse a caminar más rápido de lo normal. Serían nuevos, serían antiguos, tendrían experiencia o talento, ambas cosas, o quizá ninguna, pero todos se parecían en una cosa: sabían que las subastas eran agotadoras, y que todo el mundo iba a luchar hasta el último aliento. El aliento se convertía en la cosa más de moda entonces, y nadie deseaba desperdiciarlo hablando con los demás sobre su día, sus misiones, o las posibilidades que podían tener si tal alguien se lesionaba y no podía correr.
Vi una cabeza negra atravesando la gente como un cuchillo. Las hordas de runners se hacían a un lado dejando pasar a Taylor, y yo habría hecho lo mismo de haber pasado a mi lado. No me apetecía nada hablar. Sólo quería que las subastas comenzaran y punto.
Después de lo que me pareció una eternidad materializaba en caminata incesante y aburrida, llegamos a la zona del campeonato. Al entrar, algunos olvidaron su propósito de mantener la boca cerrada y aprovechar hasta la última caloría invertida en los pulmones, y soltaron una exclamación en forma de “oh”, o “ah”, dependiendo de lo pedantes y gilipollas que fueran. Yo me limité a mirar la zona del campeonato con indiferencia.
Mentiríamos si dijéramos que la idea original del diseño había sido nuestra, pues había claramente influencias de las ya mencionadas civilizaciones. Con un escenario hundido en la parte baja, a la que todo el mundo llamaba “arena” a pesar de que no había arena por ninguna parte, el lugar se extendía en forma de un enorme auditorio circular, con los asientos elevados para poder contemplar con éxito todos los sucesos que se seguían en la dichosa arena.
La verdad era que sería una estupidez no utilizar el mismo diseño que los romanos antiguos, pues íbamos a ese lugar a hacer exactamente lo mismo que habían hecho milenios antes: contemplar cómo un diverso grupo de personas se peleaba hasta que sólo quedaba uno en pie. Se jaleaba al que quedaba en pie. Se le coronaba dios en la tierra. Se le daban mujeres (u hombres, si era una mujer la que se mantenía estante) y se le invitaba a la mejor orgía de su vida.
Nosotros éramos superiores y dábamos misiones en vez de compañía (femenina o masculina) e invitábamos a la gloria a nuestro campeón (lo cual se parecía terriblemente a una orgía).
Los grupos en los que llegaba la gente se disgregaban a medida que cada uno ocupaba el lugar seleccionado. Ahí se podría decir que empezaban realmente las peleas y las clasificaciones, porque a nadie de la organización le había dado jamás la cabeza para crear listas con cada prueba, y así saber quién iba a participar en qué. Nos valíamos de una pantalla proyectada en el suelo de material no mineral para informar de las pruebas que se iban a suceder. Y allí se desataba el apocalipsis cada vez que la prueba era popular y medio estadio se decidía por ella y trataba desesperadamente de saltar (a veces literalmente) a la arena y luchar por la orgí... digo, la gloria eterna.
Me situé en las filas más bajas, gozando de aquel estatus que una vez me merecí, y contemplé cómo se me colocaba la gente alrededor. No tenía a nadie delante (los únicos que lo estaban eran los vigilantes, que se colocaban allí y se dedicaban a observar las pruebas y puntuar a cada uno), pero tenía cientos de guardaespaldas que no dudarían en clavarme un puñal si con ello consiguieran lo que se proponían.
Oh, sí, había olvidado un detalle insignificante de las subastas: pobre de ti si no estabas dispuesto a ser un traidor cuando llegaban. Era la mejor manera de ganar, y la más rápida. Así no serías un estorbo para los demás.
Sonó una sirena, y escuché un silencio como pocos se experimentaban en aquella ocasión. Las puertas se habían sellado en el momento en que Blueberry y yo cruzamos la puerta, y ya entonces nadie quería cruzar palabra, pero ahora el silencio se respiraba. Era como la humedad: se colaba en tus huesos, hacía mella en tus entrañas, y se instalaba en tu alma con tal profundidad que no podías hacer otra cosa que resignarte y tratar de disfrutarlo.
Miré en derredor, y vi a Taylor sentado con las piernas separadas y la mirada fija en un punto lejano varios asientos a mi derecha. Me incliné para intentar descifrar lo que había en sus ojos, sin éxito. Sus pensamientos eran sólo suyos.
Una de las vigilantes saltó a la arena, se colocó en el centro y dio una vuelta sobre sí misma, con tanta lentitud que pudo haber tardado perfectamente diez minutos. Luego, alzando la voz e ignorando el hecho de que tenía un micro, comenzó un discurso triunfal sobre lo buenos buenísimos que éramos los buenos y lo malos malísimos que éramos los malos.
No éramos políticos, el arte de la oratoria era algo que se nos escapaba y contra lo que tratábamos de luchar. Y erradicar. Fus, fus, oratoria, me dije para mis adentros, y me permití una sonrisa por lo graciosa que era. Podría dedicarme a cómica si no fueran los principales compinches del gobierno.
El runner que tenía al lado estaba tan ensimismado con el discurso como yo. Me miró a los ojos un segundo, nuestras miradas se encontraron, y me puse rígida cuando sonrío con la misma sonrisa de cierto individuo de alas a la espalda.
Mis boca dibujó un perfectamente extrañado “¿Louis?”, pero el chico ya había pasado su atención a otra muchacha, menos retrasada que yo y más receptiva a sus tretas seductoras. Sacudí la cabeza y me negué a creer en que el ángel estuviera frente a mí.
Guau, encima de traidora, ahora era una loca. Desde luego, era el mejor partido de toda la Base, con diferencia. Me pellizqué la palma de la mano para buscar concentración. Ahora la runner estaba hablando de lo orgullosa que estaba del trabajo que estábamos haciendo, trabajo que se merecía todos los halagos del mundo y más, y nos conminó a que siguiésemos con ella. Qué bien hablaba, la hija de puta. Habría que matarla; se parecía demasiado a los del gobierno como para que fuera una coincidencia.
Por desgracia, añadió ella, mostrando lo afligida que estaba bajando los hombros en una actuación digna de aquellos Oscar que ya no se daban, todos nuestros esfuerzos comenzaban a ser en vano. Los ángeles eran más fuertes (murmullos de aprobación y rabia, no me digas, ¿ahora te enteras, vieja?), y su fuerza crecía con cada día que pasaba. Era una verdadera tragedia griega de aquellas de la que no se salva nadie: al final todos mueren.
Terminó su discurso girando de nuevo para observarnos, y yo me pregunté cuántas caras podría procesar con aquellos ojos que no dejaban de moverse. Se paró un microsegundo en mí, y sentí cómo en ese lapso de tiempo desnudaba mi alma y mostraba al mundo sus secretos. Sus ojos tenían tal potencia que creí posible que ahora los demás se volvieran hacia mí, me señalaran con el dedo, gritaran una única palabra, “traidora”, y se abalanzaran a despedazarme. Me asustó lo poco que me importaba.
Durante esa vuelta que dio, reconociendo a todos los presentes, mantuve la compostura como mejor me fue posible, rezando por que los demás también se sintieran como yo y tuvieran miedo de lo que estaba a punto de suceder. No quería que sintieran nervios, ni preocupación, ni siquiera expectación; no. Quería que sintieran verdadero pánico, auténtico terror.
Una última frase cortó el silencio líquido que se mantenía en la sala desde que comenzó a hablar, aquel que llevaba materializándose desde que nos quedamos encerrados en nuestra propia prisión de libertad:
-Demostrad por qué somos los mejores, y por qué los ángeles tienen motivos para asustarse.
El estadio se alzó con un rugido, los puños en alzo, los torsos inclinados hacia delante y las bocas abiertas en una expresión que preveía mordiscos.

Comenzamos a tomar la arena antes de que se anunciara la primera prueba, cuando la vigilante oradora todavía no había terminado de retirarse y dejar aquella zona libre para los que íbamos a luchar.

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