No era hasta cuando
llegaban las subastas cuando realmente echabas de menos los lujos que
poseían todos los habitantes de la ciudad, por pobres que fueran. Lo
digital era el pan nuestro de cada día más allá de las vallas que
encerraban nuestra libertad, y lo moderno era algo tan natural como
que el sol saliera por el este o que los pájaros emigrasen cuando se
acercaba el frío. Lo bueno de una ciudad obsesionada con la
digitalización era que esta era tan barata, que no era difícil
encontrar un ordenador de última generación, con pantalla
holográfica táctil, en las casas más humildes de nuestra ciudad.
Pero, claro, no tenías
estos lujos cuando eras un forajido al otro lado de la ley. Y eso
terminaba notándose en los momentos cruciales, como aquel.
Las subastas se
caracterizaban por haberse creado en una época en la que los runners
tenían serias esperanzas, tan importantes y vitales como sueños
infantiles, de que tarde o temprano alcanzaríamos (y, si teníamos
suerte, superaríamos) a la ciudad que se alzaba más allá de
nuestra Base y nuestros pequeños suburbios, el gran organismo sano
dentro del cual había pequeños focos cancerígenos aislados, es
decir, nosotros. Los tumores llegarían a conectarse en un fenómeno
más parecido a la metástasis de lo que a nosotros nos gustaría y,
tras muchos intentos del Gobierno para detenernos, finalmente
conseguiríamos empodrecer la ciudad dentro de la que vivíamos, ese
organismo que se jactaba de su salubridad. La ciudad enfermaría,
nosotros nos haríamos fuertes, nos conectaríamos, y todo gracias a
la electrónica que desarrollaríamos dentro de nuestras bases,
contemplando únicamente las incursiones exteriores en zonas de
investigación para observar, nunca para llevarnos nada, y mucho
menos para equiparnos.
Y según esto nosotros
ya deberíamos ser la quinta generación de reyes del mambo. Pero la
realidad era bien distinta: dicha digitalización, la Revolución de
Píxeles, como a veces la llamaban los entrenadores para que los
aprendices se hicieran a una idea de lo iluso de este proyecto, jamás
llegó a ocurrir. Nos quedamos estancados en la sociedad, mirando
embobados cómo los demás crecían y crecían mientras nosotros nos
reducíamos a poco más que ladrones digitales, que necesitaban
desesperadamente las investigaciones de los demás para poder
desarrollarse. La vida del runner medio de mi época era muy triste.
Todo esto viene a cuento
de que las subastas se habían pensado como el no va más de la
informática, con lo que se nos haría muy fácil saber cuál era el
mejor y a qué lugar pertenecía. Cientos de equipos de la más alta
tecnología harían de esto un proceso rápido, sencillo y
sorprendentemente eficaz.
Si los primeros runners
vieran que todavía recurríamos a las luchas propias de las
civilizaciones que habían poblado el mundo y creado imperios
alrededor de un mar que se situaba más allá del océano que bañaba
las costas de la ciudad, probablemente hubieran querido suicidarse.
No les culparía. Yo misma lo hubiera hecho de haberme encontrado con
que mis sueños se esfumaban en el aire y presentaban una realidad
patética y antigua como pocas cosas quedaban aún en el mundo,
pequeñas reminiscencias que hacían las veces de recuerdos de la
barbarie irredenta en la que habíamos vivido hasta hacía poco
tiempo, cuando el Gobierno nos salvó y con mano benevolente nos
aplastó como a las alimañas que éramos. Debería darnos vergüenza
protestar porque su puño seductor nos estaba asfixiando. Éramos
unos desagradecidos y merecíamos la erradicación.
Parpadeé, contemplando
mi reflejo en el espejo y preguntándome si alguna vez volvería a
verme como me había visto hasta hacía poco tiempo, cuando el mundo
no estaba patas arriba, yo no era una traidora y mi corazón no se
encontraba dividido y roto por dentro. Mejor que roto, podre... sí,
“putrefacción” era la palabra que estaba buscando para aquello.
Me coloqué el top
especial, reservado sólo para las más renombradas corredoras de
toda mi Base, me até con fuerza la goma del pelo alrededor de la
trenza que acababa de renovar, me di la vuelta y salí por la puerta
con la cabeza tan alta que podía pegar en el techo con la frente.
Qué grande era el
orgullo y qué mal me lo iba a hacer pasar esos días, mientras me
peleaba con los demás para ver si era tan buena como me creía y si
merecía realmente el estatus que tenía entre los míos. Me sentía
igual que una abeja reina obligada a elaborar miel otra vez,
recordando la época en la que estaba rodeada de pordioseros y su
esencia se colaba en sus entrañas y apenas la dejaba vivir.
De verdad, las subastas
estaban bien, pero estarían mejor si no te jugases tu personalidad y
el respeto de los demás en una única prueba. Yo era partidaria de
mantenerlas, pero sólo utilizarlas para selección en casos en los
que no hubiera orientación alguna. Y, contando con los expedientes
completísimos que teníamos, aquello no sería necesario jamás. Es
decir, ¿para qué querían saber los vigilantes realmente cuántos
kilómetros habías recorrido en total a lo largo de toda tu vida,
escaladas incluidas, si luego te metían en una sala a que te
pelearas con los demás? ¿Para qué cojones nos estaban tocando todo
el día los huevos con nuestras estadísticas si luego ellos eran los
primeros en pasárselos por el forro? Era asqueroso.
Sumida en mis
pensamientos, me metí en el ascensor con otros tantos runners,
deseosa de quitar todo aquello de delante lo antes posible. Por
desgracia, no iba a ser posible, ya que participaba en casi todas las
pruebas, y me iba a llevar tiempo clasificarme.
Nadie en el ascensor
habló. Nadie se atrevía a cruzar palabra. Nadie quería realmente
hablar de la subasta con ésta tan cerca. Era un tema tabú,
reservado sólo para los jueces que decidirían quién merecía la
pena y quién daba asco.
El silencio de los
ascensores en aquellas temporadas era lo que daba más asco.
Cuando por fin la caja
metálica trepadora se detuvo, salimos lentamente; algunos incluso
arrastraban los pies. No les apetecía en absoluto aventurarse a
caminar más rápido de lo normal. Serían nuevos, serían antiguos,
tendrían experiencia o talento, ambas cosas, o quizá ninguna, pero
todos se parecían en una cosa: sabían que las subastas eran
agotadoras, y que todo el mundo iba a luchar hasta el último
aliento. El aliento se convertía en la cosa más de moda entonces, y
nadie deseaba desperdiciarlo hablando con los demás sobre su día,
sus misiones, o las posibilidades que podían tener si tal alguien se
lesionaba y no podía correr.
Vi una cabeza negra
atravesando la gente como un cuchillo. Las hordas de runners se
hacían a un lado dejando pasar a Taylor, y yo habría hecho lo mismo
de haber pasado a mi lado. No me apetecía nada hablar. Sólo quería
que las subastas comenzaran y punto.
Después de lo que me
pareció una eternidad materializaba en caminata incesante y
aburrida, llegamos a la zona del campeonato. Al entrar, algunos
olvidaron su propósito de mantener la boca cerrada y aprovechar
hasta la última caloría invertida en los pulmones, y soltaron una
exclamación en forma de “oh”, o “ah”, dependiendo de lo
pedantes y gilipollas que fueran. Yo me limité a mirar la zona del
campeonato con indiferencia.
Mentiríamos si
dijéramos que la idea original del diseño había sido nuestra, pues
había claramente influencias de las ya mencionadas civilizaciones.
Con un escenario hundido en la parte baja, a la que todo el mundo
llamaba “arena” a pesar de que no había arena por ninguna parte,
el lugar se extendía en forma de un enorme auditorio circular, con
los asientos elevados para poder contemplar con éxito todos los
sucesos que se seguían en la dichosa arena.
La verdad era que sería
una estupidez no utilizar el mismo diseño que los romanos antiguos,
pues íbamos a ese lugar a hacer exactamente lo mismo que habían
hecho milenios antes: contemplar cómo un diverso grupo de personas
se peleaba hasta que sólo quedaba uno en pie. Se jaleaba al que
quedaba en pie. Se le coronaba dios en la tierra. Se le daban mujeres
(u hombres, si era una mujer la que se mantenía estante) y se le
invitaba a la mejor orgía de su vida.
Nosotros éramos
superiores y dábamos misiones en vez de compañía (femenina o
masculina) e invitábamos a la gloria a nuestro campeón (lo cual se
parecía terriblemente a una orgía).
Los grupos en los que
llegaba la gente se disgregaban a medida que cada uno ocupaba el
lugar seleccionado. Ahí se podría decir que empezaban realmente las
peleas y las clasificaciones, porque a nadie de la organización le
había dado jamás la cabeza para crear listas con cada prueba, y así
saber quién iba a participar en qué. Nos valíamos de una pantalla
proyectada en el suelo de material no mineral para informar de las
pruebas que se iban a suceder. Y allí se desataba el apocalipsis
cada vez que la prueba era popular y medio estadio se decidía por
ella y trataba desesperadamente de saltar (a veces literalmente) a la
arena y luchar por la orgí... digo, la gloria eterna.
Me situé en las filas
más bajas, gozando de aquel estatus que una vez me merecí, y
contemplé cómo se me colocaba la gente alrededor. No tenía a nadie
delante (los únicos que lo estaban eran los vigilantes, que se
colocaban allí y se dedicaban a observar las pruebas y puntuar a
cada uno), pero tenía cientos de guardaespaldas que no dudarían en
clavarme un puñal si con ello consiguieran lo que se proponían.
Oh, sí, había olvidado
un detalle insignificante de las subastas: pobre de ti si no estabas
dispuesto a ser un traidor cuando llegaban. Era la mejor manera de
ganar, y la más rápida. Así no serías un estorbo para los demás.
Sonó una sirena, y
escuché un silencio como pocos se experimentaban en aquella ocasión.
Las puertas se habían sellado en el momento en que Blueberry y yo
cruzamos la puerta, y ya entonces nadie quería cruzar palabra, pero
ahora el silencio se respiraba.
Era como la humedad: se colaba en tus huesos, hacía mella en tus
entrañas, y se instalaba en tu alma con tal profundidad que no
podías hacer otra cosa que resignarte y tratar de disfrutarlo.
Miré
en derredor, y vi a Taylor sentado con las piernas separadas y la
mirada fija en un punto lejano varios asientos a mi derecha. Me
incliné para intentar descifrar lo que había en sus ojos, sin
éxito. Sus pensamientos eran sólo suyos.
Una
de las vigilantes saltó a la arena, se colocó en el centro y dio
una vuelta sobre sí misma, con tanta lentitud que pudo haber tardado
perfectamente diez minutos. Luego, alzando la voz e ignorando el
hecho de que tenía un micro, comenzó un discurso triunfal sobre lo
buenos buenísimos que éramos los buenos y lo malos malísimos que
éramos los malos.
No
éramos políticos, el arte de la oratoria era algo que se nos
escapaba y contra lo que tratábamos de luchar. Y erradicar. Fus,
fus, oratoria, me dije para mis
adentros, y me permití una sonrisa por lo graciosa que era. Podría
dedicarme a cómica si no fueran los principales compinches del
gobierno.
El
runner que tenía al lado estaba tan ensimismado con el discurso como
yo. Me miró a los ojos un segundo, nuestras miradas se encontraron,
y me puse rígida cuando sonrío con la misma sonrisa de cierto
individuo de alas a la espalda.
Mis
boca dibujó un perfectamente extrañado “¿Louis?”, pero el
chico ya había pasado su atención a otra muchacha, menos retrasada
que yo y más receptiva a sus tretas seductoras. Sacudí la cabeza y
me negué a creer en que el ángel estuviera frente a mí.
Guau,
encima de traidora, ahora era una loca. Desde luego, era el mejor
partido de toda la Base, con diferencia. Me pellizqué la palma de la
mano para buscar concentración. Ahora la runner estaba hablando de
lo orgullosa que estaba del trabajo que estábamos haciendo, trabajo
que se merecía todos los halagos del mundo y más, y nos conminó a
que siguiésemos con ella. Qué bien hablaba, la hija de puta. Habría
que matarla; se parecía demasiado a los del gobierno como para que
fuera una coincidencia.
Por
desgracia, añadió ella, mostrando lo afligida que estaba bajando
los hombros en una actuación digna de aquellos Oscar que ya no se
daban, todos nuestros esfuerzos comenzaban a ser en vano. Los ángeles
eran más fuertes (murmullos de aprobación y rabia, no me
digas, ¿ahora te enteras, vieja?),
y su fuerza crecía con cada día que pasaba. Era una verdadera
tragedia griega de aquellas de la que no se salva nadie: al final
todos mueren.
Terminó
su discurso girando de nuevo para observarnos, y yo me pregunté
cuántas caras podría procesar con aquellos ojos que no dejaban de
moverse. Se paró un microsegundo en mí, y sentí cómo en ese lapso
de tiempo desnudaba mi alma y mostraba al mundo sus secretos. Sus
ojos tenían tal potencia que creí posible que ahora los demás se
volvieran hacia mí, me señalaran con el dedo, gritaran una única
palabra, “traidora”, y se abalanzaran a despedazarme. Me asustó
lo poco que me importaba.
Durante
esa vuelta que dio, reconociendo a todos los presentes, mantuve la
compostura como mejor me fue posible, rezando por que los demás
también se sintieran como yo y tuvieran miedo de lo que estaba a
punto de suceder. No quería que sintieran nervios, ni preocupación,
ni siquiera expectación; no. Quería que sintieran verdadero pánico,
auténtico terror.
Una
última frase cortó el silencio líquido que se mantenía en la sala
desde que comenzó a hablar, aquel que llevaba materializándose
desde que nos quedamos encerrados en nuestra propia prisión de
libertad:
-Demostrad
por qué somos los mejores, y por qué los ángeles tienen motivos
para asustarse.
El
estadio se alzó con un rugido, los puños en alzo, los torsos
inclinados hacia delante y las bocas abiertas en una expresión que
preveía mordiscos.
Comenzamos
a tomar la arena antes de que se anunciara la primera prueba, cuando
la vigilante oradora todavía no había terminado de retirarse y
dejar aquella zona libre para los que íbamos a luchar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Dedica un minutito de tu tiempo a dejarme un comentario; son realmente importantes para mí y me ayudarán a mejorar, al margen de la ilusión que me hace saber que hay personas de verdad que entran en mi blog. ¡Muchas gracias!❤