La vena dramática que llevo dentro y que llevo cosechando este año hizo diez años como escritora de romántica me lleva a empezar esta entrada diciendo que la nostalgia del final de año hace que siempre lo valore con una perspectiva agridulce, incluso a pesar de que puede haber sido un gran año. No importa lo bueno que me haya pasado o lo abundante que haya sido; siempre encuentro algo a lo que aferrarme y que no me haga tan acusada mi felicidad, como si no me la mereciera o como si estuviera obligada a comparar la autenticidad de lo que sé de mi vida sincera con los retratos perfectamente perfilados con los retazos cuidadosamente escogidos de los momentos especiales de los demás.
Lo que sí que puedo decir con respecto a este año, y que creo que he podido cambiar con respeto a anteriores, es que no me enzarzo en esa lucha conmigo misma por decirme que mi existencia no es especial. Hace unas horas, enganchada del móvil y pensando y pensando y pensando en cuándo se manifestarán las consecuencias de lo que pasó ayer por la tarde (y que, Erika del futuro, confío que recuerdes con ese detalle con el que lo recuerdas todo, especialmente con lo que tienes que pelear), habría dicho que esa nostalgia siempre me oscurece los años y que no voy a poder escapar de ella.
Pero no. La verdad es que no. La verdad es que ahora mismo lo veo todo con una nueva perspectiva, no sé si por el buen humor de haber estado leyendo y no ocupar mi tiempo libre en preocuparme porque no lo estoy empleando como se espera de mí o de mi edad, o porque finalmente he interiorizado que, por mucho que sea mi número preferido, no puedo volver a los 17. O a 2017. Suerte que entro ahora en el año de lo que, con toda probabilidad, es mi nuevo número preferido. Una vez más, damas y caballeros, me veo obligada entonar La Frase: EL IMPACTO DE SCOTT MALIK.
Si tuviera que definir este 2022 con una palabra, esa palabra sería “pérdida”. Sí, pérdida. Porque este año he perdido mucho más de lo que me esperaba: algunas cosas por sorpresa, y otras porque por fin he soltado lo que me ataba al suelo y me he decidido a echarme a volar o ponerme en mi sitio. He perdido amigas a las que consideraba mis regalos de mayoría de edad porque simplemente ya no estamos en la misma sintonía (llevábamos sin estarlo mucho tiempo, en realidad), y porque he perdido la paciencia y he querido que se me trate como yo trato a las demás. En el fondo sabía lo que estaba haciendo cuando mandé esos mensajes en junio: les estaba dando una elección que sabía qué rumbo iba a tomar. Lo que no me esperaba era que la partida fuera tan silenciosa y sin discusiones; siendo como somos, queriéndonos como nos quisimos, la verdad es que me esperaría una gran pelea como las que precedieron a las otras grandes rupturas de mi vida. Me quedo con escucharos decir que me teníais un cariño especial mientras os acompañaba en el bus lejos de casa porque vuestro novio os había dejado (y porque yo también estaba huyendo de mis propias grietas en el corazón) o con la cantidad de veces que me repetíais que yo era buena y que no tenía que volverme mala para devolver el daño que me hicieron en 2019 si no quería o no me sentía cómoda. Me quedo con los regalos que me trajisteis de países lejanos y que me anunciasteis con audios riéndoos mientras me decíais “no me aguanto el contártelo, pero te compré una cosina”. Todavía la tengo en una estantería encima de mi cama, por cierto, y me la quedaré hasta que me muera; incluso aunque haya perdido su olor a manzana, sigue siendo un peluche de Stitch que cruzó el Atlántico para estar conmigo, y sobre todo, sigue siendo un regalo que una buena amiga me hizo una vez. Os habré perdido, pero la foto de la orla se queda en mi habitación. Soy un animal romántico y al que le gusta recordar otros tiempos, quizá mejores o quizá peores, y que no quiere perder del todo escondiéndolos en un cajón. La verdad que eso no es mi estilo.
Perdimos la ocasión de pelearnos y perdimos la ocasión también de reconciliarnos; si de esto es de lo que hablan los ensayos sobre la pérdida de amistades porque simplemente la adultez se interpone en nuestros planes, debo decir que no me gusta y que una parte de mí siempre tendrá un poco de inquina por 2022. No sé si porque las llamadas en medio de mi horario laboral para protegeros de malas decisiones no han parecido ser suficiente para que me dierais una segunda oportunidad o fuerais más comprensivas conmigo, o si porque sigo con la vena masoquista tratando de reanimar algo que sé desde hace tiempo que está muerto, y que los picos y valles en el electrocardiograma son el reflejo de mi lucha y no de vida real.
O bueno, sí. No estoy siendo justa. Sí que luchasteis por mí, pero creo que fue poco y que no tuvisteis en cuenta mis circunstancias. Así que igual que yo os perdí, vosotras también me perdisteis a mí.
Y también he perdido la ilusión de otras amistades. Darme cuenta de que los mensajes sin respuesta no son casualidad, sino de dejadez, ha hecho que este final de año sea un poco agridulce porque sé qué no va a pasar a las 12 de la noche. Me atrevo a dejarlo por escrito a modo de profecía como no me atreví a dejar constancia de lo que sabía el 31 de diciembre del año pasado: que aquel mensaje que mandé por otro grupo distinto, en un contexto distinto y a personas distintas, iba a ser el último que les enviara. Ah, también las perdí a ellas, sí. Con ellas no tuve discusión, pero tampoco perdí la última palabra: si estás en grupos conmigo y te sales de ellos, tienes que al menos tener la picardía de salirte de todos. No puedes dejarle a una virgo orgullosa como yo la posibilidad de que te eche de alguno, porque lo hará. Qué pena eso también; qué pena que tan poca gente parezca preocuparse por mis silencios. Aunque eso me hace también valorar más a quien nota que llevo tiempo callada y me da toquecitos de atención, mandándome recomendaciones de libros, vídeos de parejas que le recuerdan a Sabrae y Alec o diciéndome simplemente que “hace mucho que no hablamos” después de preguntarme qué tal estoy. Es posible que estéis leyendo esto, así que sabéis quiénes sois. Gracias por hacerme sentir querida este año en el que casi creo que no lo soy.
Y digo casi porque… también he perdido otras muchas cosas. He perdido el miedo a conducir después de comprarme mi primer coche (¡! ¿en qué momento ha pasado eso? ¡si llevo teniendo 17 años nueve años!) y he descubierto que no sólo no tengo que tenerle miedo, sino que hasta puedo disfrutarlo. Y se me da hasta bien. Le he perdido el miedo a conducir por sitios que no conozco, ya sea Oviedo o Santiago de Compostela; a ir a conciertos de bandas que me gustan bastante, pero cuya discografía entera no me sé, simplemente porque pasan cerca de casa y me viene bien y me apetece.
Le he perdido el miedo a llegar a un sitio nuevo a trabajar y no hacer bien mi trabajo, porque, joder, lo hago jodidamente bien. No tenía síndrome del impostor en la escritura y no lo tengo tampoco en el trabajo; como me lo termine creyendo de verdad, absolutamente nadie podrá detenerme. Y creo que 2023 será ese año.
Le he perdido el miedo a contarle a mi madre lo que me pasa, y el miedo a que lo convierta en un ataque contra mí. Nunca había llorado por un examen, pero la última semana de mayo se me juntó todo (ése fue el momento en el que redacté en mi cabeza los mensajes de junio) y terminé estallando de una forma que yo creía que no podía permitirme en mi casa. Siempre he sido la mejor o de los mejores no por miedo a lo que pasaría si llegaba segunda a casa, porque en realidad no pasaba nada, pero jamás se me olvidará que, teniendo un 10, un 9.5 y un 9 en la selectividad, se me preguntara por qué había sacado un 7 en la cuarta asignatura. Encima Lengua y Literatura, tócate el coño. Soy una puta escritora y saco un siete en lengua y literatura en la puta selectividad.
Le he perdido el miedo a lo que me depara un futuro que a veces me parece solitario, porque no tiene por qué serlo en absoluto. Que escriba esto sola en mi habitación, con música para aislarme del mundo y a la vez estar en sincronía con él, no quiere decir que lo esté, ni mucho menos. En 2022 me han acompañado personas maravillosas que espero que sigan ahí durante 2023, 2024, 25 y lo que siga. Pero también he añadido a gente genial, gente que es posible que nunca lea esto o que nunca sepa lo que puedo hacer con las palabras si me lo propongo. Si creen que soy cojonuda haciendo pliegos, que esperen a ver cómo describo un polvo.
Y le he perdido el miedo a mi propia soledad. Porque puede que esté cómoda haciendo según qué planes que a alguna gente le escaman, como ir al cine o a dar un paseo, pero evitaba los planes de más enjundia o con más exposición porque… ¿qué? ¿Creía que iban a mirarme, o a reírse de mí? Como si no supiera ya que cada uno va a lo suyo.
Este año ha sido el primero en el que he ido de fiesta yo sola, y, guau. No perderme una 1D party a pesar de no tener acompañante ha sido de las mejores cosas que me han pasado en éste, nuestro 2022. En medio de una crisis de pinchazos y rabia colectiva porque ser mujer de noche no debería ser un acto de valentía, chillar que si esta habitación estuviera en llamas yo no lo notaría con un montón de gargantas más ha sido una experiencia extrasensorial. Lo más parecido a una despedida de soltera que he disfrutado nunca (y que puede que jamás disfrute, viendo lo repunante que me vuelvo con mis amistades). Gracias a eso se han desencadenado muchas cosas más: puede que ya no haga cameos en vídeos de desconocidas, pero me he atrevido a comprar entradas no para uno, sino para dos conciertos en los que estaré sola, disfrutando de todo. Tardará en olvidárseme la Operación: FindeBola, comprando entradas para The Weeknd con dos ordenadores distintos. Y todo lo he conseguido gracias a esa noche en la que decidí que mis ganas de gritar canciones de One Direction les ganaban a mi pereza y mi vergüenza porque, ¿qué hace una gorda cantando sola en medio de la pista?
Disfrutar, eso hace.
Ha sido un año de despedidas, pero también de reencuentros y descubrimientos. De afianzarme en lo que deseo y no morderme la lengua para defenderme, sin importar la edad de quien me escupa veneno, porque el respeto no se exige, sino que se gana. Un año con un concierto de Imagine Dragons a la intemperie en plena ola de calor en Galicia, compartiendo arroz con bogavante y conduciendo durante 4 horas y pico (no seguidas, evidentemente). Un año en el que probablemente sea el último en que vea a mis “regalos de mayoría de edad”. Un año en el que he descubierto una playa al lado de casa, y también en el que he descubierto lo que es ir sola a la playa. Un año más de obsesión con el sushi al que también he arrastrado a mi madre.
Un año en el que he descubierto el punto más oriental de España. Qué preciosa es Menorca y qué poco la apreciamos. Quizá no le haya perdido del todo el miedo a volar, pero por lo menos en mi segundo despegue ya no me dio un ataque de ansiedad. Un año de mensajes retardados y de conversaciones que tengo pendientes, y que espero retomar pronto. Un año en el que mis seres queridos han tenido que tener paciencia conmigo, y yo tenerla en el trabajo, y en el trabajo… en el trabajo suplicar para que no llegue nunca el 31 de enero. Un año de pocas lecturas, pero muchas, muchas palabras escritas. Éste ha sido, sin duda, el año de Alec, y ahora le toca a Sabrae reclamar lo que es suyo. Me muero de ganas de ver de lo que somos capaces en 2023 entre los tres.
Un año de nuevos comienzos, de presentaciones, de amigos inesperados y examigos demasiado tempranos, en el que también he perdido un poco de mi inocencia. Ver a alguien con ojos distintos simplemente porque ha elegido disfrazarse ante ti durante meses es algo que creo que no seré capaz de superar, pero creo que eso es parte de la supervivencia humana, ¿no? Y de crecer.
El examen de las prácticas, empezar de nuevo a trabajar y estar aprovechada
No es el año de más pelis vistas (91, creo, sobre un total de 1480) ni de libros (unos terribles 11), pero no ha estado mal, teniendo en cuenta que estudio, trabajo y escribo. Nope. Podría citar a Kim Kardashian: not bad for a girl with no talent, pero… es que ¿seguiríamos hablando de mí?
No esperaba hacer esta entrada tan agradable ni sentirme tan agradecida mientras la planeaba, pero, una vez más, 2022 me sorprende. Y yo que pensaba en enero que iba a ser mi peor año porque se proyectaba ya una pérdida en cascada de lo que hizo especial mi 2020 y mi 2021. Al final, puede que las cosas no sean como las planeas, ni tampoco como las esperas.
Por eso alzo la vista a las estrellas y les pido un deseo: dejad que mi 2023 sea tan bueno como mi 2022… aunque no hace falta que me quitéis a más gente. Porfa. Esto sí que va en serio. Quiero vivir al menos una despedida de soltera de verdad.
A todo esto, sólo puedo decir… 2022, ¡gracias, adiós!