Recuerdo estar tumbada
boca abajo en la cama en verano, viendo cómo la noche va pasando sin que me dé
el sueño. Recuerdo estar deseando que pasen los días, vuelva septiembre y estar
ocupada de nuevo. Recuerdo estar con el corazón en un puño cada domingo,
escribir sin ganas, a veces llorar porque pensaba que no iba a llegar a este
día continuando con Sabrae.
Recuerdo pasar un pésimo
verano nocturno, y uno genial cada vez que se levantaba el sol.
Empecé este año
teniendo miedo de lo que me depararía el futuro, de si tendría tiempo libre
suficiente, de si ése sería el último enero en que vería a mis amigas. Llegó
febrero y trajo consigo las prácticas, en un despacho al que yo no quería ir
bajo ningún concepto nada más ver que se trataba de penal puro y duro, y en el
que me siento tan a gusto que, a pesar de que debería estar de vacaciones (o,
más bien, terminando el TFM en lugar de escribiendo esto y eligiendo las fotos
para subir a Instagram), la semana que viene ya vuelvo a abrir la puerta,
buscar expedientes, hacer demandas y trotar detrás de mi tutor, o puede que
sola, en dirección al juzgado, al registro civil o a otro registro
administrativo. Llega marzo, y yo considero hacer un regalo que finalmente ni
siquiera se queda conmigo; el cumpleaños de mi actual rey, y más tarde, en
abril, el de mi reina. Antes de que quiera darme cuenta, es mayo y estoy
tomando algo con mis compañeros de clase, que dejan de ser compañeros de clase
ese mismo día; algunos se convierten sólo en compañeros de grupo de WhatsApp,
otros me ven abalanzarme sobre una tabla de quesos a la semana siguiente, y
unas pocas incluso sabrán cómo soy cuando me ponen a The Weeknd en los bares.
Entonces llegó junio,
en el que hice un viaje increíble con mis amigas; la primera vez que viajábamos
juntas, y espero que no sea la última. Para mi sorpresa (y seguro que también
la de ellas), no nos peleamos en ningún momento, no paramos de reírnos y de
bajar el ritmo cuando una de nosotras empezaba a quedarse atrás. Nos chupamos 8
horas en un autobús que no nos cuesta ni 10 euros para visitar Oporto y Braga,
donde “no puedo creerme que me haya metido esto
[una francesinha] entre pecho y espalda”, donde “viva España, arriba España,
qué guapa es España”, casi me mata una cortina o casi nos matan unos holandeses
en el albergue mientras me enseñan por primera vez Black Mirror.
Supongo que junio es
el mes más propicio a las vacaciones: de todas las veces que me he ido de
viaje, creo que no son más de 3 las que ha sido en un mes distinto. El viaje a
Turquía y otras vacaciones cuyas fechas no consigo recordar bien son
excepciones que confirman la regla: descubro lugares en junio, y éste no
descubrí un país (o parte), sino dos. La tercera semana del mes, me encuentro
de camino a Alemania con mi madre, descubriendo castillos de cuentos de hadas y
peleándonos las dos con la maleta porque hemos comprado demasiados souvenirs. Vuelvo justo en San Juan, o
debería decir “día en que se publica Sabrae”,
por ser 23.
Entonces, llega julio,
y me rompen un poco el corazón. Por suerte o por desgracia, a una amiga mía
también se lo rompen, y en cuidarnos la una a la otra nos redescubrimos, si es
que eso es posible. En un afán por mantenerme ocupada, y tratando de superar A todos los chicos de los que me enamoré (el
libro), y Crazy rich asians (también
el libro), lleno todo mi verano de planes, entre los que se encuentran, por vez
primera desde que entré a la universidad, ir a la playa. Puede que fueran sólo
tres veces, pero fueron suficientes para que me preguntara por qué dejé que
algo que odio, como es la arena, me alejara de algo que siempre me ha
encantado, un segundo hogar: el mar. Este año me he reencontrado con amigas,
con las que coincidí saliendo de tiendas de cosméticos y simplemente surge
tomar algo; pero también me reconcilié con el mar, que ha modelado mi tierra y
también modeló mi infancia.
Lo cierto es que,
visto en retrospectiva, veo que no paré un segundo de ese verano que me empeñé
en calificar como el peor de mi vida mientras marcaba los días de agosto,
visitando Santander primero y Bilbao después (mira, ya me quedan sólo tres Comunidades Autónomas por visitar),
tostando al sol, recibiendo a mis amigas en casa para las fiestas de mi pueblo
y…
… deseando que llegara
septiembre. Sí, para estar ocupada y no pensar en ese vacío que sentía en el
pecho.
Pero, sobre todo, por
el CCME. Por ver a Liam, y también a Louis. Y, especialmente, por ver a las
chicas. Tener una foto juntas con alguna por primera vez, y repetirla con
otras; en algún caso ni había pasado un año, en otro, más de cinco.
Se me pasa el otoño
como un suspiro, entre el agobio por las prácticas y el parche en mi corazón de
una herida que ya está casi sanada, que mucha gente me ha ayudado a cicatrizar.
Y en el otoño, me doy cuenta de que el verano me ha servido para aprender; que
puede que con la felicidad se crezca, pero con la tristeza se evoluciona. Todo
lo que me dijeron en verano, se asentó en otoño: que no tengo que sentirme mal
por querer seguir siendo buena, que las personas te sorprenden y puede ser para
mal, pero, ¿sabes? La verdad es que no me arrepiento. Realmente, tampoco he
sufrido tanto este año. O, si lo he hecho, ha sido porque iba a madurar, igual
que los niños enferman justo cuando van a pegar el estirón.
No creo que haya sido
el mejor año de mi vida; recuerdo con demasiado cariño mis 17, en el que todo
me salió bien a pesar de pasarme ese septiembre llorando, como para pensarlo. A
finde cuentas, en 2015 conocí a mis amigas, ésas que hoy me confiesan que
bueno, sí que han leído algún capítulo de mi novela, y que escribo muy bien;
las que están ahí para mí aunque yo siempre tenga los mismos problemas, las
mismas comeduras de cabeza y la misma forma de despotricar.
Pero sí es el año que
más he aprendido. A tenerme como prioridad, a no gastar todo mi amor en otras
personas y a reservar un poco para mí, a hacer que lo que más pesa en la
balanza de mis decisiones sea lo que amo y lo que detesto. Como nadar en el mar
debe triunfar por encima de la grima que me da la arena, también debe hacerlo
mostrar mis sentimientos sobre el miedo a que me juzguen personas que sé que no
van a hacerlo, o la sensación de plenitud y felicidad y de estar haciendo lo que estoy destinada a hacer cuando estoy
escribiendo por encima de esas dudas que me asaltan cuando veo que las visitas
no suben como lo hacían. Si jamás dudé en Scott, ¿por qué lo hago con Sabrae,
por la que aposté sabiendo que valía incluso más que él?
Estoy orgullosa de mí
misma por todo ello como pocas veces lo he estado en mi vida; puede que más que
cuando conseguí rozar mi peso ideal con la punta de los dedos para estar
presentable en el concierto de One Direction. Curioso… este año he visto a la
mitad de la banda, y ese sentimiento de orgullo vuelve a embargarme. Me
pregunto si tendrá algún tipo de correlación, y por eso me hizo tan feliz
escuchar los primeros acordes de la versión de A whole new world que Zayn quiso regalarme a mediados de año.
Pero el caso es que
estoy orgullosa, de las pequeñas cosas y de las grandes. De haberle cambiado la
portada a Sabrae, de haber estado ahí cuando mis amigas me necesitaban, de mis
ganas de salir de fiesta y de haber sobrevivido a las noches de verano; de mis
17 libros leídos, de las 33 páginas que tengo escritas del TFM a día de hoy, de
las 205 películas que he visto este año, de conseguir que los audios de mis
amigas llorando se conviertan en mensajes con emoticonos sonrientes y de
bombardear nuestro grupo con audios riéndome aunque eso acabe con sus oídos.
Y, sobre todo, estoy
orgullosa de que lo que me ha pasado malo este año, no he permitido que lo
defina. Sigo conservando la manera de ver la vida que tuve durante 23 años. Las
cosas, positivas. A la gente, segundas oportunidades. Lo cual incluye,
irremediablemente, a mis personajes.
Porque sí.
Hemos llegado a 2020. La
falta de tiempo libre no ha pesado más que mi compromiso por ellos, y espero
que así sea cuando termine la siguiente década.
Brindo por ello... y por tener unos felices años 20.