miércoles, 13 de agosto de 2014

Yogur.

La habitación daba vueltas sobre el eje de la cama, en una especie de imitación a las peonzas con las que yo nunca había jugado. Los muebles bailaban a mi alrededor, al son de una música que no conseguía escuchar, bien por ser demasiado tenue o bien por ensordecedora.
Las voces se habían acallado, sustituyéndose por el eco que las palabras del ángel que tenía frente a mí formaban en las paredes de aquella habitación que fingía ser bailarina de ballet. Ya no era un diálogo, sino un monólogo; un monólogo cuyo público era el dolor, una bestia que mordisqueaba hasta la parte más ínfima de cada una de mis células, regodeándose en tenerme entre sus fauces, aterrorizada, sabedora de mi indefensión.
-Me... duele-dije, sin importar que fuera el enemigo, sin importar su cercanía. Honestamente hubiera suplicado clemencia incluso a los líderes del Gobierno, sin con aquello dejaba de ser el chicle humano del monstruo llamado Dolor.
Más tarde me acordaría de Perk, y me preguntaría cuántas veces habría pensado en abandonar nuestro secreto y abrir la boca para no cerrarla antes de vomitar un enorme torrente de palabras, las que querían los ángeles. Pero eso sería más tarde, cuando la tortura hubiera pasado, cuando los monstruos hubieran vuelto a las sucias y húmedas cavernas en las que se escondían, abandonándome en una tierra desértica en la que el sol abrasaba la piel. Una barbacoa gigante. Sería después, cuando el dolor fuera un recuerdo demasiado presente aún en mi cuerpo, cuando me dignaría a pensar en los demás.
Los runners éramos egoístas por la naturaleza. Eso nos mantenía vivos.
Los ojos azul cielo, los más bonitos que había visto en mi vida, se entrecerraron ligeramente. Louis asintió, con la boca en una mueca de tristeza, y se levantó lo más despacio que pudo.
No obstante, sus movimientos instigaron nuevos latigazos que me destrozaron por dentro.
-Te traeré algo para el dolor.
Me quedé lo más quieta posible, lamentando que tuviera que mover el pecho para poder respirar. De los pulmones manaba un dolor tan insoportable que estaba segura de que, si mi cabeza estuviera en condiciones normales, y no embotada y aturdida, habría podido contar todos y cada uno de los alvéolos gracias a los cuales vivía.
Tras un calvario de soledad en el que a duras penas lograba escuchar el sonido de las agujas del reloj celebrando el paso inexorable del tiempo, volvió con un líquido rosáceo y brillante, que me tendió sin contemplaciones.
-Bébete esto-murmuró-. Hasta la última gota.
Habría asentido de estar viva, habría levantado la mano de poder hacerlo, me habría obligado a beber aquello si no me fuera la vida en ello... pero me iba, y no era capaz de moverme sin chillar. Y me quería demasiado, aun a pesar de todo por lo que estaba pasando, como para demostrar hasta qué punto estaba débil como para gritar delante de él.
-Kat, no me hagas esto más difícil. Bébetelo.
Pero no podía moverme, de veras que no podía, me sentía mal, inútil, sucia, y rota. Y un jarrón roto es incapaz de contener líquidos en su interior.
Él chasqueó la lengua, visiblemente molesto, y dejó el vaso encima de la mesilla de noche, más lejos que nunca. Pensé que quería torturarme, pero cuando desapareció por la puerta, con el único sonido de sus pasos en el suelo y sus alas acariciando los muebles, me di cuenta de que aquello no era un espectáculo de gladiadores.
Traté de mover una pierna.
Y en mi vida chillé tanto.
Eones después, regresó con una pajita.
Estuve a punto de llorar de alegría cuando me la colocó en la boca, se sentó en el suelo al lado de mi cabeza, y la hundió en el líquido rosáceo. Di un trago que me supo a fuego. Cerré los ojos y apreté los dientes mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.
-¿También quieres que trague yo por ti?-inquirió, alzando una ceja y hundiendo la otra, tal y como hacían las placas tectónicas en las fallas donde se juntaban en lugar de separarse.
Su tono me enfureció por dentro, y le habría abofeteado de encontrarme con fuerzas. De modo que hice lo que me ordenaba: empecé a sorber con rabia, ignorando el fuego de mi garganta, preguntándome si habría algún músculo que no me doliese y por el que no estuviera rabiada de dolor, si alguno de mis tejidos, por extraño e inútil que me pareciera en un primer momento, no estaría dolorido y moribundo.
Por suerte, mi estómago estaba en perfectas condiciones, y cuando el líquido llegó a mi boca y se derramó por mi esófago hasta llegar a él, el órgano batidora lo agradeció como el mayor de los tesoros.
Volvieron a llenárseme los ojos de lágrimas, pero esta vez no era por el dolor, sino por todo lo contrario: una enorme y poderosa sensación de alivio barrió mi ser con un tsunami frío donde antes ardía.
Me encontré bebiendo con más y más furia, a cada vez más y más velocidad, y levantando la mano y sosteniendo yo misma la pajita mientras Louis apoyaba la espalda en el colchón y dejaba que me terminara el vaso, con la cabeza en el borde de éste, y los ojos clavados en el techo.
Ni siquiera se movió cuando escuchó los ruidos que mis labios y la pajita hicieron al terminarse la bebida. Le tendí el vaso, sin saber si se lo estaba dando o si le pedía más. Probablemente fuera lo segundo. Además de ser muy útil, el líquido sabía muy bien. Me pregunté si sería un licor de dioses, si de verdad existían éstos después de todo, y si los ángeles habían subido a los cielos y les habían pedido eso a cambio de cualquier otra cosa. Desde luego, merecía la pena cualquier sacrificio por aquello. Incluida la libertad.
-Te sentirás un poco eufórica unos minutos-informó, y yo asentí enérgicamente, con una sonrisa felina en los labios. Lo sabía-. Tranquila, no durará mucho. Luego volverás a ser tú.
Me hubiera decepcionado de no sentirme tan bien. Deseé poder quedarme así para siempre, manando energía y bienestar como pocas veces lo había sentido en toda mi existencia. Me senté en la cama y acaricié la alfombra color crema con la punta de los dedos de los pies. Lo miré.
-Esto es genial, ¿cómo se llama?
-No lo sé.
-Debe de tener un nombre.
-Yo no lo sé. No me gusta tomarlo.
-¿Por qué? Es genial-repliqué, dándole un toquecito en el costado con mi pie izquierdo. Ese contacto activó un interruptor en él, pues se volvió hacia mí para taladrarme con un hielo incandescente.
-Ya no me surte ningún efecto.
-¿Antes lo tomabas?-inquirí, animada por la conversación, por estar aprendiendo cosas nuevas de un universo del que sólo había visto un planeta. Una galaxia al completo se abría ante mí, con sus satélites, sus cometas, sus estrellas, sus soles, sus planetas, y sus ríos de energía manando en todas direcciones y detenidos a la vez.
-Me lo daban para el dolor de alas, y apenas me hizo nada dos o tres veces. Ahora ya no lo siento.
Me detuve un momento para pensar... pero enseguida volví a mi estado.
-Es una pena que no te funcione-comenté, balanceándome de un lado a otro, estudiando la habitación como no lo había hecho antes-. Es realmente genial.
-Ya lo has dicho, Kat-se levantó y no me dio más tiempo a responder. Recogió el vaso, la pajita, y se fue de la habitación sin decir nada más.
Me animé a seguirlo, descalza y con unos pantalones cortos que no había visto antes. La camiseta tampoco era mía: de tirantes, dejaba medio vientre al descubierto. No me importaba estar medio desnuda. Me importaba lo bien que me sentía y lo bien que me hacía sentirme de aquella manera.
-¿Cuánto va a durar este enfado tuyo?
-No estoy enfadado-replicó, y yo silbé, porque sí que lo estaba-. Te lo parece a ti. Y va a durar lo mismo que tus síntomas.
-No digas “síntomas”. Parece que estoy enferma, y en mi vida me he sentido mejor.
Dejó el vaso al lado de un grifo, se volvió y se me quedó mirando.
-Pues has estado muchas veces mejor que ahora, Kat. Estás secuestrada en un edificio en el que todos, excepto uno, no dudarían un segundo en matarte. No puedes hacer nada para escapar, al margen de intentar suicidarte, lo cual es un poco difícil-por su boca asomó una sonrisa cínica que yo encontré la mar de divertida-. Sin olvidar que tenemos a otro de tus compañeros encerrado y lo estamos sometiendo a gran cantidad de torturas.
La última palabra hizo que la nube rosa que me rodera se disipase, y el mundo volvió a cobrar su aspecto habitual de cárcel sin barrotes pero tampoco sin otra condena que no fuese la cadena perpetua. Y yo formaba parte de los únicos prófugos que escapaban del ojo de los focos por los pelos, mientras los ángeles, la policía, nos perseguían y nos atrapaban en cuanto cometíamos el menor error.
Cabía destacar que mi mundo no tenía un suelo suave y plano, sino miles de salientes, de desniveles, y de pasos en falso que te matarían si hacías algo mal.
Se me borró la sonrisa del rostro. Se me escapó, más bien, porque apareció en la del ángel que me había llevado hasta allí.
-Parece que ya vuelves a ser tú.
-¿Qué ha pasado?-inquirí, mirándome las manos. Tenían cortes, cortes que no dolían, pero eran tan antiguos como los que tenía cuando llegué al Cristal, antes de estar en la cima del mundo y contemplarlo todo como quien tiene alas a la espalda.
-Si te lo digo yo, perderá la gracia-se acercó a una nevera y abrió una lata que chasqueó una lengua de la que carecía-. Prefiero disfrutar del espectáculo.
Se sentó en uno de los sofás mientras yo me quedaba allí, de pie, contemplando el vacío. Lo último que recordaba era a la muchacha mariposa caminando con aquellas preciosas alas incrustadas en la espalda. Traté de ahondar más en el océano de mis pensamientos, pero fue totalmente inútil. No conseguía bajar más allá de un par de metros bajo la superficie, y estaba claro que allí no estaban los arrecifes a los que me dirigía, sino apenas unas motas de polvo que no flotaban en el aire y que no eran polvo, sino partículas de algas muertas nadando con el ritmo de las corrientes del mar.
-No me llega nada-susurré, frustrada. El aire se encargó de transportar en bandeja de plata la voz de Louis hasta a mí.
-Trataste de escapar. Te cogieron. Fue Angelica. Y...
-... me tiró al suelo-terminé la frase antes de dejar que la cerrara él. El nombre de la chica había sido otra llave más a una puerta que se abría de nuevo sin yo girar la cerradura, al igual que lo había sido la palabra “tortura”. Recordé a Perk. Recordé lo que le habían hecho. Recordé la rabia que me dio. Recordé empujar a los ángeles y correr como alma que llevaba el diablo, con las manos atadas (me toqué las muñecas cuando llegué a ese punto de mis recuerdos, y me alegré de sentir la piel contra la piel, en lugar de un emparedado de piel, acero, y piel), recordé llegar a aquella réplica de la ciudad y de un bosque, recordé tratar de esconderme, calcular mal un santo y oír el zumbido de cientos de alas lanzándose contra mí. Recordé una cabellera rubia, volar por un momento, y luego sentir que la gravedad me recordaba de repente.
Angelica me había tirado al suelo desde una altura considerable, y varios huesos se me rompieron antes de que mi cerebro se rindiera y me dejara inconsciente, en un acto de compasión que debía agradecerle por siempre a aquella pequeña masa que tanto hacía por mí y en la que no pensaba casi nunca, a pesar de ser ella la que pensaba.
Recordé el sueño, el coro de voces, el dolor omnipresente y las sábanas pegándose a mi cuerpo sudoroso. Podía mover las piernas, aunque se me habían roto. Podía mover los brazos, aunque estaban rotos. Podía mover la cabeza, aunque juraría que me había roto el cráneo.
Podía descifrar el coro de voces y los bailes de figuras frente a mí.
Angelica estaba sentada a la mesa de la cocina, con una expresión en la mirada que me habría detenido el corazón, si las miradas matasen. Louis estaba apoyado en la mesa de la misma, con la espalda vuelta hacia el ángel y los ojos también clavados en mí.
-Deberías haberle atado también los pies. Así no habría podido correr.
-No ha llegado muy lejos.
-Pero ha seguido siendo una amenaza, Louis. Por mucho que te guste la chica, tienes que reconocer que es peligrosa para nosotros. Debería estar abajo, con el otro, y no aquí, mientras la tratas como una emperatriz y la vistes de seda.
-No la he vestido de seda.
-Porque sabes que nos cabrearías si lo hicieras.
Mi ángel guardó silencio mientras la que me había llevado hasta allí sonreía con cinismo.
Angelica lo miró con ojos llameantes.
-Estás enamorado de ella.
-No lo estoy-se apresuró a negar el otro, girándose y contemplándola. Me habría dolido en el alma de no haberme dado cuenta de que aquello ponía las cosas más fáciles. La chica se limitó a alzar las cejas.
-Pero te gusta.
-Eso es evidente-contestó él, volviendo a su guardia sobre mí-. Si no me gustara, estaría abajo con el otro.
-Dijiste que la tendrías aquí para averiguar cómo se las había arreglado para vincular la bomba con ella.
-No iba muy en serio, pero si lo descubro...-le mostró las palmas de las manos antes de volver a cruzarse de brazos-. Bien por mí.
Angelica guardó silencio, sin apartar los ojos de la espalda de él.
-No puede ser con ella.
-Pues es con ella.
-No está permitido.
-A mí, sí.
Angelica se levantó, rodeó la mesa y se plantó al lado de él, que la miró de reojo y se llevó una mano a la boca.
-Precisamente tú, por mucho que te dejen saltarte las normas, eres el que más tiene que cumplirlas.
Se fue sin decir nada más, mientras Louis la seguía con la mirada. Cuando cerró de un portazo, negó con la cabeza, se acercó a mí, y me alzó en volandas. Me transportó hasta la cama y me dejó allí tirada mientras se iba a hacer algo.
Cuando yo conseguí empezar a gemir y sacudirme un poco, volvió a la habitación y se sentó a mi lado. Me acarició el pelo hasta que desperté.
Y, después, volvía a estar en el salón, con los ojos en la cocina que allí no pintaba a nada. Me di la vuelta lentamente, queriendo echarle en cara muchas cosas, pero sobre todo, que hubiera fingido estar allí todo el rato cuando solamente llegó al final.
Sus ojos cambiaron de expresión en cuanto analizó mi rostro.
-¿Qué has recordado?
-A Angelica. Aquí-hice un gesto con la cabeza en dirección a la barra americana. Él suspiró.
-Bueno, se suponía que no tenías que enterarte de lo que hablamos. ¿Lo sabes?
-¿Por qué te estás saltando las reglas conmigo?-escupí las palabras como si fueran veneno. En cierto modo, lo eran. Él puso los ojos en blanco.
-Vosotros también tendréis un protocolo para cuando capturáis a uno de los nuestros, Kat. Estoy seguro. Tenéis que tenerlo-sacudió la cabeza-. Deberías estar abajo, con Perk. En una celda al lado de la suya. Así sería más fácil que uno de los dos confesara: los gritos de los amigos son el mejor aliciente en estas cosas.
-Me pones enferma-gruñí.
-Que estés aquí os ayuda a los dos. Sois fuertes cuando estáis separados. ¿O me vas a decir que fuiste fuerte cuando lo viste y te echaste a llorar?
Se me revolvía el estómago con sus palabras, precisamente porque daban tanto asco como razón tenían. Era horrible, todo aquello: desde la situación, hasta lo que nos había llevado hasta allí, pasando por todo lo de entre medias y lo que le rodeaba. Deseé que fuera otro el que cargara con el muerto de la misión en la que me tiré por aquel puente para escapar de él, y me sumergí en el río sabiendo perfectamente que dominaban la tierra y el cielo, pero el agua seguía siendo territorio nuestro.
-Y sabes por qué te tengo aquí.
-Porque nos acostamos.
Sonrió.
-Eso es un efecto colateral, Kat. Créeme. No puedo soportar pensar en que te hagan lo mismo que le están haciendo a tu amigo.
-Perk no es amigo mío. No le conocía antes de la misión. Se merece esto tan poco como los niños inocentes a los que matáis cuando aprendéis cómo hacerlo.
-Yo nunca he matado a ningún niño.
Pero la imagen de mi hermana pequeña de cuerpecito destrozado contra el suelo de la calle, enmarcado en su propia sangre, no se me iba de la cabeza.
-¿Por qué no me matan ya y acabáis con esto?
-Porque yo no se lo permito.
-Tiene que haber alguien por encima de ti.
-Tengo alas. Te sorprendería saber hasta qué altura puedo llegar.
Tuve que sonreír, porque la verdad era que la respuesta era buena. Pero rápidamente corregí mi gesto.
-Recuerdo que ella te dijo que debías ser quien más ejemplo diera con las normas, a pesar de que te dejaran saltártelas.
-Los demás duermen perfectamente sabiendo que la excepción que confirma la regla no son ellos, te lo garantizo.
-¿A qué se debe?-ignoré su tono sarcástico, porque no podía permitirme otra sonrisa. Aquel tira y afloja que se traía con su lado más mordaz era atractivo, sí, y una de las cosas que había hecho que mientras surcaba el aire en dirección al suelo en el Cristal, deseara que me sostuviera entre sus brazos. Sin embargo, tenía que conseguir mis respuestas. Probablemente me ayudaran a sobrevivir.
-A que soy diferente.
-Si vas a decir que eres más guapo que los demás, te juro que...
-Al margen de eso. Ya lo sabes, Kat. En el fondo lo sabes. Piensa un poco. Piensa por qué no podías dejar de mirarme a mí cada vez que veías un nuevo ángel con sus nuevas alas.
Me mordí el labio y asentí despacio.
-¿Tiene que ver que las tuyas sean las mejores de todas las que he visto?
Él también asintió, tomándose incluso más tiempo en la montaña rusa de su cabeza que yo.
-Esa es la consecuencia por la cual soy especial.
-¿Por qué te respetan tanto los demás?
Louis palmeó el sofá, y yo me fui a sentar en el otro extremo de éste. Suspiró, se miró las manos, alzó la cabeza, se inspeccionó las alas, y murmuró:
-Porque a mí no me las pusieron, Cynthia-me recorrió un escalofrío cuando pronunció mi nombre-. No se formaron en un tanque con células tratadas científicamente a las que se cultiva como quien cultiva lechugas.
Fruncí el ceño, temiendo comprender de qué iba la cosa. Él asintió, con una tristeza infinita dibujada en los ojos.

-Las formó mi madre. Nací con ellas.

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