La habitación daba
vueltas sobre el eje de la cama, en una especie de imitación a las
peonzas con las que yo nunca había jugado. Los muebles bailaban a mi
alrededor, al son de una música que no conseguía escuchar, bien por
ser demasiado tenue o bien por ensordecedora.
Las voces se habían
acallado, sustituyéndose por el eco que las palabras del ángel que
tenía frente a mí formaban en las paredes de aquella habitación
que fingía ser bailarina de ballet. Ya no era un diálogo, sino un
monólogo; un monólogo cuyo público era el dolor, una bestia que
mordisqueaba hasta la parte más ínfima de cada una de mis células,
regodeándose en tenerme entre sus fauces, aterrorizada, sabedora de
mi indefensión.
-Me... duele-dije,
sin importar que fuera el enemigo, sin importar su cercanía.
Honestamente hubiera suplicado clemencia incluso a los líderes del
Gobierno, sin con aquello dejaba de ser el chicle humano del monstruo
llamado Dolor.
Más tarde me
acordaría de Perk, y me preguntaría cuántas veces habría pensado
en abandonar nuestro secreto y abrir la boca para no cerrarla antes
de vomitar un enorme torrente de palabras, las que querían los
ángeles. Pero eso sería más tarde, cuando la tortura hubiera
pasado, cuando los monstruos hubieran vuelto a las sucias y húmedas
cavernas en las que se escondían, abandonándome en una tierra
desértica en la que el sol abrasaba la piel. Una barbacoa gigante.
Sería después, cuando el dolor fuera un recuerdo demasiado presente
aún en mi cuerpo, cuando me dignaría a pensar en los demás.
Los runners éramos
egoístas por la naturaleza. Eso nos mantenía vivos.
Los ojos azul
cielo, los más bonitos que había visto en mi vida, se entrecerraron
ligeramente. Louis asintió, con la boca en una mueca de tristeza, y
se levantó lo más despacio que pudo.
No obstante, sus
movimientos instigaron nuevos latigazos que me destrozaron por
dentro.
-Te traeré algo
para el dolor.
Me quedé lo más
quieta posible, lamentando que tuviera que mover el pecho para poder
respirar. De los pulmones manaba un dolor tan insoportable que estaba
segura de que, si mi cabeza estuviera en condiciones normales, y no
embotada y aturdida, habría podido contar todos y cada uno de los
alvéolos gracias a los cuales vivía.
Tras un calvario de
soledad en el que a duras penas lograba escuchar el sonido de las
agujas del reloj celebrando el paso inexorable del tiempo, volvió
con un líquido rosáceo y brillante, que me tendió sin
contemplaciones.
-Bébete
esto-murmuró-. Hasta la última gota.
Habría asentido de
estar viva, habría levantado la mano de poder hacerlo, me habría
obligado a beber aquello si no me fuera la vida en ello... pero me
iba, y no era capaz de moverme sin chillar. Y me quería demasiado,
aun a pesar de todo por lo que estaba pasando, como para demostrar
hasta qué punto estaba débil como para gritar delante de él.
-Kat, no me hagas
esto más difícil. Bébetelo.
Pero no podía
moverme, de veras que no podía, me sentía mal, inútil, sucia, y
rota. Y un jarrón roto es incapaz de contener líquidos en su
interior.
Él chasqueó la
lengua, visiblemente molesto, y dejó el vaso encima de la mesilla de
noche, más lejos que nunca. Pensé que quería torturarme, pero
cuando desapareció por la puerta, con el único sonido de sus pasos
en el suelo y sus alas acariciando los muebles, me di cuenta de que
aquello no era un espectáculo de gladiadores.
Traté de mover una
pierna.
Y en mi vida chillé
tanto.
Eones después,
regresó con una pajita.
Estuve a punto de
llorar de alegría cuando me la colocó en la boca, se sentó en el
suelo al lado de mi cabeza, y la hundió en el líquido rosáceo. Di
un trago que me supo a fuego. Cerré los ojos y apreté los dientes
mientras se me llenaban los ojos de lágrimas.
-¿También quieres
que trague yo por ti?-inquirió, alzando una ceja y hundiendo la
otra, tal y como hacían las placas tectónicas en las fallas donde
se juntaban en lugar de separarse.
Su tono me
enfureció por dentro, y le habría abofeteado de encontrarme con
fuerzas. De modo que hice lo que me ordenaba: empecé a sorber con
rabia, ignorando el fuego de mi garganta, preguntándome si habría
algún músculo que no me doliese y por el que no estuviera rabiada
de dolor, si alguno de mis tejidos, por extraño e inútil que me
pareciera en un primer momento, no estaría dolorido y moribundo.
Por suerte, mi
estómago estaba en perfectas condiciones, y cuando el líquido llegó
a mi boca y se derramó por mi esófago hasta llegar a él, el órgano
batidora lo agradeció como el mayor de los tesoros.
Volvieron a
llenárseme los ojos de lágrimas, pero esta vez no era por el dolor,
sino por todo lo contrario: una enorme y poderosa sensación de
alivio barrió mi ser con un tsunami frío donde antes ardía.
Me encontré
bebiendo con más y más furia, a cada vez más y más velocidad, y
levantando la mano y sosteniendo yo misma la pajita mientras Louis
apoyaba la espalda en el colchón y dejaba que me terminara el vaso,
con la cabeza en el borde de éste, y los ojos clavados en el techo.
Ni siquiera se
movió cuando escuchó los ruidos que mis labios y la pajita hicieron
al terminarse la bebida. Le tendí el vaso, sin saber si se lo estaba
dando o si le pedía más. Probablemente fuera lo segundo. Además de
ser muy útil, el líquido sabía muy bien. Me pregunté si sería un
licor de dioses, si de verdad existían éstos después de todo, y si
los ángeles habían subido a los cielos y les habían pedido eso a
cambio de cualquier otra cosa. Desde luego, merecía la pena
cualquier sacrificio por aquello. Incluida la libertad.
-Te sentirás un
poco eufórica unos minutos-informó, y yo asentí enérgicamente,
con una sonrisa felina en los labios. Lo sabía-. Tranquila, no
durará mucho. Luego volverás a ser tú.
Me hubiera
decepcionado de no sentirme tan bien. Deseé poder quedarme así para
siempre, manando energía y bienestar como pocas veces lo había
sentido en toda mi existencia. Me senté en la cama y acaricié la
alfombra color crema con la punta de los dedos de los pies. Lo miré.
-Esto es genial,
¿cómo se llama?
-No lo sé.
-Debe de tener un
nombre.
-Yo no lo sé. No
me gusta tomarlo.
-¿Por qué? Es
genial-repliqué, dándole un toquecito en el costado con mi pie
izquierdo. Ese contacto activó un interruptor en él, pues se volvió
hacia mí para taladrarme con un hielo incandescente.
-Ya no me surte
ningún efecto.
-¿Antes lo
tomabas?-inquirí, animada por la conversación, por estar
aprendiendo cosas nuevas de un universo del que sólo había visto un
planeta. Una galaxia al completo se abría ante mí, con sus
satélites, sus cometas, sus estrellas, sus soles, sus planetas, y
sus ríos de energía manando en todas direcciones y detenidos a la
vez.
-Me lo daban para
el dolor de alas, y apenas me hizo nada dos o tres veces. Ahora ya no
lo siento.
Me detuve un
momento para pensar... pero enseguida volví a mi estado.
-Es una pena que no
te funcione-comenté, balanceándome de un lado a otro, estudiando la
habitación como no lo había hecho antes-. Es realmente genial.
-Ya lo has dicho,
Kat-se levantó y no me dio más tiempo a responder. Recogió el
vaso, la pajita, y se fue de la habitación sin decir nada más.
Me animé a
seguirlo, descalza y con unos pantalones cortos que no había visto
antes. La camiseta tampoco era mía: de tirantes, dejaba medio
vientre al descubierto. No me importaba estar medio desnuda. Me
importaba lo bien que me sentía y lo bien que me hacía sentirme de
aquella manera.
-¿Cuánto va a
durar este enfado tuyo?
-No estoy
enfadado-replicó, y yo silbé, porque sí que lo estaba-. Te lo
parece a ti. Y va a durar lo mismo que tus síntomas.
-No digas
“síntomas”. Parece que estoy enferma, y en mi vida me he sentido
mejor.
Dejó el vaso al
lado de un grifo, se volvió y se me quedó mirando.
-Pues has estado
muchas veces mejor que ahora, Kat. Estás secuestrada en un edificio
en el que todos, excepto uno, no dudarían un segundo en matarte. No
puedes hacer nada para escapar, al margen de intentar suicidarte, lo
cual es un poco difícil-por su boca asomó una sonrisa cínica que
yo encontré la mar de divertida-. Sin olvidar que tenemos a otro de
tus compañeros encerrado y lo estamos sometiendo a gran cantidad de
torturas.
La última palabra
hizo que la nube rosa que me rodera se disipase, y el mundo volvió a
cobrar su aspecto habitual de cárcel sin barrotes pero tampoco sin
otra condena que no fuese la cadena perpetua. Y yo formaba parte de
los únicos prófugos que escapaban del ojo de los focos por los
pelos, mientras los ángeles, la policía, nos perseguían y nos
atrapaban en cuanto cometíamos el menor error.
Cabía destacar que
mi mundo no tenía un suelo suave y plano, sino miles de salientes,
de desniveles, y de pasos en falso que te matarían si hacías algo
mal.
Se me borró la
sonrisa del rostro. Se me escapó, más bien, porque apareció en la
del ángel que me había llevado hasta allí.
-Parece que ya
vuelves a ser tú.
-¿Qué ha
pasado?-inquirí, mirándome las manos. Tenían cortes, cortes que no
dolían, pero eran tan antiguos como los que tenía cuando llegué al
Cristal, antes de estar en la cima del mundo y contemplarlo todo como
quien tiene alas a la espalda.
-Si te lo digo yo,
perderá la gracia-se acercó a una nevera y abrió una lata que
chasqueó una lengua de la que carecía-. Prefiero disfrutar del
espectáculo.
Se sentó en uno de
los sofás mientras yo me quedaba allí, de pie, contemplando el
vacío. Lo último que recordaba era a la muchacha mariposa caminando
con aquellas preciosas alas incrustadas en la espalda. Traté de
ahondar más en el océano de mis pensamientos, pero fue totalmente
inútil. No conseguía bajar más allá de un par de metros bajo la
superficie, y estaba claro que allí no estaban los arrecifes a los
que me dirigía, sino apenas unas motas de polvo que no flotaban en
el aire y que no eran polvo, sino partículas de algas muertas
nadando con el ritmo de las corrientes del mar.
-No me llega
nada-susurré, frustrada. El aire se encargó de transportar en
bandeja de plata la voz de Louis hasta a mí.
-Trataste de
escapar. Te cogieron. Fue Angelica. Y...
-... me tiró al
suelo-terminé la frase antes de dejar que la cerrara él. El nombre
de la chica había sido otra llave más a una puerta que se abría de
nuevo sin yo girar la cerradura, al igual que lo había sido la
palabra “tortura”. Recordé a Perk. Recordé lo que le habían
hecho. Recordé la rabia que me dio. Recordé empujar a los ángeles
y correr como alma que llevaba el diablo, con las manos atadas (me
toqué las muñecas cuando llegué a ese punto de mis recuerdos, y me
alegré de sentir la piel contra la piel, en lugar de un emparedado
de piel, acero, y piel), recordé llegar a aquella réplica de la
ciudad y de un bosque, recordé tratar de esconderme, calcular mal un
santo y oír el zumbido de cientos de alas lanzándose contra mí.
Recordé una cabellera rubia, volar por un momento, y luego sentir
que la gravedad me recordaba de repente.
Angelica me había
tirado al suelo desde una altura considerable, y varios huesos se me
rompieron antes de que mi cerebro se rindiera y me dejara
inconsciente, en un acto de compasión que debía agradecerle por
siempre a aquella pequeña masa que tanto hacía por mí y en la que
no pensaba casi nunca, a pesar de ser ella la que pensaba.
Recordé el sueño,
el coro de voces, el dolor omnipresente y las sábanas pegándose a
mi cuerpo sudoroso. Podía mover las piernas, aunque se me habían
roto. Podía mover los brazos, aunque estaban rotos. Podía mover la
cabeza, aunque juraría que me había roto el cráneo.
Podía descifrar el
coro de voces y los bailes de figuras frente a mí.
Angelica estaba
sentada a la mesa de la cocina, con una expresión en la mirada que
me habría detenido el corazón, si las miradas matasen. Louis estaba
apoyado en la mesa de la misma, con la espalda vuelta hacia el ángel
y los ojos también clavados en mí.
-Deberías haberle
atado también los pies. Así no habría podido correr.
-No ha llegado muy
lejos.
-Pero ha seguido
siendo una amenaza, Louis. Por mucho que te guste la chica, tienes
que reconocer que es peligrosa para nosotros. Debería estar abajo,
con el otro, y no aquí, mientras la tratas como una emperatriz y la
vistes de seda.
-No la he vestido
de seda.
-Porque sabes que
nos cabrearías si lo hicieras.
Mi ángel guardó
silencio mientras la que me había llevado hasta allí sonreía con
cinismo.
Angelica lo miró
con ojos llameantes.
-Estás enamorado
de ella.
-No lo estoy-se
apresuró a negar el otro, girándose y contemplándola. Me habría
dolido en el alma de no haberme dado cuenta de que aquello ponía las
cosas más fáciles. La chica se limitó a alzar las cejas.
-Pero te gusta.
-Eso es
evidente-contestó él, volviendo a su guardia sobre mí-. Si no me
gustara, estaría abajo con el otro.
-Dijiste que la
tendrías aquí para averiguar cómo se las había arreglado para
vincular la bomba con ella.
-No iba muy en
serio, pero si lo descubro...-le mostró las palmas de las manos
antes de volver a cruzarse de brazos-. Bien por mí.
Angelica guardó
silencio, sin apartar los ojos de la espalda de él.
-No puede ser con
ella.
-Pues es con ella.
-No está
permitido.
-A mí, sí.
Angelica se
levantó, rodeó la mesa y se plantó al lado de él, que la miró de
reojo y se llevó una mano a la boca.
-Precisamente tú,
por mucho que te dejen saltarte las normas, eres el que más tiene
que cumplirlas.
Se fue sin decir
nada más, mientras Louis la seguía con la mirada. Cuando cerró de
un portazo, negó con la cabeza, se acercó a mí, y me alzó en
volandas. Me transportó hasta la cama y me dejó allí tirada
mientras se iba a hacer algo.
Cuando yo conseguí
empezar a gemir y sacudirme un poco, volvió a la habitación y se
sentó a mi lado. Me acarició el pelo hasta que desperté.
Y, después, volvía
a estar en el salón, con los ojos en la cocina que allí no pintaba
a nada. Me di la vuelta lentamente, queriendo echarle en cara muchas
cosas, pero sobre todo, que hubiera fingido estar allí todo el rato
cuando solamente llegó al final.
Sus ojos cambiaron
de expresión en cuanto analizó mi rostro.
-¿Qué has
recordado?
-A Angelica.
Aquí-hice un gesto con la cabeza en dirección a la barra americana.
Él suspiró.
-Bueno, se suponía
que no tenías que enterarte de lo que hablamos. ¿Lo sabes?
-¿Por qué te
estás saltando las reglas conmigo?-escupí las palabras como si
fueran veneno. En cierto modo, lo eran. Él puso los ojos en blanco.
-Vosotros también
tendréis un protocolo para cuando capturáis a uno de los nuestros,
Kat. Estoy seguro. Tenéis que tenerlo-sacudió la cabeza-. Deberías
estar abajo, con Perk. En una celda al lado de la suya. Así sería
más fácil que uno de los dos confesara: los gritos de los amigos
son el mejor aliciente en estas cosas.
-Me pones
enferma-gruñí.
-Que estés aquí
os ayuda a los dos. Sois fuertes cuando estáis separados. ¿O me vas
a decir que fuiste fuerte cuando lo viste y te echaste a llorar?
Se me revolvía el
estómago con sus palabras, precisamente porque daban tanto asco como
razón tenían. Era horrible, todo aquello: desde la situación,
hasta lo que nos había llevado hasta allí, pasando por todo lo de
entre medias y lo que le rodeaba. Deseé que fuera otro el que
cargara con el muerto de la misión en la que me tiré por aquel
puente para escapar de él, y me sumergí en el río sabiendo
perfectamente que dominaban la tierra y el cielo, pero el agua seguía
siendo territorio nuestro.
-Y sabes por qué
te tengo aquí.
-Porque nos
acostamos.
Sonrió.
-Eso es un efecto
colateral, Kat. Créeme. No puedo soportar pensar en que te hagan lo
mismo que le están haciendo a tu amigo.
-Perk no es amigo
mío. No le conocía antes de la misión. Se merece esto tan poco
como los niños inocentes a los que matáis cuando aprendéis cómo
hacerlo.
-Yo nunca he matado
a ningún niño.
Pero la imagen de
mi hermana pequeña de cuerpecito destrozado contra el suelo de la
calle, enmarcado en su propia sangre, no se me iba de la cabeza.
-¿Por qué no me
matan ya y acabáis con esto?
-Porque yo no se lo
permito.
-Tiene que haber
alguien por encima de ti.
-Tengo alas. Te
sorprendería saber hasta qué altura puedo llegar.
Tuve que sonreír,
porque la verdad era que la respuesta era buena. Pero rápidamente
corregí mi gesto.
-Recuerdo que ella
te dijo que debías ser quien más ejemplo diera con las normas, a
pesar de que te dejaran saltártelas.
-Los demás duermen
perfectamente sabiendo que la excepción que confirma la regla no son
ellos, te lo garantizo.
-¿A qué se
debe?-ignoré su tono sarcástico, porque no podía permitirme otra
sonrisa. Aquel tira y afloja que se traía con su lado más mordaz
era atractivo, sí, y una de las cosas que había hecho que mientras
surcaba el aire en dirección al suelo en el Cristal, deseara que me
sostuviera entre sus brazos. Sin embargo, tenía que conseguir mis
respuestas. Probablemente me ayudaran a sobrevivir.
-A que soy
diferente.
-Si vas a decir que
eres más guapo que los demás, te juro que...
-Al margen de eso.
Ya lo sabes, Kat. En el fondo lo sabes. Piensa un poco. Piensa por
qué no podías dejar de mirarme a mí cada vez que veías un nuevo
ángel con sus nuevas alas.
Me mordí el labio
y asentí despacio.
-¿Tiene que ver
que las tuyas sean las mejores de todas las que he visto?
Él también
asintió, tomándose incluso más tiempo en la montaña rusa de su
cabeza que yo.
-Esa es la
consecuencia por la cual soy especial.
-¿Por qué te
respetan tanto los demás?
Louis palmeó el
sofá, y yo me fui a sentar en el otro extremo de éste. Suspiró, se
miró las manos, alzó la cabeza, se inspeccionó las alas, y
murmuró:
-Porque a mí no me
las pusieron, Cynthia-me recorrió un escalofrío cuando pronunció
mi nombre-. No se formaron en un tanque con células tratadas
científicamente a las que se cultiva como quien cultiva lechugas.
Fruncí el ceño,
temiendo comprender de qué iba la cosa. Él asintió, con una
tristeza infinita dibujada en los ojos.
-Las formó mi
madre. Nací con ellas.
Te vas superando! Un beso Erika
ResponderEliminarSe intenta :) Gracias y otro para ti ♥
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