martes, 2 de septiembre de 2014

Golosina.

La confesión de Louis hizo estragos en nuestra relación... en el buen sentido. El cambio tan drástico que sufrió esta después de que aquellas palabras que contenían y prometían muerte a partes iguales salieran de su boca fue tan radical como rápido.
En cuestión de segundos, Louis había pasado de ser un monstruo creado como la más vulgar de las abominaciones de novelas del milenio pasado a un ser de soledad patética que despertaba ternura en mí. Sentía que debía protegerlo y liberarlo, a pesar de ser yo la cautiva.
Comencé a colocarme lo más cerca posible de él cuando estábamos solos, y a no perderlo de vista cuando una de las innumerables visitas aparecía por la puerta de su “pequeña” casa, bien para trazar planes con él, o bien para ver al elefante jugando con pelotas multicolores en que los ángeles me habían convencido. Y me mantenía orgullosa, a pesar de que no podía dejar de mirar las alas de los demás, tratando de constatar que habían nacido con ellas y que mi ángel, en realidad, no estaba solo.
Pero también noté cambios por su parte: se volvía más cercano, hablaba conmigo de cosas sobre las que no hubiera hablado con otra persona, y menos con una de mi condición... y volvía lo más rápido posible a su hogar de las misiones que le encomendaban, entrando directamente por las ventanas, que ya dejaba sin cerrar del todo con tal fin. No me preguntaba qué hacía en esos períodos de tiempo, pero yo se lo contaba de todas formas: ojeaba los libros que tenía por las estanterías, veía la televisión muerta del asco (me habían entrenado para ignorar la propaganda gubernamental, y cuando no la había en tal medio, era del tipo económico), o simplemente me sentaba a contemplar la ciudad en todo su esplendor, mientras un millar de preguntas quemaban mi boca con el sabor de la miel sin respuesta. ¿Podría volver a casa? ¿Cuándo sería el golpe? ¿Podía volver a entrenar?
Supe que habíamos llegado a un punto de no retorno cuando una de las sirvientas de los ángeles (al parecer no tenías que tener alas necesariamente para entrar allí sin ser un cautivo) me trajo mi comida, que, según sospechaba, distaba mucho de la bazofia que le daban a Perk, a quien visitaba tan a menudo como podía, y yo esperé a que volviera a entrar por aquellas ventanas de tamaño ridículamente enorme para inquirir con gesto casual:
-¿Podría volver a entrenar?
Él se me quedó mirando, con una bolsa de papel colgando de su mano, gimiendo a los dedos que no la soltaran al acantilado de aguas embravecidas que era el suelo de parqué.
-¿Por qué quieres entrenar?
-Estoy perdiendo tono-me limité a decir. La idea llevaba rondándome por la cabeza antes incluso de despertarme, sin dolor y sin cicatrices, en su cama, pero se convirtió en algo real cuando me asomé a la azotea en un acto de estupidez y me dediqué a dar brincos por un lado y por otro, esquivando e impulsándome en los ventiladores. Un ángel se creyó que me disponía a hacer algún acto heroico y desinteresado, como lanzarme al vacío (parecía ser que era gilipollas y, antes de suicidarme, quería calentar mis músculos un poco), y se enzarzó en una rápida persecución que me dejó sin aliento. Creí que me mataría. Seguramente lo habría hecho. Yo lo habría hecho de ser él mi rehén y yo la carcelera.
Los ojos de mi ángel se pasearon por mi cuerpo, y yo crucé mis largas piernas, no tan fuertes como antes pero aún orgullosas. Si de algo nos enorgullecíamos los runners era de nuestras piernas, porque, literalmente, nos salvaban la vida con cada paso que dábamos. En realidad, eran nuestra única arma, la más leal y la que menos problemas nos daba.
En otro tiempo, habría escondido mis piernas a otros que no fueran de mi... clase; esos días se habían acabado. Ya no me parecía que hubiera peligro en que los ángeles se me quedasen mirando y sus dedos oculares se extendieran como tentáculos por mi cuerpo, descendiendo a lo que me hacía peligrosa, porque me había dado cuenta de que estaba indefensa en un lugar donde había dos pares de piernas: unas para el suelo y otras para el aire.
-Yo te veo bien.
Sabía que le preocuparía el simple hecho de pensarme saliendo de aquél búnker en el que no podían hacerme daño, pero ya había planeado mis argumentos.
Era toda una estratega.
-Necesito estar en plena forma para darlo todo en la lucha. Sé que aún no hemos planeado nada, pero no está de más trabajar para conservar lo que ya tengo.
En los miles de tráileres que había creado en mi cabeza para la película que ahora se desarrollaba frente a mí hubo infinidad de cosas: desde gritos, negativas, reproches o simples miradas lánguidas antes de abalanzarse sobre mí y encadenarme... pero no me esperé lo que al final ocurrió pasando; sacudió despacio la cabeza, con los ojos cerrados, y me pidió que le diera un tiempo para pensárselo.
Una mañana, desapareció, y no volvió hasta bien entrada la noche, por lo que no pude bajar a ver a Perk, a hacerle compañía y pedirle que fuese fuerte. Tenían pensado subirlo a la habitación de algún ángel poderoso (evidentemente no lo iban a meter conmigo, lo cual era tan lógico como lamentable), pero la ascensión no llegaba y él se limitaba a quedarse tirado en el suelo de su celda, con la nuca apoyada en la pared, y los huesos cicatrizándose. Me alegró saber que desde mi visita sólo le dieron una paliza: la última de advertencia para que no hiciera más gilipolleces ni me incitara a mí a hacerlas. Desde entonces, mejoraba. Todo lo que puedes mejorar en un hospital sin camas y con grilletes en lugar de sueros.
Una sonrisa cubría sus labios cuando se retorcieron como serpientes bailando una cumbia cuando me comunicó:
-Te dejan entrenar.
Yo le devolví la sonrisa, y me quedé toda la noche despierta, demasiado emocionada ante la perspectiva de volver a correr.
Lamenté no haber pedido que Perk también pudiera entrenarse, pero tenía cosas más importantes que hacer. Debía curarse, ante todo, y luego debía iniciar una preparación mental nueva para ambos. A falta del entrenamiento psicológico del que carecíamos en nuestro encierro, yo me pasaba horas y horas relatándole escenarios y preguntándole qué había de hacer en tales situaciones. Empezaba siempre en puntos que yo había vivido para terminar en lugares que los dos conocíamos pero ninguno había pisado.
El mismo día en que yo bajé a la réplica de la ciudad donde había visto a la pequeña mariposa tratar de emprender el vuelo, encontraron a alguien que pudiera y quisiera quedarse con Perk.
Angelica.
La neutralidad en la voz de mi compañero me asustó cuando me lo contó, porque me hizo saber que desconocía quién era aquella chica y lo peligrosa que era. Estaba ilusionado por salir de aquel rincón oscuro y escapar del ojo siempre vigilante del estúpido gorila de la puerta, que sacaba la porra en cuanto me veía aparecer. Aprendía rápido, el cabrón, pero la cosa era que no lo había sido en su momento, y había terminado ganando yo.
-Es peligrosa.
-¿No lo son todos?-replicó él, pasándose las manos por la cabeza. Pude oír perfectamente el sonido que fabricaron su piel y su pelo rapado acariciándose mutuamente.
-Algunos más que otros-susurré, jugando con mi índice en el suelo. Quise convencerme de que quien me cuidaba no era diferente, pero la realidad era bien distinta. Podía ser un asesino, había nacido matando y, aunque no era culpa suya, una vez probabas la sangre era muy difícil parar. El poder que te daba el gatillo se volvía extremadamente adictivo-. Prométeme que tendrás cuidado.
-Lo tuvimos siempre, Kat. El problema era que no siempre teníamos suerte.
Nos quedamos en silencio, y yo terminé por soltarle la bomba:
-Voy a empezar a entrenar aquí.
Él frunció el ceño mirándome sin comprenderlo.
-¿Te dejan salir?
-Tienen una réplica de barrios de la ciudad en el centro de este edificio. Es inmensa. Puedo entrenarme ahí. Hay de todo.
Pero Perk se limitó a sacudir la cabeza.
-No deberían saber de qué somos capaces.
-Ya lo saben, Perk. Y correr no nos va a hacer daño a ninguno. Es de lo que vivimos, así es como sobrevivimos.
No volvió a abrir la boca, y yo no insistí más, porque en el fondo había descifrado la expresión de sus ojos: tenía envidia. Envidia de que yo me paseara por ahí y durmiera en colchones de plumas mientras él estaba encadenado a una pared de la que no se había separado en muchos días, y tuviera que dormir en un colchón enmohecido.
Comprendía que no quisiera que yo corriera por el mero hecho de que las cadenas no dejaban de mordisquearle muñecas y tobillos, recordándole que habíamos pasado de ser las únicas personas libres de la ciudad, a engrosar la lista de los más esclavizados.
-Sólo... ten cuidado. Hasta que yo llegue y podamos hablar de estrategias, hazte pasar por una de ellos-murmuró con un hilo de voz, temiendo que su vigilante le oyera. Cómo habían cambiado las cosas: antes, no necesitábamos susurrar más que para que nos oyera la voz de nuestra cabeza, y los gritos eran mejores cuando te perseguían y te jugabas el pellejo; ahora, en cambio, lo ideal era hablar con los labios inertes, esperando que no escucharan lo que decías y rezando porque no captaran fragmentos de una palabra con los que acabar descifrando la conversación al completo.
Me marché de allí tras asentir con la cabeza, y me dirigí, siempre escoltada por mi ángel de la guarda (al que llamaban así ya muchos de sus compañeros, y no precisamente con el cariño con que lo hacía yo), hacia la zona en la que se entrenaban los ángeles, aquel pequeño intento de ciudad en cuyo cielo las alas se multiplicaban hasta números elevadísimos. Eso sí, siempre pares.
Después de varias miradas de soslayo y palabras cortantes de Louis, nos dejaron pasar a regañadientes. Me sorprendió la cantidad de vigilancia que tenían en aquel lugar: le exigieron saber cuánto tiempo llevaba planeando aquello, cuánto tiempo me quedaría, por qué zonas me movería... a lo que él se limitó a encogerse de hombros y luchar por no parecer más tenso de lo que ya estaba.
Aquél era un punto crucial. Si me dejaban entrar, traspasar la última frontera, no habría ningún secreto sobre la preparación de los ángeles que yo desconociera. Entendía a la perfección que no quisieran que entrase en su santuario, donde seguramente todos habían despegado los pies del suelo por primera vez, pero, ¿a dónde iba a irme? Yo no tenía alas, y tampoco una cola de sirena. No podría escapar sumergida varias decenas de metros por debajo de la superficie del agua que rodeaba en su casi totalidad a la Central.
Pasadas todas las barreras, una sombra se precipitó hacia nosotros como un meteoro a la superficie de un planeta. Louis chasqueó la lengua, ya acostumbrado a las apariciones y desapariciones fantasmagóricas que permitía tener dos alas clavadas en la espalda, pero yo di un brinco. Por muchos reflejos que tuvieras, no podías dejar de reaccionar ante aquello, ya que no te lo esperabas. Los ángeles no entraban así en mi cárcel de barrotes dorados.
-¿Qué hace ella aquí? ¿Has cambiado de opinión? ¿Le van a poner alas?
Quise preguntar un “¿qué?” agudo que me habría dejado más en ridículo aún pero, por suerte, logré contenerme. Fue mi guardián personalizado el que habló por mí.
-No van a ponerle alas-replicó, tajante. Angelica sonrió.
-¿Sabes, Louis? Yo también tengo algo que decir respecto a ella. Yo la arranqué del suelo, así que, técnicamente, me pertenece.
-Tienes a tu golosina encerrada aún en su tarro. ¿Por qué iba a darte la mía?
-Porque echas de menos mi compañía nocturna-sonrió, capturando un tirabuzón dorado entre sus dedos, rizándolo aún más. Miré a Louis con la boca abierta-. ¿No te lo ha dicho, princesita? Tienes a todo un Don Juan en tu cama, y tú no tenías ni idea.
-Sí que lo sabía-repliqué, recuperando la voz y sorprendida por lo segura, confiada y rencorosa que sonaba-. Me lo contó.
-Qué romántico.
-Sabes que tenemos una conexión especial-la pinché, para estupefacción de Louis, cuya protesta se perdió en el aire, escondida en nuestra discusión-. Por eso me trajiste aquí; para que él pudiera cuidarme. Fue amable por tu parte la manera en que me trajiste del Cristal.
Angelica se acercó tanto a mí que podía notar perfectamente su aliento azotando mi rostro cual tormenta solar azotaba a la Tierra. Sus ojos, sin embargo, despedían un aura tan helada que la comparación se me antojó, como poco, desafortunada.
-No te creas que te dejé cogerte a mi cuello para que fueras más cómoda, porque no es así, runner-pronunció la palabra como si fuera el peor de los insultos, y yo me hinché como un pavo, orgullosa-. Yo tengo alas, y soy lo más parecido a una de las antiguas divinidades que hay en este mundo, así que deberías adorarme, niña. Por sólo respirar a tu lado. Si lo hice, fue porque me costaba volar con tu resistencia. No soy una mula de carga, a diferencia de ti y tus amigos los ratas-saltamontes.
Alcé las cejas sin poder creerme la chulería de esa tía. Si no tuviera alas, le daría mil vueltas. Con las alas, le daba novecientas noventa y nueve.
-Deberías calmarte, aborto de paloma, no te vayan a salir arrugas en esa preciosa cara que tienes.
-Podrás decir todo lo que quieras, niña, pero las palabras susurradas a través de barrotes pierden valor-contestó, y se giró y emprendió el vuelo con la elegancia de quien lleva años y años volando.
Suspiré.
-¿Ratas-saltamontes? ¿En serio? ¿Nos llamáis así?
Y Louis dio un paso más en nuestra confianza mutua.
-No sois los únicos que le ponen motes a los demás. De hecho, lo de llamaros “ratas” se me ocurrió a mí-confesó, no sin un tono de orgullo en su voz, como si fuera la cosa más inteligente que había hecho en su vida. Suspiré de nuevo.
-Me lo vas explicar, ¿verdad? ¿En qué me parezco yo a una rata, o a un saltamontes?
-Bueno, vas de edificio en edificio dando brincos. Por eso lo de “saltamontes”. Y te cuelas en los conductos de ventilación, y te escondes en los recovecos más pequeños, y te refugias en el metro. Eres como una rata, a todas luces. Lo único que te falta es la cola.
Puse los ojos en blanco, me eché a reír, lo empujé y salí corriendo a todo lo que daban mis piernas, sintiendo el viento en la cara por primera vez en mucho tiempo. Y lo disfruté como no lo había disfrutado nunca.
Al principio, algunos ángeles trataron de ir a por mí, creyendo que la estúpida de la runner se las había apañado para escaparse de nuevo. Pero tenía más guardianes de los que pensaba, y varios ángeles, comandados por el de las alas más perfectas y bonitas que había. Entre aquellas filas había gran diversidad: uno con alas de murciélago, otra con alas negras (¿las de un cuervo, quizás?), otra muchacha muy joven que se balanceaba demasiado aún en sus virajes con unas alas cristalinas... y todos se concentraban a mi alrededor, enredándose en una complicada danza aérea sólo reservada para los más expertos.
Escalé muros, salté vallas, me escabullí entre edificios en una miniatura no tan pequeña y me sonreí con autosuficiencia cuando llegué al punto más alto de la zona, una especie de réplica del Cristal con cientos de pisos menos, desde la cual se contemplaba todo el lugar.
Me senté en el borde de mi trono y contemplé aquel imperio que no me pertenecía, pero que tanto se parecía al mío, aquél en el que había respirado, vivido y crecido. La diferencia sustancial era el tamaño, cierto, y lo limitado de aquel espacio, pobre imitación de una ciudad en la que se erguía un nuevo edificio cada día, de la que se decía que no tenía fin... y tampoco principio.
Tampoco había que despreciar, por supuesto, el gran cambio que suponía un cielo plagado de ángeles que se entremezclaban hasta tal punto de hacer imposible el seguimiento de uno solo. Intenté buscar a la chica de las alas negras, considerando que sería la más fácil de seguir (a pesar de la gran variedad de alas que tenían los aspirantes a ángeles, la mayoría se decantaban por las blancas de los cisnes), pero tres veces la encontré y seis acabé perdiéndola. Sacudí la cabeza, imaginándome la sensación de agobio que podrías llegar a sentir si algún día levantabas la cabeza y veías tal cantidad de personas como tú surcando los cielos.
-¿Disfrutando del paisaje?-preguntó una voz detrás de mí. Volví a dar un brinco. Debían dejar de sobresaltarme tan a menudo, si no querían quedarse sin juguete. Me giré y contemplé a Louis, que se agachó a mi lado, las alas encogiéndose y abriéndose en milímetros, lo que me hizo pensar que era el viento el que las sacudía.
Las corrientes de aire que se generaban allí eran producto de un sistema de ingeniería tan complicado como, seguramente, estudiado. El edificio en el que vivían los ángeles tenía estructura circular, como si de un nido se tratara, en cuyo centro se situaba aquel simulacro de ciudad. Había un techo de cristal que se abría o cerraba a voluntad, para protegerse de la lluvia. Sospechaba que lo cerraban más excepcionalmente de lo que habían pensado en un principio, porque los ángeles también volaban cuando llovía. Sólo en los auténticos diluvios podías correr sin tener un ojo en el cielo, porque sabías que ningún halcón abandonaría su nido para perseguir a una rata.
En el centro del nido se concentraba gran cantidad de calor, que por las noches ascendía a toda velocidad y disparaba a los ángeles hacia arriba (Louis me había contado cómo fue la primera vez que lo metieron en aquella zona, cómo sin que nadie le dijera nada abrió las alas y se catapultó en el aire, a la friolera de cinco años de edad), lo cual era ideal para los que emprendían su primer vuelo o no dominaban ese complicado arte que era planear.
Además, el gran edificio circular se alzaba y bajaba conforme giraba sobre sí mismo, por lo que había una zona mucho más alta y otra mucho más baja, lo que aumentaba aún más las corrientes de aire.
El edificio en el que yo me encontraba estaba en la cúspide de la zona baja, donde dejaba de menguar y comenzaba a crecer. Con todo, no podía contemplar la ciudad más allá del edificio, pues el edificio se apoyaba casualmente en apenas unas vigas de acero, lo suficientemente largas como para no poder saltar hacia la azotea y explorar los alrededores.
-Todo esto es tan bonito-susurré, girándome para echar un vistazo al lugar por el que habíamos entrado, un pequeño jardín que daba paso a la ciudad, como el bosque cedía elegantemente su sitio al asfalto-. Ojalá vosotros no trabajarais con quien trabajáis.
Louis miró a ambos lados, incómodo.
-Así, Cyn. Sigue con esa actitud. Finge que podrías traicionar a los tuyos a cambio de unas alas. Con suerte, se lo tragarán.
Me volví para contemplarlo.
-¿Les has dicho que pensaba unirme a vuestras filas?
Asintió con la cabeza.
-Les he dicho que podrían corromperte con unas alas, pero rápidamente me he opuesto a ello. Por supuesto, no quiero que las tengas, pero, ¿qué puedo decir? Soy un estratega. Se me da bien esto. El alumno ha terminado por superar al maestro.
Lo contemplé maravillada, como quien ve el Cristal desde alguna azotea por primera vez: ve una maravilla, ve todo a lo que aspiras, ve el centro de la ciudad y de su pequeño universo alzarse imponente y orgulloso en una perspectiva que muy pocos pueden disfrutar...
La última fase de la confianza era el arriesgarse a uno mismo por el otro, y nosotros la habíamos cruzado en aquel instante, solo que no lo sabíamos.
-¿Cantas, acaso?
Él se rió. Antes, cuando no nos dividíamos en caminantes y voladores, hacíamos saber a los demás que eran especiales preguntándoles si sabían volar. Pero cuando eras un experimento del gobierno, cuando realmente había gente con sus propias alas que sabía volar, de repente la voz bonita dejó de importar. La gente dejó de querer ser una estrella del rock por ser un ángel, cambió la guitarra eléctrica o el micrófono por unas alas. La música pasó a ser un lujo del pasado, un recuerdo de que una vez se hizo arte, pero de que, finalmente, el poder triunfó sobre la creatividad.
Ahí es cuando deberíamos habernos dado cuenta de que las cosas empezaban a ir mal.

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