La cuestión era,
¿cuánta prisa podíamos permitirnos?
Las cosas no eran
tan sencillas como en un principio pudiera haber creído yo. Y digo
“yo”, porque él nunca tuvo ni un sólo momento en el que pensar
en aquello con tranquilidad, en configurar un plan con le que atacar
a todo lo que conocía, lo que le había visto nacer y a lo que, en
cierta manera, debía la vida.
Simplemente Louis
llevaba toda su vida dedicando minutos sueltos a construir una
fortaleza de naipes sabiendo de sobra que aquellas murallas serían
las definitivas, que el foso sería mortífero y que la puerta no se
alzaría así como así ante cualquier intrusión. Ya sabía cómo
proceder, porque ya había estado dentro.
Cuando dejamos a la
pequeña Gwen para que siguiera luchando contra el dolor físico y
mental, no imaginé que fuéramos a tocar el tema tan rápidamente;
ni siquiera habíamos llegado a cerrar la puerta de su casa tras
cuarenta llaves diferentes ni nos habíamos asegurado de que nadie
nos estuviera escuchando: en su lugar, nos afanamos en el esbozo de
los detalles apenas se habían cerrado las puertas del ascensor que
nos conduciría a la última planta, la que dominaba todo el
edificio. Mi prisión, y su hogar.
-¿Cuándo va a
ser?-inquirí, con el ceño fruncido y los hombros en tensión.
Estaba preparada para salir y quemar todos los campos del enemigo,
algo que él constató con un suspiro. Había girado la cabeza y me
lo había quedado mirando, con los ojos llameantes de pura rabia.
Podían hacerle eso a adolescentes, podían hacerles eso a adultos
que ya habían tenido sus momentos de felicidad... pero hacerle eso a
una niña que no tenía ni once años, obligar a un bebé a nacer con
alas y matar a su madre en el parto, para luego, cinco años después,
convertirlo en una bala que se disparaba con la simple llamarada del
viento, hacía que el infierno se posicionara en mi interior,
clamando por venganza, cegándome con su furia.
-Sólo unos pocos
saben de ello.
-¿Cuántos?
-No los
suficientes-apretó la mandíbula, gesto que me parecía sumamente
atractivo en los hombres, y más en él. Sin embargo, en esa ocasión
nada en mi interior se agitó de deseo, sino que las propias llamas
del averno crepitaron con más furia aún, interpretando aquel gesto
como algo que no salía de felicidad, sino de rincones más oscuros
de la esencia humana.
-¿Cuántos?-insistí,
y el ascensor se detuvo con un pitido. Di un paso adelante, pero él
me cortó poniéndome el brazo en el pecho. La cara de un ángel
enmarcada en alas negras nos contempló en silencio; primero con
sorpresa, después con una chispa de admiración, y, por último, con
odio. No hace falta que diga a quién miraba cuando esas emociones se
manifestaron.
Louis se limitó a
inclinar la cabeza, y el ángel, que había dudado entre entrar o
quedarse fuera, estimó más conveniente lo último. Éste agachó la
mirada, avergonzándose de algo que yo no logré comprender, y se
esfumó en un truco de magia con telones de acero.
-Los que te
vigilaron en tu carrera.
-¿Es en serio?
No me había parado
a contarlos, pero dudaba que llegaran a la decena.
-¿Qué son?
¿Siete?
-Sí.
Negué con la
cabeza, contemplando los números metamorfosearse sin descanso y a
gran velocidad.
-Necesitaríamos
setecientos.
-No creo que haya
setecientos como yo.
-Como tú no hay
dos-respondí automáticamente, para mi sorpresa. Y él sonrió.
-No estamos
ligando, Cyn. Esto es serio.
-Lo sé-asentí con
la cabeza. Las puertas se abrieron, yo fui prudente, estudié las
cifras de la pantalla, y constaté con alivio que ya habíamos
llegado a su casa. Sus alas me empujaron fuera de la caja metálica,
que se despidió con el susurro de las puertas cerrándose y su huida
semisilenciosa, seguramente en busca de su compañero de crímenes al
que no había podido recoger antes.
Él se tiró en la
cama. No supe si esperaba que yo fuera a hacerle compañía. En todo
caso, no lo hice.
Me quedé toda la
noche contemplando las luces de la ciudad; desde que cayó el sol por
un lado, se alzó la Luna como un escudo de luz contra la oscuridad
celeste, se libró la batalla en la que dicho escudo también se
precipitó al vacío y, finalmente, después de horas negras sin
gotas de estrellas en el suelo espacial, el sol volviendo a
levantarse. Había apreciado a los pájaros recortándose contra el
cielo azul, amarillo, naranja, rosado, sangrante, negro, y sangrante
de nuevo, había contemplado sus vuelos en fragmentos no muy
importantes: sólo los veía salir, perderse en el horizonte al
cambiar su forma humana por la de una motita de polvo que se llevaba
el viento, y, finalmente, perder la sustancia frente a mí.
No me sentó bien
no dormir.
Estaba acostumbrada
a obligarme a descansar en cuanto pudiera, y trasnochar era algo
contra mi naturaleza.
Pero fui honesta
conmigo misma, y me di cuenta de que no hubiera hecho más que dar
vueltas en la cama, intranquila por no dormir con una pistola debajo
de la almohada, y enfadada por no estar siendo de ayuda a nadie. En
el fondo ya no me importaba a quién estuviera ayudando con mis
planes; no sabía si beneficiaría a los runners una revolución de
los ángeles, aunque sospechaba que sí. Solamente me había parado a
pensar en la pobre niña, en lo injusta que era la vida, en el
sufrimiento al que se la sometía con tal de hacernos desaparecer a
mí y a los míos.
Ya no era cuestión
de mi vida o de mi muerte, de la liberación de las masas que no iban
a agradecerlo porque no sabían en qué prisión se hallaban. Se
trataba de una lucha mucho más personal, más suicida, menos
desinteresada, y con un rostro contraído por el dolor que se
manifestaba ante mí con las luces crepusculares y albares. Un rostro
que se dibujaba en las constelaciones que no se veían, ahogadas por
la ciudad de cuyas calles manaba una iluminación solemne,
artificial, cancerígena.
-Al principio,
fueron pequeños cambios-susurré a la noche mientras pequeñas
siluetas blancas destacaban sobre el negro-. Muchos no los notaron, o
los aceptaron sin más. Eligieron lo más fácil-y seguí recitando
durante horas la historia de los míos, cómo habíamos empezado a
correr, pasando de mover los brazos en el aire a mover las piernas en
el suelo. Sabía que aquellas primeras frases se habían escrito
antes incluso de que los cambios sucedieran, pero eran tan geniales,
tan ciertas, tan predictivas, que las había adoptado como propias.
Como los demás. Así era como se les explicaba a los jóvenes de
dónde venían y a dónde podían ir, si lo deseaban.
Sus manos rozaron
mi cuello, la garganta aún me dolía de tanto susurrar al vacío,
pero me sentía bien. Me sentía en paz. Era como si mi guardia
hubiera hecho estragos en mí, limpiando todo lo malo cual corriente
que sólo pule las piedras para darles una forma no cortante,
redondeada y perfecta.
-Tenemos que
empezar a trazar un plan ya-me sorprendí diciendo, pues las palabras
raspaban en mi interior y me hacían sentir como si mi garganta fuera
una montaña y éstas unos escaladores que se abrían paso a mi
cumbre con afilado instrumental.
El aire se encargó
de transmitirme su asentimiento.
-¿Estás pensando
en algo en concreto?-inquirió, llevando sus manos a mis hombros y
apretando con una sencillez que despertó una tormenta eléctrica en
mi espina dorsal. Arqueé la espalda sin pretenderlo siquiera.
-Sólo... he
estado... pensando toda la noche.
-¿Y?-empezó a
apretar los dedos y aliviar su presa. Me juré que me mantendría
estoica, que no gritaría, que no dejaría que me sacara de mí misma
para arrebatarme lo poco que me quedaba de mi antiguo yo, por
diminuto que ésto fuera.
-Nada concluyente.
Todo pasaba por acudir a los demás, y... no creo que quieran
ayudaros. Ni siquiera en este tema.
-Ese era uno de mis
planes-se sentó detrás de mí y bajó las manos. La sangre me
volvió al cerebro. Exhaló un suspiro teatral y clavó la vista en
el horizonte, con la misma expresión que había tenido yo toda la
noche-. Del otro me fío incluso menos.
-¿Cuál es?
-Revolucionarnos
desde dentro. Conseguir que todos se pongan en contra del Gobierno, y
marchar hacia allí antes de que la noticia llegue a sus oídos.
Perderíamos muchas vidas, pero creo que tenemos alguna que otra
posibilidad. Nuestras armas son las mejores.
-No creo que
funcione-admití, mordiéndome la cara interna de la mejilla. Algo se
nos escapaba, algo tan intangible como el éter, pero cuya existencia
era innegable.
Yo era una de las
mejores runners de toda la ciudad, vale, pero seguía estando
prisionera, y no podían fiarse de que volviera a casa con la mente
sana. De hecho, no había vuelto con ella sana cuando regresé de la
misión de la cápsula. No me harían caso.
Y él, por muy
importante que fuera, no dejaba de ser un ángel más. Era el mejor
de todos, al que todos respetaban, pero fuera de allí, no pintaba
nada. Era un pez mediano nadando en arrecife acompañado de plancton,
mientras que más allá, en el mar abierto, auténticas orcas harían
lo que fuera por mantener su dominio. Incluso comerse a un pobre pez
que no les aportaría más que problemas intestinales y retrasos en
el progreso tecnológico por el monopolio de las ideas.
-Eres
necesario-murmuré, jugando con el cuero del sofá, que recibía mis
uñas con chillidos-, pero...
-No
imprescindible-terminó la frase por mí. Asentí con un nudo en la
garganta que no me permitía respirar-. Sí, créeme. Lo sé. Y,
aunque no lo parezca, lo tengo bastante asumido. Puedo hacer muchas
cosas, pero eso no quiere decir que no vayan a castigarme. Y me
matarán sin miramientos, por mucho que les duela, si decido que me
parece más sensato correr por vuestros valores que volar por los
suyos.
-Necesitamos
consejo-zanjé, volviéndome hacia él y recibiendo su mirada
celestial en mi piel con un escalofrío. Se pasó una mano por la
barba incipiente.
-Me fío de gente
aquí dentro.
-Los mejores
estrategas de la ciudad son los runners, pero no podemos acudir a
ellos, ¿podemos?-inquirí, para lo que recibí una negativa.
-Esas son la clase
de cosas a las que no podemos arriesgarnos, ¿sabes, bombón? No
puedo sacarte de aquí, y yo no puedo entrar allí solo. Sigo
teniendo alas.
-Te las apañaste
para colarte-acusé, recordando la Subasta y cómo había llegado
hasta mí, documentos en mano, con la facilidad de cualquiera de los
otros. Y yo me había asustado, y no por él, sino por mí, por
haberlo recibido con alivio, por constatar que lo había echado de
menos, y por pensar que no iba a salir de allí con vida y que me
consideraría viuda de alguien con quien ni siquiera había estado
formalmente, y que no era mi novi...
-TAYLOR-grité, a
lo que dio un brinco-. Mi novio. Bueno, no sé si seguimos siéndolo.
Últimamente estábamos distanciados.
-¿Tal vez porque
follabas con un ángel?-espetó él, alzando una ceja. ¿Eran celos
lo que había en su voz? Decidí ignorar lo sorprendentemente
bastante que me enternecía que se pusiera celoso por mí.
-Sigue queriéndome,
estoy segura. Podrías localizarlo, contactar con él, contarle la
auténtica verdad, la que ni ellos saben. Te ayudaría.
-¿A cambio de qué?
-De liberarme.
Algo en la
habitación se rompió. Y no era un mueble.
-Sigues queriendo
volver con ellos.
-Sigo queriendo ser
libre-repliqué.
Bufó a modo de
respuesta, y se levantó.
-No he dicho al
lado de quién-añadí, aterrorizada al ver cómo se alejaba de mí,
creyendo que tal vez se iba para no volver, y que todo lo que
habíamos construido se caería por su propio peso, ya que no había
cimientos que lo sostuvieran con firmeza.
-Esto es lo que
hay-dijo, abriendo los brazos.
-De
momento-contesté yo.
-Sí, y tú sigues
queriendo ser libre.
-Todo el mundo
quiere eso, pero la cuestión es: ¿merece realmente la pena ser
libre y temer siempre que te capturen, hasta el punto de levantarte
por las noches y encañonar a la oscuridad con tu pistola, o, por el
contrario, compensa estar un rato en la cárcel si después de eso, y
si juegas bien tus cartas, ésta termina demoliéndose?
Sus ojos se
entrecerraron hasta el punto de volverse negros.
-¿Y si perdemos?
-Perderíamos
juntos. Volverías a traerme aquí.
Se acercó a una
ventana, y la abrió. Me dio un vuelco el corazón. ¿Ya?
-No tiene por qué
ser ahora.
-Cuanto antes
empiece a buscar, antes acabaré encontrando a tu estúpido novio
runner-ladró, colándose por ella y lanzándose al vacío. Abrí la
mía y asomé la cabeza en el instante en que abría las alas y se
catapultó hacia mí de nuevo. Sus alas se mantuvieron firmes,
permitiéndole flotar a escasos metros de mí.
-¿Y si me matan?
-Entonces sí que
seré libre. No van a poder cogerme. Necesitaron al mejor de los
ángeles para coger a la mejor runner-repliqué, henchida de orgullo.
Puso los ojos en blanco.
-Da gusto saber que
no me echarías de menos, bombón.
-No te piques, ¿mm?
Me romperían el corazón, pero no es con el corazón con lo que he
sobrevivido hasta hoy.
Se acercó
planeando hasta mí cual nube, y sus brazos se apoyaron en la
ventana. Su rostro quedó por debajo del mío; seguramente era la
primera vez que lo veía desde ese plano.
-A veces, pequeña
runner, se te olvida que no son las ruedas lo más importante de los
coches. Las ruedas no se mueven si el motor no funciona. Y mi motor
funciona por ti.
Me besó en los
labios. Fue un beso irregular, debido a que no se mantenía
totalmente estable en el aire, pero fue uno de los mejores que me
dio.
Lo contemplé
alejarse, y cuanto más pequeño se hacía, más grande se volvía
una idea en mi cabeza.
Tal vez Perk
tuviera alguna solución extra. Una que no me obligara a jugar mi
pequeña fortuna alada a una sola carta.
Nadie sabía si
aquélla iba a ser la adecuada o si acabaría en bancarrota.
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