Es curioso cómo, justo el año en que menos tiempo he pasado fuera de Asturias (ni siquiera 30 minutos, y gran parte dentro de un coche), es uno en los que más lejos he llegado. Y no ha sido fácil, como siempre, pero también soy consciente de que he sido muy afortunada de no haber perdido a nadie, ni haber tenido a nadie cercano contagiado por esta pandemia que ha maldecido un año que, en un principio, tenía pintas de que iba a ser genial, aunque sólo fuera por los planes que había hecho en el pasado y a los que me aferraba desesperadamente en enero.
Enero. Todavía se me hace un nudo en la garganta pensando en lo que esconde esa palabra. A veces siento que lo finales de año son un poco venenosos para mí, viéndome otra vez sumergida bajo el agua mientras todo el mundo disfruta hasta el punto en el que puede. Claro que, por suerte, esta vez no parece que vaya a tener los fantasmas revoloteando por encima de mi cabeza, diciéndome que para qué seguir adelante si no sabes qué va a pasar después, robándome la motivación hasta el punto de hacer que renuncie al tiempo libre y siga trabajando porque prefiero estar fuera de casa (yo, que soy lo más casero del mundo) a dentro, donde las ideas sobre el suicidio me asaltan a cada minuto que pasa sentada en el sofá, preguntándome qué hago, aparte de, por supuesto, estar sola. Sé que sonará duro, e incluso egoísta, pero el confinamiento me hizo bien; me hizo bien sentir que, por una vez, iba al ritmo del resto del mundo, y no me estaba perdiendo gran cosa. Me hizo bien sentir a gente que estaba lejos un poco más cerca, aunque fuera por el mero hecho de que su tiempo libre crecía y yo conseguía colarme en él, no porque realmente hicieran un esfuerzo por incluirme en sus planes. Me hizo bien porque hizo que consiguiera salir de ese círculo vicioso horrible que me estaba succionando viva a finales de febrero, cuando una parte de mi cabeza ya me había puesto fecha de caducidad, y caminaba por inercia más que por las ganas de llegar a ningún sitio.
El ciclo volvería a iniciarse a finales de agosto, pero por suerte, el año ya me había hecho más fuerte y, si bien esas ideas que me angustiaban y me hacían pensar en desaparecer volvieron, lo cierto es que no lo hicieron con la intensidad de antes. Por lo menos, agosto no me estropeó un 23. No tuve tan sólo media hora de felicidad, que extrañaré siempre, entre publicar un capítulo y confesar lo que me pasa por la cabeza, sólo para que quienes lo escuchan lo conviertan en un ataque contra mí y hagan de mi felicidad cenizas en la boca.
Para mí, 2020 ha sido un buen año porque, para empezar, me ha permitido llegar hasta su final, algo que antes era prácticamente un derecho y ahora es un privilegio. Pero, sobre todo, porque ha sido una especie de jarro de agua fría (helada, más bien), que me ha hecho abrir los ojos. Los primeros espasmos del diafragma indicándome que, así, no puedo más. Que tengo que sacar la cabeza del agua si no quiero hundirme. Y, por suerte, saqué la cabeza del agua. O me hicieron sacarla: pequeños grandes momentos y personas de los confines de mi círculo social que entraban como cometas de una inmensa órbita en el más cercano, agujeros negros que por fin se alejaban y dejaban de absorber energía, fantasmas del pasado que se hacían de carne y hueso, y nuevas personas que aparecieron en mi vida para hacerme ver que, sí, hay vida más allá de lo que tenía en 2019.
A pesar de mi pésimo estado mental, lo cierto es que enero y febrero fueron meses, por lo demás, buenos. Conseguir un 10 en un Trabajo de Fin de Máster que yo creía que no cumpliría con lo que se me pedía fue un dulce bocado de miel en una semana (la semana) en que yo sentía que todo a mi alrededor se desmoronaba. Incluso fue divertido descubrir que uno de los miembros de mi tribunal tenía las mismas raíces que yo. Quizá no conseguí Matrícula de Honor ese día, pero salí y me lo pasé bien porque yo quería, a pesar de mis reticencias.
Febrero fue el Último Mes: el último mes de prácticas, el último mes en que salí de fiesta con un grupo nuevo, el último mes de bingo presencial (aunque también el primero) en el que descubrí por qué a las jubiladas les encanta tanto un juego tan simple como ése, y el último mes en el que me permití estar mal. Porque entonces, llegó marzo, y apenas un par de días antes del final de la vida tal y como la conocíamos, recuperé a dos personas que ahora son importantísimas en mi vida, y que funcionaron de talismán: presenté el penúltimo día una solicitud para unas prácticas de las que había oído in extremis, y todo salió a pedir de boca, a pesar de las colas para presentar la documentación y los nervios por si estaba todo, o no me lo admitían.
Y entonces, llegó el confinamiento. Los meses comenzaron a confundirse, aunque sé que tuve suerte por tener un jardín en el que sentarme a tomar un poco el sol, por el que pasear, y fingir que estaba de vacaciones mientras el mundo entero se volvía loco. Fue entonces cuando acepté que no puedo cargar con el cadáver de una amistad simplemente por los buenos momentos, y algo dentro de mí cambió en cuanto llegué a esa conclusión: hice clic. Las “vacaciones” eran un retiro espiritual, en el que podía querer y ser querida, y alejarme si me apetecía, a reflexionar sobre lo que me pasaba y cómo podía solucionarlo. A una par de decenas de kilómetros de mí, se estaba cociendo una oportunidad que todavía me hace sentir tremendamente afortunada, y que ha servido para que sonría al darme cuenta de que no me da lástima no poder contársela a la persona que perdí. Había ganado a más de las que había perdido, mejores amigas (y también amigos). Realmente la naturaleza es sanadora, como pude comprobar cuando se permitió por fin la movilidad entre municipios.
Hice el Examen de Acceso a la Abogacía, y conseguí aprobarlo todavía no sé cómo, ya interiorizadas las grandes noticias que había recibido el 12 de junio: iba a empezar a trabajar. Todo lo que le había dicho a mi madre sobre que no se preocupara por el dinero, que pronto trabajaría y no tendríamos que agobiarnos por llegar a fin de mes, pasaban de ser palabras tranquilizadoras a promesas que hacía sin tener un plan fijado, pero con la esperanza de que sucedería.
Y sabiendo que empezaba a trabajar, empecé a aprovechar el verano todo lo que la situación lo permitía: con cuidado, paseé por pequeños pueblos costeros que sólo había visitado en mi infancia, conduje por carreteras de montaña que me sacaron de mi Asturias durante el tiempo que tardé en encontrar el camino de vuelta; me familiaricé más con el mapa de Gijón, y celebré no uno, ni dos, sino tres cumpleaños. Porque, por primera vez, mi círculo social era lo bastante grande como para ser demasiado para las restricciones.
Sé que uno de mis mejores años, social y emocionalmente hablando, parece más patético que otra cosa comparado con otros, incluso cuando estos otros son los peores. Pero, la verdad, no puedo dejar de estar agradecida y de sentirme tremendamente afortunada. Por primera vez desde que me durmiera llorando mis últimas noches de 17 años, me veo con un futuro más allá de la universidad. Me veo con algo a lo que aspirar y por lo que luchar, más allá de objetivos a corto plazo basados, fundamentalmente, en el mundo del entretenimiento, del que siempre tendré una espinita clavada en mi corazón. Me veo con una motivación para seguir levantándome por las mañanas más allá de que tengo que escribir Sabrae (para la que, por cierto, estrené portada este año, mi favorita de toda la historia). Me veo con un objetivo, un propósito que, si bien no es tan espectacular y glorioso como el que tenía de adolescente, por lo menos está ahí, sobre el horizonte. Indicándome el camino, animándome a seguir.
A estas alturas de la película, ya no sé si soy buena alumna, o es que tengo mucha suerte. Puede que un poco de ambas. Puede que, para mí, florezcan oportunidades que se escapan al resto, y que, a la vez, las que yo tengo me resulten más abundantes, y más hermosas, porque las recuerdo mejor. No todos los días, ni tampoco todos los años, se encuentra una un trabajo como el que yo he encontrado, y para colmo en medio de una pandemia, lo cual es el triple de suerte. No todos los años, ni mucho menos todos los días, consigue una nuevas lectoras para su novela, ésa larguísima a la que tanto cariño le pone, ésa que iba a durar 10 capítulos y ya va por 154, que estén tan entusiasmadas como yo por los personajes, y que esperen ansiosas cada domingo o cada día 23.
Y, desde luego, no todos los años son el año en que ha nacido Sabrae. Mi pobre niña, qué año ha ido a escoger. Se merecía un año con más suerte, un año sin pandemia, un año en que la celebraran como yo querría celebrarla, un año en que también pudiera celebrar que me siento más querida que nunca (aunque, a veces, espere de los demás lo que yo doy de mí: mi todo), un año que me ha enseñado que hay personas buenas a la vuelta de la esquina, que no son los años, sino la calidad de los cuidados lo que determina lo buenas que son las relaciones, y que merezco que me escuchen como a una igual. Dramas literarios incluidos. Anécdotas de Pasapalabra incluidas.
Idas de olla emocionales incluidas, sin convertirlas en armas.
Es por esto que yo, a pesar de ser totalmente consciente de lo malo que ha sido este año para muchísima gente, para casi toda, tengo que decirlo: gracias, 2020.
Libros leídos este año: 18.
Películas vistas este año: 186.
Total de películas vistas hasta la fecha: 1263 (95 días, 16 horas y 56 minutos)
Capítulos: 1673 (68 días, 19 horas y 26 minutos)