sábado, 31 de diciembre de 2016

2O16, adiós.



Con las cosas buenas se disfruta, y con las malas se aprende. Eso es lo que he aprendido en 2016: a disfrutar lo que tengo y a aprender de lo que no.

Mentiría si dijera que no me han molestado muchísimas cosas, las quejas de gente que seguramente estuviera peor que yo, pero he dado un paso más, algo en mi interior ha hecho clic… y he sentido lástima, no rabia, por esas personas. Porque optimista o pesimista se nace, y  no hay nada peor que empeñarte en ver lo malo de una situación o de un momento para que éste no deje de empeorar. Y créeme, sé de lo que hablo: Trump ha ganado las elecciones (adiós a las posibilidades de trabajar en Estados Unidos “por culpa” de mi acento en los próximos 4 años, y eso como mínimo), ha habido fines de semana en los que 5 mujeres han muerto por culpa de imbéciles que se creían con el derecho a llevárselas por delante (por favor, si vas a suicidarte, hazlo antes de matar a nadie; el orden de los factores sí que altera el producto), mis padres se han separado y mi precioso Noble ya no está conmigo, lleva 10 meses sin estar conmigo.
Y, aun así, he sido feliz. Sí, diría que este año ha sido uno de los mejores de mi vida, porque he entendido que todo es relativo, que está en tu interior el encontrar el mal en el bien o el bien en el mal, que del sufrimiento se aprende y se crece, y yo he crecido, crecido, me he hecho gigante, he saltado al sol y he echado a volar en su dirección, a ese mañana con un cielo tan lleno de soles que se te hace imposible contarlos.

Es curioso, pero estoy agradecida por cada lágrima derramada y cada temblor de pura ira que he tenido este año (no han sido pocos), porque me ha hecho apreciar muchísimo más las situaciones en que estoy tranquila, en que me siento bien. ¿Y mi arte? Joder, mi arte ha pasado a otro nivel. El que dijera que el sufrimiento del alma y el alimento del arte no sabía hasta qué punto tenía razón.
Así que tengo que dar las gracias, por los momentos vividos, por las personas que han seguido conmigo (prácticamente todas, y sólo echo de menos a alguien a quien ni siquiera es una persona), por los viajes, las experiencias. Ni el cuerpo ni la mente notan los cambios de calendario, y la Tierra va demasiado deprisa, corriendo como loca en el espacio a sus 30 km por segundo como para que te puedas detener realmente a tomar un respiro y observarlo todo desde otra óptica, pero este año he conseguido eso: que mi mente cambie, mi cuerpo también, cambiar un poco o no tan poco mi vida.
Acabo este año con menos gente viviendo en mi casa, más entradas de cine, conciertos o teatro en la cartera, menos dinero, más llaveros y más experiencia, y dando las gracias, curiosamente, por todo: por llegar a estar sola en ocasiones, por acabar subrayadores en dos días de tanto que tengo que estudiar, por agobiarme por tonterías y sentir alivio cuando me las quito de encima, por morirme de ganas de que se estrene una película y que sea mejor de lo que esperaba o porque me decepcione un poquito, por mucho que me duela admitirlo; por ir a un concierto y dar brincos con la camiseta por dentro del pantalón, no vaya a enseñarle el sujetador a medio público mientras grito que sí, que me lo des, que me lo merezco; por cogerle miedo al avión por culpa de las turbulencias y que se me encoja el estómago cuando empiezo a volar, a pesar de que llevo haciéndolo desde pequeña, por las fotos de espaldas en las que puedo admirar de pelo, y las fotos de frente en las que no me gusta cómo salgo, por querer llorar con alguna película y casi hacerlo nada más empezar un musical, por gente genial que me hace de guía en su ciudad y a la que yo haré de guía en un futuro… y por las musas. Porque han elegido el mejor momento de mi vida para venir a visitarme.
Así que brindo, porque 2016 ha sido un año de mierda en lo familiar, pero no podía dejar de pensar que estaba siendo un buen año en todo lo demás.
Brindo por Noble, por los Oscar y por Leo (por Dios, mira que estar 20 años detrás del premio y dejártelo después en el primer club que visitas, manda huevos, chico), por lo que estamos empezando a hacer por el climate change, que it’s real and it’s happening right now, por mis amigas, por todo lo que me río con ellas, por darme la venada de ir a Praga y acabar descubriendo una ciudad preciosa que no sólo está llena de cultura, sino que respira cultura en sí misa, por escribirles cartas a escritoras que he releído después de muchos años mientras lloro porque nunca voy a adorar a nadie como adoro a mi historia, por descubrir restaurantes a los que estoy muriéndome por volver y en cuya comida me sorprendo pensando a menudo, por levantarme a las 6 de la mañana para ir a Barcelona y bailar con 5h el mismo año en que el miembro al que yo no soporto decide irse del grupo (Camila, desbloquéame), por escuchar un montón de discos que hacen que piense “bueno, quizá estaba siendo un poco dura con Zayn” y antes de que me dé cuenta ya esté a sus pies otra vez, por cargar la cámara un montón de veces, ir a Madrid con unas ganas locas de hacerles fotos a las luces de Navidad y cabrearme porque El Rey León, con el que casi lloro en la primera canción (aunque cambien los títulos y la letra), acababa 15 minutos antes de las 11 de la noche, una hora preciosa para sumir Madrid en la oscuridad relativa de una noche de otoño en la que no hay aún copos de nieve de LED colgando entre las farolas, por atiborrarme a bogavante en mi 20º cumpleaños, y por seguir haciendo los comentarios sobre mi cuerpo que tan triste ponen a la gente, porque les hacen creer que no me quiero, cuando pocas personas hay que se adoren más de lo que hago yo.
Y por el blog. Brindo por el blog, por Chasing the stars, por las entradas con 100 comentarios o las que sólo tienen 2, por todas las personas que han hecho posible que ahora tenga en mi casa un libro (¡un libro!) con mis palabras ahí plasmadas, con cada letra escrita por mí como las tienen todos los grandes de la literatura. Brindo por mi novela, por las ganas que tengo de escribir y el mono terrible que me da cuando no puedo hacerlo en varios días, por los cientos de ideas que me vienen de noche y las casi 400 notas que tengo en Evernote. Brindo por Tommy, Scott, Diana, Layla, Chad, Eleanor, Sabrae, Alec, y todos los demás que viven en mí, que me tienen y no yo a ellos, y por todos los que los leen y reviven y hacen que quiera seguir esbozándolos.
Esto es por Noble, los Oscar, Mamma Mia, Praga, la Holi Party, Barcelona, Madrid, Chasing the stars, mis amigas, El Rey León.
Pero, sobre todo, es por lo que me has hecho a mí.
Así que, 2016, gracias por hacérmelo pasar un poco mal, y por hacerme ver que Rowling tenía razón: la felicidad puede encontrarse en los tiempos más oscuros, si uno se acuerda de encender la luz.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Cacoethes scribendi.

Hay idiomas que tienen palabras específicas para esa sensación que te embarga cuando tienes que cerrar tu libro (porque ya has llegado a tu parada, porque ya se hace de noche, porque no puedes seguir leyendo sin que se te cierren los ojos, o porque ya se han terminado los anuncios) y, de repente, todo lo que hay a tu alrededor parece ser lo irreal. Lo que estaba dentro de las páginas era el mundo real, y lo que estás viviendo ahora es la fantasía.
Quizá sea porque hay pocas cosas que nos despierten tantos sentimientos como construir nuestro propio mundo, uno al que nadie puede acceder ni modificar, a través de las palabras que alguien ha escrito para nosotros.
Llevo un tiempo pensando en lo que es tener un buen personaje entre manos, posar los ojos en él y darte cuenta de que no puede serte indiferente. Incluso, si su demiurgo es bastante hábil, no serás capaz de odiarlo, porque no hay nada que te haga sentir más empatía por alguien que ver un paisaje a través de sus ojos, sentir unas caricias a través de su piel, que te cuente cómo su corazón golpetea en sus tímpanos cuando le mira la persona que más le importa en el mundo, o la rabia que lo inunda cual lava una caldera al ver que le hacen daño a alguien.
No te equivoques: los personajes son eternos. No te necesitan. Eres desechable para ellos. No distinguen un lector de otro, simplemente se dejan leer. Existen bajo tus ojos, viven bajo tu escrutinio, y no les puede importar menos que los observen dos ojos, o dos millones.
Eres tú el que los necesita. Eres tú el que no eres eterno. Son ellos los que no son desechables. Porque siempre hay un personaje que te marca más que los demás, uno al que deseas entender como no has entendido a ningún otro, como probablemente no entenderás nunca a tus amigos, a tu familia, a tu pareja. Su mundo es más brillante que el tuyo, sus emociones son más intensas, sus sueños son más vívidos y sus miedos más aterradores, aunque no los compartas. Aunque en la vida real te encanten los perros, se te va a retorcer el estómago cuando el personaje doble una esquina y se encuentre con uno más grande que él.
Yo ya he encontrado a la mía. Y he tenido la suerte de que me elija para que la escriba.

domingo, 11 de diciembre de 2016

Alitas plateadas.

Antes de que te pongas a leer literalmente 28 folios (porque no tengo vergüenza, ni la he conocido nunca) tengo que darte dos noticias: una buena, y otra mala. Empiezo con la mala: dudo bastante que pueda subir ningún otro capítulo hasta el 11 de enero (por exámenes, ya sabéis), y, si no subo tampoco el 11, por favor, no me matéis 😭
Y ahora, la buena noticia:




¡¡HE PUBLICADO CHASING THE STARS EN PAPEL!!
https://www.amazon.es/Chasing-stars-1-Erika-Lopez/dp/1540793508/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1481462111&sr=8-1&keywords=chasing+the+stars
Tengo que deciros que todavía estoy flipando muchísimo con todo esto que está pasando; podéis comprar el libro en Amazon; me da rabia no haberos podido bajar más el precio pero creedme si os digo que no es usura (me quedo 2.50€ por cada ejemplar, el resto va todo para Amazon), yo quería dejároslo en 15, pero entonces ni siquiera se cubrirían los costes de impresión.
El libro consta de los primeros 46 capítulos de la historia, que evidentemente no voy a borrar del blog, aunque en papel están corregidos, y editados de modo y manera que los primeros sean más acordes con los posteriores, que me parecen más "fieles" a la historia porque ya estaba más inmersa en ella según iba escribiendo. 
Además, si pedís el libro hoy, os tengo entendido que os llega antes de Navidades; consideradlo una especie de amigo invisible entre vosotras y yo. Y, si os animáis a comprarlo, no os olvidéis de dejar una reseña cuando lo recibáis, indicando si os gusta el formato y demás.😊
Dicho esto, también os dejo la página de Goodreads del libro; por favor, si tenéis un momentito, marcadlo como leído, puntuadlo y escribid una reseña, ¡ayudadme a mejorar!
Y... hasta aquí mi mensaje de hoy. Feliz Navidad, no os empachéis a polvorones. Muchísimas gracias por animarme a intentar publicarlo; no sabéis la ilusión que me hace pensar que mis palabras estén impresas en un papel.
Nos leemos pronto. 


Shasha entra en tromba en la habitación de Sabrae. Se ve que Saab le ha cogido algo que necesita urgentemente, con la misma presteza que todas las cosas que mi hermana más mayor le coge.
               -Sabrae, ¿ya has vuelto a cogerme el cargador del…? ¿Sabrae? ¿Por qué no estás roncando como una moto?-Shasha enciende la luz y entrecierra los ojos, juntando dos y dos. Sabrae todavía es pequeña para irse de fiesta y quedarse a dormir en casa de sus amigas sin avisar previamente en casa, sino sobre la marcha.
               A ver, yo llevo haciéndolo desde que empecé a salir, pero tus padres tampoco se preocupan tanto cuando tienes un hermano de distinta madre que vive en una calle diferente a la tuya.
               O tenías.
               -¡SABRAE!-chilla Shasha, sin importarle que pueda despertar a media casa haciendo eso-. ¡TE JURO POR DIOS QUE, COMO ESTÉS DURMIENDO CON Scott, TE ARRANCO LA MELENA!
               Sabrae abre los ojos, me mira un momento, me dedica una sonrisa que sería lasciva si obsequiara con ella a cualquier otra persona, se gira lo suficiente para mirar la puerta, y se destapa un poco. Lo justo para que Shasha sepa que, efectivamente, ella está ahí, durmiendo conmigo.
               Shasha abre la puerta, sospecho que de una patada, y la fulmina con la mirada. Sus neuronas se quedan en cortocircuito un momento antes de tronar:
               -¡ZORRA! ¡HABÍAMOS QUEDADO EN QUE NOS TURNARÍAMOS PARA DORMIR CON ÉL!

sábado, 3 de diciembre de 2016

Cerilla en la tundra.

Estad atentas al capítulo de la semana que viene, porque se avecinan cosas emocionantes... y cosas que no lo son tanto. 😄
Disfrutad, y habladme si podéis. Os echo de menos. 


El agua ardiendo solía hacerme efecto. Cuando me metía debajo de la ducha y abría a tope el grifo del agua caliente, me sentía purificado, como si el fuego en estado líquido hiciera las veces de penitencia para permitirme ascender.
               No es el caso. Ahora, no.
               Noto cómo el agua recorre mi cuerpo, cómo se me enrojece la piel, cómo mis poros protestan, pero yo me mantengo firme. Aprieto los dientes hasta casi hacerme daño (porque es eso, precisamente, lo que estoy buscando: hacerme daño, liberarme a través del dolor) y apoyo la frente en los azulejos blancos.
               Me duelen los nudillos.
               No me molesta el agua que corre por mi piel cuando alto las manos y descubro que los tengo pelados, rojos. Tienen sangre. Igual que mi lengua. Me he mordido en algún momento, no sé cuándo, ni si ha sido él o he sido yo.
               Pero da lo mismo. Me gusta la sangre. Debería asfixiar los gritos agonizantes de todas las almas que se encuentran dentro de mi cuerpo. Ahogarlos. Acallar su sufrimiento a base de sumirlos en una inundación.
               No puedo creerme lo que hemos hecho. No puedo creer que hayamos permitido que algo como lo que teníamos Scott y yo se vaya a la puta mierda así, porque así. Porque le gusta demasiado el sexo, porque a mi hermana le gusta demasiado él, porque a mí me gusta demasiado poco pensar en ellos juntos.
               Pero ahora ya da igual. Scott me odia. Y yo le odio a él. Y me odio a mí mismo, porque sé que no voy a durar mucho tiempo sin él. No estoy acostumbrado a vivir sin él. Joder, nunca he vivido sin él; cuando yo no eran más que un proyecto, Scott estaba ya por el mundo. Siempre había creído que él estaría vivo cuando yo me muriera. Y que, literalmente, no habría conocido el mundo sin Scott.
               Ahora lo estaba conociendo. Y no me gustaba una puta mierda, igual que tampoco me gustaba con él.
               Froto los nudillos contra la pared de azulejos, en el punto exacto en el que se había roto uno hacía muchísimo tiempo, cuando Dan era pequeño, mucho más que Astrid ahora, y que papá siempre dice que va a arreglar, y nunca hace. Y mamá se cabrea, porque puede hacerlo ella perfectamente, pero cuando papá se pide una tarea, se pone como una fiera si a final lo termina haciendo otro.
               Observo impasible cómo la sangre va aumentando más y más a medida que continúo frotando las muñecas contra la pared. Y me escuece. Y me gusta que me escueza, porque así sólo tengo que concentrarme en seguir haciéndolo, y no tengo tiempo para pensar en Scott.
               Sé que estoy a punto de romperme. Sé que estoy cogiendo carrerilla para saltar al abismo al que él se asomó. Y la verdad es que lo anticipo. Ojalá mamá te hubiera abortado, Tommy. Sí, ojalá me hubiera abortado, Eleanor.
               No puedo más. Me duele todo. Me duele todo. Me pesa hasta el alma.
               Me paso las manos por el costado, haciendo presión en una zona que, intuyo, más que veo, se está poniendo morada. Scott me ha dado una patada, y joder, el cabrón da unas patadas de alucinar. No me extraña que la gente no nos tosa; entre mis puñetazos y sus patadas, somos imparables.
               No deberían haberse metido entre nosotros. Deberían haber dejado que continuáramos hasta matarnos. Supongo que yo, en algún momento, saldría del colapso nervioso en el que me había encerrado cuando lo vi acercarse a mí, destilando tensión, y me habría quedado quieto para que rematara la faena.
               O puede que él hubiese parado, y me hubiese detenido yo también al ver que no reaccionaba. Dudo que pudiera hacerle más daño a Scott. Bastante me había odiado ya con todo lo que le había hecho, como para encima terminar de destruirlo. O quizá sería lo que debiera hacer. Estoy seguro de que Sherezade me mataría si le hiciera daño a Scott.
               Puede que fuera lo que tenía que hacer. Hacerle daño a Scott de verdad. Yo no tenía cojones a saltar, pero si me empujaban, me precipitaría con gusto.
               Araño el costado. Mis dedos arden allí donde se está abriendo la piel y la sangre acumulada se libera. Contengo un gemido y continúo. Sólo existe el ahora. Estoy solo, pero como lo he estado toda la vida. Ahora sé por qué mamá hizo lo que hizo. Esto sienta bien. Mi existencia es sólo dolor.
               Y joder, qué gusto.

domingo, 27 de noviembre de 2016

Larga vida a Scommy.

Me levanté decidido a hacer algo productivo con mi vida, no dejar que la tristeza me invadiera y mantenerme ocupado para no ponerme triste por Tommy.
               Ya había llorado todo lo que quería.
               Ahora tocaba ser un hombre hecho y derecho y mirar hacia delante.
               …
               … una puta mierda.
               Para cuando terminé de bajar las escaleras como un alma en pena, espabilado por el beso que me dio papá antes de salir pitando al instituto (tenía no sé qué mierda que preparar; no me molesté en preguntar y él tampoco parecía tener tiempo de explicarlo), ya había pensado en 48 excusas para acercarme a casa de Tommy.
               ¿Me terminaría de romper la cara si me presentaba en su casa?
               Sí.
               ¿Me arriesgaría a que me rompiera la cara si me presentaba en su casa?
               Joder que sí.
               Si me daba otro puñetazo, por lo menos dedicaría un par de segundos a pensar en mí, ¿no?
               Pero todas mis resoluciones se fueron al traste cuando me encontré a mamá aún en pijama, calentando su café. Se volvió, se apartó el pelo a un lado, y me dijo con un suave susurro:
               -Cariño, ¿te importaría llevar a Duna al colegio? No he dormido muy bien esta noche-se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla y me besó en los labios tan suavemente que pensé que no lo había hecho de veras, de no ser por el rastro cálido que aún notaba en mi mejilla cuando se marchó de vuelta a la cama.
               Así que llevé a Duna al colegio y, por extensión, a Astrid y Dan.
               Casi mejor, porque apenas me terminé el desayuno, un trozo minúsculo del bizcocho que habíamos abierto mamá y yo ayer, y del que apenas quedaba nada, porque vivía literalmente con una manada de chacales famélicos, tuve que subir corriendo al baño, ponerme de rodillas frente al retrete y vomitarlo todo. Estaba histérico.
               Histérico, porque me daba miedo el encontrarme con Tommy y que me volviera a hacer lo que me hizo la última vez que estuvimos juntos. Histérico porque no quería volver a ver aquel odio en sus ojos.
               Sabía lo que me pasaría si volvía a ver con qué asco me había mirado, sabía qué sucedería si volvía a hundirme en el sentimiento de traición que desprendían sus ojos.
               Y ahora tenía que vivir, porque a) había mucha gente pendiente de mí, que me quería y me apoyaba y me aceptaba como era (o, más bien, a lo que había sido antes), y b) no era un puto egoísta como había sido con 15 años.
               Sí, S, eras súper generoso mientras te zumbabas a mi hermana a mis espaldas, contestó lacerante el Tommy de mi interior. Yo fingí que no lo oía, me quedé mirando el armario del baño, me limpié la boca con el dorso de la mano y sacudí la cabeza cuando él insistió: Sé que puedes oírme. Y sé que, en el fondo, sabes que está mal.
               Sé que me entiendes.
               No te plantearías ir a buscarme si no me entendieras.
               -Cierra la puta boca, Thomas-gruñí por lo bajo, levantándome, tirando de la cadena y lavándome los dientes.
               Me llevé a Duna, Astrid y Dan al colegio, y estuve remoloneando por el barrio hasta que decidí que necesitaba acostarme en la cama.
               Fui a ver a mamá, y me la encontré tapada hasta las cejas, con la melena azabache empapando la almohada. Se había abrazado a ella, como queriendo conservar el calor corporal residual de papá. Abrió un ojo cuando yo abrí la puerta.
               -Mi rey-susurró, y yo sonreí un poco. Noté cómo se me tensaban los labios y mi piercing rozaba mis dientes. Era un acto reflejo, ni siquiera me daba cuenta de que lo estaba haciendo hasta que sentía que lo llevaba haciendo demasiado tiempo, o dejaba de hacerlo. Me gustaba cuando me llamaba eso. La recordaba cogiéndome en brazos, estrechándome contra su pecho, hundiendo mi cara en aquellos cabellos que tan bien olían, acariciándome hasta que me quedaba dormido, dándome las gracias por existir (no, gracias a ti, mamá, en serio, en puto serio), besándome la nuca y diciéndome esas cosas.
               Todo era más fácil cuando era un bebé.
               La única vez que habían tenido que pararnos los pies a mí y a Tommy fue cuando nos conocimos. Mamá decía que nos entusiasmamos tanto que empezamos a darnos pataditas, y que incluso tuvieron que separarnos porque yo me emocioné, empecé a toquetearle la cara, y traté de meterle las manos en los ojos, porque, ¡oye, T, ¿de dónde has sacado unos ojos así de azules?!
               Me estaba poniendo tristísimo.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Comillas, bien, comillas.

No somos sólo nosotros y nuestras circunstancias. También somos la gente que nos rodea y sus propias circunstancias.
               Llevaba sospechándolo mucho tiempo, pero no fue hasta que me tocó ir a clase yo solo por primera vez que me di cuenta de hasta qué punto si no tenía a Scott, no tenía a nadie.
               No dormí una mierda esa noche, pero por lo menos conseguí desahogarme, llorar todo lo que necesitaba y mirar al techo lamentándome de mi suerte: de que yo fuera así, de que Scott fuera así, de que  Eleanor fuera así, de que Diana fuera así. Me comí la cabeza durante toda la madrugada, concilié el suelo menos de 15 minutos seguidos, y dudaba que hubiera llegado a la hora y media en total, me revolví en la cama, di vueltas y más vueltas y, por fin, cuando pensé que el cansancio iba a poder conmigo y podría dejarme llevar al fin, entregarme a unos sueños repletos de pesadillas en que volvía a abalanzarme sobre Scott, y los dos nos gritábamos y nos poníamos como fieras el uno con el otro, envenenando nuestros cuerpos con las hormonas de la rabia…
               … sonó el despertador.
               Bajé las escaleras como un autómata, sin enterarme de casi nada de lo que sucedía. Eleanor no me miró y yo no la miré a ella cuando entró en la cocina. Estábamos solos, así que nadie nos obligó a dirigirnos la palabra.
               Mejor.
               Lo único que se me ocurrían cuando la veía eran insultos, y por su forma de evitar a cualquier precio el más mínimo roce con mi cuerpo, cualquiera diría que lo mismo le pasaba a ella.
               Nos vestimos y me quedé sentado en mi habitación, esperando a escucharla bajar las escaleras y cerrar la puerta de casa antes de salir yo también.
               Creí que Diana estaría esperándome para ir juntos, pero ya había cogido la costumbre de pasarse al lado de mi hermana hacía demasiado tiempo, de modo que me tocó caminar solo.
               Dios, la mochila me pesaba horrores. Era posible que pesara más que Astrid. Varias veces estuve a punto de comprobar que no llevara a mi hermana pequeña metida dentro, aprovechando una excursión a mi espalda.
               Se me hizo insoportable el trayecto al instituto a partir de una esquina: en laque Scott me esperaba, o yo le esperaba a él, todos los días. La mochila empezó a pesarme más, el cansancio acumulado durante toda la noche se multiplicó, yo me convertí en un pez fuera del agua que no puede procesar el oxígeno si no está disuelto en algún líquido, o continué con mi forma humana pero respirando un aire acuoso, que mis pulmones no podían aprovechar.
               Llegué como un zombie a clase, y estaba sonando la sirena para indicar a todos los que remoloneaban alrededor de las puertas de que iba siendo hora de entrar. Logan y las gemelas me interceptaron en el pasillo, me dieron los buenos días, me miraron con aprensión cuando contesté en un tono increíblemente lastimero con la misma fórmula, y se fueron a ocupar sus asientos. Se escurrieron entre la puerta y yo.
               No podía entrar a clase.
               No podía sentarme al lado de una mesa que iba a estar vacía.
               Echaba muchísimo de menos a Scott.
               Alguien me dio una palmada en el culo. Me volví, y resultó ser Alec.
               -¿Y esa cara fea?-me puteó-. Mueve tu culo gordo, T. Tienes que graduarte.
               Se abrió paso, se volvió para mirarme, insultó a Katie cuando la muy perra se metió con mi lentitud, y tiró de mí para arrastrarme hasta mi asiento. Dejó caer el bolígrafo con el que hacía acto de presencia cada mañana en la mesa de al lado de Bey, que se apartó un rizo de la cara y lo miró con sus ojos de color miel un momento, decidiendo si se cargaba al imbécil que osaba reclamar un lugar a su lado, y luego sonrió mínimamente al comprobar que el imbécil que reclamaba su costado era el de todos los días.
               Me senté pegado al radiador, que ardía. Me quedé mirando la mesa vacía, a mi lado. Todavía tenía los garabatos que él hacía cuando nos aburríamos.
               Coloqué la mochila encima de un dragón de ojos irisados que había en la esquina, y cuyo vocabulario se reducía a “Tommy, subnormal”.
               Puto gilipollas.
               También tiré el abrigo encima de la silla que solía ocupar, me estiré en la silla y me tumbé sobre la mesa, apoyando la barbilla en las manos y clavando la vista en el reloj. Bey le estaba diciendo algo a Alec sobre el morro que tenía por no dejar de pedirle hojas, y Alec le respondía que a ella le encantaba prestarle cosas, que no se hiciera la dura con él; ya se conocían de bastantes años y había confianza.
               Me molestó un poco que no hicieran mención a que faltaba alguien en nuestro grupo, incluso sabiendo que era eso lo que yo estaba esperando para ponerme como un basilisco.
               Entró la profesora, nos riñó por no tener ya sacados los materiales, y se puso a dar clase sin esperar a que nosotros estuviéramos listos para tomar apuntes. Apenas podía concentrarme, el espacio que había a mi lado atraía toda mi atención como la luna en una noche nublada, en la que no se ven las estrellas. Se me formaba un nudo en el estómago cada vez que se me deslizaba el codo hacia la izquierda y no había nadie protestando “Thomas, me cago en la puta, estás en mi sitio” y un codazo fuerte y un par de risas y un siseo por parte del profesor porque “Malik, Tomlinson, os voy a terminar separando”.
               Problema: sólo nosotros dos podíamos separarnos. Y lo estábamos aprendiendo a base de hostias.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Los nueve de siempre.

-Amor, ¿la pequeña?
               -¿No está en su habitación?
               -Si lo estuviera, no te preguntaría.
               -Quizá esté con su hermano.
               Los pasos apresurados del padre que no encuentra a su hija más pequeña se acercaron a la puerta de la habitación. Duna no se movió, a pesar de que llevaba un rato despierta, sólo porque no quería despertarme a mí también.
               Me había pasado toda la noche llorando, pensando en mis cosas, comiéndome la cabeza y acercándola más a mí cuando la notaba un poco más alejada. Ella no se quejó: bebió de mi calor corporal con avidez mientras yo me ahogaba en mis pensamientos.
               Cuando me sonó el despertador, estaba tan agotado después de una durísima batalla que finalmente el sueño ganó, que ni siquiera me percaté. Duna se detuvo sobre la cama, sobresaltada, clavó sus ojos oscuros en el reloj y estiró sus manitas hasta cogerlo, y apagarlo. Volvió a acurrucarse contra mí, se tapó con la manta, y sonrió con cariño cuando abrí un ojo… claro que yo no me enteré de eso.
               Volví a dormirme un segundo después.
               Un haz de luz insoportablemente potente penetró en la habitación en el momento en que papá abrió la puerta despacio. Puede que estuviera cabreado conmigo, puede que le hubiera decepcionado hasta el punto de hacer que pidiera una cita con un médico para que le borrara mi nombre y mi fatídica fecha de nacimiento del brazo, pero no dejaba de ser mi padre, me quería, y sabía que lo estaba pasando muy mal, aunque apenas me hubiera visto cuando bajé las escaleras para cenar. Podía estar enfadadísimo conmigo por lo que le había hecho a Duna, o por lo imbécil que se suponía que había sido al no vender a mis amigos a cambio de coartar mi libertad…
               … pero sabía lo que estaba sufriendo por lo de Tommy. Se lo imaginaba, más que lo sabía.
               Éramos unos Malik. Sólo los Tomlinson nos lo pueden hacer pasar así de mal; de nuestros amigos, sólo ellos tienen ese poder de dejarnos atontados, sin aliento, con la sensación de estar de pie ante un estadio entero lleno de gladiadores que se multiplican a medida que vamos asesinando a sus predecesores.
               Duna levantó la cabeza y lo miró.
               -¿Duna?-inquirió papá. Se frotó la cara y se dio la vuelta, arrastrando consigo mi brazo, y fue eso lo que me despertó. Es curioso cómo había cambiado en cosa de un día: cuando estaba con Tommy era tremendamente feliz incluso en mi desgracia, y era imposible despertarme si no era arrancándome las entrañas y estampándolas contra la pared.
               Y ahora, aunque tenía todo lo que podía desear, era incapaz de sonreír por dentro, por mucho que mi hermana más pequeña me hiciera sentir un poco de calorcito en mi interior, como si ella fuera la llama de una chimenea en una cabaña abandonada en la montaña.
               Y el más leve susurro de las sábanas servía para despertarme.
               Duna se llevó una mano a los labios, indicándole a papá que guardara silencio. Parpadeé, entrecerré los ojos, y miré cómo se inclinaba hacia ella. Le dio un beso en la mejilla y me miró con aquellos ojos de color café.
               Lo único que nos distinguía.
               Lo único que yo no había sacado de él.
               -Scott está dormido-explicó Duna. Papá sonrió, pasándose la mano por la barba.
               -No estoy dormido-respondí.
               -Sí que lo estás-replicó Duna, terca como ella sola. Una figura negra se materializó en la puerta. Las curvas podían ser de dos; pero la altura sólo te hacía pensar en mamá.
               Como queriendo reforzar mi mínimo razonamiento, el aroma a frutas que desprendía su cuerpo, la colonia que se ponía cada mañana, después de ducharse, y la mezcla de su olor corporal, que le daba un toque inconfundible a su perfume, llegó hasta mi nariz.
               Recordaba ser pequeño y disfrutar de esos mismos olores cuando ella me cogía en brazos, me abrazaba contra su pecho, me besaba la cabeza, me acariciaba la espalda y me cantaba canciones de cuna.
               Cerré los ojos unos instantes, evocando aquella época de mi vida que recordaba a fragmentos.
               Por primera vez, no me produjo nostalgia el haber dejado de ser aquel Scott.
               Me produjo envidia.
               Aquel Scott tenía a Tommy. El Scott que yo era ahora, no.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Luz y oscuridad.

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Dentro de poco tendréis más detalles 



No podían hacernos esto.
               No podían separarnos, no así. Se veía a simple vista que Scott estaba mal. Con un mero vistazo un poco más profundo, bastaba para ver cómo estaba sufriendo en silencio, reconcomiéndose a sí mismo, alimentando su rabia con cada segundo que pasaba sin exteriorizarla.
               Me dolía en el alma mirarlo, pero más me dolía ver cómo él intentaba hacer caso omiso de sus emociones, de su malestar, y se afanaba en sonreír y hacer como que todo estaba bien, porque veía que me lo hacía pasar mal si él lo pasaba mal.
               No había tardado ni dos segundos en desechar el pensamiento de que estaba con Eleanor, por una razón muy sencilla que no tenía nada que ver con él, y todo que verlo con mi hermana: Scott podría enamorarse de ella, sí, vale, Eleanor era muy guapa y el roce hacía el cariño, y ella se mostraba predispuesta a seducirlo a la mínima oportunidad…
               … y no tenía sentido que esperara años y años, que tonteara a cada oportunidad que se le presentaba, para terminar enrollándose con media discoteca a la mínima oportunidad.
               Tenía que haber otra Beatrice en nuestro entorno, una en la que no hubiera pensado aún. Eleanor no le pondría los cuernos a Scott ni por todo el oro del mundo.
               No, mi amigo se había enamorado de una zorra que no se lo merecía, pero esa zorra no era mi hermana.
               Me pasé los días que aún nos quedaron juntos en el instituto comiéndome la cabeza, pensando en qué chica cuya existencia se me escapaba era la causante de todo el sufrimiento de mi amigo. Dios, si incluso desbloqueé a Ashley en Facebook sólo para comprobar que no conociera a Beatrice con ojos marrones en su lista de amigos (conocía a tres, dos de ojos claros, y una tercera, de ojos oscurísimos, pero que actualmente residía en Hawái, a juzgar por las fotos que había subido varios meses cotejando el cielo nocturno –vaya, qué de estrellas, puede que tengamos que ahorrar e ir allí cuando nos graduemos-y la información que aparecía en su perfil, por lo que podíamos descartarla).
               Estaba precisamente sumido en una de esas búsquedas espirituales, sin prestar atención en clase, cuando llamaron a la puerta y apareció Kate por ella, con las mejillas coloradas por el esfuerzo de transportar su sobrepeso hasta la planta superior del ala oeste del edificio en el que nos encontrábamos. Pidió perdón por interrumpir la clase y llamó a Scott.
               Tanto Scott como yo nos volvimos al otro Scott que había en la clase, el que siempre se metía en movidas y del que ningún profesor se fiaba ya. Creían que era el principal camello del curso y que él provocaba las peleas más gordas por culpa de sus drogas; nadie sabía que la que tenía la mercancía era, en realidad, Tam.
               La sorpresa y confusión fue monumental cuando Kate aclaró el apellido el Scott al que venía a buscar. Y no era el camorrista. Era mi Scott.
               Nos miramos un segundo, preguntándonos qué habríamos hecho (era martes, por favor, acabábamos d volver de vacaciones, todavía no nos había dado tiempo a liarla), y luego empezamos a levantarnos.
               Noté cómo el color huía de mi rostro cuando Kate dijo que sólo venía a por Scott.
               Tenía que ser un error.
               Nadie, nunca, venía sólo a por Scott. Yo iba en el pack también. Éramos como los yogures: íbamos juntitos, en packs indivisibles, éramos diferentes en cuanto a sabor, pero no se nos podía separar por eso.
               Yo entendí mucho antes que él a qué se debía lo de su llamada al despacho del director.
               Y también entendí antes que él por qué le decían que recogiera sus cosas para no dar más viajes.
               Iban a echarle la bronca del siglo, quién sabe qué le harían.
               Iban a machacarlo, y por culpa de la gilipollas de mi hermana.

domingo, 30 de octubre de 2016

La única chica por la que merece la pena pelearse.

Dicen que las posibilidades de que te mates en un accidente de avión son menores que el morir porque te caiga en la cabeza una maceta según vas paseando por la calle.
               Hay gente que lo consideraría no tener nada de suerte, pero, ¿no es precisamente tener muchísima suerte el burlar de aquella manera a la estadística, y estar en un avión destinado a caerse, o en la trayectoria de una maceta según se precipitaba hacia el suelo?
               La gente que la palmaba en los accidentes de avión tenía suerte.
               El que no tenía suerte era yo.
               Menudo puto añito llevaba, y eso que apenas llevábamos dos semanas.
               Creí que el volver al instituto contribuiría a que los ánimos se calmaran un poco, yo me sintiera algo mejor, y tuviera una distracción para no pensar en ella, pero me equivocaba. Alá me había puesto en este planeta para hacerme sufrir, estaba claro.
               Aunque me la cruzaba bastante menos por los pasillos, y había empezado a ir con Sabrae al instituto, y volver de éste, zumbando antes de que yo apareciera, todavía el universo se las apañó para hacer que nos encontráramos dos veces.
               El pobre Tommy no sabía qué hacer conmigo, y por más que yo intentaba fingir que estaba bien, no podía engañarlo. Se me había terminado el cupo de mentiras precisamente cuando más lo necesitaba.
               A ver, lo cierto es que me restringía bastante mi comportamiento pseudo depresivo, y me lo pasaba bien con los chicos cuando salíamos, y también cuando estábamos entre clase y clase o en el recreo, pero Tommy notaba que mis carcajadas duraban un poco menos, y que prestaba menos atención en clase.
               Si hubiera seguido un par de días más, cómo me sentía se habría reflejado incluso en mi rendimiento en matemáticas, la única área donde me desenvolvía siempre bien, pasara lo que pasase.
               Tommy me dio una palmada en el cuello cuando entró la profesora de Historia, yo lo miré, le sonreí con cansancio, un poco reconfortado por el cariño que había en sus ojos, y protesté cuando me pellizcó la mejilla al susurro de:
               -Pero qué rico eres-era lo que me hacía mi abuela; yo no lo soportaba, él sabía que no lo soportaba, y por eso lo hacía.
               Pasaron apenas diez minutos desde que la profesora se sentó, se mesó el pelo mientras pasaba lista, leyendo nuestros nombres sin molestarse en levantar la mirada para ver si alzábamos la mano o dábamos alguna señal no sonora de que “Knowles, Tamika” era Tam, “Malik, Scott” era yo, “Tomlinson, Thomas” era Tommy, “Whitelaw, Alec” era Al, o “Belfort, Jordan” era Jordan. Porque, sí, siempre se lo saltaba, y Jordan siempre tenía que levantar la mano, soltar:
               -No me has mencionado.
               -Ay, sí, perdona-asentía la profesora, y Jordan espetaba:
               -¿Es porque soy negro?-y toda la clase se echaba a reír.
               Entonces, la profesora sonreía, nos mandaba callar, diciendo que íbamos atrasadísimos en el programa, y procedía a darnos un somero resumen del temario antes de pasarse cerca de media hora contándonos anécdotas sobre su vida.
               Nos estaba contando el origen de la revolución rusa cuando Alec la interrumpió, diciendo que era mentira que habían sacado a la familia real del zar a los jardines para proceder a su ejecución: los habían matado en el Palacio de Invierno; si no, no tendría sentido lo de la leyenda de Anastasia, la princesa a la que los revolucionarios no habían asesinado y que se suponía que podría salir de las sombras en cualquier momento y reclamar el trono de Rusia.
               Aunque tuviera, según nuestros cálculos, cerca de 160 años.
               La profesora se frotó la cara, quitándose las gafas. Estaba acostumbrada a que le hicieran preguntas, e incluso a que alguien le discutiera la versión oficial (estábamos en la edad), pero solía defenderse con elegancia, machacándonos con hechos.
               No era el caso. La abuela de Alec era rusa, así que él podía discutírselo mejor que los demás.
               Estaban enzarzados en una especie de discusión-debate cuando llamaron a la puerta.
               -Mira, Al, la KGB viene a buscarte-se burló Logan, y Alec le tiró un bolígrafo, el único material que traía a clase desde hacía varios meses.
               Se trataba de una de la conserje, Kate.
               -Hola, Lucy. Perdona que te moleste. Vengo a por Scott, tengo que llevármelo al despacho del director-dijo, buscándome entre la multitud-. Malik-se apresuró a añadir, al ver que me miraba con Scott Austin, mi tocayo que se sentaba en última fila, en la esquina contraria a la clase.
               No era ninguna novedad que lo llamaran al despacho del director: su grupo se metía en mil veces más movidas que el nuestro.
               -¿Está aquí?-carraspeó Kate, después de comprobar el post-it que traía con el número de mi clase. Me levanté, y ella clavó los ojos en mí. Susurró algo parecido a “sí, claro, tú eres Scott”.
               Sí, claro, yo soy Scott. Malik. No soy clavado a mi padre a mi edad por nada.
               Tommy arrastró la silla y comenzó a incorporarse. La profesora ni se inmutó. Nunca habíamos ido al despacho de director solos; siempre nos metíamos en las mismas movidas, nos caían las mismas broncas y nos aplicaban los mismos castigos. En realidad, el estar metidos en una clase durante todo el recreo no era un castigo si estábamos juntos, pero sospechábamos que nadie quería hacerse cargo de un estudiante en una clase si ya había otro metido en la contigua, bajo la vigilancia de un colega.
               Lucy se frotó la cara de nuevo, asintió con la cabeza y empezó a decirnos que volviéramos derechitos a clase después de hablar con el director.
               Pero Kate la interrumpió.
               -En realidad-se puso coloradísima-, sólo vengo a por Scott. Nadie me ha dicho nada de traerme a Tommy. Es más, específicamente se me ha dicho que sólo tengo que buscar a Scott.
               Tommy y yo nos miramos un momento. Sentí cómo huía toda la sangre de mi rostro, mientras él también me miraba, sin entender.
               Toda la clase se quedó en silencio mientras me subía al avión que se iba a precipitar al suelo desde 20.000 pies de altitud, en una caída libre tan angustiosa como duradera.
               Ninguno de nosotros cayó en la cuenta de por qué me llamaban sólo a mí. Por la expresión de Kate, no parecía que me fueran a ofrecer una beca. ¿Se había muerto alguno de mis abuelos? Eso no tenía sentido; me permitirían ir con Tommy. Tenía que ser otra cosa. Iba para que me echaran una bronca, pero, ¿qué había hecho yo, que Tommy no hubiera hecho también?
               Me levanté y me encaminé hacia la puerta, cuando Kate me detuvo.
               -Puede que quieras llevarte tus cosas.
               Un murmullo se levantó entre la gente mientras yo me la quedaba mirando, procesando sus palabras, como si me hubiera hablado en un idioma que me costaba comprender, y, acompañado de los susurros, me giré mecánicamente, metí las cosas en la mochila y me la cargué al hombro. Miré a Tommy una última vez, él me apretó la muñeca, dándome ánimos. Me estaba dedicando la típica mirada de “ánimo”, “luego me lo cuentas”, y “tranquilo”, todo a la vez.

jueves, 27 de octubre de 2016

Sherezalec.

Zoe podía decir las veces que quisiera que estaba bien sin mí, que no tendría tiempo a echarme de menos porque tendría un instituto que mantener a raya, unas siervas a las que dirigir, y un ejército de tíos al que tirarse… pero las dos sabíamos que no era así.
               De todas maneras, no hacía falta que lo dijéramos en voz alta. Incluso si no lo hubiéramos sentido en el fondo de nuestros corazones, el hecho de que hubiera venido a mi apartamento y se hubiera sentado al borde de la cama a contemplar cómo vaciaba aún más mis armarios ya evidenciaba la añoranza que sentíamos la una por la otra.
               Me hizo sentirme un poco mal por estar anticipando mi vuelta a Inglaterra, la verdad. Era lo único que dejaba atrás en Nueva York que me importaba realmente. Lo único por lo que merecía la pena luchar y que no podía seguirme.
               Fingimos que no nos importaba mientras me tendía una bolsa de la tienda de lencería a la que solíamos ir antes de que yo me marchara. Sonrió con tristeza cuando cogí el paquete negro, deshice el lazo blanco, y separé las solapas de azabache para descubrir una caja del mismo color.
               -¿Y esto, Z?
               Aleteó con sus pestañas cargadas de rímel.
               -Para que vuelvas pronto, y que detrás te traigas a tu inglés.
               Destapé la caja, que también estaba asegurada con un lazo perla, y saqué un bralette negro con unas bragas a juego. Todo era de encaje, todo con transparencias, sin dejar mucho espacio a la imaginación. Justo como les gustaba a los tíos, a todos los tíos, pertenecieran a quien pertenecieran, provinieran el país que proviniesen, y tuvieran un deje tan sensual en la voz que, cada vez que los escuchabas hablar, te daba la impresión de que te estaban haciendo el amor en los oídos.
               Zoe se dejó abrazar; era lo que estaba esperando que hiciera cuando fue a la tienda a por aquello. Le importaba una mierda Tommy, le importaba una mierda que Scott estuviera bueno (ya no hablemos de Eleanor, le importaba una mierda que tuviera novia; si ella lo quería, lo tendría), le importaba una mierda el chico de ojos verdosos que había visto en las fotos de Instagram de mi inglés y sus amigos… porque estaban lejos, no los conocía, no como a mí.
               Y yo me iba con ellos, la dejaba atrás sin miramientos.
               Por un buen polvo se cogen aviones, Di, me había dicho una vez, antes de convencerme de que la acompañara hasta el JFK para coger un avión a Ontario, donde estaba de vacacione el hijo de uno de los socios de sus padres, al que se había tirado en varias ocasiones, y al que le apetecía tirarse aquel fin de semana.
               Lo hizo, por cierto.
               No éramos de las que se quedaban con  las ganas de hacer algo. Solíamos conseguirlo, sin que el precio fuera relevante, pues: a) a nosotras siempre se nos hacía descuento y b) éramos ricas.
               La cubrí a besos, rebusqué en mis cajones en busca de una caja que había ocultado durante unos días, después de un paseo con mis padres por la Quinta Avenida en la que el objeto que iba a darle me llamó a gritos, con una pancarta de “¡soy para Zoe, entra a comprarme!” y sonreí cuando lanzó un chillido, sacando el collar de perlas más grande del mundo y enredándoselo varias veces alrededor del cuello. Su pelo cobrizo adquirió un nuevo brillo cuando la Luna dividida en múltiples esferas contrastó contra las llamas consumiendo una pila de hojas otoñales.
               Me estrechó entre sus brazos y nos echamos a llorar, y fue ahí cuando me di cuenta de cuánto nos echábamos de menos, con qué alegría habría cambiado mi destino, lo que habría dado porque yo no volviera a Inglaterra.
               Lo que habría dado yo por no permitirle que me dejara marchar cuando me bajara del avión y hablara con Tommy sobre lo que había hecho unas noches atrás.
               Z me observó en silencio mientras me ponía el vestido que me había ayudado a elegir la noche anterior (de corte de tubo, gris, que se me pegaba al cuerpo como una segunda piel, pero grueso para no permitirme pasar frío, y de hombros al descubierto) y asintió con la cabeza cuando le pregunté si me hacía una coleta, o mejor llevaba el pelo suelto.
               Cogió unos anillos de mi joyero y un colgante dorado, compuesto exclusivamente por un pequeño triángulo al que sostenía una cadena tan fina que casi parecía levitar.
               Era el que llevaba puesto la última vez que lo vi. Y Zoe lo sabía.
               -Veremos si tu inglés te merece, Lady Di-bromeó, pasándomelo por el cuello, apartándome el pelo con una mano y enganchando el colgante en la otra. Me volví hacia ella.
               -Tienes que venir. Quiero que lo conozcas-le cogí las manos-. No hagas planes para Pascua.
               Zoe hizo una mueca.
               -¿Piensas estar con él hasta Pascua?
               Puede que fuera el haber llamado a Scott y darme cuenta de hasta qué punto era verdad lo que le había dicho a su amigo en el aeropuerto, puede que influyera el que Tommy y yo nos hubiéramos acostado entre arte, puede que fuera que sólo él podía mostrarme una faceta del sexo con la que los demás ni siquiera soñaban… o puede que, simplemente, el primer amor sea el que sientes con más fuerza, el que te hace decir más tonterías, y por el que más estás dispuesta (casi deseas, a un nivel místico) a sufrir.
               Por eso, y porque estaba frente a Zoe y no frente a otra persona, dije sin dudar:
               -Pienso estar con él hasta que exhale mi último aliento, Z.
               Zoe sonrió, acariciándome el cuello con la mano que le había dejado libre. Puede que le pareciera tierno mi lado sensible, un lado que no sabíamos que yo poseía.
               Ojalá le enterneciera la parte de mí que tenía los días contados.
               -Dijimos que nunca nos convertiríamos en esas chicas que sólo cogen aire para suspirar por sus novios, Didi.
               -Cuando lo conozcas, lo entenderás, Z.
               Me dedicó una sonrisa torcida que le hinchó exclusivamente una mejilla. Me acarició los nudillos.
               -Me da muchísima pena que te vayas otra vez-confesó-, pero viendo cómo te marchas, y viendo cómo estás por quien te espera al otro lado… creo que hasta me alegro.
               -¿Y porque tienes toda Nueva York para ti sola?
               -Sí, Didi, ¿te imaginas la cantidad de polvos que voy a echar ahora que no tengo competencia?-nos echamos a reír-. No, ahora, en serio. Esta ciudad se me hace inmensa sin ti.
               -Oh, Zoe-sonreí, inclinándome hacia ella y volviendo a estrecharla entre mis brazos, inhalando el perfume de lavanda que se ponía cada vez que se bañaba. No recordaba que nos hubiéramos puesto tan sensibles en toda nuestra vida, pero, a la vez, también entendía que la situación en la que estábamos era completamente nueva.
               Mamá llamó a la puerta; apenas fue un roce con los nudillos antes de tirar del picaporte y mirarnos con aprensión.
               -¿Diana? ¿Estás lista?

viernes, 21 de octubre de 2016

Cachorros de Golden Retriever.

Si resultábamos un cuadro patético tanto por su contenido como por la forma en que estaba pintado, papá no hizo ademán de criticarlo. Bien podría no haber advertido su estructura, bien podría no haberse dado cuenta de todo el dolor que había en mi habitación.
               Tirados en mi cama, con los cuerpos enredados, abrazándonos el uno al otro como si nos fuera la vida en ello, Tommy y yo teníamos los ojos igual de rojos, manifiesta la rojez de tanto llorar. Ya se nos habían acabado las lágrimas, pero nuestros estómagos seguían retorciéndose y nuestro pecho continuaba doliéndonos, ardiendo, como si tuviéramos el mismísimo infierno en los pulmones.
               Estábamos un poco mejor, eso sí. Después de que nos hartáramos a llorar, pegándonos el uno al otro, calmándonos, riéndonos por tonterías que sólo entendíamos nosotros y no conseguiríamos explicar a nadie más por mucho que nos hicieran sentarnos frente a un diccionario y nos permitieran buscar la palabra exacta al final de los tiempos, y volviendo a deprimirnos, haciendo llorar al otro porque empezábamos antes, Tommy había sorbido por la nariz, se había frotado los ojos, me había mirado con esos dos océanos inyectados en la sangre de unos guerreros que habían muerto defendiendo a su patria de ultramar, y había susurrado, apenas un hilo de voz ronca, como si estuviera acatarrado:
               -¿Vemos vídeos de perritos?
               Yo lo había mirado, también le había sonreído con tristeza, mordiéndome el piercing.
               -Creí que no me lo ibas a pedir nunca, T.
               Los cachorros eran la mejor terapia de choque contra la tristeza que uno pudiera encontrar. Eran mejores que el chocolate: no engordaban, no te hartabas de ellos, no te dolía la tripa después de pegarte un atracón… y lo mejor de todo era que  podías ver todos los vídeos que quisieras.
               Porque tu corazón dolorido se retroalimentaba de aquellas hermosas criaturas.
               Estábamos mirando un vídeo de unos cachorros de Golden retriever acercándose a una piscina y dándose un baño por primera vez cuando papá abrió la puerta, puede que para preguntarnos algo, como si Tommy iba a comer en casa o si teníamos hechos otros planes, y se nos quedó mirando.
               Hacía tiempo que había dejado de no saber qué decir.
               Sólo podíamos estar así por una cosa.
               -¿Mujeres?-preguntó, y los dos asentimos, sorbiendo por la nariz, sonriendo con tristeza, haciendo como que no nos poníamos vídeos de cachorros para que, si nos volvían a entrar ganas de llorar, no tuviéramos la certeza de que fuera por culpa de nuestros problemas, sino de lo bonitos que eran aquellos seres.
               -Ser hetero es una mierda, Zayn-se quejó Tommy, que se había lamentado en varias ocasiones durante la mañana de no haberse “pasado” al bando de Logan, que seguro que no lo pasaría tan mal como nosotros, porque Logan lo tendría más fácil para controlarse, Logan lo tendría más fácil para encontrar a alguien cuyo único objetivo fuera destruirte.
               Papá solamente asintió, cerrando los ojos. Tommy se pegó un poco más a mí. Cuando papá hacía eso, le recordaba a mí. Cuando yo hacía eso, le recordaba a mi padre a Louis.
               -He intentado millones de veces irme al lado oscuro, siempre que me peleo con Sherezade-confesó-; pero luego la miro y, aunque esté enfadadísima conmigo, sé que me sería imposible alejarme de ella. La seguiría al fin del mundo-comentó, perdido en sus pensamientos, por un momento sin vernos, sino de vuelta en aquel barco donde la vio por primera vez, recortada contra las estrellas, hecha de éter.
               Joder, ¿por qué sentía que era yo el que estaba en ese barco, que era yo el que la miraba?
               Y, sobre todo, ¿por qué la silueta no era la de mi madre nueve meses antes de convertirse estrictamente en “mi madre”, sino la de Eleanor cuando fui a buscarla a Victoria, en aquel fin de semana en el que nos juramos amor eterno, parece ser que mintiéndonos descaradamente el uno al otro?
               -Todo esto es horrible-comenté, sin hacer caso de cómo los perros pataleaban emocionados ante el contacto con el agua. Tommy me miró y asintió; me pegué un poco más a él. Estaba bien tener algo cercano a lo que agarrarse, algo cálido que impidiera que te congelaras, algo en lo que confiar, una piedra que se resiste a ser engullida por la marea.
               -Os traeré unas cervezas-solventó papá, que sabía que estábamos en buenas manos cuando estábamos en manos del otro. Los dos asentimos, esperamos a que cerrara la puerta, y luego nos miramos.
               Fue una de aquellas veces en las que el tiempo se detuvo y nuestras mentes se fusionaron; supimos todo lo que le pasaba por la cabeza al otro.
               A él le preocupaba lo que había hecho, sí, pero con quién era un tema todavía más aterrador. No podía volver a pillarse por Megan, no podía volver a acercarse a ella. La pelirroja haría tambalear lo que estaba construyendo, el inmenso rascacielos que sería su vida y sus relaciones ahora que había aceptado, por fin, que podía amar a dos chicas a la vez.
               Y él veía en mí todo lo que me atormentaba el tener que decirle adiós a la chica de mis sueños, a la que no me hubiera imaginado ni con todo el empeño del mundo, por cuidar de mi alma gemela.
               Joder, lo que no haría yo porque Tommy no se sintiera como se sentía, y lo que él haría porque yo no me sintiera como lo hacía.
               Papá nos dejó al lado de la cama una caja con seis botellines de cerveza, nos revolvió el pelo a ambos, sonrió cuando protestamos y volvió a dejarnos solos.
               Abrimos las botellas, entrechocamos los culos de éstas y le dimos a “siguiente vídeo”. Teníamos una lista de reproducción con vídeos de cachorros ya creada; fue una de las mejores decisiones que pudimos tomar en la vida.
               Terminé deslizándome por la cama hasta tener la cabeza apoyada en su pecho, sentía las pulsaciones de su corazón, ya bastante más relajadas, en la base de la nuca.
               -Scott-dijo en tono lastimero, un tono en el que nunca se debería decir el nombre de nadie-. Dime que lo de Trixie es mentira-me suplicó. Me puse rígido al momento: ¿sabía algo? No, no podía saberlo; de su tono de voz no se deducía enfado alguno.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Terivision: La chica del tren.

Rescato esta sección del blog que tengo tan abandonada (al fin y al cabo, últimamente vivo para escribir Chasing the stars) para darte mi opinión sobre:

¡La chica del tren! Se trata de una novela escrita por Paula Hawkings que narra la historia de Rachel, una alcohólica que toma todos los días los mismos trenes, y que siempre se queda mirando una pareja que vive en una casa de su antiguo vecindario. Rachel les imagina una vida perfecta; pero se da con un palmo de narices cuando la mujer que habita esa casa desaparece sin dejar rastro, y Rachel siente que es en parte culpa suya, pues tiene vagos recuerdos de haber visto a la mujer la misma noche en que desapareció…
Ya me habían hablado de este libro el año pasado, pero por un motivo u otro no terminaba de animarme a leerlo: tengo un montón de libros pendientes, y la verdad es que no ayudó mi decisión de volver a leer Memorias de Idhún (aunque no me arrepiento, en absoluto). No fue hasta que fui al cine para ver Nerve (hola, Dave Franco) cuando me entraron ganas de leerlo de verdad, después de que me pusieran el tráiler de la película basada en el libro. No sé qué fue más gracioso: el hecho de que yo no supiera que se había rodado esa película, a pesar de que Emily Blunt, actriz que me encanta, trabaja en ella, o que me pusieran el tráiler en catalán. Aunque no lo entendí todo, me quedé con la copla de lo que iba más o menos el asunto, y creo que tengo que dar las gracias de no haber terminado pillando todo lo que decían los personajes, porque, al parecer, el tráiler te cuenta todo el libro sin dejarte casi margen a la imaginación.
En fin, el caso es que me animé a leerlo justo después de terminar Memorias de Idhún, todavía arrastrando un poco la depresión de haber vuelto a mi infancia a través de las páginas de esa trilogía, y lo cierto es que, si bien me chocó un poco la estructura del libro (narrador en primera persona, alternando entre tres narradoras y dando diversos saltos en el tiempo) y me costó en ocasiones seguir el hilo de la historia debido a los saltos temporales que se dan entre las narradoras, terminé por cogerlo con ganas. La chica que me lo había recomendado hablaba maravillas de él el año pasado, pero cuando le dije que lo estaba leyendo me dijo que “estuvo bien”, pero era previsible. Sinceramente, a mí no me lo pareció. Sí que es verdad que hay un punto que sabes de sobra qué va a suceder, SPOILER (más o menos), selecciona el texto si quieres seguir leyendo, y es que Rachel no mató a Megan, como la autora intenta hacerte creer en un movimiento bastante absurdo con respecto al sábado en que se emborrachó, pero la identidad del asesino permanece en el aire hasta el último momento.
Lo que más me ha gustado de la novela ha sido el trasfondo psicológico que le da la adicción de Rachel a la propia protagonista: se avergüenza de su vicio y trata por todos los medios de dejarlo, pero siempre termina cayendo en la tentación. Eso sí, la obsesión que tiene con la pareja de sus sueños llega a ser un poco preocupante, pues no le importa meterse en todo tipo de líos y que le hagan daño de varias formas diferentes con tal de ayudar a desentrañar qué le pasó a la chica que veía todas las mañanas, cuya vida perfecta había imaginado hasta el más mínimo detalle.
Es un libro que se deja leer muy bien, aunque debo reconocer que no le pude dedicar todo el tiempo que querría y no sabría decir si engancha lo suficiente como para querer leértelo de una sentada: ya no tenía tiempo para pasarme la tarde leyéndolo, y lo cogía en los momentos que tenía libres entre pasar apuntes, escribir, y hacer las tareas de casa. Eso sí, los fines de semana por la mañana eran para la lectura, así que puedo decir que me enganchó todo lo que mi horario le permitió.
En resumen: estuvo bastante bien; tampoco es que me esperara demasiado de él después de los comentarios de mi amiga. En ese sentido, no me decepcionó. Ahora, sin contar la manera en que la autora te hace cambiar de sospechas a medida vas avanzando (algo también muy típico en este género), por lo demás el libro avanza con bastante monotonía, excepto en los momentos puntuales en el que Hawkings quiere sorprenderte… y lo consigue.
Lo mejor: cómo Rachel endereza su vida a medida que va avanzando la trama.
Lo peor: Rachel es la típica exmujer patética que no es capaz de rehacer su vida ni dejar atrás su pasado; es un estereotipo andante de la divorciada de 30 años que, en teoría, se encuentra en los últimos momentos de atractivo de su vida y que debe correr contrarreloj para encontrar pareja. No me ha gustado su comportamiento obsesivo con su exmarido; me dio la impresión de que, en ese aspecto, se mantenía el cliché de que la mujer no es nada sin el hombre. Por mucho que el final intenta corregir esta idea, no me parece suficiente darle la vuelta a una situación cuando quedan apenas 4 o 5 páginas para acabar.
La molécula efervescente: en este caso, hay dos: “La vida no es un párrafo, y la muerte no es un paréntesis”… y la presencia de un Scott, de pelo también negro y al que, para más inri, le ponen los cuernos.
Ni descansando de mi novela ésta me deja vivir. Y lo que me encanta ᵔᵕᵔ
Grado cósmico: Planeta estelar {3.5/5}
¿Y tú? ¿Lo has leído? ¿Coincidimos o discrepamos en algo? Déjame un comentario con tu opinión; sabes que me encanta leerte

sábado, 8 de octubre de 2016

Zorra pelirroja.

No sabía cuánto tiempo más iba a aguantar así.
               Sí sabía, de sobra, cuánto más iba a aguantar Eleanor: lo que venía siendo nada.
               Pero a Tommy no terminaba de pasársele el disgusto con lo de Layla, y, encima, habían salido unas fotos de Diana en varias fiestas, fotos en las que ella no parecía demasiado afectada por su ausencia.
               Tommy decía que estaba bien, que no podía pretender que ella se quedara de brazos cruzados, esperando regresar para pasárselo bien, pero en el fondo yo sabía lo que le pasaba: la echaba de menos, terriblemente de menos.
               Al día siguiente de mi primera bronca en serio con Eleanor, estaba tumbado en la cama, mirando al techo, sin poder dormir. Me pregunté si Tommy estaría despierto, o si tendría que aguantarme y pasarme la noche en vela hasta que finalmente alguien mandara un mensaje al grupo. Puede que fuera Alec. Era sábado, y los sábados él solía levantarse temprano para despejarse haciendo ejercicio en soledad.
               Incluso me entraron ganas de preparar la bolsa de madrugada y pirarme en busca de algún gimnasio regentado por algún zumbado que decidiera que las 4 de la mañana era una hora óptima para levantar unas pesas o hacer un par de kilómetros corriendo en una cinta eléctrica.
               Pero no me hizo falta; vi que su última conexión había sido hacía unos diez minutos, que había entrado a mirar mi conexión (me salía en el historial de los mensajes la vez más tardía en que había entrado a mirar lo que yo tenía que decirle), así que me decidí a llamarlo.
               -S-dijo, sin aliento. Jadeaba como si hubiera corrido una maratón.
               -No puedo dormir.
               -Yo tampoco-susurró, carraspeó, y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía la voz ronca.
               -Hostia, tío, perdona, yo… si quieres, te llamo luego.
               -Es igual-Tommy tragó saliva, bufó y dejó escapar una exclamación, tranquilizándose-. ¿Quieres que vaya?
               -¿Quieres que vaya yo?
               -Bueno…-admitió, no demasiado convencido. Ninguno de los dos sabíamos lo que queríamos en ese momento. Yo llevaba toda la noche dándole vueltas a lo mismo: cuánto iba a aguantar yo, cuándo sería un buen momento para decírselo a Tommy, si esperar a que Diana volviera de Nueva York sería una buena idea para que él no lo afrontara solo…
               … y, finalmente, si merecía la pena estar pasando por todo eso.
               Y, cuando te empiezas a cuestionar si estar con tu chica merece todas las discusiones que tenéis, y los malos momentos… chungo, hermano.
               La respuesta había venido más rápido incluso que el escándalo por haberme planteado siquiera tal cuestión: sí, claro, o sea, mírala. Fue un “mírala” metafórico, se entiende, pero con eso me bastó. Mírala sonreír, mírala esperarte, mírala cogerte de la mano, mírala besarte, mírala buscándote por las noches, mírala jadear tu nombre en tu oreja mientras rodea tus caderas con sus piernas, mírala morderse el labio cuando está a punto de llegar…
               … mírala cabrearse porque tenéis que esconderos.
               Mírala llorar porque no le has dicho aún a tu mejor amigo que la quieres con toda tu alma.
               -Salgo en diez minutos.
               -Puedes salir ahora-protestó, tajante, pero yo negué con la cabeza, cerré los ojos, y me mordí el piercing. Éramos incorregibles, joder. Si estábamos tristes, y el sexo nos animaba, tendríamos sexo. Fuera como fuera. Fuera con quien fuera.
               -Tienes cosas que hacer-me burlé, y él se echó a reír, para después acabar suspirando.
               -Si la vieras, S…-dejó la frase en el aire, y yo entendí lo que quería decir. Si la vieras, S, tú también te quedarías despierto recordando cómo la tuviste y cómo la dejaste marchar, pensando en lo que la echas de menos, elaborando planes muy detallados de lo que le harás en cuanto la vuelvas a tener.
               No hagas eso con Eleanor, Scott. No seas Tommy. No la conviertas en Diana.
               Tragué saliva, esperé un tiempo prudencial, me vestí, me metí en la habitación de Sabrae (últimamente se quedaba con el móvil hasta altas horas de la madrugada, y luego protestaba porque no dormía bien, se hacía la mártir, le lloraba a mamá porque no quería ir a clase, y yo tenía que callarme y no decir ni mu sobre la cantidad de veces que cargaba el móvil al día –dos, la puta enferma lo cargaba dos veces al día –, porque como se me ocurriera abrir la boca sobre su nueva adicción a ella se le soltaría la lengua sobre por qué a la balanza de la Dama Justicia del despacho de mamá se le había tenido que pegar con pegamento una de sus cadenitas) y la sacudí para despertarla.
               Porque, milagrosamente, estaba dormida.

sábado, 1 de octubre de 2016

Entierra a tu monstruo.

Un nuevo mensaje antes de empezar el capítulo: como habrás podido comprobar, éste se ha hecho esperar más que los demás. Ahora que he empezado a clase, no voy a tener tanto tiempo para escribir, así que he decidido que voy a subir un capítulo cada semana; si puedo, incluso os colgaré dos. ¿Os parece bien? 
¿O preferís que sean dos, pero de la mitad de tamaño? No puedo garantizaros esto último, pero me gustaría teneros felices en la medida de lo posible. 
Dicho esto, y sin más dilación... ¡que disfrutéis!

Ya había pasado lo peor. Creo. Me ardía la cabeza, sentía que podía oír hasta el más leve aleteo de cualquier mosca que se atreviera a volar por el piso de abajo, y notaba los latidos de mi corazón en cada fibra de mi cuerpo.
               Me dolía el estómago, tenía las piernas matadas, las manos entumecidas… y me escocían los ojos, a pesar de que los párpados los protegían de la luz que ni siquiera entraba por la ventana abierta. Mi madre no era una sádica, y no me había subido la persiana como debería haber hecho para que me levantara.
               Iba a morirme a oscuras.
               Y lo único que me importaba era lo muchísimo que me molestaba la luz que se colaba por la rendija de la puerta, el mínimo hueco que había entre ésta y el suelo, un hueco del que yo no me había percatado hasta esos momentos: los de resaca.
               Me iba a morir allí, a oscuras… pero me iba a morir solo.
               Joder, no podía hacerle eso a Scott. Que yo me muriese acabaría con él. Tenía que hacer algo, pero, ¿qué? No podía seguir resistiendo aquella luz incidiendo sobre mí mucho más tiempo, me estaba incendiando el alma; tampoco podía levantarme y poner algo por debajo de la puerta para que ésta no accediera a mí, por lo que yo sé, podría ser incluso tetrapléjico. Quizá yo inaugurara una nueva categoría de paralíticos, los paralíticos por alcohol, simple y llanamente. No por accidentes de tráfico ni por enfermedades degenerativas, no, sólo por vodka, chupitos, tequilas.
               -No voy a volver a beber así en mi puta vida-me prometí, y me estremecí, y me dolió estremecerme, pero más me dolió el escuchar mi voz en el silencio sepulcral de mi habitación, aquel silencio que me hacía enterarme de todo lo que pasaba en un radio de 50 kilómetros.
               Creo que incluso podía oír a Alec follándose al ligue de turno en su casa, a varios kilómetros en línea recta desde la mía.
               Me tapé con la manta, bufé, ay, señor, llévame pronto, susurró mi mente, aturullada por tanta sensación. Haz que acabe este sufrimiento, señor. Soy tu humilde servidor.
               Me cago en el hijo de puta que decidió crear el alcohol.
               Tenía frío, empecé a tiritar, me encogí un poco sobre mí mismo y descubrí que estaba desnudo. Pero, ¿quién me había quitado la ropa? Recordaba cosas aisladas; llegado un punto, mi memoria se autodestruía y no me dejaba avanzar más allá de cuando salí al jardín, buscando a Scott, como si éste fuera una náyade que tuviera que acudir a los bosques para poder renovar sus energías.
               Recordaba llamar a Diana. Ver las fotos que me había mandado mi hermano pequeño de ella en una gala. Considerar seriamente la posibilidad de meterme en el baño, aliviarme como tan bien sabemos hacer los tíos, y fingir que no había pasado nada. Su voz. Cómo le dije que la quería.
               Alec recogiendo a Sabrae, Sabrae borrachísima, puede que peor que yo, intentando quitarle la camisa, fracasando estrepitosamente, y riéndose mientras él le acariciaba las manos para que se estuviera quieta, y Tam y Bey, que se habían cambiado el peinado para confundirlo, le hacían un par de trenzas.
               Pensé en el desierto, no sé por qué. Me esforcé en intentar encontrarle sentido a las cosas. Creo que me encontré con Scott, finalmente. ¿Pensaba en el desierto por su piel de color de arena?
               ¿Por qué me venía a la mente la imagen de un cactus?
               Joder, qué frío. Si no me muero por la resaca, me muero congelado.
               Señor, llévame pronto, supliqué.
               El señor no me llevó, pero me trajo a alguien. Escuché cómo llamaba a la puerta, casi escuché las comisuras de su boca curvándose en una sonrisa cuando le abrieron, sus pasos atravesando la casa, subiendo las escaleras, viniendo hasta mi habitación.
               Tenía la boca pastosa, como si me hubiera comido cincuenta empanadas de atún sin beber un solo vaso de agua.
               La presencia llamó a la puerta.
               -Ah-gemí, y la luz, la Luz, la LUZ con mayúsculas irrumpió en mi habitación un segundo, lo suficiente como para que yo anhelara quedarme ciego. Seguro que así, por lo menos, no me molestaba tanto.
               La presencia se sentó a mi lado en la cama, me destapó un poco para mirarme a los ojos.
               Y Scott sonrió.
               -Joder, T, y yo que venía con ganas de mimos-se burló, y yo me lo quedé mirando.
               -Me estoy muriendo-le dije, y se rió en silencio, porque era un santo, era la mejor persona que te pudieras encontrar, la puta que lo parió, estaba enamorado de él. No quería molestarme.
               -No me extraña.
               -¿Qué hice ayer?
               -Coger la mangada de tu vida.
               -No voy a volver a beber nunca-aseguré, abrazaría el juramento de mi madre, que sólo bebía champán, y sólo había bebido dos vasos seguidos en un acontecimiento bastante importante: su boda. Así se vivía mejor. La vida era más aburrida, pero era vida, no sufrimiento constante.