Inglaterra era el centro del
mundo en un mundo que se olvidaba de nosotros constantemente. Pero eso no
significaba que no pudiéramos brillar.
Papá lo había conseguido. Había puesto el foco de
atención en nuestra pequeña isla.
Y seguían pasándonos cosas aun incluso cuando nos manteníamos
en silencio.
Faltaban unas semanas para que estuviera con Kiara
paseando por el centro. Unas semanas para recibir un mensaje de papá diciéndome
que fuera a casa. Ya. Derechito. Nada de hacer el tonto. Tenía que regresar inmediatamente.
Unas semanas para que me preocupara, pesando que había
pasado algo. Unas semanas para que me despidiera de K con un beso. Le dijera
que la llamaría. Y le contaría qué era aquello que requería mi atención tan
urgente.
Unas semanas para que llegara a casa, con las mejillas
coloradas de correr. Abriera la puerta y me diera de bruces con papá. Y me lo
quedara mirando un segundo, sin aliento.
-¿Qué pasa?
Él se giró, sin decir nada. Y pude ver el salón, lleno
de gente.
Nuestro salón no acostumbraba a estar tan lleno de
gente.
Aunque no fueran ente cualquiera. Cuando los
identifiqué, me quedé helado un momento. Tommy, Layla, Diana y Scott se giraron
y me miraron al unísono.
Y lo único que pude decir fue:
-Ay, dios, ¿se ha muerto alguien?
Pero para eso faltaba aún.
Al día siguiente de encontrarme con Aiden en el centro
comercial e invitarlo a cenar, me levanté bien por la mañana. Apenas pegué ojo.
No podía dejar de pensar en aquellos emoticonos. En
Aiden mordiéndose el labio mientras escribía. Me gustaba tanto cuando hacía
eso…
Di vueltas y vueltas en la cama, conseguí conciliar un
par de horas el sueño. Me desperté con un dolor de barriga tremendo. Los
nervios.
Estaba peor incluso que en nuestra primera cita.
Hoy hacíamos un mes.
Y no tenía ni idea de lo que íbamos a hacer. Le había
preguntado a Aiden qué planes podríamos preparar. ¿Cine? ¿Ir a comer por ahí?
¿Dar una vuelta?
¿Acostarnos?
Claro que eso último no se lo había dicho.
Y seguramente hubiera dado igual. La respuesta de
Aiden hubiera sido la misma:
-Déjalo en mis manos, C-sonrió, y yo me derretí. Un
poquito. Nada más.
-Vale-balé. Porque, de verdad, valía todo lo que él
dijera. Sus planes serían geniales. Incluso si me ofreciera ir a un laboratorio
y contemplar el proceso de fotosíntesis de un protozoo durante varias horas, me
seguiría pareciendo el mejor plan del mundo.
Así que, harto de dar vueltas en la cama, me levanté
por fin cuando mi teléfono marcaba las 8. Fui a desayunar. Tardé 45 minutos en
tomar la primera cucharada de unos cereales ya reblandecidos. Y otros 15
minutos en tomar la segunda. Mamá se levantó. Vino a verme. Vio cómo estaba y
me sugirió tomarme algo. Me preparó una tila. Que yo no me tomé. Me fui derecho
a la ducha.
Me pasé allí una hora.
Y, cuando acabé, me senté delante del ordenador, el
pelo aún húmedo. Me puse una serie al azar. No la había visto en mi vida, y era
un capítulo de los de mitad de temporada. No me importó. Me enteré de lo mismo
que me habría enterado si hubiera escogido alguna de las que seguía.
O sea, de nada.
Mi nerviosismo no me permitía concentrarme en nada que
requiriera un mínimo de atención. Si me fijaba en la pantalla durante un
segundo, siempre había algún chico en primer plano. De ojos marrones, la mayor
parte del tiempo.
Marrones como los de Aiden.
Y yo me ponía fatal. Me echaba a temblar, esperando
que mi móvil sonara. Recibir un mensaje de Aiden y que él me dijera que no
podía quedar hoy. Que lo sentía. Que me lo compensaría.
O peor: que todo había sido una coña. Una apuesta
entre sus amigos. Que no quería romperme el corazón, que parecía buen chico.
Pero el dinero era el dinero.
Nada de esto sucedió.
Ni sucedería nunca. Porque Aiden era un sol. Un dulce
bizcocho en una tienda llena de artículos de dietética. Una barrita de
chocolate entre un millón de barritas de arroz. Palomitas de maíz en la cola
del cine.
Las gotitas de un helado sabor fresa que se deslizaban
por el cono hasta tus dedos en un día de verano.
Mi móvil vibró y a mí me dio un vuelco el corazón. Lo
levanté con mano temblorosa, tanto, que me costó leer el nombre del remitente.
Kiara.
-¿Me vas a mandar una foto de lo que tienes pensado
ponerte, o te tengo que ir a ver?
Me quedé mirando el teléfono, sin entender.
Mierda. Mierda, mierda, mierda. Mierda. No había
pensado qué me iba a poner.
Me levanté de un brinco y abrí el armario. Lo vacié,
literalmente. Saqué las camisas que tenía, y me descubrí revolviendo en busca
de una en particular.
Una que estaba en casa de papá.
Y me entraron ganas de echarme a llorar.
Mi móvil siguió vibrando. Kiara cambió de aplicación
para hacer que sus mensajes hicieran ruido. Y que yo contestara. Y lo hice.
Desbloqueé a la tercera vez, antes de que el teléfono se pusiera en modo
“peligro”, y escribí como buenamente pude:
-No tengo nada-y otro vuelco al estómago.
-Menos mal que me tienes a mí-respondió, rauda y
veloz-. Ven a abrirme.
-¿Qué?
-No quiero llamar al timbre, no sé si tu madre está
durmiendo. Ven a abrirme-respondió, paciente. Corrí hacia la puerta de la
calle. La abrí de par en par.
Y Kiara me sonrió.
No me la merecía. Jamás lo haría.